Entre paréntesis -2-
Novela romántica-erótica. La ruptura entre Rodderick y Elisabeth, una de las parejas más felices del Campus, fue el tema de conversación durante meses. Ahora ambos han encontrado una nueva pareja. Pero algo entre ellos perdura y no terminará hasta que se resuelvan sus dudas.
CAPÍTULO 3
Rodderick caminó con paso firme abriéndose paso con delicadeza entre la multitud. Pero, cuanto más se acercaba a donde Elisabeth estaba, según le había dicho Doris, más despacio fue su caminar. Titubeó y, antes de entrar en la pequeña sala contigua donde se servían los cócteles, allí donde esperaba encontrar a Elisabeth Reddith, se detuvo.
Los recuerdos lo asaltaban sin cesar. Uno tras otro, a una velocidad endiablada. Cerró las manos en sendos puños y no pudo evitar el dejarse llevar por las sensaciones que su mente recreaba al rememorar.
Hacía tres meses de aquello pero le pareció que había ocurrido en una vida pasada.
Se vio sentado en la mesa de la cafetería preferida por ellos dos, una tarde de un junio recién comenzado, con los brazos apoyados en la pequeña mesa circular, rodeando un café humeante, envolviéndole con su amargo aroma. Tenía la cabeza inclinada hacia delante, sintiendo en su barbilla los efluvios del contenido de la taza. Los dedos estaban entrecruzados pero sin vida. En su mirada, dirigida hacia el gran ventanal de la cafetería, contempló como Eli llegaba con paso resuelto. Estaba preciosa, con aquel vestido suelto de estampados florales que se ceñía a su cintura como una segunda piel, con la falda aleteando en su andar apresurado. Sus pechos revoloteaban bajo la tela como cachorros alegres. Su cabello castaño brillaba radiante y se mecía con cada paso. Su cara rebosaba felicidad y estaba representada por una franca sonrisa que nunca la abandonaba. Pero era su vestido lo que más le impresionó, un vestido de tirantes y escote cuadrado que realzaba sus pechos henchidos. Aquel vestido la sentaba de maravilla.
Pero aquel vestido representaba también la prueba definitiva de su engaño.
Vio la puerta del local abrirse y a su novia Elisabeth buscarle con la mirada. La urgencia de su mirada evidenciaba algo que desde el día anterior le era casi imposible de soportar.
Solo un día. Si, hace diez años, cuando conoció por primera vez a Elisabeth contando ambos catorce años, le hubiesen dicho que todo su mundo podía cambiar en solo un día, se habría reído y habría desdeñado el comentario por ridículo.
Pero no por ridículo era menos cierto. En solo un día su amor por ella se había reducido a un rencor teñido de pesar y frustración.
Algo notó Elisabeth en su expresión adusta cuando le encontró con la mirada y avanzó resuelta hacia él. Sus pasos ya no eran tan urgentes ni su sonrisa tan luminosa.
No esperó a que la muchacha se sentase junto él.
—¿Por qué me has engañado, Elisabeth? —la acusó. No creía necesario un rodeo verbal para llegar a la misma pregunta que le obsesionaba desde hacía 24 horas.
Ella parpadeó confundida. Apartó una silla de la mesa para sentarse junto a Rod pero él continuó atacándola.
—Ayer te vi besando a otro.
Elisabeth arrugó el mentón y negó con la cabeza.
—No niegues que lo has hecho —siguió atacando él—, no necesito oír ninguna excusa. Solo quiero saber por qué me has engañado.
Elisabeth parpadeó confundida. No era ninguna broma. Rod la estaba humillando sin compasión.
El chico apretó los labios. Elisabeth habló. Su respuesta le taladró el corazón. Y su tono hosco fue como un cuchillo atravesándole el pecho.
—Eres cruel. No sé de qué me estás hablando, Rod.
Era el colmo. No iba a consentir que, además fuese tratado como un idiota. Toda su frustración y decepción acumulada se volcó de repente. Se levantó de un salto tirando la silla detrás de él.
—¡No te atrevas a negarlo!
El golpe de la silla redujo el murmullo de la cafetería a un silencio sepulcral y el grito de él resonó varias veces en el local.
Elisabeth entreabrió los labios para contestar pero ninguna palabra surgió de ellos. Seguía sosteniendo con una mano el respaldo de la silla para sentarse en ella. Era evidente que ya no era necesario ni conveniente sentarse.
Ella le miró con aquella expresión de fingida sorpresa. Sin embargo su rostro estaba pálido y cualquier rastro de felicidad había desaparecido de su cuerpo. Sus hombros estaban tensos y sus brazos temblaban entre una indignación que parecía casi real y una sorpresa casi fidedigna.
Su desfachatez le pareció insultante.
Elisabeth se giró hacia el resto de clientes del local, en su mayoría compañeros de clase y conocidos. En media hora el resto del Campus tendría un relato detallado y bien magnificado de todo lo que había ocurrido en la cafetería. Volvió la cabeza hacia él. Tenía el ceño fruncido y una mueca en los labios de rabia contenida.
—Te estás equivocando, Rodderick Holmes —dijo apretando los dientes, conteniendo un insulto que pugnaba por desbordar de sus labios.
—Tú ya lo has hecho, querida —respondió él. Apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia ella—. La pena es que en la foto que me mostraron no se le veía bien a él; me hubiese encantado preguntarle cuánto tiempo necesitó para llevarte a la cama; seguro que muy poco. Solo quiero saber una cosa antes de terminar lo nuestro, Elisabeth.
—Me das asco, Rodderick Holmes —siseó ella apoyándose sobre la mesa, tomando la taza y tirándole el café a la cara—. Adiós.
Después se marchó. Recuerda muy bien su caminar erguido, sus pasos firmes y su cabello ondear a su espalda. Su barbilla levantada y su mirada fija en el frente. Cuando salió del local se dobló sobre sí misma y estalló en un mar de lágrimas, cubriéndose la cara. Se giró una última vez para posar sobre él una mirada de desprecio y odio que le hizo sentir un escalofrío. Luego echó a correr.
Si ella era la que le había engañado a él, ¿por qué se sentía como un desgraciado? ¿Por qué ella parecía la víctima y él el verdugo?
Tragó saliva y notó como el café derramado resbalaba por su cara y goteaba por su mentón. El silencio en el local era absoluto. Se giró hacia todos los asistentes barriéndolos con una mirada que denotaba extrañeza y furia a partes iguales. Débiles murmullos comenzaron a surgir y el local recuperó al cabo de unos minutos las conversaciones interrumpidas.
Aunque sabía que ahora todas las conversaciones estaban centradas en él y Elisabeth.
Sacó varias servilletas del servilletero con las que se limpió la cara de café. Recogió la silla del suelo, dejó un billete en la barra y salió de la cafetería.
Aquello ocurrió hace solo tres meses y parecía haber sucedido hacía miles de años. Sin embargo, recordaba con todo detalle qué había sucedido.
Elisabeth Reddith y Rodderick Holmes. La chica más guapa y lista del todo el Campus y él, el bateador con más carreras de la temporada pasada, una pareja que despertaba la envidia allá donde fueran. Y desde entonces eran el tema de conversación de cualquier chismorreo y murmullo por los pasillos de la universidad y el campus.
Y, lo peor de todo, tres meses después, es que seguía sintiéndose como el gusano más infecto por haberle levantado la voz a Elisabeth aquella tarde y, sobre todo, por haberla hecho llorar.
Rodderick se giró sobre sí para mirar a los invitados de la fiesta. Vio a Doris acercarse a Mary Ann e intercambiar un saludo forzado. No eran amigas. Ni siquiera se tenían afecto. Era algo que no comprendía de su actual novia porque Doris era encantadora. Entendió que estaba distrayéndo a Mary Ann para que pudiese pasar a solas unos minutos con Eli y tratar de aclarar un par de cuestiones pendientes.
Respiró varias veces y comprobó que su esmoquin alquilado no tuviese ninguna arruga. Se colocó la pajarita y rezó para que Elisabeth no le tirase ninguna bebida encima. Sintió como su corazón acelerado bombeaba sangre con más descontrol si cabe y avanzó decidido hacia la salita contigua. Las piernas le temblaban al caminar y se sintió presa del nerviosismo y la indecisión.
Pero algo le impulsaba a hablar con Elisabeth. Sabía que no tendría otra oportunidad mejor que aquella.
CAPITULO 4
—No me puedo creer lo que ven mis ojos —le dijo alguien al oído.
Elisabeth quiso volverse hacia la voz con el corazón en puño, apoyando antes la copa de ponche sobre la mesa donde estaban el resto de los licores.
Phill Crawford estaba a su espalda, sonriendo burlón. Disfrutaba con el susto que le había dado. Pasó un brazo alrededor de su cintura estrechando su cuerpo contra el suyo, impidiendo que pudiese volverse hacia él. Las manos ascendieron hasta el escote y aprisionaron los senos.
—No dejo de oír lo sensual que es mi novia. Y yo no puedo por más que asentir. Eres la mujer más preciosa y mejor vestida de la fiesta —susurró al lado del lóbulo de su oreja.
Deslizó los pulgares dentro del escote y se sintió desfallecer al encontrar los botones erectos.
—Me has… me has asustado, Phill —balbuceó Eli notando como su corazón se encabritaba al sentir el aliento de Phill sobre el lóbulo y su cuello. La piel se le erizó y el resto de su cuerpo tembló excitado. Los dedos de Phill pinzaron los pezones y, tirando de ellos, sacaron los senos fuera del vestido.
Estaban solos en la salita. No era un lugar donde los asistentes a la fiesta debieran entrar. Un regimiento de camareros de un servicio de cáterin estaba continuamente deambulando por la sala principal ofreciendo copas llenas a quien las necesitase. Phill estrechó aún más su cuerpo contra el de Eli. La dureza de su erección fue transmitida con toda claridad entre las nalgas de Eli y los dedos firmes de Phill amasaron sus senos desnudos, haciéndola respirar fuerte y sin control. Se estaba excitando más de lo que una mujer pudiese soportar. Deseó con todas sus fuerzas que aquel lugar fuese completamente privado. Phill Crawford la poseería sin dudarlo y ella no ofrecería más resistencia que la que una mujer devorada por el deseo pudiese aguantar. Cuando una mano de él descendió y se coló entre sus piernas, una descarga sexual la recorrió entera. Se sintió desfallecer. Los dedos chapotearon entre los pliegues del tanga empapado. Sintió sus piernas abrirse y temblorosas. Solo anhelaba su boca contra la suya, su lengua muy adentro y sus manos sobre su cuerpo desnudo, recorriéndolo…
—Disculpa, Eli, acabo de oír la voz del Gobernador. Ese hombre ríe a gritos. Y es bueno que me vea a su lado—Phill desasió su abrazo sensual y, tan rápido como había aparecido, así se marchó.
Elisabeth se quedó sola, sin poderse creer su estupenda mala suerte. Ocultó sus senos y se bajó la falda tanto como daba de sí el escueto vestido.
Phill acaba de abandonarla en lo más excitante de aquella aburrida velada. Como no. Tendría que haberlo imaginado.
—La más guapa, la más guapa —masculló impotente mirando con ojos aún embargados de la emoción la mesa con los licores.
Estaba tan excitada que, fugazmente, sopesó la idea de aliviarse sola en el servicio. Pero eso sería tan irónico como lamentable.
Ella no quería ser la más guapa. Ni quería que nadie presumiese de tener la novia más guapa como si ella fuese una maldita obra de arte. O un trofeo. Ella solo quería un novio que la correspondiese, que supiese aplacar aquella desbordante necesidad de sexo primitivo que necesitaba en aquel momento. Solo eso. ¿Es que era tan difícil?
No, no era difícil. Hubo alguien que la colmó hasta más allá de sus deseos, de su imaginación, de sus anhelos. La arrancó los orgasmos más salvajes, compartió su necesidad de sentirse viva y especial. Y luego ese alguien se comportó como el mayor cretino de todos los tiempos.
Eli suspiró de fastidio y frustración y cogió de nuevo su copa de ponche y se la bebió de un trago. Notó como unos cuantos mechones de su cabello recogido se desperdigaban por su nuca.
Lo que faltaba. Intentó recolocarse los mechones por sí sola pero no los pudo coger. Ahora sí que tenía que correr al cuarto de baño para retocarse el peinado.
—Deja, Eli, yo te ayudo —sonó una cálida voz detrás de ella.
Su corazón se detuvo.
Esa voz era la última que esperaba oír. Unos dedos se posaron sobre su nuca, recogiendo los mechones sueltos. El simple contacto de aquellos dedos bastó para hacerla dar un respingo y sentir como un fuego licuado burbujeaba en su interior.
Se volvió con rapidez. No necesitaba saber quién era y hubiera preferido hablar con él dándole la espalda. Pero con los cretinos había que dar la cara.
Cerró sus manos en sendos puños, intentando no transmitir la extrema emoción que la embargaba.
—No me toques, Rodderick Holmes —susurró apartando de un manotazo sus manos de ella.
Él no se disculpó. "Tiene demasiada experiencia en no disculparse", pensó irritada.
Hubo un tiempo en que el contacto de sus manos sobre su cuerpo era tan necesario como respirar. Pero ahora solo la provocaba repulsión, o sea, necesitaba creer.
—¿Qué haces aquí? —espetó Eli.
—Soy el quarterback del equipo del Campus. Josh Walsh invitó al equipo entero a la fiesta. Eso me incluye a mí.
Y, si no hubiese sido así, le habría invitado por ser uno de sus mejores amigos, pensó Eli. Su presencia allí estaba más que justificada. Pero no era esa la respuesta que quería oír.
—Te pregunto qué haces aquí, en la salita, ¿me estás… me estás siguiendo?
La mirada de Rod, fija en sus ojos, la hizo titubear. Aquellos ojos de un intenso color caoba la seguían hechizando como el primer día. Y el brillo que vio en ellos, un brillo que conocía demasiado bien, la respondió. Sus palabras solo confirmaron su mirada.
—Quiero hablar contigo, Eli.
—Elisabeth. Para ti soy Elisabeth, no lo olvides. Me llamo Elisabeth Reddith, no Eli. Solo mi novio y mis amigos y amigas me llaman Eli. Y tú no eres ninguno de ellos.
Rod dio un paso atrás y levantó las manos enseñando las palmas en gesto de paz. El brillo de su mirada se había transformado en súplica.
—Solo tengo una pregunta, Elisabeth. Una sola pregunta y me marcharé.
—No tengo porqué satisfacerte.
"Ya es tarde", quiso añadir, "Tres meses tarde".
Cruzó sus brazos alrededor del pecho pero los descruzó de inmediato al advertir que sus senos oprimidos evidenciaban demasiado su respirar angustiado.
Rodderick dio otro paso atrás. Elisabeth sabía lo que se proponía. Estaba dejándola espacio para que se calmase, lo cual era señal de respeto. Pero también la proporcionó una vista inmejorable de su esmokin.
Le sentaba perfecto, eso era innegable. Pero cualquier harapo en su cuerpo le sentaría bien. Rodderick era alto y de hombros anchos y la chaqueta de su esmoquin parecía deslizarse por su pecho henchido. El contraste entre el negro del traje y el rubio de su cabello alborotado, era atrayente. Su mandíbula recta y su nariz levemente torcida solo añadían más detalles a un hombre que ninguna mujer podría calificar sino de espectacular. Incluso aquella pajarita algo inclinada contrastaba con su recio cuello. Eli se dio cuenta que llevaba demasiado tiempo mirando embelesada el cuerpo de Rod y bajó la mirada con apuro.
Pero no podía evitarlo. Aquel hombre la había colmado de felicidad durante casi diez años. Se dijo que era natural que no pudiese apartar la vista de él.
—Te llamé varias veces al teléfono móvil. También al teléfono de la residencia de estudiantes, tus compañeras de habitación me decían que no estabas.
—Ya lo sé —respondió tras unos segundos, sin despegar la mirada del suelo. No quería mirarle a los ojos. Si miraba a aquellos brillantes ojos color caoba caería sin remedio en su hechizo. Se giró hacia la mesa para llenarse de nuevo la copa de ponche. Necesitaba algo que la ayudase a mantener la serenidad y el alcohol era una buena opción.
—Solo quiero que me respondas a una pregunta, Elisabeth. Y dejaré de importunarte. No pensaré jamás en ti.
"Eso no será posible", pensó Eli. Ella misma lo había intentado y no dejaba de pensar en él. Cada mañana, al levantarse de la cama, él ocupaba su primer pensamiento. Añoraba sus enormes manos entrelazándose sobre su cintura, sus dedos enredándose entre su cabello. Y se maldecía a continuación por ello. Esa misma mañana había pensado en él. Y mañana por la mañana pensaría en él. Y volvería a maldecirse porque su mente jugase con ella como un gato acosando a un ratón.
Eli pensó angustiada que si él lograba apartarla de sus pensamientos, quizá ella pudiese hacer lo mismo. Y vivir en paz.
—¿Qué quieres saber?
—Lo sabes bien, Elisabeth.
Claro que lo sabía. Perfectamente. Cada día no dejaba de hacerse la misma pregunta.
—¿Por qué te niegas a reconocer que me engañaste?
—Porque no lo hice, Rodderick. Te lo dije hace tres meses y aún lo mantengo. No espero que me creas, ni que confíes en mí. Si crees que soy la zorra que tú crees, allá tú. Pero mi sola palabra debería bastarte, si alguna vez confiaste en ella.
Rodderick se adelantó hacia ella, acorralándola sobre la mesa de los licores. Su impulsividad era un arma de doble filo que la había llevado al culmen de la dicha y de la desdicha. La tomó de los brazos. La copa cayó al suelo, incapaz de ser sostenida por los dedos temblorosos de ella. La obligó a mirarlo a los ojos, a perderse en aquellas pupilas de una hondura indescriptible. Sus labios estaban separados solo por un espacio minúsculo y su aliento la quemaba. Se estremeció cuando acercó aún más su cara hacia la suya. Su mirada era tan penetrante que parecía escarbar en su interior y pensó, por un momento, que eso era lo que estaba haciendo, buscando una confirmación de su respuesta en el interior de su alma. Notó como sus labios rozaban los suyos. Su cuerpo era una madeja incontrolable, sujetado por unos brazos firmes y musculosos. Y el aroma de su colonia la envolvía y la embriagaba. Sus pensamientos eran como ráfagas luminosas que dejaban su mente abotargada. Solo su subconsciente era el dueño de su cuerpo en ese momento. Y, dominada por las emociones, solo tenía cabida una opción entre sus pensamientos.
No pudo evitar entreabrir sus labios para buscar los de Rod. No era capaz de resistirse. Y, en el fondo, supo que tampoco él quería hacerlo.
Ginés Linares