Entregada al jefe de mi marido

Como poco a poco, casi sin querer hacerlo, me voy metiendo en un juego cada vez más peligroso. La seducción de un hombre mayor que además es el jefe de mi esposo.

—Cariño, si me pongo ese vestido, voy a tener toda la noche al pesado de Don Ramón, detrás de mí como a un moscón, —protesté riéndome.

—Pero si a ti te encanta que los hombres te miren, —respondió mi marido.

—Te aseguro que no en el caso de tu jefe. Se pone demasiado pesado.

—¡Déjalo que disfrute! Mujer, —dijo mi marido sonriendo—. Así se le dulcificará un poco el carácter, que cada vez que cumple años, no hay quien lo aguante.

—Ya… sin embargo, es luego a mí a la que me toca aguantar sus comentarios. Además, ya sabes que el viejo tiene las manos muy ligeras, —le recordé.

—No creo que hoy intente manosearte, recuerda que también estarán su mujer y sus hijas. Tendrá que contenerse, —indicó mi marido divertido.

—Enrique, te recuerdo que me tocó el culo hasta el día de nuestra boda.

Mi marido empezó a reírse al recordarlo. Habían pasado ya casi cinco años desde ese día. Recuerdo, que estábamos tomando el coctel de bienvenida, en los jardines donde celebrábamos el banquete de nuestro enlace. Nuestras familias y amigos nos daban la enhorabuena. Don Ramón, me dio dos besos acercándose al igual que hacía siempre todo lo que podía a la comisura de mis labios.

—Sin duda Enrique es un hombre afortunado, —dijo adulándome.

Luego, comenzó a darme un discurso de lo que mi reciente marido significaba para él, y para su empresa.

—Enrique es mucho más que un empleado para mí, él me ayudó a levantar la empresa en los momentos iniciales. Estoy seguro de que, sin él, no hubiéramos llegado tan lejos.

Dos horas después, acabada ya la cena, regresamos a los jardines. Allí habíamos montado una especie de barra libre con pista de baile, que duraría hasta altas horas de la madrugada. Esa noche me tocó bailar con muchos hombres, entre ellos, el jefe de mi marido.

Recuerdo ese momento, yo bailaba agarrada a Don Ramón. La verdad es que el viejo sabía moverse, me llevaba de forma enérgica y segura por la pista de baile, pero su mano, puesta hasta ese momento sobre mi cintura, poco a poco fue descendiendo por mi cadera. No le di importancia, no obstante, siguió bajando hasta comenzar a rozar con la punta de sus dedos, unos de mis glúteos.

Yo estaba nerviosa, notaba como poco a poco, a medida que seguíamos bailando, como su mano iba atravesando esa fina frontera entre lo atrevido y lo descarado. Tampoco me atreví a hacer nada, simplemente me mantenía a la espera de que terminara la canción. Sabía que esa sería, mi mejor vía de escape.

Notar la palma de su mano totalmente sobre una de mis nalgas, me tenía inquieta. No porque a esas alturas de mi vida, le diera demasiada importancia a que un hombre me tocara el culo, más bien era por si algún invitado se daba cuenta.

Por mi forma de ser, mi físico y seguramente por mi atrevida y sugerente forma de vestir, siempre he sido una mujer muy dada, a que se levante cuentos sobre mí. Alguna de las veces, incluso infundados. Por eso que Don Ramón bailara de ese modo, agarrándome por el culo delante de nuestros amigos y familiares, me resultaba bastante incómodo.

En el último momento, incluso llegué a sentir como apretaba la mano, palpando con total descaro, una de mis nalgas.

—Lo dicho, Enrique es un hombre afortunado. Estás para comerte en la noche de bodas, —dijo nada más terminar la canción, antes de separarnos.

Yo salí huyendo, ni siquiera le contesté.

Pero no fue el único día que tuve que aguantar ese tipo de situaciones, Recuerdo otra vez, en la oficina de mi marido. Ese día me propinó un buen azote en el culo, delante del propio Enrique.

Pero sin duda, el episodio más desagradable que me obligó a vivir Don Ramón, fue en una cena de empresa, yo iba como acompañante de mi marido. Una vez que terminó la cena, fuimos todos a tomar unas copas a una especie de discoteca. Don Ramón estaba sentado en uno de los sofás del fondo, yo pasé a su lado encaminándome hacia el baño. Entonces él me llamó.

—Olivia —, dijo haciéndome un gesto con la mano para que me acercara.

Yo me aproximé para ver que quería, totalmente segura, ya que estaba acompañado por algunos compañeros de Enrique, y no pensé que ese día se atrevería hacer o a soltar alguno de sus improperios. Pero nada más ponerme frente a él, me agarró por la cintura, y con un rápido movimiento, me colocó sentada sobre sus rodillas.

Me quedé ahí sentada inmóvil y avergonzada, sin poder mirar a los ojos a los propios compañeros de mi marido.

—¿No me diréis que no está buena? —Preguntó de forma soez, palpando, como si yo fuera de su posesión una de mis piernas.

—Olivia en un auténtico bombón, —respondió Marcelino, uno de los chicos de contabilidad.

—Voy al baño, me estoy haciendo pis, —indiqué intentando levantarme.

—Si quieres puedes hacerlo sobre mí, o si prefieres te acompañó, —comentó riéndose, dándome una palmada en el culo a modo de despedida. Según me alejaba avergonzada de allí, podía escuchar las risas y algún soez comentario de los acompañantes de Don Ramón.

Por suerte para mí, no tenía que tratar demasiado con el viejo sátiro. Dos o tres veces al año, en las que como ya lo conocía, intentaba mantenerme lo más lejos que podía de él.

Pero esa noche, nos había invitado a cenar a su casa para celebrar su cumpleaños. Sería algo bastante íntimo, como siempre. Su familia más directa y nosotros dos, ya que, Don Ramón, no dejaba de repetir que mi esposo era como un hijo para él.

Cuando llegamos a su casa, fue el propio Don Ramón el que nos abrió la puerta.

—Tu mujer cada día está más guapa, —, le comentó a mi marido. Que de no haberme mirado de arriba abajo, devorándome con los ojos, no hubiera pasado de ser un educado galanteo.

Pero su forma de observarme, además, estando delante de mi marido, me dejaba muy amedrentada e intimidada.

—Pasa Olivia, Sonia y Olga están en el salón tomando algo —, dijo yendo detrás de mí, seguramente sin dejar de mirarme el culo.

Siempre me había llamado la atención desde la primera vez que había pisado esa casa, como una persona tan adinerada como Don Ramón y su esposa, tenían una vivienda tan modesta.

Nada más entrar en el salón, me crucé con Olga, la hija menor del jefe de mi marido.

—Olivia, que alegría de verte, —dijo acercándose a mí. Dándome dos besos como saludo.

—Hola, Olga. Yo también me alegro de verte.

Sabía que Olga me odiaba. Entre nosotras dos había una rivalidad latente, que ambas intentábamos de alguna forma mantener oculta. Sin embargo, la chica no me caía mal.

En el fondo, entonces yo ya intuía que ella y yo éramos mucho más parecidas de lo que a ambas nos gustaría admitir. Olga era una zorra de clase alta, casada con un pusilánime y timorato hombre, carente totalmente de atractivo y de personalidad

Era una mujer muy atractiva y elegante; alta, delgada, con un pelo largo y oscuro, además era culta, muy erudita e inteligente. Olga trabajaba como profesora de historia en la universidad. También había escrito un par de novelas ambientadas en diferentes épocas históricas, con bastante buena acogida de ventas y de críticas.

Ella había sido la amante de mi marido durante dos o tres años, y yo estaba convencida, de que todavía, seguía enamorada de mi esposo.

Enrique había roto la relación con ella, cuando él y yo empezamos a salir. Cosa que Olga jamás me perdonó, además yo tampoco intenté nunca tener un acercamiento con ella, más allá de fingir un cariño inexistente entre ambas.

Sabía por mi marido, que Olga era una mujer muy ardiente y muy morbosa. Con ella Enrique había vivido situaciones realmente escabrosas y calientes, que harían incluso replantearse ciertos prejuicios morales, a la persona más liberal de este mundo. Dicho todo esto, en las propias palabras de mi marido. Sin embargo, él nunca me contaba detalles de los juegos de ambos, y yo tampoco quise profundizar en el tema. Pero fue la hija de Don Ramón la que inició a mi marido en ciertos gustos y prácticas sexuales.

—Hola, Joaquín, —saludé al cornudo de su marido que estaba sirviendo las copas junto a una mesa llena de bebidas.

—Hola, Olivia. Llegas justo a tiempo, —me respondió amablemente ofreciéndome una copa.

Después de la cena y de los regalos, la primera en marcharse fue Sonia y su marido. Alegando que al día siguiente tenían que salir de viaje.

Olga y Joaquín tampoco tardaron demasiado, ellos ni siquiera planearon ningún tipo de excusa. Me imagino que a ella mi presencia, en la que había sido su casa, le resultaba molesta.

—Me alegro de haberte visto, Enrique —dijo justo antes de marcharse sin ningún tipo de disimulo con una seductora sonrisa en los labios. Mientras salía por la puerta con un engatusador movimiento de cadera, acentuado y marcado por un ajustado vestido que señalaban ostensiblemente sus destacados glúteos.

«Tanta gloria lleves como paz dejas, zorra», pensé mientras la contemplaba salir contoneándose frente a mi marido, disimulaba una sonrisa.

Al final nos quedamos Don Ramón, Marga su esposa, Enrique y yo. Pero pronto Marga comenzó a dar signos de estar cansada.

—Será mejor que nos marchemos. Es tarde, —expresó mi esposo mirándome.

—¿Supongo que vosotros dos, iréis a tomar algo? —Preguntó Don Ramón.

—Si Olivia está animada, iremos a dar una vuelta al centro, —respondió mi marido.

Yo asentí con la cabeza, como dando a entender que efectivamente, me apetecía ir a tomar algo.

—¡Vete con ellos Ramón! Es tu cumpleaños, y sé que te apetece ir un rato a divertirte, —manifestó de repente Marga.

Yo me quedé pasmada. Para nada me apetecía ir a tomar algo con Don Ramón. Quería irme cuanto antes de esa casa, para ir a bailar, y sabía que Don Ramón, acapararía a Enrique hablando de trabajo.

—Venga Ramón, anímate. Vente con nosotros, —escuché decir a Enrique. No sé si forzado, o porque de verdad le apetecía la compañía del viejo.

No hubo que insistir demasiado, veinte minutos después, los tres nos dirigíamos en nuestro coche al centro. Yo me senté en el asiento trasero, cediendo mi lugar a Don Ramón, sin abrir la boca durante todo el camino.

Entramos a un pub que Enrique y yo solíamos frecuentar muchos fines de semana, y me senté con Don Ramón en una pequeña mesa.

—¿No vas a ir a bailar? —Me preguntó mi marido, justo antes de acercarse hasta la barra para pedir unas copas.

—No, no me apetece, —respondí con tono seco.

Me encanta salir a bailar y a divertirme por la noche. Ver como los hombres me miran con deseo, mientras mi marido contempla todo apoyado en la barra. Pero con Don Ramón presente, no había posibilidad de que Enrique y yo, pudiéramos jugar esa noche.

El juego es muy sencillo, consiste en que yo hago de zorra calienta pollas mientras mi esposo observa desde la barra como se me acercan algunos hombres. Sabiendo que, si uno de ellos llama mi atención, puedo llegar con él todo lo lejos que me dé la gana.

—¿Te incomoda cuándo te miro? —Me preguntó el viejo de repente.

Yo me quedé callada unos segundos, sin comprender que era lo que me estaba preguntando.

—No entiendo a qué se refiere, —le dije por fin, encogiéndome de hombros.

—Olivia, sabes de sobra lo que estoy sugiriendo. Desde que te vi la primera vez con Enrique, me quedé hechizado por ti. No puedo evitar mirarte con deseo, —manifestó acercándose a mí completamente, para que sus palabras me llegaran por encima de la música.

—Vaya… si no supiera que usted es una especie de Don Juan, me sentiría hasta halagada, —manifesté intentando quitar hierro a sus palabras. Como tomando su comentario a chanza.

El viejo se rio divertido.

—Tus piernas. Por ejemplo, —indicó haciendo una pequeña pausa, poniendo mientras tanto, una de sus manos sobre mis rodillas—. Me vuelven loco, —puntualizó.

Su atrevido gesto me hizo sentir incómoda. Noté como mi espalda se tensaba, como si mi cuerpo se pusiera a la defensiva. Pero no dije nada, me quedé cortada como una tonta.

En ese momento llegó Enrique con las copas, pensé inocentemente que Don Ramón retiraría su mano, no obstante, la mantuvo en el mismo sitio. De todas formas, mi marido tampoco podía verlo porque nos tapaba la mesa. Sin embargo, la situación de que estuviera Enrique tan cerca me puso aún más violenta.

Pensé en poner la excusa de irme al baño, para de esa forma deshacerme de su molesto toqueteo. Sin embargo, no me hizo falta, pues fue el propio Don Ramón el que por fin apartó su manaza, y se levantó con la excusa de ir al aseo.

Por fin me quedé a solas con mi marido, sabía el cariño e incluso la admiración que Enrique sentía por el viejo, pero esa noche yo estaba al límite.

—Tomamos esta copa y nos vamos para casa. No aguanto más, —comencé diciendo.

—¿Qué ocurre? Te noto incómoda. Precisamente cuando salimos de fiesta los fines de semana, tú eres la que nunca quieres regresar a casa, —me preguntó un tanto extrañado.

—Es Don Ramón, me siento cada vez más violenta, —declaré sincerándome.

—¿Y eso? ¿Te ha dicho o ha hecho algo que te haya molestado?

—Me siento acosada, no deja de mirarme. Es demasiado … —Dije deteniéndome unos segundos, como buscando la palabra exacta—. Intenso para mí, —añadí al fin.

—Olivia, deberías estar acostumbrada. Siempre te ha gustado que los hombres te miren. ¿No entiendo por qué con Ramón tiene que ser diferente? No deja de ser un hombre, es normal que se sienta atraído por una mujer como tú, —expuso mi marido.

—No es solo que me mire, es que también se la va la mano. Justo ahora, me ha puesto la mano sobre la rodilla.

Mi marido lanzó una carcajada, como restándole importancia al hecho.

—¡Vaya con Ramón! —Exclamó sin parar de reír— Deja al pobre hombre que disfrute un poco contigo, tendrá que desfogar. No creo que con Marga mantenga ningún tipo de relación sexual, —añadió jocosamente.

—Claro, y como ya no folla con su mujer, tiene que desfogar conmigo, —bramé en tono irónico.

La empatía de Enrique hacia mí esa noche, estaba totalmente ausente. Parecía que todo aquello le hacía mucha gracia.

—No te enfades mujer, ya sabes que a mí me excitan estas cosas. No puedo evitarlo. Solamente saber que tienes a Ramón totalmente fuera de sí, y que seguramente cuando llegue a su casa se va a hacer una buena paja pensando en mi mujer… Me pone muy cachondo.

Iba a contestar algo que seguramente no le hubiera hecho la menor gracia. Sin embargo, justo en ese momento regreso el jefe de mi marido del baño.

Siempre he presumido de ser una mujer muy perspicaz, hay pocos gestos corporales o faciales en un hombre que se me escapen y, justo antes de que Don Ramón volviera a ocupar su asiento a mi lado, pude notar una mirada cómplice entre ambos, dejándome ese gesto, un poco inquieta e intrigada.

«¿Acaso mi marido había hablado con Don Ramón de mí?» Me pregunté a mí misma. Enrique es uno de los hombres más morbosos que he conocido, pero a la vez, es un hombre que suele controlar sus propios vicios. Sabe cuándo y en qué momento debe jugar, y cuando parar.

Me parecía imposible que él, hubiera iniciado un juego de este tipo por muy inocente que fuera, sin consultarme. Además, con un hombre que sabía de sobra que no me atraía físicamente, y por el que además no sentía ningún tipo aprecio o simpatía.

Que Don Ramón tuviera veinte años más que yo. No era precisamente una barrera insalvable para mi lívido, Enrique conocía de sobra, que más de una vez me he sentido atraída por hombres mayores. En ocasiones, precisamente esas diferencias de edad, pueden acrecentar incluso mi propio morbo. Me gustan las situaciones extrañas.

—Voy a bailar, —solté de repente.

Si mi marido quería que calentara a su jefe, por mí no iba a quedar. Además, me apetecía bailar. Poner a mi marido cachondo, es algo que me excita demasiado.

Comencé a dejarme llevar por el ritmo de la música. Me encanta sentir como mi cuerpo y mis extremidades, prácticamente se mueven solas siguiendo el compás del ritmo.

Para mí el sexo y la música, en este caso el baile, prácticamente van de la mano. Son sensaciones casi ancestrales marcadas en la memoria de nuestro ADN. Creo que ambas situaciones son, de los pocos momentos que dejamos que nuestra parte del cerebro más salvaje y animal, tome casi el control de nuestro cuerpo.

Sentir miradas lascivas a mi alrededor, notarme observada y deseada, forman parte para mí del embrujo del baile. Moverme provocadoramente, incitando pensamientos y deseos impúdicos y obscenos, es algo que no puedo, ni quiero evitar sentir.

Entonces miré a mi marido, se le caía la baba viéndome. Yo le sonreí, y él me hizo un gesto, como indicándome que continuara, que siguiera dejándome llevar. Sabía lo cachonda que me pongo cuando bailo, y me siento observada por hombres deseosos de mi cuerpo. Enrique era conocedor, que seguramente mis bragas habrían comenzado por fin a humedecerse esa noche.

Hay pocas acciones, que una exhibicionista como yo, podamos hacer de forma aceptada socialmente.

Enseguida un desconocido se pegó justo detrás de mí, poco a poco se fue arrimando, yo decididamente eché las caderas hacia atrás, en un movimiento que pareció casi accidental motivado por el ritmo de la música. Fue casi un segundo, el tiempo suficiente para poder rozar de forma sutil, y sentir la entrepierna del chico contra mi culo.

—¿Quieres tomar una copa? —Me preguntó elevando el tono, obviando que ya tenía una casi entera en la mano.

—No gracias, no bebo. Soy abstemia, —bromeé sonriendo, justo en el momento que daba un sorbo a mi copa.

Un rato después me acerqué exhausta y acalorada a la mesa donde Enrique y Don Ramón permanecía sentados, sin dejar de observarme hablando entre ellos.

—Estoy sudando, —dije sentándome en el mismo sitio que había ocupado un rato antes.

Enrique no tardó en ir a buscarme otra copa.

—Desprendes puro sexo cuando bailas. Me la has puesto dura, —me soltó sin más preámbulos el viejo.

—No pretendía hacerlo, solo he salido a bailar. Simplemente, me apetecía moverme un poco, —le respondí.

—¿Te gusta excitar a los hombres? ¿Verdad?

—Me gusta excitar a mi hombre. —puntualicé.

—Vamos Olivia… no te hagas la mojigata conmigo. Interpretar ese papel no te va para nada.

—¿Cree acaso que me pone cachonda, habérsela puesta dura? —Le interpelé con dureza, mirándolo con cierto enojo a la cara.

El hombre soltó una carcajada, volviendo a poner una mano sobre una de mis rodillas, esta vez simulando un gesto más paternalista.

—Perdona Olivia, no te enfades conmigo mujer. Mi última intención sería hacerte sentir incómoda. Te pido disculpas por mi falta de delicadeza, solo he querido decir que tienes un cuerpo muy sugerente, y que, además lo sabes mover de una forma bastante evocadora y estimulante.

—De que habláis, —preguntó en ese momento mi marido que regresaba de la barra con otras tres copas.

—Trataba de explicarle a tu mujer, que sabe desenvolverse perfectamente en la pista de baile.

—No solo sabe moverse en la pista de baile. —respondió mi marido guiñando un ojo, y comenzado a reírse— ¿Verdad cariño? —Me preguntó como intentando forzarme a decir algo.

—Sí cariño. Lo que tú digas, —respondí airadamente, cargada de ironía.

—Pues si es un espectáculo verla moverse bailando, no me quiero imaginar como tiene que ser… —Comentó Don Ramón, sin atreverse por suerte, a terminar la frase.

—Es una broma, no te enfades, —añadió mi marido arrimándose a mí, con una sincera sonrisa y dándome un beso en los labios.

La verdad que en ese momento me sentía menos violenta de lo que intentaba aparentar. Seguramente desinhibida en parte por el alcohol que estábamos ingiriendo. Poco a poco me iba animando.

«¿Enrique quería jugar? ¿Quería que calentara de alguna forma al viejo? Pues a partir de ese momento yo escribía las reglas, marcando los tiempos y los límites», pensaba en esos momentos para mis adentros.

En ese instante giré mi cuerpo hacía mi izquierda hasta donde estaba Enrique, acercando mi boca a la suya como él había hecho unos segundos antes, solo que esta vez no fue un casto beso en los labios. Esta vez mi lengua entró en la boca de mi marido, buscando la suya. Entonces, cerré los ojos, y comencé a disfrutar de esa sensación.

En ese momento la mano que Don Ramón mantenía sobre una de mis rodillas, aumentó su presión, subiéndola incluso unos centímetros hacia arriba. Reconozco que lejos de molestarme, me gustó sentir su caricia mientras me besaba con mi esposo.

La noche fue transcurriendo entre copas e insinuaciones cada vez más atrevidas, pero poco a poco me iba desinhibiendo cada vez más. Los comentarios hacia mí, tórridos de Enrique, los besos cada vez más largos y apasionados, las manos de mi esposo cada vez ahondando más en mi cuerpo. Todo esto lograba mantener a Don Ramón, como hipnotizado ante nuestros juegos.

—Voy un momento al servicio. Me hago pis, —dije separándome unos centímetros de mi marido.

—¿Me dejas acompañarte? —Preguntó de pronto Don Ramón.

—¿Al baño? —Interpelé extrañada, como queriendo asegurarme de haber oído bien.

—Quizás te puede parecer raro, Olivia, pero ver a una mujer hacerlo, me pone muy caliente. Me encantaría observar cómo meas, —dijo de pronto.

—Pues me temo que te vas a quedar con las ganas, —respondí poniéndome de pies.

Don Ramón puso entonces cara de circunstancias, como aceptando con pena, mi decisión de no dejarlo ir conmigo hasta el baño.

De todas formas, no me extrañó para nada su deseo de acompañarme, ya que no era la primera vez, que un hombre me pedía algo parecido. Me sorprendió más, sin embargo, que se hubiera atrevido a proponerlo.

No soy una jovencita, los años me han hecho tener bastante experiencia, ya que he vivido incontables situaciones, y también he conocido a todo tipo de hombres. La verdad es que, a día de hoy, hay muy pocas cosas que puedan sorprenderme.

Cuando salí del baño me acerqué hasta ellos.

—¿Nos vamos? —Pregunté sonriendo.

—¿Te apetece que tomemos una copa en el Capitolio? —Me preguntó Enrique incorporándose de su asiento.

—Perfecto —Respondí deseosa de salir de allí cuanto antes.

Enrique me llevaba cogida por la cintura, me encantaba sentir su fuerte y recia mano junto a mi cadera. A esas horas de la madrugada, en la calle ya hacía fresco, y yo iba con una corta minifalda, camisa, y unas sandalias con tacón. Por lo tanto, agradecía el calor del cuerpo de mi marido a mi lado.

Pero poco después de ir caminando, Enrique se apartó de mí unos segundos para buscar las llaves del coche. Pues no sabía en cuál de los bolsillos, las había metido.

Seguimos andando mientras él registraba cada rincón de su ropa nervioso. El no encontrar las llaves, y luego que le aparezcan en cualquier bolsillo, es algo muy habitual en mi marido, yo ya ni me alarmo por ello.

Fue entonces cuando sentí la mano de Don Ramón, apoderarse de mi cintura, ocupando el lugar que un minuto antes, la mano de mi esposo, había dejado vacante. Creo que fue la primera vez, que el contacto de su mano sobre mi cuerpo, no me produjo rechazo.

No sé si ese drástico cambio que experimenté hacia el viejo, se debió al alcohol ingerido que me hacía ver las cosas de distinta forma, o tal vez, al manto fresco que la noche había dejado caer sobre nosotros. El caso es que agradecí ese contacto físico, pegándome incluso a él, sintiendo su calor corporal sobre mí.

No dijimos nada y seguimos caminando en dirección hasta el coche. Enrique iba detrás de nosotros. Conociéndolo como lo conozco, estaba segura de que estaría disfrutando de contemplar la escena, le encanta verme cuando otro hombre me lleva agarrada, o cogida por la cintura.

Intuía, que la calenturienta mente de mi esposo, en esos momentos estaría entrando casi en una especie de ebullición.

Me encanta provocar y poner cachondos a los hombres. Ya desde muy jovencita siempre he disfrutado de esa sensación de poder, de saber que puedo ser capaz de volver completamente loco a un hombre. Pero jugar con la excitación de mi marido, es algo que me sobrepasa. Me excita saber que está a punto de perder el control, imaginarme su polla erecta, sentir su mirada encendida, escuchar sus comentarios obscenos sobre mí. Por eso no dije nada cuando lo escuché decir a nuestras espaldas:

—¿Tiene buen culo mi mujer? ¿Eh? —, preguntó lleno de intención, como provocando a su jefe, para que lo palpara.

Don Ramón me miró a mi primero, sin atreverse a dar el paso. Yo no hice ningún comentario al respecto, ni tampoco ningún tipo de movimiento, que diera a entender que me molestaba, cuando sentí como la mano del hombre, bajaba hasta llegar y agarrar uno de mis glúteos.

—Exquisito —, declaró a la vez que lo sujetaba con fuerza—. Duro como una piedra, —añadió.

—Vosotros sí que la tendréis ya dura como una piedra. Menudo par de salidos que estáis hechos, —comenté bromeando.

Por fin llegamos al coche, iba a ceder amablemente mi sitio como había hecho un rato antes, pero Don Ramón se negó en rotundo.

—Monta delante con tu marido —, me indicó con esa voz firme y autoritaria, como la que solo saben poner, los que llevan años acostumbrados a mandar y ser obedecidos.

Nada más arrancar y salir de allí, no tarde en sentir la mano de mi esposo sobre mis piernas.

Reconozco que la situación me produjo mucho morbo, por lo tanto, me dejé manosear por mi esposo, mientras su jefe no quitaba ojo desde atrás, colocado en medio de los dos asientos delanteros.

Sabía que todo esto lo tenían hablado y preparado, sin embargo, me daba igual. Me encanta ser el centro de atención, y tener a los dos hombres tan pendientes de mí, me excitaba.

—¿Has visto que muslos tiene Olivia? —Preguntó Enrique al viejo, elevando unos centímetros mi corta falda.

Don Ramón echó su cuerpo aún más descaradamente hacia delante, asomando su cabeza en medio de los dos. Yo no dije nada, cerré los ojos y me dejaba tocar.

—Preciosos—, afirmó el hombre.

—Fue lo primero que me enamoró de ella, —comenzó manifestando Enrique—. Recuerdo que entré con unos amigos a tomar algo a un pub. Entonces noté como uno de mis colegas me dio con el codo. ¿Has visto que buena está esa tía? Me preguntó. Entonces miré hacia la pista de baile, y en el acto supe a quién se refería. La había conocido por casualidad ese día en el gimnasio. Incluso habíamos ido a tomar esa tarde una cerveza juntos. Pero esa noche Olivia estaba con su amiga Sandra contoneándose tal, y como la has visto esta noche.

—Supongo que con un buen número de hombres observándola como moscas a su alrededor, —interrumpió Don Ramón.

—Eso es, andaba zorreando. Tengo que decir que su amiga Sandra también está bastante buena. Sin embargo, yo solo ya tenía ojo para Olivia. Entonces me acerqué y la invité a tomar algo. No sé si porque la había conocido esa misma tarde en el gimnasio, y habíamos estado hablando, pero el caso es que entre toda la maraña de moscones que intentaban follársela, me hizo precisamente caso a mí, y me acompañó hasta la barra. Ya no nos separamos esa noche. Bueno, la verdad es que ya no nos volvimos a separar nunca más —concluyó mi marido el relato de cómo nos conocimos.

—Y claro, supongo que te la follarías esa misma noche —comentó de forma soez, Don Ramón.

—Me la acabé follando en el coche, una hora después. Bueno… mejor dicho me folló ella a mí. Olivia es mucha Olivia. Luego volvimos al Pub a tomar otra copa. La muy puta me echó el mejor polvo, que hasta ese momento me habían echado en la vida.

—Tiene pinta de ello, —expresó Don Ramón riéndose.

—¿De puta? —preguntó mi marido

Don Ramón estalló en una larga carcajada antes de responder la frase tan directa de mi marido

—No, no me refería a eso. Quería decir que tiene pinta de ser una mujer muy ardiente, que no me extraña que te regalara el mejor polvo de tu vida.

—Es que cuando está cachonda se pone muy perra. ¿Verdad cariño? —Me preguntó sin dejar de sobarme.

—¡Guau! —Dije yo imitando el ladrido de un can.

Los tres estallamos en ese momento en una gran carcajada.

Abrí los ojos un instante, Entonces me di cuenta de que mi marido me había levantado tanto la falda, que mostraba como si fuera un trofeo, de forma clara el color de mis bragas. Volví a cerrar los ojos, dejándome llevar, atenta a las palabras y a las caricias sobre mis muslos, de mi marido.

Escuchar hablar así de mí a Enrique, me encanta. Sé que para muchas mujeres les pude parecer humillante aguantar algo así. En mi caso, reconozco que me excita mucho cuando mi esposo emplea ese tipo de vocabulario soez y ordinario, con otro hombre.

Es demasiado complejo de explicar, pero hay algo dentro de mi cerebro, que hace que me excite tremendamente, cuando en determinados momentos alguien hace comentarios obscenos sobre mí

Recuerdo la primera vez que sentí algo parecido. No era más que una cría, fue cuando comencé a sentirme atraída por los hombres maduros. Este se llamaba Carlos, y era socio y uno de los mejores amigos de mi padre. Carlos estaba casado y tenía una hija de mí misma edad. Además, era un hombre sumamente atractivo.

Carlos me llevaba a un apartamento que tenía en el centro de la ciudad y que usaba de picadero. Yo sabía que no era la única amante que él tenía, pero lejos de molestarme que anduviera con otras mujeres, me incitaba a follármelo cada vez mejor.

Carlos, era el hombre más educado y cordial que he conocido. Todo un caballero de novela rosa. Pero en la cama se transformaba.

En aquella época, yo estaba terminando el instituto. Recuerdo lo contenta que me ponía cuando él iba a recogerme al salir de clase. Me trataba como a una princesita. Sin embargo, una vez que cerraba la puerta del apartamento, Carlos sufría como una especie de transformación, que me recordaba a la novela Robert Louis Stevenson, “El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde.”

Carlos pasaba de ser ese hombre tierno, educado y cortes, que se desvivía por complacer a una mujer, y se convertía en una especie de déspota.

Me follaba con una intensidad inusitada, casi desmedida. Recuerdo que me dejaba llena de chupetones, e incluso algún moratón, que luego yo tenía que disimular con maquillaje. Pero además de su vehemencia y de su ímpetu, estaba la forma soez y ordinaria con la que me hablaba y me trataba, empleando adjetivos agraviantes hacia mí.

Aun así, ese comportamiento tan duro hacia mí, en lugar de ofenderme, me llevaba a tal grado de excitación, que aún a día de hoy, un montón de años después, sigo poniéndome cachonda cuando lo recuerdo.

Tanto fue mi entrega a ese hombre, que fue el primero con el que practiqué sexo anal. Seguramente él fue uno de los mayores culpables en que desarrollara cierto gusto por el sexo duro.

—La verdad es que estoy agotada cariño. Tomamos la última y nos vamos a dormir, —comenté mientras mi marido buscaba aparcamiento.

—¿Y quién puede dormir ahora, de esta forma? —Respondió Don Ramón.

—¿Qué te pasa? ¿La noche te causa insomnio? —Le preguntó mi marido riéndose.

—La que me provoca el insomnio es tu mujer, que rejuvenece mi polla veinte años. —reconoció el viejo, expresándose de forma soez.

—¿Te gustaría follártela? Díselo Ramón. Dile, Olivia, quiero follarte. —comentó mi marido cuando termino por fin de aparcar.

—Deja de decir tonterías. —Le reprendí, interrumpiéndole—. Tomemos la copa y vayámonos a dormir. Hoy ya hemos hecho bastante el tonto los tres.

Don Ramón no se atrevió a responder, ante el severo tono que empleé con mi marido.

—No te enfades cariño, solo ha sido una broma entre amigos, —puntualizó Enrique.

Tomamos la copa, de forma ya más relajada, pues ambos hombres bajaron por un momento el tono de sus comentarios hacía a mí. Cuando Don Ramón fue al baño y me quedé a solas con mi marido, le reprendí su actitud.

—No sé qué pretendes hacer con Don Ramón, pero te aseguro que te estás pasando. Mañana verás todo lo que estás haciendo con otros ojos, te recuerdo que por mucha confianza que tengas con él, y por muy amigos que creáis ser, sigue siendo tu jefe, —dije, tratando de hacerlo entrar en razón.

—Cariño, solo era un juego. Ramón me ha comentado en muchas ocasiones lo atraído que se siente por ti, hablamos de ello casi a diario con total confianza. Sé que no vas a hacer nada con él. Sin embargo, me pone cachondo contemplarlo así de excitado por ti.

—¿Hablas con él de mí? ¿No le habrás contado nuestras cosas? —Pregunté de forma enérgica.

—¿Qué te tiras a otros hombres los fines de semana? ¿Qué te consiento incluso tener amantes fijos, incluido un crío amigo de tu hijo? —Preguntó con cierto sarcasmo.

—Sí, me refiero a nuestros juegos de pareja ¿Le has contado algo? —Pregunté alarmada.

—Bueno… no con detalle. No sabe que eres tan puta, aunque creo que lo sospecha,

—respondió riéndose.

—¿Puedo saber que es lo que le has contado? —Dije ya irritada y enfadada con mi marido. Odiaba cuando Enrique se ponía tan socarrón e irónico.

—Solo sabe que a ti te gusta que te miren, y que a mí me excita observar como lo hacen. Tranquila, no sabe que te follas a otros hombres con mi permiso. Aunque una vez me preguntó, si me pondría cachondo verte con otro hombre, —me explicó Enrique.

En ese momento regresó Don Ramón, y no pudimos seguir hablando.

—¿Puedo saber de qué habla la parejita? —Preguntó sentándose a mi lado.

—Le comentaba a Olivia, las ganas que tienes de follártela, —soltó mi marido volviendo a la carga.

—Creo que eso ya lo sabe ella. Me pone tremendamente cachondo, —respondió Don Ramón.

—Pienso que ella, —expresé hablando de mí en tercera persona del singular—, está hasta los ovarios, de vuestros comentarios. Me importa una puta mierda vuestros juegos, y lo que os ponga la polla dura, o deje de ponérosla. ¡Me tenéis hasta el coño ya! —Dije levantándome y saliendo a toda prisa del pub.

Sin duda mi reacción estaba totalmente fuera de lugar, no sé en realidad por qué salí de allí casi llorando. Yo misma había incentivado y participado, haciéndome la ingenua y la inocente en el juego. Soy una mujer con mucha experiencia en ese tipo de lances de carácter lúbricos.

Además, si hubiera querido, con una sola mirada tajante a mi marido hubiera bastado, para que todos esos comentarios hubieran cesado de inmediato. Desde estas líneas aprovecho la ocasión para pedirle perdón a mi marido. Tal vez, y no es una excusa, había bebido demasiado. Algunas veces el alcohol desinhibe, pero en cambio, otras muchas, nos lleva a tener reacciones inesperadas.

Mi marido salió tras de mí. Sin embargo, cuando se quiso dar cuenta yo ya estaba subida en un taxi, desapareciendo de allí. Una hora después, los dos hacíamos el amor efusivamente, en nuestra casa. Enrique me confirmó que esa noche, se había puesto tremendamente cachondo.

—Olivia, no te imaginas lo cachondo que he estado toda la noche, —me comentó cuando terminamos de hacer el amor, ya casi amaneciendo.

—¿Puedo saber que es lo que te ha excitado tanto? Qué yo sepa no ha pasado nada —pregunté.

—Sé que no ha pasado nada. No obstante, ver a Ramón agarrado de ti, para mí ha sido más fuerte que verte follar con otro hombre.

—Cielo, Ramón para mí, es de esas líneas rojas que no estoy dispuesta a rebasar, —respondí mirándolo a la cara.

—Lo sé Olivia, sé que no te lo follarías, no te estoy pidiendo eso. Simplemente, el observar cómo te mira, como se excita… es algo que no puedo aclarar. Ramón es casi un padre para mí, —puntualizo sin ser capaz de explicarse.

No volvimos hablar de Don Ramón durante algunas semanas, tanto es así, que llegué a pensar que tal vez Enrique había recapacitado y entrado en razón. Incluso, llegué casi a olvidarme del tema. Sin embargo, la idea de verme en situaciones escabrosas o comprometidas con su jefe, seguía creciendo en la morbosa imaginación de mi marido.

Continuará

Deva Nandiny