Entre ovejas

Triste, frío, misterioso... ¿Quién eres, Curro?

Entre ovejas

1 – La decisión

Aquella tarde me encontraba en casa intentando leer, pero mi mente parecía estar en otros lugares y, cuando había leído diez páginas, me daba cuenta de que no me había enterado de nada. Intenté ver la tele un rato y me encontré con los clásicos programas de cotilleos interrumpidos por largas secuencias de anuncios. Pensé que podría abrigarme e irme a mi taller de belenes o dar una vuelta para ver escaparates y comprar cualquier cosa que se me antojara, pero mi desidia llegaba hasta tal extremo que no me apetecía tampoco ponerme a vestirme para salir solo y gastar un dinero inútil que acabaría en cualquier rincón de adorno o en el cubo de la basura.

No pensaba pasar así todo el fin de semana, así que me senté en el escritorio con un papel en blanco y un bolígrafo. Me puse a hacer dibujos al azar; lo que se me ocurriese. Y salió algo parecido a una cámara de fotos. Me gustó que aquel sistema hubiera tenido sus frutos, aunque no imaginaba qué podría hacer con una cámara. De pronto, recordé un pueblecito no muy retirado y un tanto aislado con paisajes bellísimos y solitarios. Imaginé los árboles cubiertos de nieve con sus copas blancas y vencidas por el peso; un aire helado que se movía entre ellos; alguna cabaña lejana con la chimenea humeante y un silencio que podía oírse… ¡Sí, eso era!

Tomé mi cámara de fotos y comprobé que tenía varias tarjetas libres para disparar; preparé algo de ropa de abrigo y poco más. Me vestí y me colgué la bolsa al hombro con un destino incierto. Lo peor que podía pasarme era que en el hostal del pueblo no hubiese habitación libre y me viese obligado a volver al anochecer. Bajé al garaje un tanto ilusionado, pero cuanto más lo pensaba, más ganas tenía de estar ya allí subiendo a los picachos más altos y disparando. Aquella neblina pegada al suelo que ocultaba las laderas, los colores brillantes convertidos en tonos grisáceos; el viento que se colaba por el pequeño hueco que dejaba la bufanda

Tuve que hacer un alto en el camino. Comenzó a nevar de tal forma que no me atreví a seguir conduciendo.

  • ¿No trae usted cadenas? – preguntó el ventero -. De aquí a ese pueblo queda un buen tramo y casi todo es subida. De todas formas, le advierto que aquí suele nevar más que pasando unos diez kilómetros.

  • ¿No estará la carretera cortada, verdad? – pregunté -; en realidad, de lo que me da miedo es de quedarme encerrado en el coche.

  • Voy a proponerle algo – dijo aquel fuerte hombre -; le daré mi número de teléfono. Siempre lo tengo encendido, pero procure no viajar de noche. Si se ve en apuros, llámeme. Tengo una buena máquina ahí atrás para ir a recogerle.

  • ¿Me saldría eso muy caro, señor? – pensé en mi tarjeta de crédito -; casi estoy pensando en volverme.

  • No cobro por esos servicios – me dijo riendo -; en realidad en un favor que se me ha ocurrido hacerle. No me importa. Además, le prepararé un termo de café con leche. La calefacción de estos coches modernos es buena, pero un buen trago de café le calienta por dentro. Cuando pase de vuelta, sí le pido que sea tan amable de dejarme el termo.

  • No quiero molestarle tanto – le dije -, sólo quería saber si podré llegar al pueblo.

  • Llegará, amigo – contestó seguro -, llegará.

2 – La subida

Ni se me hubiese ocurrido que me iban a pasar aquellas cosas. Aquel hombre se ofreció sin condiciones y, además, acertó en aquello de que unos diez kilómetros más adelante no nevaría tanto. Me sentí muy bien sólo de pensar que no estaba encerrado en casa y, subiendo con cuidado, a unos quince kilómetros más, llegué al pueblo. Me pareció desierto, pero vi enseguida el hostal, que estaba casi a la entrada. Dejé el coche muy pegado a la pared y bajé corriendo con el equipaje. Al entrar allí, salió un denso aroma a chimenea y cambió la temperatura. Sobre las puertas había unas campanitas y sonaron al abrir y cerrar las gruesas puertas de madera con cristales. Se acercó una señora bajita, más bien gordita y de mofletes colorados.

  • ¿Busca hospedaje, señor? – me dijo sonriente -; traiga su bolsa; yo la llevaré. Le daré una habitación que va a gustarle. Da a la parte trasera y se ve todo el valle nevado. Está casi encima de la chimenea y se mantiene muy calentita. Si necesita alguna cosa pregunte por Jacinta. Soy yo.

  • ¿Es que no tienen ustedes ahora negocio? – me extrañó su reacción -; me da usted lo mejor del hostal.

  • Sí hay negocio, señor – se volvió a mirarme -; estamos llenos, pero sólo esa habitación es individual y, sinceramente – bajó la voz -, es la mejor. Sólo tendrá que darme sus datos cuando baje.

  • Es usted muy amable – le dije -; pensaba que iba a tener que volverme a casa.

  • Puede hacer la reserva por Internet – contestó -; somos rústicos, pero no nos hemos quedado atrasados en el tiempo. Recuérdeme que le dé luego una tarjeta por si quiere volver.

La habitación era grande para ser individual, pero muy acogedora. Puse allí mis cosas, me abrigué un poco más y bajé para salir hasta la hora del almuerzo. Rellené los papeles con mis datos en una mesa y me trajo entretanto la señora una rebanadita de pan caliente con un trozo de lomo en manteca.

  • ¡Vamos, tome algo! – me dijo como lo dice una madre -, que cuando se sale de aquí se necesita.

3 – Primera exploración

No quería mover el coche, así que anduve calle arriba hasta una iglesia abandonada. Aún había restos de la triste guerra que pasó por sitios tan aislados. Comencé a sacar fotos, pero seguí un camino que subía aún más. Me vi rodeado de frialdad, de soledad, de tristeza que no podía fotografiarse, pero disparé a un lado y a otro.

Al doblar una parte muy alta del camino, me vi sorprendido por un rebaño de ovejas que cruzaba hacia la derecha, la parte más baja. Tras de ellas, venía un pastor como los que vemos en los belenes. Su chaqueta era de piel, sus pantalones, vaqueros y ajustados y su cuello iba encogido dentro de una bufanda muy rústica. No le faltaba el zurrón.

  • ¡Vaya con Dios! – me dijo -.

  • ¡Vaya con Dios! – le contesté - ¿Sabe a dónde lleva este camino que sube?

  • Si no lo supiese, amigo – dijo -, a otros menesteres debería dedicarme. Si sube aún una pieza larga, llegará a la antigua ermita de Santa María de las Nieves. Para mí no hay mucho que ver allí, pero si quiere fotografías, no pase de largo.

Me acerqué a él un poco hasta que olí el vaho que expelía con olor a aguardiente para entrar en calor y me sorprendió su belleza. Lo poco que veía de aquel joven era su rostro moreno, su nariz afilada, sus ojos oscuros rodeados de bellísimas pestañas y unas cejas, casi tapadas pos su tocado, que eran poco pobladas y oscuras.

  • Amigo – le dije - ¿Lleva a las ovejas a pastar habiendo tanta nieve?

  • Ya han pastado, forastero – contestó riendo -; al redil las llevo, que a menos de cien metros está.

  • ¿Le importaría que le acompañase? – dije -. Nunca he visto cómo se encierran estos animales.

Me miró fijamente y me pareció su mirada insinuante o intuitiva.

  • Venga conmigo, forastero – dijo – y beba un trago de esto si no quiere congelarse.

Me pasó la botella de aguardiente, que era fuerte pero de sabor exquisito, y sentí que entraba en calor como si afuera no hubiese nevada.

  • No me gusta – dijo – hablar con gente sin saber su nombre. Yo soy Curro, forastero; si no te importa dime tu nombre.

Me sentí de pronto muy feliz. Me dio la sensación de que aquel licor hacía algo más que calentar el cuerpo.

  • Yo soy Adrián y no vengo de muy lejos – le dije -, pero tengo que confesarte que me asusta un poco moverme con el coche entre tanta nieve.

  • ¡No pasa nada! – dijo -. Antes, cuando no había teléfonos, esto era muy peligroso. Ahora llamas a alguien cercano y le dices «¡oyes, que estoy atascado en la cañada de los mamones!», y los tienes allí en menos que lo piensas.

  • Sí – reí -, eso es cierto, pero tú pareces joven y no habrás vivido muchos años sin móvil.

  • Soy joven, Adrián – me miró fijamente -, demasiado joven para andar cuidando estas ovejas sabiendo que allí, tras aquellos picachos, hay gente que tiene todas las comodidades. Cuido el ganado de mi padre porque nos hace falta, pero si vieras nuestra casa, no te gustaría tanto venir a vivir aquí.

  • No vengo a vivir, Curro – me acerqué a él -, vengo a ver cosas.

  • Te enseñaré ahora cómo recojo a estas preciosas criaturas.

4 – Segunda exploración

Cuando entró la última oveja, cerró aquello con unos palos y unos alambres y se volvió hacia mí.

  • Ven a la cabaña del viejo (no era su padre y no supe quién era) – gritó -, antes de que se nos hielen los pies. El aguardiente no hace milagros.

Subimos una vereda nevada y muy empinada hasta una cabaña. Abrió empujando la puerta; sin nada más. Lo que había allí adentro no era otra cosa que unas pieles por los suelos y un buen fuego.

  • Caliéntate, Adrián – me dijo -, pero no te acerques demasiado al fuego de momento que te saldrán sabañones.

Lo miré con curiosidad. Me gustaba su forma de hablar, su forma de moverse y cómo me había acogido.

  • Curro… - pregunté algo temeroso -, ¿te importaría quitarte tantas cosas como llevas en la cabeza para ver tu cara? Además, me gustaría hacerte una foto de recuerdo.

  • ¿Foto? – preguntó extrañado -; nadie me ha hecho una foto en mi vida.

  • No quiero molestarte por eso – le dije -; quizá no quieras incluso que te vea la cara. No lo sé.

Me miró fijamente durante un rato sin decir nada. Apenas parpadeaba. Creí que se había molestado por aquello y me sentí culpable. Pensaba decirle que siguiese como estaba, que yo no quería molestarle, pero levantó su mano derecha muy despacio y tiró del gorro y del paño que lo rodeaba dejándolo a su lado. Luego, tiró de la bufanda despacio y fui viendo aparecer su rostro. Pero… ¿qué era aquello? Su belleza estaba oculta. Sus labios eran sensuales y su rostro no tenía barba. Procuré disimular un poco mi asombro y le dije que las mujeres se pelearían por él, pero me contestó removiendo el fuego que él nunca estaba con mujeres. Por fin, me dejó que le hiciese una foto de su rostro.

  • Curro – le dije -, eres joven ¿Siempre estás solo?

  • Casi siempre – contestó indiferente -; a veces con mi madre.

  • No, no, no digo eso – insistí - ¿No te relacionas con otras personas?

  • ¿Para qué?

  • No sé… - no sabía qué decirle - ¿No tienes novia?

  • No.

  • Hay algo entonces que te falta – le dije -; me parece que te falta algo.

  • Sí – contestó muy seco -, ya sé lo que dices, pero me apaño; ya sabes… (hizo un gesto con la mano)

  • ¿Pero cómo puedes vivir así?

Se movió un poco y se acercó a mí. Me sonrió y me cogió la mano. Me quedé inmóvil hasta saber lo que iba a hacer. Tiró de mi mano despacio y la llevó a su cara. Abrí los dedos y dejé caer la palma de mi mano hasta cogerle la barbilla.

  • Me siento seguro con un hombre – susurró -, pero no tengo a ninguno.

  • ¿Quieres a un hombre para ti? – pregunté extrañado -.

  • Tú eres un hombre, de ciudad – dijo -, me siento seguro contigo.

Lo miré confundido y acaricié su barbilla hasta que uno de mis dedos rozó su labio inferior y tiró de él. Se acercó a mí sin cambiar el gesto y cogió mi barbilla como yo tenía cogida la suya. Estaban las caras muy cerca y dijo:

  • No sé lo que piensas, dilo.

Respiré profundamente sin dejar de mirarlo y, antes de pensar en besarlo, mi mano se movió a su entrepierna y agarré un bulto duro. Su mirada no había cambiado.

Se levantó de pronto, me cogió la mano y tiró de mí hacia la puerta. Me asusté. Me llevó detrás de la cabaña a un pequeño llano y se echó en un árbol bajo el frío.

  • ¿Puedo pedirte algo? – me dijo nervioso -.

  • Pídeme lo que quieras, Curro. Por favor.

Se abrió el pantalón y sacó una polla preciosa y de color oscuro y, mientras yo la miraba hacia abajo, empujó con suavidad mi cabeza y me agaché ante él como un pagano se agacha ante su dios y comencé a besarle la punta del pene. No se movió nada. Tiré con mis labios de su prepucio hacia adentro y fui introduciendo su polla en mi boca. Seguía sin moverse. Comencé luego a hacerle una mamada; la mamada más salvaje que había hecho en mi vida. Fue entonces cuando comenzó a moverse un poco. El frío parecía haber desaparecido y sus manos ásperas se posaron pobre mi cabeza sin hacer movimiento ninguno.

  • ¡Sigue así por favor! – dijo casi sollozando -. Pídeme luego lo que quieras.

Seguí chupando y sintiendo un sabor intenso y delicioso en mi boca. No podía evitar que mi baba cayese por la comisura de mis labios. De pronto, comenzó a respirar cada vez más aceleradamente y a moverse torpemente empujando hacia adentro hasta que noté el calor de sus chorros de semen que llenaron mi boca. Tuve que echar algo fuera y seguir. La cantidad que salió fue tremenda. Seguí chupando y él seguía respirando agitadamente.

  • ¡Para, por favor, para! – dijo apresuradamente -; me duele.

Me levanté y lo miré sonriendo pero un poco asustado.

  • ¿Te he hecho daño? – pregunté -. Dime, Curro, ¿te he lastimado?

Y sorprendentemente contestó:

  • Me has hecho el daño más bonito de mi vida.

Volvimos a la cabaña cogidos de la mano, nos echamos en las pieles y me di cuenta al momento de que no quería que nos desnudásemos, pero yacimos junto al fuego besándonos y acariciándonos durante muchísimo tiempo.

  • Tengo que irme a comer – dijo -; creo que también es tu hora.

  • ¿No vamos a vernos más? – pregunté angustiado -. Dame algún dato tuyo ¿Dónde te busco?

  • Ven esta tarde – me dijo – sobre las cuatro. Te estaré esperando. A las seis se hace de noche. Tenemos que irnos antes. ¡No me faltes a la cita, por favor!

  • No se me ocurriría faltar – lo besé en la mejilla -, soy feliz si te hago feliz.

5 – Tercera exploración

A las cuatro en punto, oí las campanadas de la torre un poco lejana de la iglesia cuando me acercaba a la puerta de la cabaña. Empujé y se abrió sola con un poco de esfuerzo. Al mirar en el interior, comprobé que habían avivado el fuego, pero no había nadie. Me pareció incorrecto permanecer allí dentro sin estar presente su dueño y tiré de la puerta. Esperé un buen rato echado en la pared hasta que tuve que empezar a soplar dentro de mis manos y a restregarlas. Los guantes eran demasiado finos, así que puse mis manos debajo de mis brazos y comencé a notar el frío en los pies y a temblar. Pensé que tal vez no le molestase a Curro que le esperase dentro porque me pareció que si seguía allí me iba a helar. Casi no podía respirar el aire tan frío cuando decidí empujar la puerta y entrar. Me acerqué al fuego (no demasiado, como me dijo Curro) y esperé a entrar en calor. Estaba sentado de tal forma que la puerta quedase casi enfrente de mí. No sabía si el mozo iba a molestarse, pero tampoco podía aguantar afuera.

Miré el reloj cuando se abrió la puerta y entró sonriente. Eran las cuatro y media.

  • Curro, por favor – le dije aún asustado -, perdona que me haya metido aquí. Me iba a morir de frío.

  • Toma esta como si fuera tu cabaña – me dijo -; deberías haber entrado al llegar. Yo me he entretenido un poco más de la cuenta.

  • Eso no importa ahora – respondí soplando -, lo que importa es que has venido.

Se sentó a mi lado y me abrazó con sus dos brazos a mi alrededor y pegando mi cuerpo al suyo.

  • ¡Vamos, Adrián! – me susurró al oído -, ya verás como entramos en calor.

Quise besarlo, pero hizo un gesto raro y apartó su boca de la mía. Le puse mi mano en el cuello y eché su cabeza sobre mi hombro. Me fue empujando lentamente hacia atrás y nos abrazamos vestidos. Otra vez noté que no quería desnudarse, pero aquella vez me corrí encima, se lo dije y cogió mi mano llevándola a su entrepierna. Sus vaqueros estaban empapados. Abrió la portañuela y pude ver su polla aún empalmada. No llevaba calzoncillos.

Abrazados y en caricias nos quedamos dormidos un buen rato hasta que le oí decirme al oído que ya eran las seis y deberíamos volver.

  • ¿No podemos estar un poco más? – le pregunté -; volveremos juntos.

  • No, no, Adrián – volvió a apretarme contra él -; tú saldrás antes hacia el pueblo. Procura llevar un paso rápido y continuo hasta el hostal. No te pares y no mires atrás. Ve rápido o te pillará la noche antes de que llegues.

  • Lo que tú digas, Curro – abracé su cabeza pegándola a mi cuello - ¿Nos veremos mañana?

Dudó en la respuesta y me dijo que debería aprovechar un poco el tiempo por la mañana, que fuese a misa y que subiese a la ermita a hacer algunas fotos. Al bajar, sobre las doce de la mañana podría encontrarlo allí.

  • ¡Vamos, Adrián! – dijo separándose de mí -.

Desde sus ojos inexpresivos caían unas lágrimas. Pasé mi mano por la piel suave de sus mejillas y me llevé los dedos a la boca. Me levanté sin decir nada y me acerqué a la puerta. Antes de abrirla me abrigué bien, lo miré y me despedí de él. Abrí y cerré rápidamente. Tal como dijo Curro, empezaba a oscurecer y comencé a caminar cuesta abajo con paso rápido y continuo. Llegué al hostal casi de noche, entré y me senté junto a la chimenea del comedor. Apareció Jacinta y se asomó a verme:

  • ¿Le pasa algo, señor?

  • No, no, gracias – le dije -; sólo es frío. Soy muy friolero.

6 – El desconcierto

Desperté al entrar unos rayos de sol por la ventana. Parecía que el día estaba más claro, pero imaginé que haría más frío. Me preparé y bajé a desayunar. Poco después volví a subir calle arriba y seguí el camino hasta la ermita, pero no vi a Curro y sus ovejas por ningún lado. Lo esperé por los alrededores un rato y me acerqué a la cabaña, pero al abrir la puerta encontré el fuego apagado. No sabía qué hacer. Corrí al hostal pensando en recoger todas mis cosas y marcharme. No estaba haciendo nada más que sufrir por algo que nunca iba a llegar a ninguna parte.

Cuando bajé con el equipaje, se extrañó doña Jacinta.

  • ¿Se va ya, señor? – exclamó - ¿Es que no le ha gustado nuestro pueblo o es algún problema de la habitación?

  • Ni una cosa ni la otra, señora – le dije sonriente -; posiblemente vuelva por aquí antes de lo que usted piensa.

  • Más tranquila me deja usted.

  • Pero me gustaría preguntarle una cosa, si es posible – le dije -. No quiero ser pesado, sólo saber si es cierto lo que le digo.

  • ¿Hay algún problema?

  • No, señora – le dije -; escúcheme con atención. Busco a un muchacho que se llama Curro

  • ¡Ay! – gritó -, ¡pues bien fácil que es eso!, en este pueblo no hay más que un Curro. Suba la calle y entre por la primera a la derecha. Verá que hay una tienda de alimentos. Ahí puede encontrarlo.

  • ¿Está segura?

  • ¿Cómo no voy a estarlo, señor, si no hay otro Curro en este pueblo?

  • Dejo la bolsa aquí – le dije tras pagarle -; ahora vendré a recogerla.

Subí la calle a paso ligero, doblé a la derecha y encontré la tienda que me dijo doña Jacinta. La puerta estaba cerrada, pero el negocio estaba abierto al público. Al entrar, apareció una señora muy agradable y le pregunté directamente por Curro.

  • ¿Curro? – dijo -. Está desayunando ahora. Pase, pase.

Me señaló el camino hacia una salita y, al llegar a la puerta, encontré que había que bajar dos escalones y, casi enfrente, sentado a una mesa, había un joven con un jersey rojo hasta el cuello.

  • ¡Mira, Curro! – dijo la señora -, este señor pregunta por ti.

Curro se levantó de la mesa. Era un chico de unos quince años, bellísimo, pero no era el Curro que yo había conocido. Era un chico muy alto, tanto, que estando dos escalones por debajo de mí, me pasaba el hombro.

  • ¿Es usted ese hombre que dijeron que vendría a buscarme?

No sabía de qué estaba hablándome. Tenía que inventar una respuesta.

  • Vamos a averiguarlo, Curro – le dije - ¿Cómo se llama ese hombre que esperas?

  • Es don Adrián Cepero – me dijo - ¿Viene a buscarme para lo del trabajo en la ciudad?

Me quedé desconcertado. Le dije a la señora que me encontraba mal y le pedí un poco de agua.

  • ¡Anda, Curro! – dijo la señora -, sírvele a don Adrián un poco de agua que no esté muy fría. Yo le prepararé un café.

  • ¡No, no, señora! – exclamé -, necesito irme lo antes posible.

  • Lo entiendo, señor – dijo aquella mujer -, mi hijo ha descansado toda la noche y ya estaba esperándolo creyendo que no venía.

  • Gracias por el agua, Curro – dije -; espérame aquí que necesito ir al hostal.

Cuando llegaba a la puerta del hostal, creí que iba a caerme redondo sobre la nieve y oí una voz detrás de mí.

  • ¡Don Adrián, don Adrián! – era Curro -; quiero decirle que si no soy el chico que venía buscando no tiene nada más que decírmelo. No me importa quedarme en el pueblo. He visto su cara. No se preocupe.

  • Yo no he dicho que no seas el chico que vengo buscando – le dije extrañado -; necesito a un aprendiz en mi taller y no voy a irme sin él.

  • ¡Oh, gracias, señor! ¡Tome! – extendió la mano -; esto es para usted. Le espero en casa.

Cuando abrí la mano, encontré una ovejita de belén y levanté la vista nublada por las lágrimas. Doña Jacinta estaba en la puerta observándome, se acercó a mí y me llevó al hostal. Me sentó delante de la chimenea y me trajo un poco de café.

  • ¡Eso es, señor! – me dijo - ¡Verá como así entra un poco en calor!

  • Doña Jacinta – la miré con timidez - ¿Le importaría decirme una cosa?

  • ¡No, señor! – me miró extrañada -, pregunte lo que le sea necesario.

Saqué la foto de Curro en la cabaña y la miré a la luz del fuego. Luego, le di la foto a la señora y se quedó mirándola en silencio.

  • ¿Puede decirme – dije asustado – quién es la persona de esa foto?

  • Pues… ¡Curro! – exclamó con naturalidad -; estaba usted hablando con él hace un momento ahí en la puerta.

Miré al suelo y afloró una sonrisa desde mi interior.

  • Bueno, señora – le dije a Jacinta -, pronto vendré a verla. Gracias por todo.

Subí con el coche hasta la tienda y allí me esperaba ese muchacho. Sacaron dos maletas y las pusimos atrás. Luego, nos despedimos todos y le prometí a la señora que iríamos al pueblo a menudo. Nos subimos al coche y di la vuelta en una parte más ancha de la calle. El chico me miraba sonriente. Cuando salimos del pueblo, me miró riéndose.

  • ¿Qué pasa? – le dije -.

  • Que ahora sí que estaremos juntos durante mucho tiempo.