Envidia.

Siento envidia del suelo que pisas, espectador mudo de la belleza que palpita entre tus piernas; de tu cama, recolector de jugos y olores; de los muebles de tu cuarto, voyeurs petrificados que jamás sabrán la suerte que tienen de convivir con un cuerpo cálido y vibrante lleno de pasión.

Envidia.

Siento el peso de mi pene tirando hacía abajo, noto como se hincha de forma inmisericorde, pausada pero inexorablemente, convirtiendo la curva subyugada y deprimida de mi virilidad en un arco altivo y expectante, ajeno a los sentimientos de nostalgia y añoranza que pueblan mi mente. Los recuerdos de tus palabras, nuestras fantasías y mis deseos se mezclan con la sensación de pérdida que siempre me embarga a la mañana siguiente. La prueba de nuestra locura aún brilla en la oscuridad de mi cuarto, encerrada en esa caja de plástico y vidrio.

Apago el portátil de un manotazo, irritado con mi polla, que se empeña en llevarme la contraria. ¿Acaso no ves que estoy deprimido, trozo de carne estúpido? ¿Cómo osas en retar a mi  melancolía? ¡Deja que me auto compadezca! Pero él, gordo y cebado, me mira con su único ojo, burlón y cínico, y no dice nada.

“Qué malo es la distancia para el amor”, suelen decir. Yo me cago en eso. ¡Qué espanto es la distancia para la pasión! ¡Qué horror es la distancia para el deseo y la lujuria! Ah, cómo me embarga la envidia cuando recuerdo las horas pasadas.

Envidia de tus ropas, que pueden acariciar tu piel. Envidia de los encajes que cubren aquello que me quita el sueño. Envidia de la tela suave de la ropa interior, aquella que frota liviana y despreocupada tu sexo mientras se empapa con mis palabras.

Siento envidia del suelo que pisas, espectador mudo de la belleza que palpita entre tus piernas; de tu cama, recolector de jugos y olores; de los muebles de tu cuarto, voyeurs petrificados que jamás sabrán la suerte que tienen de convivir con un cuerpo cálido y vibrante lleno de pasión.

Siento una envidia horrible de esos objetos que usas como sucedáneos de mi verga. ¿Qué fue anoche? ¿Qué objeto te introdujiste entre los muslos trémulos y vibrantes imaginando que era la polla tiesa y firme que palpita ahora entre mis dedos? Ah, muero de envidia al pensar en la posibilidad de que un humilde calabacín, recio, curvado y grueso haya disfrutado de las paredes de tu vagina, que se haya ahogado con los jugos de tu vulva, que haya sentido la caricia cálida y suave de los labios menores mientras te lo introduces abierta de piernas…

Ah, qué mala es la envidia: ha hecho llorar a mi compañero de juegos y se le ha borrado esa mirada burlona y cínica de su único ojo y vuelve a tirar hacía abajo, deshinchándose de forma inmisericorde, pausada pero inexorablemente, convirtiendo el arco altivo y expectante en una curva subyugada y deprimida, ajeno a los sentimientos de lujuria y pasión que pueblan mi mente.