Entregada al jefe de mi marido Parte III

Voy descubriendo oscuros secretos entre la relación de mi marido y su jefe

Nunca me he sentido forzada a seguir los morbosos juegos de mi marido. Sin embargo, el empeño que últimamente ponía Enrique en exhibirme en situaciones truculentas y obscenas, delante de Don Ramón, me hacía sentir inquieta.

Esos días permanecía en un continuo estado de alarma, sintiéndome muy nerviosa, como esperando los próximos pasos, o acontecimientos, que mi marido tendría ya seguramente planeados.

A la mañana siguiente me levanté con un ligero dolor de cabeza.

«Demasiadas cervezas y copas», pensé encaminándome hacia la ducha, algo extrañada, pues no acostumbro a sufrir ese tipo de resacas.

Sentir el contacto del agua resbalando sobre mi cuerpo, atenuó bastante el molesto dolor de cabeza. Después de ponerme el albornoz, me marché hasta la cocina caminando descalza, dejando el rastro de mis huellas húmedas a lo largo del suelo de tarima del pasillo.

Tras entrar a la cocina, cerré la puerta para no hacer ruido. Después puse la cafetera sobre la vitrocerámica, y me senté en uno de los taburetes frente a la encimera a mirar el móvil. Abrí Twitter, e intenté evadirme leyendo comentarios y mensajes de algunos de mis seguidores. Me pongo tan cachonda haciéndolo, que a veces no puedo evitar tocarme.

Pero esa mañana, la maldita jaqueca no me permitió disfrutar al leer algunos de los comentarios y ocurrencias que me habían dejado escritos. Por lo tanto, me vi forzada a dejar el móvil sobre la repisa de la encimera, e inconscientemente, me puse a pensar en todo lo que había ocurrido durante las últimas semanas.

Sin duda, estábamos viviendo situaciones que comenzaban a trastocar nuestra idílica vida conyugal. Tan solo un mes antes, había pensado que los juegos de pareja que realizaba junto con mi marido, estaban todos controlados. Sin embargo, ahora pensaba que todo estaba a punto de desmoronarse. Era como si hubiéramos perdido el control, como si mi marido y yo ya no jugáramos en el mismo equipo

Yo soy una mujer a la que le gusta vivir todo con demasiada intensidad. Provocando a veces situaciones, que pudieran compararse con una montaña rusa. Sentir las cosas de una forma tan vehemente, puede causar incómodos altibajos.

Primero pensé en Iván. «¿Cómo podía haberme liado con un amigo de mi hijo? ¿En qué estaba pensando?».

Sin duda esta situación se me podía ir de las manos en cualquier momento. Pero me había encaprichado por el chico, mucho más de lo que me atrevía a reconocerme mí misma. Era verlo por casa, y comenzar a excitarme. Le había exigido a Iván un control absoluto de la situación. Sin embargo, era a mí a la que más le costaba controlarse. Aprovechaba cada momento que veía al chico, cuando venía a mi casa acompañado de mi hijo, y lo pillaba a solas deambulando por el pasillo, en el baño, en la cocina… para lanzarme a besarlo como una posesa.

La quincena que mis hijos pasaban en casa de mi exmarido, aprovechábamos los jueves por la tarde. Me encantaban esos encuentros en los que ambos aprovechábamos sin salir de la cama durante un par de horas.

«Puto crío», pensé con rabia, mientras volvía a coger el móvil para enviarle un mensaje.

Olivia – 8:17

Buenos días, cielo.

No hagas planes para el próximo fin de semana.

(Carita tirando besos)

Sabía que Iván se levantaba tarde. Seguramente se habría pasado la noche viendo series, o jugando a algún videojuego. Conocía demasiado bien las malas costumbres de mi hijo, y la de todos sus amigos.

Me excitaba poder pasar un fin de semana con el chico. Pero al mismo tiempo, hubiera preferido que mi marido no hubiera aceptado el reto. Sabía que a Enrique no le hacía demasiada gracia que durmiera fuera de casa, y menos aún, que pasara fuera todo el fin de semana alejada de él. Sin embargo, prefirió darle mis bragas a Don Ramón, sabiendo cuanto lo detestaba.

Me imaginaba al viejo masturbándose con ellas, o incluso en situaciones más tórridas. La escena de verlo utilizando mi propia ropa interior, para nada me resultaba sensual ni excitante.

Me sentía hasta cierto punto vejada y ultrajada. Aún podía sentir, una y otra vez, su mirada acompañada por esa triunfal y estúpida sonrisa de la noche anterior, justo cuando mi marido le entregaba mi tanga, y él se lo guardaba cuidadosamente, como si de un tesoro se tratara, en el bolsillo de su chaqueta.

Después de tomar el café me acerqué a mi habitación. Enrique seguía dormido. Cogí unas bragas, unos leggins, una sudadera y unas zapatillas. Con mucho cuidado para no despertar a mi marido, comencé a vestirme.

Necesitaba dar un paseo para mover y estirar las piernas. Siempre que estoy nerviosa por algo, intento de alguna forma aumentar mi actividad física. El caso es no estar parada dándole vueltas a las cosas.

Cuando salí a la calle respiré profundamente. La mañana olía al aire limpio que siempre nos regala el amanecer, el frescor matinal hizo que desapareciera y me olvidara completamente ya, del liviano dolor de cabeza con el que me había levantado.

Seguí caminando sin rumbo, a esas horas la ciudad comenzaba ya a despertarse. De vez en cuando podías cruzarte con algún madrugador transeúnte. Un hombre paseando un perro, dos chicas corriendo, el camión de la basura…  una hora tan ambigua, que mezcla al que trasnocha con el que madruga.

Recuerdo que iba escuchando la “Intro de Sweet Jane” de Lou Reed, cuando recibí una llamada de un número desconocido. Iba a rechazarla. Odio que me estropeen ciertos momentos, y más a horas tan tempranas. Pero no sé por qué, no lo hice.

—¿Dígame? —respondí.

—Hola, Olivia —escuché saludarme a una voz, que reconocí casi al instante. Era Don Ramón—. Te llamo, porque estaba preocupado por la forma en la que te fuiste anoche —añadió.

—Estoy bien —respondí sin devolverle el saludo—. ¿Supongo que le habrá dado mi número de teléfono, Enrique? —pregunte molesta, casi a punto de colgar.

—¿Puedo saber por qué te enfadaste anoche? —interpeló sin responderme.

—No me gusta el juego que se trae con mi marido —reconocí de forma directa.

—¿Y qué juego es ese?

—¿Dígamelo usted?

—¿Te molesta que quiera follarte? —preguntó directamente, sonándome más como un reconocimiento, que como una pregunta.

—No —negué rotunda—. Lo que me molesta, es que marido sea participé. Además, sabiendo de sobra que todo esto no me gusta.

—Quería agradecerte el detalle, me refiero al regalo tan especia que me hiciste. La verdad es que no me lo esperaba, por lo menos tan pronto —comentó con un tono cargado de ironía.

—Mejor agradézcaselo a mi marido. Fue Enrique quien se las dio, no yo —quise dejarle claro.

—Cuando Enrique me dio tus braguitas, todavía se podían sentir en ellas el calor de tu coño. Estaban calientes y húmedas, Olivia.

—Me alegro por usted —respondí intentando cortarlo con sequedad.

—Me sorprendió lo mojada que estabas, aún se puede ver en ellas una opaca mancha, oscureciendo la zona, que rozaba tu coño. Eres como una fuente, Olivia. ¿Por qué estabas tan cachonda? ¿Por el joven ese con el que desapareciste?, o, ¿Por qué Enrique y yo estábamos viendo cómo te besabas y te dejabas manosear por él?

Nada más escucharlo estallé en una exagerada y estridente carcajada. Como dándole a entender, lo absurdo que me parecían sus preguntas.

—¿De verdad piensa que me pone cachonda que usted me mire? —Le interpelé, acompañando con otra carcajada la pregunta—. Creo que es usted demasiado vanidoso —añadí.

—Olivia, puede que en eso tengas razón. Siempre he pecado de ser demasiado arrogante —confesó—. ¿Follaste con el chico con el que te marchaste?

No respondí. Decidí que era mejor permanecer callada. Sabía que él estaba disfrutando de verme amedrentada y nerviosa, y no quería darle el placer de negar algo que era tan evidente.

—Voy a follarte, Olivia —soltó de repente, con un tono seguro de sí mismo, que casi no admitía réplica.

—Usted sueña demasiado —respondí resoplando.

—Sabes, Olivia. Tú todavía no lo sabes, pero acabarás suplicándome para que te folle.

—Voy a colgar, no me apetece seguir escuchando tantas estupideces —respondí de forma enérgica. Sin embargo, no lo hice. Mi naturaleza curiosa me lo impidió, quería saber que más tenía que decirme.

—Solo quería que supieras, que dentro de un rato voy a comenzar a disfrutar de tu regalo. Las tengo aquí en mi mano. Ya no están calientes, pero en cambio, siguen oliendo a tu coño. Me gusta tu esencia de hembra. Sin duda, eres una perrita muy cachonda —dijo esto último inspirando fuertemente, para que no me quedara duda de que estaba oliendo mis bragas mientras hablábamos.

—Me alegro. Espero que disfrute masturbándose con ellas —alegué resignada.

—¿Por qué crees que voy a masturbarme con tus bragas? ¿No crees que, a mi edad, hacerme una paja es una pérdida estúpida de energía? —me preguntó riéndose.

—Póngaselas si quiere, pero me temo que no son de su talla —respondí, intentando ridiculizar su actitud.

Don Ramón estalló en una profunda carcajada, dejando a las claras, que mi comentario no había conseguido humillarlo. Me hablaba de una forma tan segura, que parecía estar por encima de mí. Me trataba como si yo fuera una niña, y él en cambio el adulto.

—Siento desilusionarte Olivia, pero el transformismo nunca ha sido lo mío. Pero no te negaré que hoy, voy a comerme un excelente chochito, con tus braguitas puestas.

La imagen de ver a su mujer con mi tanga puesto, se me antojaba totalmente surrealista. Entonces me quedé callada, sin atreverme a nombrarla. Pero Don Ramón, de forma perspicaz pareció adivinar mis pensamientos.

—No me refiero a Marga. Ella no disfruta con estas cosas.

—Le alabó el gusto a su esposa. La imagen de verlo a usted, con unas bragas usadas, no es para nada el sueño húmedo de ninguna mujer.

—¿Te gustaría verlo? ¿No te gustaría ver tus braguitas puestas sobre el chochito que me voy a follar, pensando que es el tuyo? Si te apetece mirar, solo tienes que pedírselo a Enrique.

Escuchar el nombre de mi marido en ese contexto, me puso aún mucho más nerviosa.

«¿Acaso conocía mi marido a la amante de Don Ramón?», me pregunté intrigada.

En ese momento sentí miedo, casi pavor. Tal vez había demasiados secretos de mi marido hacia mí. Llevaba cinco años totalmente convencida, de que Enrique era el hombre de mi vida, estando segura de que formábamos un tándem casi inquebrantable.

Por unos segundos toda esa seguridad se tambaleó, mientras escuchaba al otro lado del teléfono la respiración de Don Ramón, que permanecía impasible a mi sufrimiento. Como esperando una respuesta a una pregunta que permanecía en el aire.

—Lo siento —dije con una voz menos segura de lo que me hubiera gustado aparentar. Odiándome en ese momento a mí misma, por mostrarme tan vulnerable—. Voy a colgar —añadí un segundo antes de hacerlo, sin darle tiempo a reaccionar, ni a que dijera nada más.

En ese momento sentí una fuerte punzada en el lado derecho de mi cabeza. El dolor había regresado.

Entonces decidí darme la vuelta, ya no me apetecía escuchar música, no deseaba caminar, no anhelaba que Iván contestara a mi mensaje, ni siquiera ansiaba escuchar las explicaciones de Enrique.

Recuerdo ir caminando como una estúpida autómata. Mis pasos me dirigían por inercia hasta casa. Sintiéndome tan saturada, que no lograba pensar en nada, mi mente estaba completamente en blanco. Nada más llegar a casa, recuerdo que entré en mi habitación con la idea de meterme en cama.

«Solo necesito dormir un poco y dejar de pensar. Cuando me despierte me encontraré mucho mejor. Seguro que todo habrá sido una pesadilla», no dejaba de repetirme.

Enrique ya no estaba en la cama. Entonces comencé a desnudarme tirando mi ropa en el suelo, quedándome solo con el tanga puesto. En ese momento, escucho claramente en el baño contiguo el agua de la ducha, que precisamente se detiene, nada más acostarme.

En una tenue penumbra, puedo ver la silueta de Enrique entrando al dormitorio. Su imagen es imponente, con su metro noventa de estatura, su cuerpo cuidado y musculoso. Está completamente desnudo, mirándome directamente, como si no se atreviera a traspasar el marco de la puerta.

Yo estoy enfadada, tremendamente cabreada y disgustada. Por momentos incluso mi fuerte carácter me obliga a sentirme furiosa. Sin embargo, estoy tan cansada y desencantada, que consigo dominarlo.

Cierro los ojos y me doy la vuelta, poniéndome boca abajo, simulando que duermo. No quiero y no puedo, enfrentarme a todo esto. Tengo tantas preguntas que hacerle… sin embargo, temo que las respuestas que me ofrezca no sean de mi agrado.

Percibo sus movimientos, noto perfectamente como se acerca, escucho su respiración, sus pasos. Oigo el crujido que hace el colchón cuando se mete de nuevo en la cama.

Me gusta su olor a hombre recién duchado «¿Querrá darme un abrazo?», pienso.

Sin embargo, no hay ningún tipo de muestra de afecto por su parte, al que me tiene tan acostumbrada desde hace cinco años.

En lugar de eso, noto como tira de la sábana hacia atrás, dejando mi cuerpo totalmente expuesto y a su merced. Tan solo tapado con un minúsculo tanga blanco. Sentirlo tan cerca, me hace sentir un potente escalofrío que recorre mi espalda.

Escucho sus movimientos, pero prefiero no mover ficha, sigo fingiendo estar dormida manteniéndome boca abajo. Entonces Enrique se sitúa detrás de mí.

«Creo que está de rodillas sobre el colchón».

En ese momento siento sus fuertes y recias manos agarrándome de los muslos. Tira de ellos, intentando abrirme de piernas sin ningún tipo de sutileza.

Yo trato impedírselo poniendo resistencia. Procuro juntar mis muslos para cerrar así las piernas, pero él es infinitamente más fuerte que yo y, además, tampoco tengo ganas de luchar. Me siento cansada. Prefiero seguir simulando no enterarme de nada.

Noto como con sus dedos apartan hacia un lado el hilo de mi diminuto tanga. Entonces comienzo a sentir su enorme manaza palpándome el coño. Como si quisiera asegurarse, donde está la entrada de mi vagina.

Sin ninguna delicadeza ni sutileza, ya que todos sus gestos son rudos y bruscos. Como si yo fuera suya, como si mi cuerpo le perteneciera por derecho propio, y en esos momentos quisiera usarlo.

Siento su glande rozando mi vagina. Entonces no puedo evitar cerrar los ojos y apretar al mismo tiempo la mandíbula. Sé que me va a doler, pero me dejo hacer. De un solo movimiento, sin ningún tipo de compasión por su parte, embiste de un fuerte empujón de cadera. Insertándome así, de un solo gesto, su grueso pene hasta el fondo. Estoy preparada para lanzar un alarido, sin embargo, algo me sorprende.

«No me ha hecho daño» Pienso, notando como mi vagina se dilata en un segundo, adaptándose al grosor de su polla. Sintiendo al mismo tiempo una especie de alivio, que en lugar de una queja se transforma en un leve gemido.

«¡Joder que gusto…!», pienso.

—¡Ah…! —Muerdo la almohada, para intentar ahogarlo, No quiero que se dé cuenta de que estoy disfrutando. Me odio a mí misma por hacerlo.

Enrique comienza a follarme. Su polla entra y sale de mi sexo con verdadera facilidad. Estoy perfectamente lubricada, me siento tremendamente húmeda.

«¡Estoy cachonda! ¿Cómo es posible? ¿Cómo puedo ser tan puta?», me pregunto con rabia.

Sigue follándome manteniendo un fuerte ritmo, con un furor casi inusitado. Empotrándome contra el colchón, haciéndome rebotar hacia él. De repente noto como me agarra del culo, tirando hacía él, obligándome a levantar la cadera. Tratándome como si yo fuera una muñeca, su muñeca. Me encanta sentir esa rudeza, toda su fuerza, su potencia. Lo siento más hombre nunca.

Escucho su respiración como se agita. Por un momento para de follarme, manteniéndome su polla clavada hasta el fondo.

—¡Ah…! —lo escuchó exhalar en un profundo suspiro.

Al instante comienzo a sentir su leche caliente disparada contra las paredes interiores de mi coño. Incluso, puedo percibir claramente las vibraciones de su polla en cada sacudida de esperma. Me encanta sentirme invadida por el río de lefa que ha depositado en mi interior.

Después de correrse, Enrique deja su polla alojada dentro de mi sexo unos segundos, reposando todo su peso contra mi espalda. Lo escucho resoplar, pero poco a poco su respiración comienza a compasarse.

Es la primera vez que mi marido se muestra así. Siempre ha sido un hombre generoso conmigo, quizá demasiado. Buscando siempre mi propio placer antes que el suyo.

Pero ese día mi esposo muestra otra cara desconocida para mí, es como si en realidad fuera otro hombre. Noto como sale de mi interior de la misma forma que entró, de forma brusca y decidida. Entonces vuelvo a escuchar el crujido del colchón, justo cuando se levanta de la cama. Segundos después, oigo sus pasos alejándose hasta el baño.

«¿Me va a dejar así?» pienso ansiosa, deseosa de que me siga follando. Necesitando un hombre urgentemente. Noto como el semen de Enrique comienza a salir de mi coño, escapándose como la lava de un volcán hacia afuera. Esa sensación de estar recién follada y usada, me hace sentir aún más desesperada por notar el sexo de un hombre dentro de mí.

Entonces unas palabras que un rato antes había escuchado por teléfono, vuelven a repetirse, como una especie de melodía dentro de mi cabeza. “Tú todavía no lo sabes, pero acabarás suplicándome para que te folle”

Intento sacarme ese sucio recuerdo, pero instintivamente mi mano comienza a buscar mi sexo. Entonces, sin ser completamente consciente de ello, comienzo a masturbarme.

Intento pensar en Iván, en lo que me hará teniéndome a su disposición todo un fin de semana. Será nuestra primera noche juntos, el momento idóneo para que le entregue algo de lo que tiene muchas ganas. Mi deseado culo. Me muero de ganas por dárselo.

Pero es como si algo desconocido dentro de mi mente, accionara algún tipo de mecanismo para que, de forma incesante, vuelvan a repetirse esas palabras. Como si se tratara de una resonancia alojada en mi subconsciente. “Acabarás suplicándome para que te folle.”

Entonces abro los ojos y veo a mi marido enfrente de mí, observándome en silencio y fríamente como me masturbo. Incluso creo atisbar una sonrisa de burla en sus labios.

Esa boca que ahora parece mofarse de mí, a la que tantas veces le he escuchado decir palabras dulces y amables.

Decido no decir nada. Vuelvo a cerrar los ojos desdeñándolo, como si fuera un fantasma que simplemente ignorándolo desaparece. Sigo tocándome ansiosa, concentrada en esas palabras que se repiten en mi subconsciente.

—Mi amor, me acabas de confirmar lo zorra que eres —escucho decir a mi marido. Pero a pesar del improperio, su tono en ese momento no me suena bronco, ni seco. Suena con la misma tonalidad afable y cordial de siempre—. ¿Quieres ver esto? —me pregunta.

Miró hacia mi marido sin saber realmente a que se está refiriendo. Entonces me enseña la pantalla de su teléfono móvil, mostrándome una grabación.

El vídeo no tiene audio. Pero puede verse claramente un primer plano de una mujer. La cámara hace un recorrido muy lentamente, haciendo una breve parada en sus desnudos pechos, no demasiado grandes, pero hermosos. Tienen una aureola marrón oscura, de la que sobresalen, unos pezones tiesos y orgullosos, seguramente debido a la excitación que ella está sintiendo en esos momentos. A continuación, sigue bajando muy despacio, mostrando un primer plano en todo momento. Ella se contonea, como si estuviera bailando, entonces la cámara sigue bajando en picado, deteniéndose primero a la altura de su ombligo, y después en su cadera. Entonces la chica gira, dando la espalda a la cámara, y mostrando un culo de rollizos y salientes cachetes.

Observo en silencio sin perder ni un solo detalle. Me fijo como el hijo del tanga, atraviesa por la mitad de las nalgas, hasta perderse, sumergiéndose en medio de ellas.

Examino que su piel es más oscura que la mía, o por lo menos en la grabación así la percibo. Entonces se da la vuelta, mostrando el tanga a la altura de su sexo. Ahora ya no tengo duda.

—¡Son mis bragas! —hablo por primera vez desde que entré en casa.

—Así es —me confirma Enrique—. Son las que me diste para Ramón. Me acaba de mandar el vídeo y me pidió que te lo mostrara. También me ha dicho que habló contigo esta mañana. ¿Por eso estás tan cachonda? —me preguntó riéndose.

Lo miré enfurecida, estaba rabiosa. En ese instante intenté levantarme de la cama, pero mi marido lo impidió. Forcejeé con él unos segundos, el tiempo suficiente para darme cuenta, que esa lucha era un gasto inútil de energía.

Entonces mi marido se tendió encima de mí, agarrándome al mismo tiempo por las muñecas, Un segundo después, estando yo totalmente inmóvil, comenzó a besarme. Yo intenté escapar de su boca, girando mi cabeza para el lado contrario, pero todo era inútil.

En ese momento decidí fingir rendirme, simular que me entregaba, que me daba por vencida, que abandonaba toda resistencia.

Más calmadamente nuestros labios se juntaron. Entonces yo, aprovechando ese momento, con un rápido movimiento le mordí fuertemente el labio inferior. Automáticamente pude saborear el ocre y amargo sabor de su sangre.

Enrique lazó un grito que logró sobrecogerme. Siempre habíamos sido dos personas sumamente racionales, y en ese momento nos comportábamos como verdaderos animales salvajes.

Mi marido, tapándose el labio con la palma de su mano, se marchó hasta el baño. Un reguero de gotas de sangre quedaron impresas sobre las sábanas.

Yo me quedé sentada en la cama, con la cabeza como si quisiera esconderla, encajada entre las rodillas. Sintiendo en esos momentos incontroladas ganas de llorar.

«¿Qué nos está pasando?» pensé abatida y avergonzada.

En ese instante pude escuchar como mi marido abría la puerta del botiquín, que está colgado en una de las paredes del baño.

Entonces me levanté de la cama y caminé hasta el servicio. Enrique mantenía una gasa apretándose el labio, intentando cortar así la hemorragia.

—Lo siento —dije cuando nuestras miradas se cruzaron.

Mi marido hizo un gesto, encogiéndose de hombros y arqueando las cejas, dándome a entender que no tenía de que preocuparme.

—La culpa ha sido mía Olivia. Creí que todo era parte del juego, te juro que pensé que lo estabas disfrutando. Sabes que jamás haría nada que pudiera dañarte —me dijo en un tono tan sincero y arrepentido, que me convenció en ese mismo instante.

Entonces me acerqué hasta él, y lo abracé por detrás.

Una hora después, ya un poco más calmados y tranquilos, decidimos irnos a sentar al salón, para hablar claro de una vez, de todo lo que nos estaba ocurriendo.

—Te prometo Olivia, qué al verte tan cachonda pensé que estabas jugando —comenzó diciendo avergonzado.

—Creo que no te conozco Enrique. Todo esto me está empezando a dar miedo —le respondí, intentando mantener un tono tranquilo.

—¿Por qué dices eso? —me preguntó Enrique visiblemente angustiado.

—No sé qué es lo que tienes entre manos con Don Ramón. Pero estoy completamente segura de que hay muchas cosas que no me cuentas.

—Tienes razón, Olivia. Reconozco que no he sido todo lo sincero contigo, que tú te merecías. Lo lamento —dijo disculpándose.

—Creo que estás a tiempo de serlo —afirmé.

—Ramón y yo ya jugábamos a estas cosas, antes de que tú y yo nos conociéramos.

Yo me quedé pensando unos segundos, como intentando entender todo lo que me estaba diciendo. Él notó mis dudas, e incluso mis miedos a conocer las respuestas.

—Él y yo compartimos a una mujer. Fue antes de conocerte —volvió a repetir—. Una vez que comenzamos a salir tú y yo, decidí abandonar ese triángulo. Pero no sé qué me ha pasado Olivia. Todo ha vuelto desde el día del cumpleaños de Ramón. Esa maldita noche que nos fuimos los tres juntos de fiesta, y pude observar cómo te agarraba por la cintura, como te miraba, como te deseaba…—Enrique se quedó en silencio unos segundos, como si intentará encontrar las palabras exactas—. Solo hago que pensar, lo que sería verte con él. He intentado dejar de imaginarme esas cosas, te lo juro. Pero soy incapaz. Es demasiado el morbo que siento.

—¿La chica que compartías con Don Ramón, es la misma que me has mostrado antes en el vídeo? Esa que sale contoneándose con mis bragas —pregunté intentando unir cabos.

El pareció dudar unos instantes. Pero se vio forzado a responder, y ser de una vez sincero y honesto conmigo.

—No me gusta hablar de todo esto. Prometí no hacerlo nunca, pero en estos momentos tú eres lo más importante para mí. No quiero perderte por nada del mundo —dijo cogiéndome de la mano—. Sí, es la misma mujer.

—¿Os la follabais los dos juntos? —pregunté intrigada.

Se notaba que a mi marido le costaba hablar sobre el tema. Estaba pálido y tenso, con la cara casi desencajada. Entonces mirándome fijamente a los ojos, movió la cabeza afirmativamente.

—¿Te la has vuelto a follar estando conmigo? —quise saber temiendo la respuesta.

—No —respondió de forma rápida y tajante.

—Pero por la insistencia que tienes en que folle con tu jefe, no me cabe duda que estás deseando volver a tener sexo con ella —solté sin dejar de mirarlo a los ojos.

—¿Para qué voy a querer follar con ella, si te tengo a ti? He visto a Ramón en situaciones límite con esa mujer. En momentos tan delicados, que incluso a ti, te parecerían perniciosos y retorcidos. Te aseguro que no pienso en ella cuando te imagino con Ramón.

—¿Puedo saber entonces, como me imaginas con Don Ramón?

—Te imagino perdiendo el control. Estoy seguro de que, si te dejaras llevar, vivirías situaciones límite que nunca te has imaginado. Ni siquiera te estoy pidiendo que te lo folles, solo que seas tú misma.

—No lo sé, reconozco que hay en todo esto algo, que sin saber muy bien la razón, llega a excitarme. Pero al mismo tiempo, no siento ningún tipo de atracción por él, y ya sabes que ese tipo de cosas, se sienten o no se sienten, pero no se pueden forzar —intenté explicarle.

—Lo sé cielo, por eso te digo que no te estoy pidiendo que folles con él, ya sabes que jamás te he pedido algo, que tú no desearas hacer —respondió Enrique.

—¿Entonces que es lo que quieres? Es que sigo sin entenderlo, me estoy volviendo loca. Solo te pido que seas claro conmigo —dije elevando un poco el tono sin darme cuenta.

—Realmente solo quiero que te dejes llevar. Que te asomes al abismo sin llegar a tirarte. Que seas tú. Te prometo que estaré muy atento a todos tus gestos, y que nada más notar el primer signo de reticencia por tu parte, zanjaré el asunto para siempre —habló en tono muy suave, como intentando convencerme.

—No te prometo nada Enrique, pero no negaré que siento curiosidad de avanzar un poco más. Por lo menos hasta llegar a entenderte —reconocí.

—¿Te apetece que volvamos a quedar con él? —me preguntó.

—Si de verdad lo deseas y es tan importante para ti… hazlo. Pero como te he dicho no te prometo que me sienta cómoda. Hay algo en él, que me intimida y me pone muy nerviosa.

—¡Por supuesto! ¿Te parecería bien que quedáramos el próximo fin de semana para salir a tomar algo los tres? —interpeló con una pícara sonrisa en los labios.

Entonces lo miré, y le devolví el mismo gesto.

—Sabes que no. El próximo fin de semana lo tengo lleno en mi agenda. No tengo ni un solo segundo ni para ti, ni para nadie —respondí recordando mi cita de pasar un fin de semana con Iván.

—¡Ah sí! ¡El crío! No me acordaba de él, —mintió descaradamente.

—Te aseguro que no es tan crío como tú crees —respondí provocándolo—. Si pudieras ver, cómo es capaz de complacer a tu mujer, te aseguro que no lo llamarías así.

—¿Ah sí? ¿Ahora resulta que además de jugar a la consola es un hombrecito? —siguió intentando reírse, por verme tan encoñada con alguien tan joven.

—No sé cómo lo hará con la consola, pero con tu mujer juega estupendamente —respondí abriéndome de piernas en el sofá.

Entonces Enrique puso su mano sobre la tela de mi tanga, justo frente a mi sexo, lo palpó, pudiendo sentir la humedad que este desprendía.

—¿Y esto? —preguntó apartando la tela e introduciendo dos dedos en mi húmeda vagina— ¿Se debe al mocoso, o a lo que hemos estado hablando?

—¡Ah…! —No pude menos que dejar escapar un hondo gemido, cuando sentí sus dedos intentando entrar dentro de mí—. Creo que se deben a ambas cosas —respondí.

—Sácate las bragas y ábrete bien de piernas. Comienza sin mí, que ahora vengo. —dijo saliendo del salón hacia nuestro dormitorio.

Sabía de sobra lo que mi marido había ido a buscar. Entonces me saqué por fin el diminuto tanga, dejándolo tirado en el suelo. Después, me abrí de piernas y comencé a tocarme, esperando con verdadera ansia el regreso de Enrique.

Sentir mis dedos acariciando mi clítoris me hizo estremecer de gusto. Dado mi alto grado de excitación, incluso tuve que parar para no correrme, antes de que llegara mi marido.

—¿Echabas de menos esto?  —me preguntó asomándose a la puerta del salón, enseñándome un enorme dildo.

Acercándose hasta mí, se puso de rodillas en el suelo, y poco a poco, muy lentamente me fue sepultando el grueso y largo consolador. Lo hizo tan despacio, que me dejó sentir cada centímetro, del largo falo de silicona.

—¡Joooder…! —No pude evitar exclamar.

Pero eso no era todo, sabía que el placer iba a ser doble, ya habíamos jugado muchas veces a esto. Entonces mi marido comenzó a chupar mi clítoris, mientras no dejaba de meter y sacar el consolador del interior de mi vagina.

La reacción fue casi instantánea, sentir ambas cosas a la vez era inaguantablemente placentero para mí. Sabía que, estaría manchando el sofá con mis copiosos fluidos vaginales, producto de la enorme excitación que me invadía. Pero en esos momentos, me daba igual ensuciar la tapicería de loneta del diván. En ocasiones, me puedo transformar en una auténtica cerdita.

—¡Más, más…! ¡Métemela más…! —Clamaba histérica, sabiendo que ya la tenía completamente insertada.

—¿Qué eres? —me preguntó mi marido, separando un segundo los labios de mi coño.

—Una zorra, cariño. Soy una puta, —grité fuera de mí.

Me encanta sentirme así, taladrada por la vagina, y al mismo tiempo notar las caricias de la lengua de Enrique sobre mi clítoris. Lo malo que tiene, es que incluso después de correrme, la sensación es tan intensa, que sigo deseosa y cachonda.

—¡Ah… voy a correrme! ¡Mételo todo, lo quiero todo dentro! ¡Todoooo! —Exigía hambrienta y ansiosa, casi al borde del orgasmo.

La percepción de las palpitaciones que sentía en mi vagina se acentuó hasta límites casi irresistibles. En ese momento mi vagina comenzó a eyacular un fuerte chorro de líquido transparente. No pudiendo evitarlo, en esos momentos comencé a mearme como una loca de gusto.

Mi espalda se tensó, pudiendo casi sentir cada vértebra, entonces apreté involuntariamente los músculos de mis piernas, hasta que estallaron en fuertes espasmos. Mi respiración se agitó. Todo era tan intenso que mis leves gemidos se condensaron, en un único bramido. Una especie de chillido estridente, que mis oídos no pudieron reconocer como mío.

De repente el mundo se detuvo en seco, mi coño dejó de expulsar líquido, mis piernas de temblar, mi espalda dejó de tensarse, mi voz se apagó. Solo se seguía escuchando mi respiración agitada, que poco a poco iba recobrando la calma.

Enrique sacó muy despacio, el enorme consolador con el que me había follado salvajemente el coño. Sacando la cabeza de entre mis muslos, se levantó.

—Voy a vestirme —dijo antes de marcharse.

Dejándome allí sola en el mojado sofá, goteando mis fluidos hasta el suelo. Quedándome así, abierta totalmente de piernas, desnuda, casi desfallecida.

Entonces cerré los ojos durante unos segundos, me sentí tan cansada que no podía pensar.

Tan solo un minuto después de correrme, me quedé profundamente dormida.

Cuando desperté Enrique ya no estaba “He salido a correr” me dejó escrito en una nota junto a la mesa. Mi primera reacción fue pensar que todo había sido un escabroso sueño. Pero la húmeda mancha del sofá y el charco en el suelo, me devolvieron a la realidad.

Todo el juego que mi marido había decidido premeditadamente ir desplegando poco a poco, había surtido efecto. Todo este tema de Don Ramón, la desconocida mujer que bailaba con mi tanga puesto y, que hacía tríos junto con mi marido, me estaba comenzando a excitar, muy a mi pesar.

Pensé en Iván, en la escapada del próximo fin de semana. Entonces me metí en la ducha esperando que el agua aclarará de alguna forma mis descabelladas ideas. Me vendría bien pasar esos días con el muchacho. La verdad era que me apetecía disfrutar de su compañía, y dejar para más adelante el asunto que mi marido y Don Ramón, se traían entre manos. Retrasándolo así, una semana más.

Continuará

Deva Nandiny