Entreplantas
Cuando se es muy joven hay que ingeniárselas a la hora del sexo
Esto ocurrió hace bastantes años, ay el paso del tiempo, muchos años. Cuando eras adolescente y vivías en casa de tus padres y tenías una novia o simplemente ligabas en una noche de fiesta, resolver la tensión sexual era todo un problema. Si además no tenías coche, entonces el problema se convertía en un drama, incluso una tragedia.
Afortunadamente, entonces no había teléfonos con cámaras en manos de cazadores de sexo callejero ávidos de grabar un polvo rápido o una paja en un banco de un parque para correr a colgarlo en la red. Por supuesto, tampoco había internet ni nada que se le pareciera.
Todos y todas los que andamos entre los cuarenta y los cincuenta sabréis a lo que me refiero. Si era verano, todo resultaba medianamente sencillo. Buscabas un rincón apartado o te ibas a la playa y allí dabas rienda suelta al calentón.
El problema era si estabas en invierno, y la calle era un lugar inhóspito y desabrido donde la libido desaparecía y empalmarse era algo propio de superhéroes. Además, a mí por lo menos, se me quitaban las ganas.
Menos mal que las personas, y más las personas necesitadas de una buena ración de sexo, tenemos la capacidad de improvisar sobre la marcha. Nada agudiza más el ingenio que un calentón mutuo sin resolver como es debido y la urgencia por resolverlo y llevarlo a buen puerto.
Los reservados de los pubs y las discotecas no eran mal lugar para lo que solíamos llamar “darse el lote” e incluso hacernos una paja mutua, al resguardo de la oscuridad y rodeados, eso sí, de otras parejas con las mismas necesidades.
Durante aquel frío invierno salí con una chica. Nos llevábamos de maravilla. A diferencia de algunos amigos, que dejaban a las novias en casa para continuar la farra a solas, yo prefería quedarme con ella. Fue la primera mujer con la que disfruté del sexo en toda su amplitud. Los domingos, cuando sus padres o los míos se iban a pasar el día por ahí, quedábamos alrededor de las diez de la mañana en casa de uno de los dos y nos dedicábamos a recorrer todos los rincones de la casa follando: sofá, cocina, habitaciones, recibidor… Pero no quería hablar de los domingos, sino de las noches de retirada a casa, ya tarde, cuando la acompañaba hasta su portal. Éramos, además, casi vecinos.
No he dicho que ella, aparte de ser muy activa sexualmente y tener una imaginación desbordante, era bastante pudorosa. Me explico. Eso de pajearnos rodeados de parejas a oscuras haciendo lo mismo no era de su agrado. Lo habíamos hecho, por supuesto, pero no terminaba de sentirse de verdad a gusto. No era la misma que cuando estábamos a solas. Creo que se entiende.
La segunda o tercera vez que la acompañé hasta su casa, me invitó a pasar al portal. Allí, donde por fin no hacía frío, la apoyé en la pared y empezamos a morrearnos, restregarnos -era alta, casi de mi misma altura con tacones – meternos mano y pajearnos en la oscuridad del patio. La mala suerte hizo que cuando ella tenía la falda por la cintura, las bragas por las rodillas y mi mano en su coño y yo estaba con los pantalones por los tobillos y mi polla en su mano, oyéramos el ruido de la puerta del patio. Llegaba alguien. En décimas de segundo conseguimos recomponernos y cuando se encendió la luz del zaguán, podía parecer que me despedía de ella después de acompañarla a casa como todo un caballero.
Eran unos vecinos de Marta, con los que me crucé mientras me dirigía a la puerta y con quienes ella subió en el ascensor, como me dijo al día siguiente, por teléfono.
La llamé yo para quedarme tranquilo; no quería que fuera motivo de chismes entre el vecindario. “Tranquilo, Fernando, que todo fue de lo más normal. Incluso me dijeron que se alegraban de que tuviera un novio tan educado como para acompañarme a casa. Lo peor de todo es que me ardía el coño...”
Yo le dije que todo el camino hasta mi casa anduve empalmado y que nada más llegar y meterme en la cama, me había hecho una paja de las urgentes; no había durado ni dos minutos.
-¿Y qué crees que hice yo? En el ascensor notaba la presión de los pezones en el suje, y cómo se me habían mojado las bragas nada más subírmelas tan deprisa. Me hice un dedo rápido, mordiendo la almohada para que no se me oyera. Me corrí mucho rato… Nos habíamos puesto muy calientes…
Con la conversación, yo me había empalmado muchísimo, sin siquiera tocarme. Se lo dije; y añadí: “¿Puedes ahora” Me dijo que sí, que su madre había bajado a comprar no sé qué. En mi casa había un teléfono de pared, y si estirabas el cable, podías meterte con el auricular en el baño y casi cerrar la puerta del todo. Le dije que nos pajeáramos en este momento.
No se hizo de rogar. Nos dirigimos nuestras respectivas pajas obedeciendo al otro.
-Mójate bien los dedos con saliva y pellízcate los pezones, como si fueran mis labios…
-Apriétate bien la polla por encima del slip, como te hago yo antes de bajártelos…
-Bájate las bragas y ábrete bien el coño, como cuando me lo enseñas cuando estamos juntos…
-Magréate los huevos, apretando fuerte, como si fuera mi mano…
-Pásate la yema de un dedo por el clítoris, que resbale… Métete dos dedos en el coño y vuelve al clítoris…
-Estoy cachonda, Fernando… Sácatela y apriétala fuerte. Baja y sube la mano despacio, que te vea ese capullo que tanto me gusta…
-Uf, Marta, cómo me estoy poniendo… ¿Cómo vas tú?
-Me corro en cuanto quiera. Necesito tu rabo, tío.
-Y yo tu coño, nena.
Empezamos a gemir sin articular palabra y nos corrimos casi a la vez. Correrse mientras escuchas cómo se viene la otra persona aumenta el placer, y me salieron dos o tres chorros de leche que fueron a dar a la pared del baño.
Se lo dije. “Yo me he corrido en el suelo, apoyada en la pared, con las piernas flexionadas, muy abiertas. Espera...”, dijo. Se puso el auricular del teléfono en el coño y pude oír el sonido de sus dedos entrando y saliendo. Ese chup-chup tan delicioso…
-Joder, mi madre. Nos vemos… - y colgó.
Me recompuse, pasé papel higiénico por la pared y me di una ducha.
Habíamos quedado el viernes siguiente. Durante la semana hablamos por teléfono, como casi siempre, todos los días, pero comprometiéndonos a no masturbarnos hasta que nos viéramos. Solo la idea de no poder hacerme una paja me provocaba unas erecciones monumentales, involuntarias… Pero mantuve mi promesa. Merecía la pena aguantar unos días. El premio sería mayor.
El viernes tomamos unas cervezas con algunos amigos en un pub, pero ni siquiera fuimos a los reservados. Marta había tenido una idea. “Mira”, me decía poniéndome esos ojos de golfa que tanto me gustaban, “luego, cuando me acompañes a casa, en lugar de quedarnos en el portal como dos pardillos, podemos hacer dos cosas.” Mientras me lo decía, mi verga estaba como una piedra, y se la froté en la cadera para que se diera cuenta. “Una: cogemos el ascensor y subimos hasta la última planta. Allí hay una escalera que lleva al terrado. Dos: nos subimos en el ascensor hasta el último piso, bajamos por la escalera y nos quedamos en la entreplanta con el penúltimo. Ningún vecino va a subir o bajar ocho pisos, ¿no?” Le di un morreo al que respondió cogiéndome de la nuca y metiendo la lengua en mi boca.
-Nos acabamos la cerveza y nos vamos, ¿vale? - le dije.
-Claro. Espero que hayas cumplido tu promesa.
Asentí. “No veas cómo estoy”, le dije. “Pues como yo...”, respondió.
Aunque por aquel tiempo casi todas las chicas de nuestra edad usaban vaqueros, cuando quedábamos Marta y yo y sabíamos que habría sexo, ella solía ponerse falda, para facilitar la tarea. El trayecto hasta su casa estuvo salpicado de paradas, donde nos morreábamos. Incluso caminando nos besábamos. Las hormonas, dicen. Benditas hormonas.
Llegamos a su casa y subimos hasta el octavo en el ascensor. Ocho pisos dan para mucho, y los aprovechamos. Una vez arriba, estábamos hechos un desastre. Mi camisa medio desabrochada por fuera, su falda por la cintura, mi bragueta bajada. Estudiamos los dos sitios que había imaginado Marta y nos decidimos por el tramo de escaleras entre el octavo y el terrado. A los dos nos gustaba vernos mientras lo hacíamos, pero decidimos que lo más prudente era no encender la luz de la escalera.
Me senté en un escalón y ella a horcajadas sobre mí. Nos morreábamos, le magreaba el culo, se movía sobre mi polla…
-No estoy cómoda – dijo.
Se levantó y estiró de mis pantalones hasta dejarlos por mis tobillos. Volvió a sentarse, con las bragas sobre mi slip. “Ahora sí”, dijo. Y empezó a frotarse, arriba y abajo, sobre mi nabo, recorriéndolo. Le saqué las tetas y se las comí. Metí las manos dentro de sus bragas y le magreé bien el culo, separando y apretando las nalgas. “Nene, me corro...”, me anunció. Marta era así; lo anunciaba. Se apretó más en mi polla, acoplada a su coño abierto bajo las bragas. Se corría con una intensidad que me ponía cachondísimo. Reconcentrada, mirándome, besándome…
Se incorporó y me mordió la polla por encima de los slips, hasta que los bajo hasta más allá de las rodillas. Mientras me masajeaba los huevos y los estiraba mirándome la verga, le gustaba decir: “Esta polla es de la nena Marta, y voy a jugar con ella.” Se inclinó y empezó a besarme el cuello, lamiéndolo, bajando por el pecho y el vientre, sin prisas, hasta llegar al rabo. Le dio un beso en la punta y empezó a mamarlo. “Pobre pollita, que lleva días sin correrse”, dijo antes de mamarla en serio. Con ganas. “No aguanto, Marta”, dije entre jadeos. Aceleró la mamada y me vine en su boca. Siempre, desde el principio, le había gustado que lo hiciera. Después de tantos días de empalme permanente y sin acabar, solté lo que no está escrito. Se atragantó pero no se la sacó de la boca. Mi vientre se convulsionaba y ella engullía y tragaba leche hasta que paré de soltar. Todavía la mantuvo unos segundos en la boca, hasta que se la tragó toda. Le dio otro beso en la punta y luego me dio un morreo. “Creo que nunca habías soltado tanta”, dijo. “Casi me atraganto. Mírala, como un pincel te la he dejado.” Marta era genial.
-Ahora que se nos han pasado los ardores, a follar – dije.
Se levantó, se echó hacia adelante y apoyó dos manos en un escalón. Tenía su culo y su coño delante de mí. Los besé y los lamí con esmero, con deleite. Movía las caderas. “Fóllame ya”, dijo. Me bajé un escalón y la tomé de las caderas. Puse la punta en la entrada de su coño y que me quedé quiero, como le gustaba a ella. Con un solo movimiento de culo, se la metió entera. “Me gusta notar tus huevos con tu rabo dentro de mí”, dijo. Era ella quien me follaba. Se movía en círculos, y yo solo la sacaba hasta la punta y la volvía a meter. Metió una mano entre sus piernas y, alternativamente, se tocaba el clítoris y me acariciaba las pelotas. Era delicioso. “Me voy a correr”, dijo de nuevo. Sentía cómo sus dedos se frotaban el clítoris. Aceleró los movimientos de su culo. Escuchaba el gemido sordo que salía de su boca cerrada, tratando de no gritar. Noté cómo brotaba su corrida, lubricando más mi polla, llegando hasta mis muslos. Se detuvo. Se salió de mí y se dio la vuelta.
Éramos tan inconscientes que nunca usábamos condón. Yo era un tipo legal, y sabía controlarme hasta el momento de soltarla. Nos gustaba a los dos. La famosa marcha atrás nunca nos supuso ningún trauma.
Se quitó suéter que llevaba y el sujetador. Se quedó con la falda enrollada a la cintura. Me senté en un escalón, como minutos antes cuando me hizo la mamada. Se sentó encima de mí con sus manos en mis hombros. Solo se metió la punta. Ahora me tocaba follarla a mí. De un empujón se la metí entera. Gimió. “Hoy la tienes más gorda, tío.” Salía y entraba de ella. Tenía el coño estrecho, y sabía cómo apretarlo bien. Le comía las tetas. Pasé una mano entre los dos, por detrás, y le rocé el clítoris. Me comió la boca. Estaba otra vez a punto. Igual que yo. Nuestro código era que, cuando estaba a punto de correrme, le daba un pellizco en el culo y ella se salía de mí al instante. Se daba la vuelta y con dos o tres movimientos de mano, me sacaba toda la leche. Así lo hicimos. La corrida fue a parar a la pared, o eso supuse, porque no se veía un carajo.
Después, los cariñitos, los besos, los abrazos largos hasta recuperar el pulso y el aliento. Nos vestimos como pudimos; de pie, sujetándonos el uno al otro, entre risas y besos. Todavía estuvimos acaramelados un rato, morreándonos. No podía concebir que hubiese en el mundo otra mujer como ella.
Entramos en el ascensor, que seguía en el octavo. Nos miramos en el espejo para comprobar que estábamos presentables. Pulsó el botón de su piso, me dio un beso y salió al llegar el ascensor. Yo continué hasta el patio. Salí a la calle. Hacía frío. Metí las manos en los bolsillos y descubrí que estaba silbando. Llegué a mi casa. Me acosté y me dormí como un niño.
Mi último pensamiento fue que ya teníamos sitio para follar a gusto aparte de los domingos y hasta que llegara la primavera.