Entre paréntesis -Final-

Novela romántica-erótica. La ruptura entre Rodderick y Elisabeth, una de las parejas más felices del Campus, fue el tema de conversación durante meses. Ahora ambos han encontrado una nueva pareja. Pero algo entre ellos perdura y no terminará hasta que se resuelvan sus dudas.

CAPÍTULO 17

—Quédese con la vuelta —dijo Mary Ann al taxista.

Nada más bajar del taxi vio a toda la gente de la fiesta reunida en un corro en el aparcamiento, a escasos cien metros de ella.

“Nada va bien, no señor”.

Rodderick la había rechazado y, aunque tenía una dignidad que mantener ante el resto de personas, en su interior sentía la imperiosa necesidad de darle un escarmiento.

No entendía muy bien la razón por la cual indicó al taxista que acudió a recogerla que, camino del centro de la ciudad, diese media vuelta y volviese hasta la mansión Walsh.

¿Por qué estaba dispuesta a olvidar todo aquel torrente de furia que la invadía al recordar cómo se había reído de ella al negarse a hacer el amor en un incómodo asiento de coche? Ni ella misma podía responderse.

Solo sabía que, en su interior, deseaba ver sufrir a Rodderick Holmes de la misma forma que él lo había hecho con ella. Sin embargo, más abajo, en el corazón, no podía dejar de pensar en él.

Había hombres más que dispuestos a salir con ella, hombres mucho mejor situados socialmente, procedentes de familias poderosas, con mucho más dinero en su cuenta bancaria. Pero, quizá a causa de un capricho del que no podía extraer un motivo válido, ella deseaba a Rodderick. Era popular y era guapo. Y con eso la bastaba. El dinero y la posición social los pondría ella.

Nunca un hombre la había rechazado. Y menos cuando se mostraba desnuda ante ellos. Pero Rodderick, ese divino patán, había despreciado su cuerpo como nunca antes alguien lo había hecho. Quizá su relación no fuese ya la misma. En realidad estaba segura que ya no podría ser considerada su novia. Elisabeth Reddith ocupaba su corazón, sus pensamientos y su razón. Y no entendía qué había entre ellos dos. Ella se consideraba una mujer con un cuerpo fantástico, dotada con una sexualidad insaciable, desbordada con una pasión nunca satisfecha; ¿qué veía en esa pobre infeliz que no tuviese ella misma?

La respuesta a esa pregunta fue la que la hizo inclinarse sobre el taxista y pedir que diese la vuelta, que condujese a toda velocidad a la mansión.

Pero, al encontrarse con todos los asistentes a la fiesta reunidos en el aparcamiento, un funesto pensamiento pasó por su cabeza.

Y cuando oyó gritar a Phill Crawford su nombre, sus peores temores se hicieron realidad.

Por desgracia, alguien oyó o vio el taxi llegar. Los murmullos se alzaron entre el grupo de asistentes y, al instante, el círculo de personas se abrió para mostrar a Phill Crawford tumbado sobre el capó de su coche, sujetado de los brazos por varias personas. A su derecha estaban Rodderick y Elisabeth. Ambos tenían sus ropas sucias y rotas. La cara de él evidenciaba los efectos de un buen golpe recibido y ella parecía aquejarse de otro en su cintura.

Phill y Mary Ann se miraron durante un instante y ella supo, sin lugar a dudas, que había escogido el peor momento de la noche para volver a la fiesta.

Retrocedió de vuelta al taxi, pero Phill la llamó a gritos.

—¡

No huyas, zorra, Mary Ann, bruja artera, todo el plan para separarlos fue idea tuya!

La sangre la hirvió en las venas. Una cosa era averiguar por qué Rodderick la había menospreciado y otra convertirse en el chivo expiatorio del retorcido plan de Phill Crawford. Se volvió y se dirigió hacia él fuera de sí.

—Mientes, patético fracasado. Ese maldito plan es igual de absurdo que tú mismo y lleva tu firma inconfundible.

—¿

Tú… tú también? —preguntó Rodderick anonadado.

—No, no, por Dios, no pienses eso de mí —corrió hacia él y se arrodilló a sus pies—. Yo lo hice por ti, por tu amor. Nunca tuve ningún siniestro motivo en separarte de esta zorra, solo buscaba tener a mi lado al hombre más guapo.

Rodderick cerró los ojos con fuerza, incapaz de asimilar todo aquel alud de mentiras, engaños y complots.

—Tienes que creerme, cariño —musitó cogiéndole una mano. Rodderick se soltó como hubiese sido mordido por una serpiente—. Jamás quise hacerte daño, jamás quise llegar a esta situación. Ahora tú y yo teníamos que estar follando cubiertos de sudor.

Elisabeth miró a Rodderick sorprendida.

—Ahora sé que hice bien en apartarme de ti —murmuró Rodderick dando un paso atrás, alejándose de Mary Ann.

La voluptuosa muchacha abrió los ojos de incredulidad, entendiendo que nada de lo que dijese o hiciese podría hacer que volviese a su lado. Se incorporó con dificultad a causa de los tacones y miró a Phill, el cual le devolvió una risa sarcástica. Se giró mirando alrededor suyo, hablando a todas las personas congregadas mientras señalaba a Phill con el dedo.

—Fue todo idea suya. Él, como la cucaracha que es, se encaprichó de Elisabeth Reddith. No sé cómo me convenció para que me vistiese con un vestido horroroso y me colocase una peluca, simulando ser Elisabeth. Nos tomó una foto a mí besando a otro y luego yo le enseñé la foto a Rodderick.

Elisabeth palideció al escuchar la confesión de Mary Ann. Se giró hacia Rodderick mientras se tapaba la boca con las manos.

Rodderick nunca la mintió; la foto existía.

—Pero el muy idiota de Phill —continuó Mary Ann, contenta de decirles a todos su secreto—, el muy idiota tenía que haber hecho llegar el vestido aquel mismo día a la casa de Elisabeth. Pero lo hizo al día siguiente.

—¡

Fue culpa de la empresa de mensajería! —chilló Phill.

—¡

Fue culpa de tu estupidez! —respondió Mary Ann. No solo ahora era considerado ahora un conspirador, también quería que todos supieran que Phill Crawford era un chapucero—. ¿Quién iba a creerse tu absurdo plan si ella recibió el vestido un día después de haberse tomado la foto?

Rodderick y Elisabeth se miraron confusos. No podían creerse que todo pudiera haberse resuelto con una simple conversación…

Josh Walsh se llevó la mano a la frente y meneó la cabeza, incapaz de comprender aquel absurdo plan.

—¿

De modo que vosotros dos urdisteis un plan para que él tuviese a Elisabeth y tú a Rodderick? —

frunció

el ceño y gritó—: ¿Pero qué os habéis pensado que es esto, un mercadillo donde podéis comprar a la pareja que más os guste? ¿Es que os habéis vuelto locos?

Mary Ann Parker se cubrió la cara al notar como empezaba a llorar. Se derrumbó en el suelo sin poder tenerse en pie.

En ese momento, las sirenas de los coches de policía se oyeron a lo lejos.

Phill Crawford, en cuanto se dio cuenta que iba a volver a la ciudad esposado y retenido en el asiento trasero de uno de esos coches, apoyó la cabeza sobre el capó y exhaló un suspiro. Era la peor noche de toda su vida. Sólo con imaginar la reacción de su padre, se echó a temblar.

CAPÍTULO 18

Los agentes de policía conocían a Phill Crawford, pero conocían mucho mejor al patriarca de los Crawford y sabían que detener a su hijo solo conseguiría meter al Cuerpo de Policía en problemas. Por suerte, el Gobernador habló con los agentes y explicó lo sucedido con todo detalle, avalando la detención.

Ni Rodderick Holmes ni Elisabeth Reddith quisieron denunciar la mutua agresión sufrida por parte de Phill, por lo que el propio Gobernador se personó como agraviado al manifestar que Phill Crawford le amenazó blandiendo un bate de beisbol, por lo que acompañó a los agentes a la comisaría con su propia comitiva de limusinas y las de sus guardaespaldas.

También, de paso, el propio Gobernador ofreció a Mary Ann Parker llevarla a la ciudad. Un gesto que la muchacha agradeció con un débil asentimiento de cabeza al ver como su presencia en la fiesta no despertaba más que odio y desprecio a partes iguales. No era el mejor lugar ni momento para esperar la llegada de otro taxi que la alejase de allí.

Los asistentes a la fiesta se fueron dispersando. Josh Walsh consideró que si continuaba con la velada, un sólo tema de conversación sería el predominante, con lo cual indicó que, aunque la fiesta en la mansión había acabado, próximamente celebraría otra, dentro de un mes.

Supuso que un mes sería tiempo suficiente para olvidar los detalles de aquel incidente. Obviamente, no conocía el poder de los rumores y las conversaciones a hurtadillas del Campus.

Elisabeth y Rodderick fueron atendidos por los enfermeros de una ambulancia que llegó poco después de abandonar el lugar los coches de policía y del Gobernador. Fueron examinados concienzudamente pero solo encontraron en sus cuerpos magulladuras que el tiempo curaría y les administraron varios medicamentos que les aliviarían mientras tanto.

Después de despedirse de todos, Rodderick ofreció a Elisabeth llevarla hasta la ciudad. Ella, tras unos instantes de duda, aceptó. Cuando se dieron cuenta que tendrían que andar en la noche hasta el coche situado en el arcén, fuera de la propiedad de los Walsh, ambos rieron y se encogieron de hombros.

—Pasé mucho miedo —dijo de pronto Elisabeth. Llevaban caminando casi media hora y aún no habían mencionado siguiera los acontecimientos de la noche.

Rodderick saludó a un coche que pasó a su lado y, ante la enésima propuesta de llevarles hasta la ciudad o, al menos, hasta su Camaro, negaron con una sonrisa. Ambos sabían que necesitaban hablar, pero ninguno sabía qué palabras utilizar.

—Es normal. Phill Crawford te lanzó al suelo y caíste mal. Espero que le den un buen escarmiento.

Elisabeth se mordió el labio inferior mientras se colocaba un mechón de cabello tras la oreja.

—No. Tuve miedo de que Phill te hiciese daño a ti. Estaba verdaderamente loco, con el aquel bate en alto, a punto de golpearte.

Rodderick la miró mientras seguían caminando por el arcén durante la noche. Por suerte, Doris llevaba unas zapatillas en el maletero de su coche e insistió, ya que vio que no podría llevarles hasta la ciudad, que Elisabeth se las pusiera para caminar. Caminar con los inmensos tacones por el irregular trazado del arcén la hubiese provocado una nueva caída. Y, gracias a las zapatillas, pudo mantener el equilibrio cuando los ojos de color caoba de Rodderick se posaron sobre los suyos.

La luna les proporcionaba luz suficiente para poder ver por dónde pisaban. También para distinguir los rasgos de la cara del otro.

Rodderick apretó los puños dentro de los bolsillos del pantalón de su esmoquin. No quería sacar fuera las manos porque sabía que, entonces, buscarían otras. Y no estaba seguro de que fuesen correspondidas.

—Te colocaste delante de mí cuando estábamos en el suelo, a punto de ser golpeado por Phill —murmuró él.

Elisabeth sonrió. ¿De verdad había hecho eso? Su mente quería olvidar con rapidez los últimos momentos de la fiesta y ahora que Rodderick la hacía recordar, dudaba de qué había sucedido.

—Elisabeth, yo…

Ella le cortó.

—¿

Por qué no me llamas Eli?

Rodderick parpadeó confuso.

—Dijiste que solo tus amigos y amigas y compañeros podían llamarte Eli.

—Eso dije, sí.

Rodderick tragó saliva y asintió. La verdad es que ella estaba dándole todo tipo de facilidades, pero tenía miedo de hablar y que ella le dijese que no era posible.

—Lo… lo siento —dijo al fin.

Elisabeth le miró divertida. El impulsivo Rodderick Holmes atragantado con las palabras. Como la primera vez.

Siento

mucho lo que ocurrió —añadió él—. Creo que conociste lo peor de mí y eso es algo que no debería haber sucedido. Soy celoso e impulsivo; no me paré a pensar lo que estaba en verdad ocurriendo. Si sólo pudiera volver atrás en el tiempo y, aquella tarde en la cafetería, conversar como la… la…

—¿

La qué?

—Como la pareja que éramos.

Elisabeth sonrió para sí. Deseó abrazarle con todas sus fuerzas y besarle toda la noche hasta recuperar el tiempo perdido.

Sin embargo, no dijo nada.

Caminaron en silencio el resto del trayecto por el arcén hasta llegar al coche estacionado. Rodderick le abrió la puerta del acompañante y ella bajó la cabeza con una sonrisa en su cara mientras se introducía.

Cuando Rodderick se metió por la otra puerta, vio como Elisabeth tenía la mirada fija en el respaldo del asiento del conductor reclinado.

—¿

Sabes? —se explicó él al imaginar qué evocaba aquel asiento reclinado en Elisabeth—. Fui incapaz. Solo veía tu cara en la suya y, si cerraba los ojos, imaginaba que eran tus manos las que me tocaban.

Elisabeth le miró a los ojos. Recordaba perfectamente las palabras de Mary Ann cuando llegó al aparcamiento de la mansión y le acusó de rechazarla. No tenía la más mínima duda de que fue eso lo que sucedió. También ella había buscado en los labios de Phill el sabor de los de Rod pero sin éxito. ¿Por qué negar aquello que los dos sabían perfectamente, que estaban hechos el uno para el otro?

Rodderick se agachó para levantar el respaldo del asiento.

—Déjalo así, me gusta —murmuró tumbándose sobre él. Le tomó del cuello y lo besó en los labios—. Vamos a aprovechar el momento, ¿quieres?

Afuera, en la quietud de la noche, la luna fue el único testigo del reencuentro de sus labios y sus cuerpos.



Ginés Linares



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