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Un simple paseo por la playa que terminó por degradar mi orgullo

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Un simple paseo por la playa que terminó por degradar mi orgullo

y ser devorado por una avasallante mujer.

Relato estos sucesos hundido en la ignominia total. He perdido todo, mi personalidad, mi orgullo y mi brillante profesión médica. Jamás pude volver a amar a una mujer y mi esposa, harta de esperar, finalmente me abandonó.

Todo comenzó durante el verano en las playas de Mar Bella de Barcelona. Acostumbraba acudir cuando mi esposa pasaba el fin de semana con sus padres. Buscaba tomar el sol y nadar un rato. No acostumbraba permanecer mucho tiempo, pero esa tarde, un suceso extraordinario cambió mi vida y marcó mi personalidad comenzando a destruirla.

Estaba sentado en la arena cuando vi llegar a la playa a una impresionante mujer acompañada por tres hombres. Era alta, muy alta, más alta que sus acompañantes. De porte majestuoso, caminaba con arrogancia no exenta de gracia y donaire. Iba ataviada con una simple túnica estilo romano de color blanco que resaltaba con los rayos del sol, calzaba finos zuecos de madera de tacón mediano.

Ella eligió un sitio cercano a donde yo estaba. Hizo una leve seña a sus acompañantes que, de inmediato, desplegaron una pequeña carpa playera acomodando una estera, nevera y un bolso con enseres. Yo estaba inmovilizado por la impactante visión. Con un leve gesto de sus hombros desprendió su túnica, que cayó a la arena siendo prestamente recogida por uno de sus lacayos (ya los llamaba así), doblada y guardada prolijamente en el bolso. Yo, que la miraba embobado, al ver caer la túnica sufrí un colapso, quedé paralizado por la brillantez de su cuerpo perfecto, de piel dorada, hermosa, escultural, imposible dejar de verla, piernas esbeltas y fibrosas, caderas torneadas, largos brazos, cuello erguido… Todo en ella era hermosura en estado puro. Morena de largos cabellos y una penetrante mirada en sus ojos negros. Su sola presencia empañaba al sol. Se movía con gracia felina. Pero, ¡cuidado…! un felino nunca deja de estar al acecho. Una mujer peligrosa que camina sobre los cuerpos de sus devorados amantes. Yo, que ya estaba atrapado en su campo gravitatorio, no podía apartar mis ojos de ella.

Los movimientos del grupo estaban perfectamente sincronizados. Ni bien ella concluyó de mostrar su cuerpo, los lacayos terminaban de acomodar la carpa. Se recostó en la estera dejándose adorar por el sol, mientras dos de los acompañantes, sentados en la arena, montaban guardia a escasos centímetros. Centinelas vigilantes que obstruían mi visión. Solo podía divisar sus hermosos pies con las uñas pintadas y algún gesto de las piernas. El tercer lacayo se ubicó al lado de ella. No pude ver que hacían, pero mi imaginación trabajaba al máximo, ayudada por los movimientos de la lona y de sus sensuales piernas.

Luego de un rato el acompañante se levantaba y cambiaba de lugar con uno de los centinelas y el proceso se repetía. Así sucedió también con el tercero. Luego, ella se tendió al sol fuera de la carpa. Los tres sirvientes masajeaban su piel con cremas, cortaban las uñas de los pies y manos y se tragaban los trocitos que cortaban (este detalle me volvió loco si es que no estaba aún). Sacaron del bolso un neceser con cosméticos y le pintaron, con esmero y paciencia, todas las uñas y, por lo alcancé a ver, dibujaban motivos de adorno en las uñas de las manos. Ella se dejaba hacer. Los hombres parecían estar bien entrenados (aunque yo lo hubiera hecho mejor), pues ella estaba satisfecha, mirando el sol y dejándose llevar por la adoración de sus asistentes.

No pude dejar de mirarlos en todo el día. Cuando los rayos del sol caían de lado con su lluvia dorada, entonces ella se levantó, se irguió cuan alta era dando un giro completo y exhibiéndose a los reflejos solares que destellaban en su piel. En tanto sus ayudantes levantaban todo. Cuando se calzó sus zuecos de madera, los otros estaban listos para acompañarla. Se fueron. Ella caminaba, con su andar majestuoso, flanqueada por sus asistentes y seguida por la mirada de muchos, incluso la mía.

Desde ese día concurrí a la playa asiduamente hasta que, al cabo de una semana aparecieron nuevamente. La diosa y sus piadosos siervos. Armaron nuevamente la pequeña carpa y ella dedicó el resto del día a si misma, adorada y servida por sus lacayos. Yo no podía apartar la vista. La posición deliberada de los centinelas me impedía ver claramente lo que sucedía dentro de la carpa, pero cada tanto una sombra, o un aleteo de la lona indicaban algún movimiento de manos, piel y cuerpo. Mi desbordada imaginación hacía el resto.

Ese día cuando abandonaron la playa, luego de la dorada ceremonia final del crepúsculo, seguida por todos los presentes que miraban deslumbrados, los seguí hasta ver que ocupaban un coche grande. Ella se ubicaba atrás con dos lacayos y el tercero oficiaba de chofer. Se alejaron mientras yo quedaba suspendido en el tiempo. En la ventanilla trasera se dibujaba el perfil de la diosa mientras era besada por ambos sirvientes.

Otra vez fui varios días a la playa obsesionado. La imagen de la imponente mujer, adorada y servida por sus asistentes, no se apartaba de mi mente. Siendo médico especialista en psiquiatría, sabía que era peligroso, pero también sabía que era imposible apartarme de la llama, como cualquier mariposa. En mi delirio imaginaba diferentes formas de acercarme a ella, aún a sabiendas que me devoraría sin siquiera parpadear.

Aparecieron luego de otra semana de incertidumbre. La misma rutina. Los lacayos armaban la carpa, traían bebidas y atendían a su dueña. Dos oficiaban de centinelas mientras ella se refocilaba en el interior de la carpa con el tercero. Luego cambiaban de lugar. Los tres hombres se turnaban para servirla. Sin duda una mujer ardiente, apasionada y fogosa. Un solo hombre (o dos) no era suficiente

La casualidad vino en mi ayuda. Vi acercarse a una pareja de policías acompañados por dos señoras maduras, gordas y moralistas, de esas que abundan en todas partes fijándose en la vida ajena. Ya me imaginé donde iban. Prestamente me puse de pié para seguirlas.

Se acercaron a la carpa de la imponente mujer. Las señoras parecían quejarse. Sin saber bien de que se trataba, mi intuición me impulsó a intervenir. Audazmente me presenté ante los policías exhibiendo mi carnet de medico. Les dije que la presencia en la playa de esa hermosa mujer, despertaba más envidia que pecado. Las auténticas inmorales eran estas señoras que se inmiscuyen en la vida ajena. Mi prestigio profesional se impuso y los policías se fueron dejando en paz a la diosa. Probablemente es lo que deseaban hacer.

Entonces en medio del silencio me atreví a mirarla. Ella ya me perforaba las entrañas con la intensidad de su mirada. Me sentí tan desnudo, expuesto e indefenso que no atiné a nada más que alejarme de allí, casi corriendo, sin saludar

Pero ella ya me había visto. Supo en el acto que clase de hombre era yo: un gusano arrastrado, baboso, servil y esclavo. Regresé a mi lugar bajo una opresión vergonzosa rumiando mi impotencia por haber echado a perder esa oportunidad.

Al poco rato, uno de los lacayos se acercó a donde estaba. Sin pronunciar palabra me hizo señas que lo acompañe. Lo sigo humildemente. Al llegar a poca distancia de la señora me señala la arena, como si fuera un perro, para que me ponga de rodillas. Así lo hice, como un perro que ya era. Otro lacayo se acerca y deja entre mis manos uno de los zuecos de madera que calzaba la diosa. Entonces comenzó mi caída en la más completa abyección. De rodillas, en la arena, con la erección más fuerte que haya tenido jamás, tomando el zueco con las manos, comencé a lamerlo. Olía a divinidad celestial. Ella miraba.

Entonces sucedió lo que terminó de hundirme por completo en la ignominia. Ella me taladraba con su mirada, fija, fulgurante, absorbiendo mi personalidad, mientras uno de los siervos, sentado a su lado, la masturbaba con los dedos sobándole el enorme clítoris con movimientos circulares a través de la diminuta tanga. Ella se arrebolaba de placer sin quitarme los ojos de encima. Veía encenderse sus mejillas de lujuria. Estaba pajeándose con mi humillación. Una víctima más. Sentí su orgasmo en mi piel y, desde mi posición, veía las palpitaciones de su vagina. Ahora el sirviente presionaba el clítoris sin mover los dedos, mientras ella se corría con la mirada fija en mí. Ambos sabíamos que me usaba solo para darse placer sin importarle mis sentimientos. Pero no podía evitar servirla.

El asistente cedió el lugar a uno de los otros repitiendo el proceso de masturbarla lentamente a través de la hinchada tanga, mientras ella seguía perforándome con su terrible mirada, extrayendo todo mi orgullo, succionándome sin piedad, usándome no solo a mi, sino también a los tres sirvientes a los que dominaba por completo. Su segunda corrida fue espectacular. Veía sus contracciones a través del tejido de la tanguita. Una mancha de humedad acompañaba las caricias del hombre. Ella estaba mojada y excitadísima. Se hacía pajear por ellos usándome como estímulo. Luego fue el turno del tercer sirviente. Para entonces yo estaba completamente devorado. No pude hacer nada. Todo sucedió sin pronunciar una palabra. De improviso, cuando ella tuvo el tercer orgasmo yo sentí como mi cuerpo se humedecía. Había eyaculado chupando su zueco, sin tocarme, sin voluntad propia, con el poder de su mirada. Ahora sabia la diferencia entre masticar y ser masticado. Fui ordeñado a la distancia. Cuando vio mi vergüenza y turbación con el bañador mojado de semen; ella, con el rostro arrebolado de excitación, tuvo otro brutal orgasmo sin ningún pudor en las mismas manos de su bien entrenado asistente, que oprimía sus dedos contra el clítoris dejando de masturbarla, atento, como yo, a las palpitaciones de su coño. No dejó de devorarme con sus ojos de fuego ni un segundo. Aplastado y sin restos de personalidad, tuve la audacia de arrastrarme hasta coger el otro zueco que estaba a la vista y luego, abrazado a ellos, caí sobre la arena, mojado y humillado.

Ella y sus acólitos, en un gesto armonizado, salieron de la playa. Los sirvientes, previsores, sacaron del bolso un par de zuecos nuevos que calzó con descuidada elegancia, mientras yo, aplastado, no me atreví ni siquiera a levantarme. Sentía sobre mí la mirada de los presentes. Cuando comenzó a oscurecer todos iban pasando a mi lado, mirándome con conmiseración, hasta que la playa quedó vacía. Me atreví a levantarme y salir trastabillando.

Desde entonces no la he vuelto a ver. Ella andará por otros lugares de cacería, eligiendo a sus víctimas, usándolos como hizo conmigo, sin importarle las vidas que destroza. Solo le interesa absorberlos con su mirada de fuego mientras se corre escandalosamente.