Entre sábanas de seda

Un cuerpo perfecto, una noche perfecta y un amanecer que duele.

Andrés despierta. Abre los párpados lentamente develando el pigmento verde agua de los iris suspendidos en el océano de sus córneas. Las pupilas se ajustan en la penumbra que ofrece una tenue luz colándose por entre las hendijas de una ventana. Un movimiento casi imperceptible en su ojo derecho resulta de la combinación de dos movimientos, una brusca contracción del globo ocular sucediendo a una dilatación más lenta del mismo.

Andrés estira los brazos por sobre su cabeza y siente ese placentero dolor de los músculos al desperezarse. Lleva las manos hacia su rostro, se restriega con las palmas abiertas y las siente húmedas. Las ubica frente a sus ojos, las observa detenidamente, cada línea, cada pliegue; no podía permitir convertirme en eso, piensa.

Con la parsimonia de los que recién despiertan se sienta en el borde de la cama y apoya el mentón sobre su pecho. Solo viste un slip blanco transparente adherido a la carne con devoción y celo. En la zona de contacto con la entrepierna y la ingle, un fluido se ha secado hasta convertirse en una mancha circular áspera y dura.

El cuerpo de Andrés es perfecto y la perfección como la conocemos no suele ser una manifestación de la naturaleza. Andrés ha formado cada milímetro de su cuerpo con la obsesión de alguien que busca amarse en los espejos, primero, y ser amado por todos, después. Cada milímetro en busca de esa perfección que logró tras largos años de privaciones y sacrificios. Cómo no amarse. Cómo no pretenderse Adonis de carne y hueso. La sublime angulosidad de sus pectorales fiel producto de treinta frascos de anabólicos, cientos de horas de ejercicios específicos combinados y tanto sudor como se pueda imaginar. Pero su perfección no se reduce a la armonía de los músculos. Mediante tratamientos dolorosos y costosos extrajo todos y cada uno de los pelos que cubrían su cuerpo del cuello hacia abajo, excepto aquellos residentes en las axilas y un calculado triángulo coronando su sexo, dejando cada ángulo, cada pliegue, cada ondulación a la vista de quien quiera admirar a su figura de olímpico monumento.

Su mirada verdolaga se pierde en un punto más allá del piso de ébano dividido en rectángulos iguales mientras una lágrima desciende amarga a través de pómulo. Lágrima amarguísima que pende luego del mentón operado tres veces hasta lograr su perfecta angulosidad masculina. Mierda, no podía permitir convertirme en eso, se repite una y otra vez, en silencio. Un taladro mental, un apuñalamiento emocional.

Andrés lleva su mirada por sobre su hombro, cierra los ojos y se recuesta nuevamente sobre la cama, ahora en posición fetal. Apoya sobre las sábanas de seda fina sus fosas nasales ubicadas en una nariz perfecta que le ha costado miles de dólares y muchas semanas de dolor. Aspira como si se tratase de la línea de cocaína de mejor calidad que haya existido alguna vez e intenta reconstruir la noche con la que soñó toda su vida en las reminiscencias olorosas apresadas en la suave tela.

Percibe sobre la almohada el sabor de aquellos besos procedentes de los labios más dulces, esos que posados sobre sus labios le aceleraron la respiración y multiplicaron por mil los latidos de su corazón. Aún puede sentir el calor de aquella lengua desesperada introduciéndose dentro de su boca para moverse enloquecida de pasión. Le causa placer extremo recordar aquellos mordiscos en su cuello, dentelladas que viajaron hacia su nuca sudada, planicie que se abre hacia el sur conformando una espalda ancha digna de un dios griego. Esa espalda de la que está tan orgulloso, desbordada de caricias ásperas y uñas mal cortadas, de palmas presionando y dedos rasgando.

Las zonas aledañas a la almohada emanan la fragancia de un perfume francés, el mismo perfume que se adhirió a la pálida tersura de su piel. Los roces salvajes, la fricción húmeda de las carnes, las manos del sudor compartido, los dedos lujuriosos como garras sedientas de sangre. Por dios, perderse en este bosquejo entre llamas, tan lejos, tan alto y sobre todo tan prohibido, exclama para sus adentros pero no se detiene, ni siquiera piensa en ello.

Cuando se interna en el interior de las sábanas siente que todos aquellos olores particulares se funden en uno solo; el sabroso olor a sexo desenfrenado, a la concupiscencia de las ganas, a tanta exaltación reprimida. Jamás creyó que su cuerpo podría gozar de esa manera, y sin embargo lo esperaba con todas sus fuerzas, agazapado en las oscuridades de la negación, maldita negación. Tanto escapar, tanto negarlo, ¿para qué diablos? es imposible evitar ceder ante los embates de los instintos, de la naturaleza propia, del destino y su contundencia, piensa y sufre.

Ahora, la representación del cuerpo ausente se torna tan real que piensa en sacar la cabeza de entre las sábanas para no perderse nuevamente en el profundo valle del éxtasis. No lo hace. No quiere hacerlo. Se caga en la moral y las buenas costumbres, en lo que debería ser a pesar de sus necesidades. Sus mejillas enrojecen y sus labios permanecen entreabiertos, deseosos, muy deseosos. Vuelve a lucir desencajado, alienado, con ganas de rasgar su carne y salir de su interior, otra vez.

Identifica la zona en la cual retozó aquel sexo mojado; su aroma, su humedad, sus llamas aún permanecen plasmadas en el centro de la cama. Como hace unas pocas horas es preso del deseo y de sus implacables demonios. Se alegra por ello, brindaría de hecho por esas sensaciones que lo abordan por completo, que lo pierden, que lo encienden como nunca antes. Se endurece su pija que empieza a ser recorrida por venas gruesas llenas de fuego, se hincha su glande, desea volver el tiempo atrás, retroceder hasta el instante de sus sueños pero eso es imposible. Algunas ausencias realmente lastiman, piensa y solloza pero no se detiene.

Cierra sus ojos verde aurora, aprieta los párpados de manera que no se escape aquella visión lujuriosa que le brinda el más reciente recuerdo y sonríe. Toma su pija entre las manos y comienza a masturbarse. Arriba y abajo a ritmo frenético, su verga se humedece cual pétalos bajo la matinal escarcha. Arriba y abajo en consonancia con el recuerdo, una y otra vez, de manera desesperada y se quiebra el silencio ante los látigos sonoros del jadeo y sus espasmos. Tiembla su pulso, galopan sus latidos, naufragan los sentidos. Estalla desde el océano del placer, se derrama sobre el lienzo del éxtasis, su espalda se adhiere contra la cama y dobla sus rodillas hasta llevar los talones a sus glúteos. Un grito ahogado dentro de sí atraviesa la habitación, rebota contra las paredes, acaricia una tijera ubicada sobre un mueble antiguo y se pegotea entre sus manos. Viscoso y blanquecino el semen desciende por su falo y se pierde en la entrepierna sudada como lava ardiente, como chorros de néctar, como recuerdo del mejor de sus recuerdos. Es todo tan confuso.

Andrés vuelve en sí, o mejor dicho, intenta hacerlo. Abre los párpados lentamente develando el verde pigmento verde agua de sus iris suspendidos en el océano de sus córneas. Las pupilas se ajustan en la penumbra que ofrece una tenue luz colándose por entre las hendijas de una ventana.

Con la parsimonia de los que recién acaban se sienta en el borde de la cama y lleva su mirada a la tijera ubicada sobre el mueble antiguo, herencia de sus padres adinerados de los que recibió un apellido de peso político y el prestigio ganado en las arenas del senado.

Andrés apoya las manos en sus hombros trabajados y las siente húmedas. Una lágrima amarga como la cicuta se desprende desde su ojo izquierdo y con ella el llanto se desata cual lluvia de funeral. No podía permitir convertirse en eso, se repite una y otra vez ahogado en un dolor que siquiera imaginó.

Aleja sus manos y las observa detenidamente;  las palmas, los nudillos, los dedos, sus líneas, sus huellas, todo ahogado en un profundo rojo carmesí. Las sábanas de seda blancas están empapadas de ese humedad enrojecida... y las paredes, y el mueble antiguo, y la tijera... y Luis, su dulce Luis.