Entre paréntesis
Novela romántica-erótica. La ruptura entre Rodderick y Elisabeth, una de las parejas más felices del Campus, fue el tema de conversación durante meses. Ahora ambos han encontrado una nueva pareja. Pero algo entre ellos perdura y no terminará hasta que se resuelvan sus dudas.
-(Entre paréntesis)-
Ginés Linares
CAPÍTULO 1
El corazón de Elisabeth Reddith empezó a latir de forma desacostumbrada cuando el automóvil donde viajaba en compañía de su novio Phill Crawford dejó atrás la bifurcación y se internó en la carretera que conducía a la mansión Walsh.
Phill la miró extrañado al notar el rápido movimiento que hacían sus dedos al jugar entre sí.
—¿Nerviosa, querida? —preguntó posando una mano sobre su regazo.
El contacto de los dedos de Phill provocó que Elisabeth diese un respingo en el asiento y se girase hacia él con la sorpresa pintada en su bello rostro.
—Lo siento, Eli, te he asustado —sonrió Phill.
La muchacha sostuvo la mirada del joven con el futuro más prometedor de la Escuela Superior de Ingeniería Industrial y, al notar el aprecio que veía en sus ojos entornados, se obligó a sonreír aunque no tuviese la más mínima gana de hacerlo.
—Lo siento, cariño. No sé qué me pasa pero, de repente, un temor me ha asaltado.
—Nadie lo diría, Eli —bromeó Phill. Redujo la velocidad del deportivo de color rojo fuego al acercarse y, al fin, se detuvo ante las enormes puertas que marcaban el límite de la parcela de los Walsh—. Estás muy tensa. No estarás aún dolorida por mis caricias de antes, ¿verdad?
Elisabeth recordó de pronto los dedos de Phill accediendo por zonas de su anatomía inferior, zonas húmedas y enrojecidas, zonas candentes que la provocaron alaridos de placer. Recordó sus chillidos y, sin poder evitarlo, sus mejillas enrojecieron.
Phill notó su embarazo y emitió una sonrisa. También a él le había sorprendido aquella reacción tan apasionada y visceral. Ninguna mujer había proferido gritos tan sensuales al acariciarla. Definitivamente, Eli era una caja de sorpresas. Por fuera parecía pura inocencia pero, en cuanto el deseo la abrumaba, explotaba como un volcán en plena erupción.
Una pareja de guardias de seguridad impecablemente vestidos de negro, casi invisibles en la penumbra del atardecer, se acercó hasta el coche y Phill bajó la ventanilla de su puerta.
—Phill Crawford y su pareja Elisabeth Reddith. Estamos invitados a la fiesta.
Uno de los guardias consultó la lista de invitados que tenía en una carpeta y, tras tachar ambos nombres, indicó a su compañero con un gesto de la cabeza que abriese la puerta.
—Diviértanse y recuerden que luego tienen que volver en coche; sean prudentes con el alcohol.
Phill frunció el ceño ante aquel consejo que sonaba a monserga. En cuanto hubo flanqueado la entrada, soltó un bufido de indignación.
—Menudo cretino. “Sean prudentes con el alcohol” —repitió con voz de pito—. Ese idiota se acordará de nosotros. Pienso comentárselo a Josh Walsh. No me extrañaría que mañana estuviese en la cola del paro.
Elisabeth miró a Phill de reojo y luego encendió la luz del salpicadero y bajó el espejito superior para mirarse el maquillaje.
Phill la miró esbozando una sonrisa mientras recorría la avenida interior de la parcela en dirección a la mansión. Lo que menos necesitaba Elisabeth era retocarse el maquillaje, pensó Phill. Incluso dudaba que pudiese realzar más su belleza si cabe. Su largo cabello castaño y ondulado estaba recogido en un complicado peinado que dirigía toda la atención hacia su cara y su cuello. Unos luminosos y grandes ojos verdes captaban la primera atención e, invariablemente, luego se dirigían hacia el cutis fino de sus pómulos y, por último, desembocaban en unos labios anchos y grandes pintados de carmín. Un cuello largo y sensual era la antesala de un cuerpo largo y estilizado que aquel vestido ceñido realzaba a la perfección. Y cuyas reacciones ante la excitación no dejaban de sorprenderle.
Elisabeth pareció darse cuenta que Phill no dejaba de mirarla con una atención carente de ternura sino, más bien, recreándose en las sugerentes curvas de su cuerpo bajo la tela del escueto vestido. Sus mejillas se tiñeron de un rubor intenso y bajó la mirada avergonzada. Todavía se sentía molesta consigo misma por su reacción exagerada ante la masturbación proporcionada por los dedos de Phill. No entendía por qué había sido tan espontánea. Quizás Phill sabía qué teclas tocar para que su sensualidad se desbordase.
De todas formas, intentando olvidar la sesión de sexo anterior, no estaba acostumbrada a que su cuerpo fuese expuesto con tanta generosidad de escotes y, si por ella fuera, habría acudido con un vestido largo y suelto en el que la comodidad no compitiese con la sensualidad. Pero el vestido verde que llevaba era el último regalo de Phill, específico para esta fiesta, y no podía negarse a llevarlo.
En cierto sentido, se sentía obligada a llevarlo aunque no le gustase. Las curvas de sus pechos se apretaban sobre el escote y provocarían que las miradas masculinas convergiesen allí donde ella no deseaba que se dirigiesen. Era un vestido abierto y que obligaba a no llevar sujetador, lo cual no beneficiaba en absoluto a la carne vibrante de sus senos compactados. No era una mojigata pero tampoco quería parecer algo que, en el fondo, no era. Sin embargo, desde que salía con Phill, su imagen pública estaba cambiando de una forma tan drástica que la asustaba.
—No somos los primeros, parece —comentó Eli para desviar la atención de su novio sobre sus globos cuando se acercaron a la explanada principal. Multitud de invitados aguardaban en la puerta principal aunque algunos ya iban entrando al interior.
El comentario fue acompañado de un rápido movimiento de manos por parte de ella para apartar los dedos de Phill que iban subiendo por entre sus muslos. Aunque no llevase sujetador, sí iba provista de un tanga minúsculo, lo suficientemente discreto para que las costuras no se adivinasen bajo la falda. Sin embargo, se notaba tan húmeda que notaba el triángulo de tela bien aprisionado entre sus pliegues.
Phill chasqueó la lengua al verse rechazado y dirigió el deportivo hacia una plaza vacía entre una furgoneta y un descapotable con abolladuras en la carrocería y la pintura del maletero desconchada.
—Ese tiene que ser el coche de aquel cretino de último curso. No sé qué espera demostrar con ese trasto que parece caerse a pedazos. Si no tiene dinero para comprarse un descapotable en condiciones, que no nos amargue la vista con este trasto, ¿no te parece?
—No todo el mundo tiene unos padres ricos —comentó Eli en voz baja. Sabía que Phill se enfadaba cuando no le daba la razón. Y, aunque no debía encolerizar a su novio, el libertino gesto de aquella mano internándose entre sus piernas la había puesto a la ofensiva.
Phill apretó los labios sin contestar. Bajaron del coche y caminaron por entre el camino de grava fina que llevaba a la gran escalinata de mármol que conducía a la entrada de la mansión. Los largos y finos tacones de las sandalias de Eli provocaron que, al hundirse en la grava, las piernas de la muchacha trastabillaran peligrosamente. No estaba acostumbrada a llevar unos tacones de semejante altura. La hacían el cuerpo aún más esbelto y alto de la que ya de por sí era pero aumentaban las posibilidades de tropezar y caerse. Phill la sujetó por los hombros y deslizó una mano por la espalda desnuda en dirección al trasero de Eli.
—Gracias, querido —masculló Elisabeth subiendo con firmeza la mano de su novio hacia la cintura.
Phill la miró frunciendo el ceño y apretó los dientes. Elisabeth no entendía aún que aquel vestido espectacular, aquellas preciosas sandalias, aquel bolso de diseño y aquellas joyas que adornaban su cuello y sus muñecas requerían una compensación que aún no se le había dado. Tras conseguir que Eli consiguiese un orgasmo más que decente, esperaba que la chica aliviase la hinchazón que bullía entre sus piernas. Sin embargo, y para su decepción, Eli parecía tan abochornada por sus gritos que se olvidó de que él también necesitaba consuelo.
Llevaban saliendo tres meses y, por más que lo había intentado, agasajándola con innumerables regalos y muestras de atención, su hendidura aún era inaccesible para su pene. Se preguntaba por cuánto tiempo más podría resistirse a tomar algo que, por derecho, ya era suficientemente suyo. Aún no se habían acostado y, aunque conocía de sobra todos los recovecos del cuerpo de Eli aún no la había hecho suya. Sin embargo, se dijo, Eli estaba tan sensual y la había agasajado de tal forma aquella noche que era imposible no culminar con algo que no fuese una velada explosiva.
—¿Podrás subir bien las escaleras, Eli? —sonrió Phill tendiéndole el brazo para que se apoyase en él.
Elisabeth le miró molesta por el comentario que consideró despectivo y rechazó el brazo. Sin embargo, no bien empezó a subir los escalones de mármol, se vio asediada por las miradas de los demás invitados sobre su cuerpo. Sus piernas temblaron reflejando su nerviosismo y tomó el brazo de Phill más como asidero donde poder serenarse que como apoyo para caminar erguida.
—Estás espléndida, Eli —sonrió Doris, una amiga de la universidad, al acercarse a ellos.
—Gra… Gracias —susurró Eli. De repente, le faltaba el aire y sintió que sus mejillas se teñían de un intenso rubor. Miró a su alrededor contemplando a decenas de miradas masculinas y femeninas posadas sobre su cuerpo y deseó esconderse de todas ellas y volver a su casa, con su chándal holgado, tumbada sobre el sofá y viendo una película romántica en la televisión. Aquello era un suplicio para ella. Indeseado pero estimulante. Deseó con toda su alma que nadie advirtiese el aroma de sus jugos discurriendo por entre sus muslos.
Fue saludando a varios amigos y compañeros de la universidad mientras, con la mirada buscaba un lugar donde la oscuridad pudiese protegerla de todas aquellas miradas obsesivas. Para rematar su nerviosismo, Phill la había dejado sola nada más llegar: se había acercado a saludar a varios compañeros.
Los ojos de Eli vagaron por entre la multitud para luego desviarse por entre las formas oscuras que la noche provocaba sobre el extenso jardín que rodeaba la mansión y, más allá, sobre las sombras que la arena de la playa y el mar se intuían.
El bullicio en la entrada de la mansión sería poco comparado con el que habría dentro y, con seguridad, una minucia si lo comparaba con la explanada que se extendía por detrás, junto a la playa. La mezcla de voces hacía que las conversaciones que se mantenían a su lado fuesen casi indistinguibles. Y ocultaban el rumor de las olas. Algo que siempre la había serenado.
No entendía el porqué de su excitación, aunque adivinaba que todas aquellas miradas masculinas, recorriendo el perfil de su cuerpo, intentando atisbar por entre sus senos comprimidos, aspirando el aroma de su sexo encharcado, podían tener algo que ver.
Valor, cariño, se dijo desviando la vista hacia el aparcamiento. Estás radiante, no estás enseñando nada que no quieras y has venido acompañada de uno de los estudiantes más ricos e influyentes del Campus. Nada puede salir mal.
Pero su corazón se detuvo por un instante cuando los faros de un coche recién llegado iluminaron fugazmente un Camaro del 78 oculto entre las sombras. Se le cayó el bolso que sostenía entre sus manos y ahogó un gemido.
Conocía perfectamente aquel Camaro del 78. Y aún más a su propietario. Se agachó con lentitud para recoger el bolso del suelo, notó su tanga arrugarse y escurrir sus humedades y luego, tras alzarse, conteniendo la respiración, fijó la mirada hacia la multitud en busca de Rodderick Holmes.
Rodderick Holmes. Maldito bastardo.
Su mirada se encontró con la de Phill a lo lejos, el cual la miró con una sonrisa, intercambió unas palabras con sus compañeros, todos se giraron hacia ella y la miraron con ojos libidinosos. No la importó que sus miradas embelesadas la desnudasen, otra preocupación más urgente la turbaba.
Al cabo de unos segundos Phill se dio cuenta de la palidez acusada del rostro de Eli. Se acercó a ella.
—¿Te ocurre algo, cariño? —dijo tomándola de la cintura—. Parece que hayas visto un fantasma.
Elisabeth se volvió hacia él y permitió que la mano de Phill se deslizase más hacia abajo. Los dedos se internaron entre sus piernas y se detuvieron al encontrarse con los regueros de su excitación. No la importó. Todo por sentir la calidez de una mano sobre su cuerpo tembloroso.
Aunque esa calidez no fuese, ni de lejos, la que le había proporcionado las manos de Rodderick Holmes hacía tiempo.
Eli miró a Phill y negó con la cabeza.
—Estoy bien. Vamos adentro, por favor; de repente, he sentido un escalofrío.
Phill se llevó los dedos a los labios y saboreó la dulzura intensa de Eli.
“Bienvenidos sean los escalofríos”, pensó alborozado.
CAPÍTULO 2
—¿No es sencillamente espectacular?
Elisabeth se giró hacia Doris y, por un instante, la miró con extrañeza. Su mente vagaba entre los recuerdos pasados. Recuperó, sin embargo, una sonrisa a tiempo y afirmó con la cabeza.
—Es cierto —confirmó—. Esta mansión es inmensa. El lujo y la sofisticación que emanan de cada rincón confirman el poder de los Walsh.
Y en verdad lo era. El grueso de los invitados había entrado ya en el interior de la enorme sala y, aun así, no se encontraban en absoluto apretados sino que las paredes parecían alejarse entre sí para dar una sensación de inmensidad. Multitud de lámparas de cristal de Bohemia colgadas de un alto techo bañaban a todos los invitados con una luz teñida de matices brillantes y multicolores. Colgados de las paredes, una profusión de largos cuadros y enormes tapices vestían los largos muros. Decenas de estatuas de escenas antiguas adornaban los rincones. El propio suelo estaba revestido de mármol rosáceo alternando ribetes de mármol negro. El lujo y la grandiosidad de aquel lugar eran imponentes. No en vano los Walsh era la familia más adinerada, influyente y poderosa del valle y el hecho de que su hijo universitario, Josh Walsh, hubiese decidido dar un fiesta de gala para festejar el comienzo del curso académico no hacía sino incrementar la magnificencia de aquella familia. Incluso el Gobernador y su esposa habían acudido a la celebración, así como el decano y el rector de la universidad. Nadie quería faltar en aquella celebración donde se daban la mano el poder, la política y el dinero. La lista de invitados había sido, en un principio, redactada con bastante sobriedad y era muy escueta, producto de los progenitores de Josh Walsh. Sin embargo, y dado que su hijo también era una celebridad en el equipo de béisbol, la lista aumentó al añadirse a sus compañeros de deporte. Después, por cuestiones puramente políticas, se sumaron a la lista a los cargos influyentes de la ciudad y, al final, cuando el número superaba ampliamente la centena, y dado que parecía haber más gente fuera del círculo universitario que del Campus, la lista se abrió para que cualquier alumno matriculado pudiese asistir siempre y cuando se siguiesen unas estrictas normas de etiqueta y modales.
Sin embargo, si por Eli fuera, no habría acudido. Aquellas fiestas no entraban dentro de sus planes habituales de disfrutar de una noche de un sábado de finales de verano. Pero Phill era ahora su novio y había insistido tanto que no tuvo más remedio que aceptar. Cuando apareció con aquel vestido de corte insinuante y falda cortísima indicando que ese sería su atuendo, se sintió impulsada a rechazar con vehemencia el acudir. Había más porciones de su cuerpo a la vista o claramente insinuadas bajo la escueta tela del vestido que ocultas bajo él. Su peinado y los complementos parecían rematar su imagen de mujer erótica y orgullosa de mostrar su cuerpo. Y todo junto parecía proclamar que también ella misma era propiedad exclusiva de Phill Crawford.
"Eres mía y te vestirás como yo quiera", creyó oír de sus labios cuando le dijo que se sentía avergonzada y ridícula con aquel vestido. Demasiada porción de sus pechos estaba a la vista y la corta falda impedía que pudiese agacharse sin mostrar sus interioridades.
—Has cambiado mucho, Eli —dijo Doris mirándola de arriba abajo, pareciendo confirmar los pensamientos de Elisabeth.
—¿Tanto se nota? —sonrió mirando a su amiga.
—Estás más que guapa, Eli. Este vestido hace de ti una diosa. Pero yo te conozco desde hace tiempo, sé que no es tu estilo; supongo que te habrás dado cuenta de cómo te miran los hombres. ¿Tanto te ha cambiado Phill?
Elisabeth miró a su amiga y no supo qué responder.
Era cierto. Demonios, claro que era cierto. Bajó la vista y se miró el vestido verde de tela delicada sujeto a su cuello por dos finas tiras, abrazando su espalda con finos hilos entrecruzados, moldeando su cintura con ceñidas curvas y terminando en la corta falda asimétrica que dejaba su muslo derecho casi a la vista en su totalidad. Las areolas de sus pezones estaban a punto de desbordar el escote. El vestido era caro, sin duda. ¿Cuánto dinero podría haber costado? Mucho, seguro. No menos de tres o cuatro mil dólares. Si a eso sumábamos joyas, bolso y sandalias, la suma podría fácilmente duplicarse. Y, lo más gracioso de todo, es que se sentía ridícula y avergonzada. Estaba segura de que su cuerpo estaba más expuesto así que con un bikini. Jamás hubiese sido tan atrevida de vestirse con un vestido tan sugerente ni de calzarse unos sandalias de tacón tan alto, por precioso que fuese todo.
Elisabeth levantó la mirada y se dijo que, quizá, lo peor de aquel asunto no era ella sino otra persona. Para ser más concretos, alguien llamado…
De repente, le vio. Aquellos tacones, unidos a su gran altura, le permitían ver a través de las cabezas de la multitud y Rodderick Holmes apareció entre todos ellas. Estaba conversando con el grupo de jugadores del equipo e iba a acompañado de Mary Ann Parker.
Elisabeth se agachó rápidamente simulando colocarse una de las sandalias. No la importó notar la falda ceñida arremangarse, dejando a la vista sus nalgas.
—¿Qué ocurre, Eli? —preguntó Doris imitándola y agachándose junto a ella. Quizá Doris no fuese una chica guapa, pero sí era muy lista— ¿A quién has visto?
Eli la miró angustiada, notando que el aire la faltaba. Simuló colocarse las tiras de las sandalias pero era inútil intentar engañar a Doris.
—¿Rodderick, verdad? —sonrió Doris.
Elisabeth miró a Doris implorando con la mirada que no volviese a decir aquel nombre. Su amiga captó de inmediato el significado de la mirada de sus brillantes ojos verdes entornados.
—Ve a por algo de beber, cariño. Distraeré a unas cuantas personas para que no te vea pasar. Y bájate la falda, estás atrayendo más moscardones que en un festín de sobras.
Eli posó una mano sobre la rodilla de su amiga expresándola su gratitud.
Doris vio alejarse a su amiga agachada, intentando pasar desapercibida entre la gente y suspiró. Luego se incorporó y buscó con la mirada a Rodderick Holmes. Pero no era tan alta como Eli y no llevaba unos largos tacones. Solo podía ver, apoyada sobre la punta de sus zapatos, muchas cabezas y no pocas espaldas.
De todas formas, tampoco hizo falta. Cuando se volvió frustrada hacia el camino que había seguido Eli, se encontró frente a frente con Rodderick.
—¿Dónde está, Doris? —preguntó el chico.
—No sé de quién me hablas, Rod —respondió ella decidida a mantener oculta la discreción su amiga.
Rodderick suspiró y posó una mano sobre el hombro de Doris. La muchacha sintió la firmeza de aquella enorme mano y la calidez que la piel transmitía a la suya. No tuvo tiempo de sentirse insultada. La profunda mirada de Rod la traspasó entera y sus cejas espesas se juntaron para componer una expresión de honda franqueza. Sintió como su corazón se aceleraba desbocado y ardores inmensos brotaban de su vientre.
—He visto a Phill. Solo quiero hablar con ella, por favor —insistió Rodderick—. Tú sabes bien lo qué ocurrió entre ella y yo. Dame la oportunidad de aclarar una duda.
Doris sintió como cualquier sentimiento de protección hacia Eli se desvanecía entre el contacto cálido de la mano de Rod y sus palabras pronunciadas con aquel tono lastimero y ronco. Pero, por encantador que fuese aquel muchacho, no debía flaquear. Aunque le estaba costando un mundo. Sus ojos azules, su cabello rubio revuelto, su mentón cuadrado y varonil. Sintió como algo se licuaba en su interior y manchaba sus bragas. Y luego aquella esencia que perfumaba su enorme cuerpo varonil. Era más de lo que cualquier mujer podía soportar. Se dijo que si la sonreía se vería completamente a su merced. Solo una sonrisa suya y haría lo que fuese por él.
“Maldito seas, Rod”, pensó, “Si estuviésemos solos ahora estarías debajo de mí, implorando aire para respirar mientras te devorase”.
—Ella no quiere hablar contigo. Le hiciste mucho daño, ¿recuerdas?
—Ella también a mí. Y creo que me merezco una explicación, por pequeña que sea, ¿no crees?
—¿Acaso se te ha ocurrido pensar que si ella no quiere darte ninguna explicación será por algo?
Rodderick parpadeó unos instantes, confundido. El hechizo de su mirada hipnótica se rompió y Doris dio un paso hacia él, triunfal.
—Déjala en paz. Ella está saliendo ahora con Phill Crawford y tú con Mary Ann Parker.
Y yo con nadie, pensó Doris. La vida no era justa. Evitó desviar la mirada por el fornido cuerpo del hombre.
—Solo quiero hablar, de verdad —insistió Rod.
Tenía que ganarse a Doris, pensó Rod. Solo así podría disponer del tiempo suficiente para mantener aquella charla tanto tiempo postergada con Eli.
—Por favor… — suplicó Rod arrodillándose y entrecruzando los dedos a modo de oración. Ladeó la cabeza y sus labios compusieron una sonrisa que dejaba entrever unos dientes blancos y brillantes.
Doris no tardó ni un segundo en claudicar. El bochorno que estaba sintiendo al ver a los demás girarse hacia ellos, atraídos por la pose extravagante de Rod, hizo que un profundo rubor aflorase a su cara. Por no hablar de la incómoda sensación de sentir su ropa interior empapada.
—Asqueroso manipulador —masculló entre dientes mientras obligaba a Rod a levantarse de un tirón.