Entre paréntesis -5 y 6-

Novela romántica-erótica. La ruptura entre Rodderick y Elisabeth, una de las parejas más felices del Campus, fue el tema de conversación durante meses. Ahora ambos han encontrado una nueva pareja. Pero algo entre ellos perdura y no terminará hasta que se resuelvan sus dudas.

(Disculpad que el capítulo de hoy sea doble. Mañana no podría publicarlo a tiempo. Disfrutad, ya queda poco para el final)

CAPÍTULO 9

La arena húmeda se acomodaba a sus pies descalzos con sugerentes caricias. Cada paso que daba era un estímulo relajante que diluía sus pensamientos. El aroma salino impregnaba cada molécula de aire y el fuerte oleaje rompía en olas largas y chispeantes que traían una espuma que rezumaba salitre con cada inspiración que tomaba.

Se detuvo unos instantes a sonder la negrura del Océano Pacífico. Era una noche ya avanzada. Quizá fuesen ya las doce o la una de la madrugada. La oscuridad inmensa que se extendía en el mar se rompía cada pocos segundos con relámpagos que iluminaban el mar embravecido y las nubes grisáceas. Los hilos de luz saltaban desgajándose entre nube y nube y se hacían cada vez más frecuentes.

De vez en cuando llegaban, en forma de retazos inconexos, sonidos procedentes de la mansión cercana. Conversaciones, risas y fragmentos de música. Las hogueras lejanas, a unos doscientos metros, iluminaban un jardín que se iba despoblando de invitados a medida que la sensación de lluvia inminente se iba afianzando. También el frío venido del mar helaba el aire y disuadía a todo aquel que esperase disponer de un lugar alejado del bullicio de la fiesta en busca de intimidad. La fachada trasera de la mansión estaba iluminada por focos en el suelo, incidiendo sobre la fachada y los laterales, mostrando una mansión del siglo XVIII restaurada y mantenida por la familia Walsh.

Quería escapar de allí. Salir de aquel lugar de politiqueo y rumores, de tratos bisbiseados y pactos sellados con risas y miradas entornadas. De mujeres sofisticadas que mostraban más carne y encantos que en la sección de carnicería de un supermercado. Quería volver a casa y olvidarse de todo, de todos, quería meterse en la cama y dormir plácidamente, al margen del mundo exterior. Dormir y no despertar en mucho tiempo.

La lluvia comenzó de repente. Había sido augurada por los nubarrones pero llegó de forna ineserada, como un manto extendiéndose sobre aquella playa privada, esparciéndose como la sábana que se ahueca en la cama y luego se aposenta despacio. Los relámpagos se sucedían cada vez con mayor frecuencia y comenzaban a descender hacia el mar.

Las pocas personas que quedaban en la playa corrieron hacia la mansión buscando un refugio contra la lluvia. Era una lluvia gruesa y espesa, y hacía aún más peligroso caminar sobre la arena húmeda, a merced de los dubitativos relámpagos, y no tanto por el aguacero.

Por eso, cuando vio a la figura solitaria, iluminada unos instantes por un relámpago que cayó a varios kilómetros de la costa sobre una ola, corrió hacia ella para advertir a él o a ella que debía ponerse a cubierto de inmediato.

Se sobresaltó al advertir que la figura corría también a su encuentro. El intenso oleaje acompañó sus pisadas crujiendo sobre la arena.

Un relámpago certero iluminó la figura cuando estuvo frente a ella.

Era Elisabeth. El trueno ensordecedor acompañó su estupor y ambos se estremecieron al notar el aire vibrar con el potente sonido. Llevaba las sandalias de la mano.

—¿

Qué haces aquí, Elisabeth, estás loca? Tienes que volver adentro, los relámpagos están cayendo muy cerca.

—Lo mismo podría yo recriminarte, Rodderick. Corría para avisarte también.

El siguiente relámpagos los iluminaron débilmente, cayendo lejos de la costa. Rodderick contuvo la respiración al contemplar el cabello empapado de Elisabeth. Había deshecho el recogido de su peinado y, ahora sueltos, los mechones finos lamían su cuello y sus hombros como si acariciasen su piel. Su vestido estaba empapado y sus pechos estaban perfectamente definidos, coronados por unos bultos erizados y alzados por unos brazos cruzados que se agitaban espasmódicos clamando unas migajas de calor.

Cerró los ojos para ocultar aquella visión divina y se quitó la chaqueta del esmoquin para cubrir con ella a Elisabeth. Ella no dijo nada al principio y tampoco ofreció resistencia al gesto. Solo le miró con aquellos grandes ojos que reflejaron otro relámpago aún más lejano. Su cara estaba húmeda por la lluvia pero la palidez de su piel contrastaba con el enrojecimiento alrededor de sus ojos. Rodderick musitó un agradecimiento por aquella lluvia que ocultaba las lágrimas que aún afloraban en sus ojos verdes.

—Gracias —murmuró sin dejar de mirarlo.

Sus labios temblaban y su mentón acusaba un estremecimiento que a Rodderick le resultó insoportable. La lluvia remitía poco a poco pero notó como su camisa se reducía a una tela finísima que se amoldaba a su pecho y su espalda. Ella contempló el cuerpo musculoso y entreabrió sus labios. A Rodderick le resultó lo más parecido a una súplica.

La estrechó entre sus brazos y la besó. Ningún pensamiento surgió de su cerebro, solo el instinto y el impulso de hacer algo que ansiaba con toda su alma. Elisabeth estrechó su cuerpo contra el suyo y correspondió a su beso.

Un trueno muy lejano fue el único testigo de aquel beso.

CAPÍTULO 10

—Aún te sigue gustando caminar bajo la lluvia.

—Claro que sí, Rod. Solo han pasado tres meses, ¿acaso voy a cambiar mis pequeños placeres en sólo tres meses?

—Yo diría que sí; hoy te he visto diferente. Nunca imaginé que te pondrías un vestido tan… tan…

Eli le miró mientras seguían caminando por la playa. Rod no la devolvió la mirada, seguía con la vista fija al frente. La lluvia que caía era ahora fina, casi una caricia que humedecía sus rostros con diminutas gotas. Elísabeth pensó que quizá la lluvia era también la causante de la intensa humedad que mojaba su ropa interior. Las nubes se alejaban y el cielo negro y estrellado se iba vislumbrando en claros cada vez más grandes. La luna menguante hizo acto de presencia durante unos instantes y proporcionó una visión momentánea de la playa desierta. Incluso las olas parecían haber perdido gran parte de su empuje y ahora llegaban a la arena con poca espuma.

—Que parezco una cualquiera, querías decir, ¿verdad? —retomó la frase Elisabeth—. Es cierto, nunca habría escogido este vestido para venir a la fiesta. A decir verdad, ni siquiera habría acudido a la fiesta de no ser por Phill.

Rod la miró. Evitó pasar un brazo alrededor de sus hombros. Antes lo había hecho y ella se había apartado para, con una suave reprimenda en su mirada, advertirle que nada había cambiado entre ellos. En su lugar, Rodderick alzó el cuello de la chaqueta del esmoquin en el que ella se acurrucaba para proteger su cuello del relente. Su cabello estaba aún húmedo y sus dedos se deslizaban por él como en una superficie de mármol, dura y fría. El contacto despertó en él recuerdos de antaño, recuerdos imborrables que no fueron, como otras veces, empañados por los acontecimientos de hacía tres meses. Recuerdos de una ducha compartida donde la esponja caía al suelo sin ser utilizada para ser sustituida por manos y labios vibrantes.

—Me da lo mismo —murmuró él de repente, dando un paso largo y deteniéndose frente a Elisabeth—. Me da lo mismo lo que ocurriese. Me he dado cuenta de que si tú no estás a mi lado…

Elisabeth cerró los ojos con fuerza y apoyó su mano sobre el pecho de él.

—Calla, por favor —dijo en voz baja.

El corazón de Rod latía apresurado, impulsivo como su dueño, advirtió Elisabeth. El calor que emanaba de los pectorales era demasiado intenso como para ignorarlo. Lo único en que pensaba era en refugiarse entre sus brazos y apoyar su cara en su pecho acogedor, sentir como sus manos le acariciasen el cuello y las mejillas y el cabello, revolverse sonriente entre aquella agradable tibieza, para luego tumbarlo sobre la arena y acurrucarse entre él, como subida a una balsa que se desliza por un río tumultuoso. Pero no podía ser.

Apartó la mano con pesar del pecho de Rodderick.

—Yo te quiero con… —insistió Rod.

—No sigas, por favor —suplicó Eli esquivándole y reanudando el paseo—. Todo ha cambiado, ¿no lo comprendes? Tú tienes a Mary Ann y yo a…

A un egocéntrico y despiadado Phill que, con su dinero, había comprado su cuerpo, pensó desolada. Sus regalos habían comprado sus reticencias y ahora, viéndose como un trofeo en sus manos, se sentía asqueada consigo misma. Se preguntó cómo había llegado hasta aquel extremo.

Rod suspiró y caminó hasta alcanzarla.

"Más juntos que nunca pero más separados que antes", se lamentó él. Elisabeth tenía razón: no podía encerrar estos tres meses entre unos paréntesis, como si nunca hubiesen ocurrido. Era un iluso por atreverse a dejar que esa ilusión avivase su esperanza. Él estaba dispuesto a perdonar, a olvidar, a cerrar los ojos y permitir que el tiempo borrase aquella fotografía de ella en un teléfono móvil, una fotografía en la que Elisabeth besaba a otro hombre. Ni siquiera

la cara

se la veía bien porque la imagen estaba borrosa, pero el vestido que ella llevaba era inconfundible: el mismo con el que se presentó en el café al día siguiente cuando acudió a la cita. Recuerda que aquel vestido fue como una burla, una forma cruel de reírse de su ingenuidad.

—Fue por tu vestido, ¿sabes? —murmuró Rodderick.

Eli lo miró avergonzada.

—Lo ha elegido Phill, no yo. No me juzgues por unos escotes o una falda corta. Ni siquiera estas sandalias son idea mía; fíjate en los tacones —dijo alzándolas—, no hay mujer que ande derecha sobre estos cuchillos tras dos horas de pie.

—No, Eli. Me refiero al vestido que llevabas aquel día, en la cafetería.

Eli sonrió a medias. Aquel vestido sí que era de su estilo, de falda amplia y estampado alegre de flores. Sin embargo, no había vuelto a ponérselo: llevaba asociados demasiados recuerdos funestos.

—No he vuelto a usarlo. Tampoco supe dónde lo habías comprado para devolverlo y darte el dinero.

Rodderick parpadeó confuso.

—Elisabeth, yo nunca te regalé ningún vestido. Tampoco ese.

Ella se detuvo y él la imitó.

—Ni siquiera tengo dinero para comprar un esmoquin, este es alquilado. Ojalá hubiese tenido alguna vez dinero suficiente para comprarte un vestido, tú lo sabes, o un collar bonito. Me sorprende que digas que te lo regalé yo.

—Pero él me dijo…

Elisabeth cerró la boca. No debía haber dicho eso en voz alta. Comprendió que era tarde cuando Rod se giró hacia ella y la miró con expresión grave.

—¿

Él? ¿Quién es él, de quién hablas, Eli?

No puede ser, pensó Elisabeth. No, no puede ser. No puede haber ocurrido todo por un simple y artero plan. Quizá una sola respuesta pudiese confirmar sus sospechas.

—Rodderick, quiero que me respondas a una pregunta con total sinceridad, ¿vale?

Él negó con la cabeza.

—No hasta que me digas quién te regaló el vestido.

Elisabeth se mordió el labio inferior. Bajó la mirada y contempló atemorizada los manos de Rod cerrase en dos puños que iban adquiriendo una dureza creciente. Era igual de rápido de mente que ella, también habría adivinado el complot al que ambos habían sido sometidos.

—Dime por lo que más quieras cuándo viste aquella foto.

Rodderick negó de nuevo.

—No, no. Dime quién fue.

"¿Y dejar que destroces tu vida, mi amor?", pensó Elisabeth, "Ni lo sueñes".

—¿

Cuándo te enseñaron esa fotografía, Rod? Dímelo y yo te diré quién me regaló el vestido —mintió.

Rod la tomó por los hombros y ella se estremeció al notar la fuerza con la que la sostenía. Sabía que él solo la obligaba a hablar primero; no tuvo dudas de que, pronunciando el gemido más tenue, él la soltaría al instante.

Pero se mantuvo firme y le miró a los ojos, desafiante. "Tú primero, Rod".

—¡

Dios! —gritó él al mar.

Elisabeth era condenadamente frustrante de convencer. Conocía perfectamente a Eli. Ella jamás daría su brazo a torcer si sabía que tenía razón. Y, casi siempre, la tenía.

—El día anterior —musitó tras unos segundos. La soltó y se cruzó de brazos, girándose en dirección a las olas—. Me enseñaron la fotografía el día anterior.

Elisabeth contuvo la respiración y exhaló de golpe, sin poder creer la mezquindad que la confesión de Rod otorgaba al que le había regalado el vestido.

Quiso llorar de rabia. Quiso llorar al sentir que aquel despreciable ser la había robado tres meses de su vida, de una vida junto al hombre que seguía amando con toda su alma.

Una nube oscura ocultó en ese momento la luna menguante. Las sombras los envolvieron a ambos. Oyeron unas pisadas lejanas y Elisabeth y Rodderick se giraron hacia la fuente de aquellos sonidos.

Ambos sabían quiénes se acercaban.

Cuando Phill y Mary Ann llegaron a su lado, ninguno de ellos pronunció una palabra.

Tras varios segundos, Mary Ann les gritó:

—¿

Estáis locos o qué? Podíais haber sido alcanzados por un rayo, maldita sea.

CAPÍTULO 11

La luna menguante apareció de nuevo e iluminó con su tenue brillo la playa. La lluvia había desaparecido y el rumor de las olas era la única melodía que las cuatro personas en la playa podían oír. El grito de Rodderick les había proporcionado a Phill y Mary Ann el lugar exacto y, sin él, habría sido casi imposible encontrar nada en aquel paraje.

—Venga, Eli, nos vamos —dijo Phill dando un paso hacia ella y cogiéndola de la mano.

El brusco tirón hizo que la muchacha ahogara un gemido y levantara terrones de arena húmeda con sus pies.

Rodderick contempló el rudo espectáculo con los dientes apretados.

—Phill, espera —musitó Elisabeth oponiéndose a avanzar en dirección a la mansión—. La chaqueta.

—¿

Chaqueta, de qué hablas? —masculló irritado. La arena húmeda estaba ensuciando los bajos de sus pantalones y también se había introducido por dentro de sus mocasines; era realmente incómodo.

Entonces se fijó en la chaqueta del esmoquin que cubría a su novia. Una chaqueta negra, de hombreras anchas y rectas. Elisabeth se la estaba quitando con cuidado cuando él la agarró y la arrugó entre sus dedos. La tela aún estaba ligeramente húmeda. El tacto le recordó a algo blando y viscoso, como la piel de un pútrido reptil.

La miró unos instantes. No podía creerlo. Aquella chaqueta representaba algo más que un gesto de cortesía o caballerosidad. Era una declaración de intenciones, su dueño lo retaba. Quería apoderarse de lo que era suyo.

Apretó la mano de su novia como si fuese el collar de un perro y la miró enfurecido. Elisabeth no le devolvió la mirada, tenía la cabeza inclinada hacia el mar. Phill gimió desconsolado. Elisabeth parecía avergonzada. Y en su rostro encontró, en aquel mentón fruncido, la añoranza de un recuerdo lejano.

“Maldita sea”, se dijo, “¿Por qué habría tenido que fijarme en esta mujer? Está claro que jamás será mía. Podré tenerla a mi lado siempre que la colme de regalos, pero su cabeza y su corazón nunca serán míos. No me apoyará en nada de lo que haga, solo pondrá buena cara, una bonita sonrisa y lucirá su cuerpo. Un cuerpo que tampoco será mío”.

Phill Crawford cada vez se iba enfureciendo más y más a medida que el aquel mentón fruncido iba convenciéndole de que solo tendría la cáscara de Elisabeth, pero no su interior. Y la chaqueta de tacto pútrido que sostenía en su mano era la causante. Era un símbolo del robo de algo que era de su propiedad. Aunque él sólo fuese propietario de la cáscara.

Y delante de él tenía al ladrón.

Tiró la chaqueta a los pies de Rodderick.

—¡

Jamás vuelvas a acercarte a mi novia! —vociferó.

Rodderick gruñó y le miró con expresión burlona mientras se agachaba a por la chaqueta.

Era el colmo de la arrogancia. Se reía de él en su propia cara. Le robaba lo suyo y no mostraba ningún respeto.

—Maldito cabrón —siseó lanzándose sobre él.

El ataque fue fulgurante y Rodderick no se lo esperaba. Phill se lo llevó por delante y ambos cayeron a la arena, rodando uno sobre otro. Ambos acusaron sendos puñetazos que rozaron sus caras tratando de doblegar al adversario y situarlo bajo él.

Mary Ann chilló angustiada al ver la salvaje pelea. La camisa de Rodderick, húmeda y fina, se desgarró por la costura de un hombro mientras la chaqueta de Phill se manchaba de arena y algas oscuras. Los golpes de Phill eran caóticos y poco certeros mientras que Rodderick no buscaba atacar sino sólo defenderse.

Ambas mujeres se acercaron a los hombres con la respiración cortada. La situación había desembocado en un desenlace bochornoso. Elisabeth buscó con la mirada la de Mary Ann con la intención de buscar una solución para detener la pelea. En su lugar encontró unos ojos de un azul gélido y una sonrisa.

—¡

Parad, por dios! —exclamó Elisabeth al borde de la histeria.

Rodderick consiguió levantarse y dejó que Phill también lo hiciese. Rodando por el suelo le era complicado esquivar sus golpes y tampoco quería lastimarlo. En realidad él no había buscado la pelea sino Phill y el ricachón había sido un estúpido por haberla iniciado. No podía ganar de ninguna manera; él era mucho más corpulento y le aventajaba en agilidad. Pero tampoco quería humillarle con un golpe.

Elisabeth corrió para interponerse entre ellos dos. No podían seguir peleando; también ella comprendía que Phill era un iluso si creía poder vencer a Rodderick. Pero si resultaba escarmentado no dudaba que la vida de Rodderick cambiaría para siempre. La familia Crawford tenía una sombra que llegaba a cualquier lugar del Campus. Y Phill usaría ese poder sin vacilar.

Pero entonces Phill contraatacó antes de que Elisabeth lograse interponerse. Cogió un puñado de arena y se la lanzó al rostro de Rodderick. La artimaña dio resultado y la imprevista distracción hizo que Rodderick se cubriese la cara con los brazos, dejando desprotegido su estómago. El golpe que lanzó fue demoledor. Rodderick se dobló sin aire y Phill aprovechó para golpear su barbilla con el codo haciéndole caer hacia atrás.

Rió sardónico y contempló a su oponente humillado en el suelo, retorciéndose como el pútrido reptil que era, gimiendo por el dolor de la arena en sus ojos y el golpe en el mentón.

Pero el escarmiento no había hecho más que comenzar. Rodderick habría de pagar toda la frustración que tenía por la imposibilidad de poseer a Elisabeth. Tenía que aprender que ella ya no era su novia, ahora era propiedad de Phill Crawford.

Se acercó a su costado y le lanzó una patada a la espalda.

No alcanzó su objetivo. Contempló incrédulo las manos de Rodderick atrapar su pie. Era imposible, ¿cómo le había visto? Era imposible, maldita sea.

Rodderick se giró y barrió con una pierna la arena para golpear sobre el pie en el que se apoyaba Phill. Cayó a la arena de espaldas. El golpe fue fortísimo; la arena estaba húmeda y compacta y no amortiguó la caída.

Rodderick se levantó mientras Phill gemía dolorido, incapaz aún de comprender porque ahora estaba a merced de un enemigo al que tenía ya reducido.

—¡

Deteneos!

Elisabeth llegó a tiempo esta vez y se interpuso entre ambos. Dirigió una mirada de clemencia hacia Rodderick y luego se agachó sobre Phill para levantarlo.

Mary Ann se acercó con paso calmado hacia Rodderick. En ningún momento había sentido deseos de intervenir en la pelea. Más bien, si ella hubiese podido, la habría propuesto mucho antes. El ver a Phill Crawford levantarse con dificultad, apoyándose en los brazos de Elisabeth, le producía una satisfacción indecible. Aquel payaso estúpido y engreído había recibido su merecido.

—¿

Estás bien, cariño? —sonrió Mary Ann limpiando la arena de la cara a su novio.

Rodderick no respondió.

Phill se llevó la mano a la espalda, a la altura de los riñones. La caída había sido demoledora. Pero el saberse derrotado pesaba más aún que el dolor físico. Elisabeth le guió en dirección hacia la mansión.

—Vámonos, Phill, ¿estás bien? —dijo en voz baja con infinita ternura.

Phill la miró y sonrió asintiendo. En los ojos de la mujer vio por primera vez compasión y preocupación, emociones que eran nuevas para él. Emociones que, supuso, eran cuñas más poderosas que el dinero y el prestigio para poder alcanzar el amor de Elisabeth.

—Menuda paliza me ha dado, ¿eh? —preguntó buscando parecer aún más desvalido.

—Porque tú te lo has buscado; tú iniciaste la pelea, ¿recuerdas? —Elisabeth no veía la forma de rogar a Phill que no se ensañase con Rodderick.

—Y la terminaré, Elisabeth. No dudes que esto no ha acabado… —Phill gimió doblándose sobre sí. El golpe había sido fuerte, sí, pero ya casi estaba olvidado. Aunque debía fingir para poder reclamar la atención de Elisabeth.

La muchacha le miraba con ojos desorbitados y rostro pálido. Su cabello estaba desmadejado y húmedo. Si estuviesen solos, la desgarraría el traje y la tomaría allí mismo, sobre la arena. Y no dudaba que ella le correspondería.

Y todo ella seguía siendo suya. Mucho más que antes. Cáscara e interior.

CAPÍTULO 12

—¿

Por qué no le golpeaste en el suelo? Lo tenías.

Rodderick no respondió ni tampoco se inmutó cuando Mary Ann se acercó a él y le tomó la cara para ver a la luz tenue de la luna el raspón en su barbilla.

—Ese idiota de Phill —continuó ella acariciando su piel con mimo—. Pero le has dado su merecido. Quedó tendido en la arena como una cucaracha boca arriba, incapaz de darse la vuelta.

Rodderick seguía sin hablar. Se miró la camisa rota en un hombro y supuso que la fianza del alquiler del esmoquin ya no la recuperaría. Tendría que haber hecho caso a Mary Ann y aceptar su propuesta de regalarle el esmoquin. Pero tampoco quería parecer un mantenido o un consorte vividor a expensas del dinero de Mary Ann. Tendría que vender su coche porque tampoco estaba dispuesto a llamar a sus padres para solicitarles trescientos dólares. Al fin y al cabo él mismo se lo había buscado.

Y por aquel beso de Elisabeth volvería a repetirlo. Una vez más, y con peleas incluidas si fuese necesario.

La mano de Mary Ann aprovechó la rotura de su chaqueta para internar una mano sobre su pecho. Sus dedos cálidos sobre su piel provocaron al instante una descarga de excitación que lo sacó de su ensimismamiento. La mano descendió por los gruesos músculos del abdomen hasta internarse dentro de los pantalones. Se giró hacia ella y contempló sus ojos entornados y una sonrisa impúdica. Los dedos bajaron y rodearon el contorno de su verga hinchándose. Su cercanía provocó que, al bajar la vista hacia el escote de su vestido, una sensación lúbrica surgiese en él. La voluptuosidad de Mary Ann era hipnotizadora.

Mary Ann estiró su sonrisa al saberse objeto del escrutinio físico.

—Estás preciosa —murmuró Rodderick.

Mary Ann se encogió de hombros para subrayar que lo había estado durante toda la velada y sólo para él. Asomó la punta de la lengua entre los dientes para señalar que perdonaba su ceguera. Lo perdonaba si ahora dejaba que sus impulsos masculinos afloraran. Y seguro que el frotamiento sobre el miembro y los testículos de Rod acelerarían el proceso. Notaba la sangre caliente hinchar el pene y la bolsa escrotal revolverse alborozada.

La mano de ella se internó más, accediendo al interior del calzoncillo, empuñando la verga erecta. Sin dudarlo, se agachó hasta arrodillarse sobre la arena. Desabrochó el cinturón, bajó la bragueta y deslizó el enorme tubo de carne al exterior. Sus labios apresaron la punta del pene mientras los dedos empuñaban el falo. Un rápido tragar de saliva por parte de Rodderick indicó a Mary Ann que la excitación en el hombre estaba aumentando hasta su punto álgido. Su respiración era más acusada y, al ceñirse a su cintura, notó como la excitación crecía imparable. Tragó el miembro y succionó sin dejar de frotar sobre la base. Rodderick gimió ansioso. También ella estaba ansiosa de poder reclamar y apropiarse de aquello que era suyo por derecho. Llevó una mano hacia el trasero de Rodderick y clavó las uñas en la nalga prieta. Intensificó la felación, extendiendo gruesos lametones sobre el pene. Los gemidos de Rodderick se volvieron gruñidos. Tomó su cabeza con sus gruesos dedos y los internó entre su cabello.

Por la presión de los dedos, Mary Ann supo del inminente orgasmo. Era una consumada feladora y todos los hombres se venían con idénticos gestos. Avivó los frotamientos mientras succionaba con mayor ímpetu. Notaría los estallidos de un momento a otro.

Pero Rodderick se apartó dando un paso atrás.

—Espera, por favor —gimió él disculpándose.

Mary Ann se quedó alelada. Sus labios aún conservaban el sello de la verga de Rodderick entre ellos.

Las manos de ella quedaron suspendidas en el aire. “¿Qué clase de hombre rechazaba una mamada?”. Boqueó el aire de sus pulmones como si la hubiesen golpeado en el estómago. Bajó las manos para pegarlas sus costados y no aumentar el ridículo que sentía. Se levantó sola, viendo como él escondía su verga húmeda y se recolocaba los pantalones. Supo con perfecta claridad que Rodderick deseaba mantener sobre su cuerpo el recuerdo de otras manos, otros besos, otras caricias.

—No lo comprendo —murmuró abatida. La sombra de Elisabeth no podía ser tan larga. Él era un hombre, maldita sea. Se suponía que no pensaban.

—Lo siento, de verdad —intentó explicarse él.

Lo cierto es que Rodderick no quería que la arrolladora sensualidad de Mary Ann nublase el recuerdo de Elisabeth. Aunque ello significase insultar de aquella forma a su actual novia.

Mary Ann sollozó y Rodderick, se asombró de su propia reacción, al no acercarse a ella para consolarla. Quería abrazarla y pedirla disculpas. Besarla y estrecharla entre sus brazos. Sentir el calor que emanaría de la piel ardiente de su espalda. Despojarla de su vestido, tumbarla sobre la arena y hacerla el amor bajo el sutil brillo de la luna menguante. Maldita sea, él quería hacerlo.

Pero su cuerpo no se movió. Sus manos permanecieron quietas y su respiración fue recuperándose de la excitación

Supo que acababa de hacer daño a una segunda mujer aquella noche.

Mary Ann atajó cualquier disculpa con un tono cortante cuando habló, tras limpiarse los labios con la mano.

—Vámonos a casa, estoy cansada.

Rodderick asintió.

Los dos caminaron por la arena en dirección a la mansión, separados. Y, para Rodderick, aquella separación le pareció muy distinta del abrazo mutuo que Elisabeth y Phill se prodigaron cuando se habían marchado minutos antes.

—No me rendiré —dijo en voz baja Mary Ann.

Rodderick la miró en la oscuridad sin comprender.

—Te conquistaré, Rodderick Holmes. Aunque haya que arrastrase por el barro y suplicar una migaja de tu amor. Conseguiré que la olvides. Quiero que comprendas que mi amor por ti es incondicional. Y , tarde o temprano, te darás cuenta que el sentimiento es mutuo.

Rodderick apretó los dientes.

"El problema es que el sentimiento no es mutuo, Mary Ann", pensó desolado, "No hasta que averigüe quien urdió la trama que provocó mi separación de Elisabeth".

La mano de Mary Ann buscó en la oscuridad la de Rodderick. En su lugar encontró un puño apretado que vibraba.

“Se debate entre su recuerdo y mis palabras”, pensó ella. “Sólo hace falta un ligero empujón por mi parte y será mío para siempre. Y sé cómo conseguirlo”.

“Rodderick Holmes, ya eres mío, pero aún no lo sabes”.



Ginés Linares



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(Siguiente capítulo ya publicado en mi blog)