Entre los fogones
En aquel restaurante sólo se escuchaban sus testículos chocar empapados contra mi clítoris, las patas de la mesa deslizarse de lado a lado contra el suelo, mis gemidos y su respiración fuerte y profunda retumbando por cada rincón del local.
Tras una larga jornada de trabajo del viernes, mi compañera Ruth y yo, aprovechamos para mirar alguna que otra tienda, tomar algo y salir a cenar juntas.
Por cierto, me presentaré. Mi nombre es Patricia, tengo veintitrés años, y trabajo desde hace dos años en una boutique de novias con Ruth, en pleno centro de la ciudad. Ruth y yo somos muy amigas desde que empezamos a trabajar en el mismo sitio, conectamos enseguida, y esta noche teníamos ganas de disfrutar y desconectar un poco de todo y pasar la una con la otra una noche para nosotras solas.
El caso es, que tras repasar todas las tiendas de la avenida y tomarnos un mojito en un pub, no sabíamos muy bien dónde íbamos a ir a cenar.
He oído hablar de un restaurante italiano buenísimo no muy lejos de aquí.- Comentó Ruth.
Mmmm… Pasta, me parece genial. No sabes cuánto me apetece. – Respondí.
Y así lo hicimos, sin pensarlo dos veces nos dirigimos hacia el restaurante. En un cuarto de hora caminando llegamos. Estaba todo muy limpio, la decoración muy bien ambientada, el olor que desprendía la cocina era exquisito, las mesas y sillas eran todo de madera, la recepción a mano derecha estaba bañada en bronce, con su respectivo metre tras ella, y a la derecha se podía ver la cocina y sus dos respectivos cocineros en forma de escaparate. Detalle el cual me gustó y me atrajo mucho, me gustaba poder ver cómo cocinaban para sus clientes.
En apenas dos minutos nos colocaron en una mesa. Ruth se decantó por unos ravioli carbonara y yo me pedí unos spaguetti con pesto rojo. Nunca lo había probado, y sentí curiosidad.
Cuando vino el camarero a servir los platos, observé que mi plato de pesto rojo tenía un color rojizo y una textura similar a la del tomate natural, al cual yo era alérgica, así que me dirigí al camarero:
-Perdone, ¿esto lleva tomate natural?
-Lleva tomate, lo que no sé si es natural o no.
-Es que soy alérgica al tomate natural…
-No se preocupe señorita, se lo retiro y lo consulto con el chef.
-De acuerdo muchas gracias.
Se retiró y fue con mi plato hasta la cocina a dirigirse a uno de los cocineros, el cual estaba de espaldas a mí. Observé cómo le hablaba señalando hacia la mesa donde estábamos sentadas, y en ese momento se giró hacia nosotras dirigiendo la mirada en mis ojos. Dios… Sentí en ese momento un gran apetito, y no hablo del apetito por mi plato que había sido retirado. Hablo del apetito sexual por aquel cocinero. Era castaño, de ojos oscuros, barba de tres días, labios carnosos, muy alto y de un increíble atractivo físico. Me encantó a simple vista.
Se acercó hacia mi serio y decidido, y cuando llegó a la mesa me saludó y se disculpó por no haber incluido la carta que el pesto rojo contenía tomate natural.
-No se preocupe, desconocía la salsa y quería probarla, pero en ese caso mejor que no. –Reí.
-Tranquila, si quiere puedo hacerle el mismo plato con tomate frito o cualquier otro tipo de tomate que no le haga reacción.
-No, no. Prefiero no arriesgar.
-Está bien. Sí, será lo mejor. ¿Le gustan las setas?
-¡Me encantan las setas!
-Genial, ¿quiere que le sirva el mismo plato pero con salsa de setas?
-Oh, sí muchas gracias. Eso sería perfecto.
- Ahora mismo se lo preparo. – Y se retiró para los fogones a volver a hacer otro plato para mí.
Mientras caminaba hacia la cocina, observé que llevaba tatuajes en los brazos. Eso me excitaba todavía más. Siempre me han vuelto loca los chicos con tatuajes. Aquel hombre lo tenía todo.
Ruth y yo estuvimos cenando de maravilla, riendo como nunca, cotilleando y todas esas cosas que solemos hacer las mujeres cuando nos juntamos. Eso sí, sin despegar ojo al cocinero, el cual de vez en cuando se giraba para mirarme y sonreírme.
Cuando terminamos, en lugar de acercarse el camarero a retirar los platos, vino él. Para preguntarnos si la comida había sido de nuestro agrado. Era un encanto… Podía entender que debía de hacerlo, era su trabajo y debía de dar una buena imagen y de preocuparse por el cliente. Pero algo me decía que no era precisamente una “fidelización del cliente” de lo que se trataba el asunto.
Ruth le pidió la cuenta seguidamente, y como era de esperar, nos la trajo él en una bandeja de plata con su respectivo ticket.
-¿Cuánto hay que poner? – pregunté.
-Patricia…
-¿Qué pasa? ¿Tan caro es?
-¿Que si es caro? Demasiados números veo aquí para tratarse del precio de la cena…
Cogí el ticket asustada rápidamente, y los números a los que se refería Ruth no eran a los del precio. Era un número de teléfono apuntado en la parte inferior del recibo. Increíble…
Levanté la mirada y él me estaba mirando fijamente sonriendo. Sonreí asombrada y negué con la cabeza. Él me respondió con un guiño.
Sin duda me guardé el número y dejé una buena propina; por guapo. Cuando se acercó a recogerlo mientras Ruth y yo cogíamos nuestros bolsos se acercó a mi oído y me susurró: “Por cierto me llamo Óscar”. Me derretí al escuchar su voz en el oído… Pero no le llamé.
Dejé que pasaran los días pasaran los días para pensar bien sobre la situación. Era una locura. Parecía sacado de una serie de televisión o de una película. No sabía qué hacer, si llamarle o pasar de él por atrevido y poco profesional. Pero como era obvio, yo seguía pensando en él.
Busqué el restaurante por Internet, estuve observando fotos de los platos, lista de precios, dirección, horario… ¡HORARIO! Maldita sea, se me ocurrió una idea, una estúpida y alocada idea.
Una semana después de cenar allí, al viernes siguiente, me presenté en el restaurante. Sola. Completamente sola. No se lo comenté a nadie. Ya fui cenada de casa; simplemente quería esperar a que fuera un poco antes de la hora de cierre para poder toparme con él. Pero lo cierto era, que no sabía muy bien cómo iba a ir la cosa, qué le iba a decir, o cuáles eran mis intenciones concretamente. No tenía nada claro, simplemente que tenía ganas de él.
Eran las doce y media de la noche, y el restaurante cerraba a la una. Yo me encontraba fuera, fumando, nerviosa, sin saber qué hacer. Pero pensé que ya que me había molestado en ir hasta allí, sería porque yo en realidad si sabía lo que hacer, aunque no supiera cómo.
Por lo tanto entré. El metre me saludó educadamente y me dijo que en diez minutos la cocina cerraba. Yo le respondí amablemente que venía a ver a un amigo. Me acerqué a la cocina, y a través de la ventana que la dejaba al descubierto me incliné y le dije a Óscar:
-Disculpe, ¿el lavabo por favor?- Levantó la mirada, sonrió sorprendido y añadió.
-¡Vaya! Creía que no iba a saber de ti, no he recibido ninguna llamada tuya.
-No sabía qué decir…
-Ya veo. ¿Quieres esperarme en el banco del recibidor? Cerraré el restaurante enseguida.
-No te preocupes, te esperaré fuera fumando un cigarro.
-Como quieras. ¡Por cierto! No sé todavía tu nombre.
-Patricia.- Sonreí coqueta. Me di media vuelta y salí del restaurante.
La gente iba saliendo, el local iba quedando cada vez más vacío. El personal del restaurante también se marchaba. Sólo podía quedar él ahí dentro.
Al cabo de diez minutos escuché a mi espalda el sonido de una verja. Estaba cerrando. Óscar me invito a pasar al restaurante dos minutos (según él), y bajó la verja hasta abajo quedando nosotros dos dentro completamente solos.
Mientras me comentaba que estos días estaba esperando mi llamada con ilusión se dirigía a la cocina para terminar de limpiar todo. Yo le seguía, le escuchaba, intervenía en la conversación. Parecía agradable. Y de repente… Silencio. Mucho silencio. Un silencio que cortó por completo la conversación.
Óscar se lanzó a mis labios. No reaccioné. La verdad es que lo deseaba, lo deseaba más que nada en aquel momento, y estaba sucediendo. Me besó con efusividad, intenso, pero lento a la vez. Mientras me besaba cogía mi cara firmemente con sus grandes manos; cerré los ojos y me dejé llevar… Entreabrí un poco mis labios y dejé entrar entre los suyos mi lengua. Óscar me correspondió y acarició la mía con la suya mientras sus manos bajaban por mi cuello, acariciándome suavemente hasta llegar a mi nuca. Me atrajo hacia él, y sentí su erección bajo aquel uniforme suyo blanco contra mi vientre.
Sus manos bajaron por mi espalda mientras no despegaba sus labios de los míos. Una de sus manos la separó de mí y la estiró para apagar todas las luces del restaurante. Nos quedamos prácticamente a oscuras, sólo nos iluminaba un pequeño foco sobre los fogones.
Sus besos comenzaron a ser más intensos, al igual que nuestra respiración. Podía escuchar y sentir contra mi cómo de fuerte era la suya, y yo sentía la mía que comenzaba a convertirse en jadeo.
Ni siquiera había tocado ninguna zona íntima de mi cuerpo y yo estaba más excitada que nunca, aquella situación me resultaba muy erótica.
Desabroché poco a poco, sin parar de besarle, los botones de su bata, con mucha delicadeza, hasta dejarle en camiseta de tirantes.
Tenía unos brazos espectaculares, los tatuajes que los rodeaban todavía destacaban más sus músculos, que no muy exagerados, a mi me parecían perfectos y muy sensuales.
Óscar se apartó de mí para quitarse la camiseta, la tiró al suelo sin importarle nada y me miró fijamente. Sin apartar la mirada puso sus manos en mis pechos. No apretaba, no los movía hacía ninguna dirección, no jugueteaba, simplemente dejó sus manos ahí y siguió besándome. Las mías, se dirigieron a su espalda, la cual fui recorriendo en dirección descendente hasta llegar a su trasero. Dios, era perfecto. Jamás había tocado un trasero tan perfecto y tonificado como el suyo. Lo agarré con fuerza; mi dulzura en aquel momento desapareció.
Sentí como desde aquel momento él se aceleró más, y clavó más en mi vientre su gran erección. Me aparté y me quité la camiseta para él, agarré su cabeza y la puse entre mis pechos, en el canalillo. Óscar me los besaba con frenesí mientras que, ahora sí, jugaba con ellos. Sin quitarme el sujetador, introducía su lengua en él para probar uno de mis pezones.
En el instante en el que sentí su lengua contra mi pezón no pude evitar gemir de lo excitante que me resultaba. La presión que ejercía su lengua contra él era magnífica. Sentía cómo me iba humedeciendo, y sentía que a él le excitaba todo lo que sucedía.
Yo quería hacerle saber lo excitada que estaba, así que cogí su mano y la puse bajo mis leggins y mis braguitas para que sintiera lo húmeda que estaba. Óscar me correspondió y comenzó a acariciarme la zona exterior de mi sexo con mucha delicadeza. Era perfecto… Moría de placer…
Cuando no aguanté más tiempo así me desprendí del sujetador y le enseñé mis pechos, muy orgullosa y segura de ellos. Él los observó sin mediar palabra, dejando su mano fuera de mi clítoris para ponerla junto a la otra en mis pechos. Los masajeaba y los observaba, sin mediar palabra, atento y con cara de estar disfrutando.
Me retiré, me coloqué a dos metros de él frente a frente y me quité toda la ropa que todavía me quedaba. Me senté sobre los fogones y abrí mis piernas totalmente desnuda para él.
Sus ojos se abrieron como platos, y no tardó en hacer lo mismo. Se desnudó por completo y cogió un preservativo de su cartera; se lo colocó y me agarró de la cintura.
Antes de dejar que me penetrara le besé lentamente, y él siguió, puso sus manos en mi pelo perdiéndose sus dedos en él y me susurró al oído: “No te imaginas cuánto me apeteciste desde el primer momento en el que te vi”. Y acto seguido clavó su pene, su gran y enorme pene, en mi vagina.
Grité como nunca lo había hecho. Era dolorosamente placentero. Óscar tenía un miembro enorme y sentía una gran presión en cada una de sus embestidas en mis ovarios. Y he de añadir que sus embestidas iban una detrás de la otra sin apenas dejar tiempo entre ellas.
Me lo hacía de una forma brutalmente rápida. Era increíble, y mientras me penetraba mi vagina salpicaba un poco contra su abdomen.
No aguantaba tanto placer, y me dejé caer quedando completamente tumbada sobre aquella cocina. Era increíblemente cómodo, ya que Óscar era muy alto y su pene se deslizaba en mí sin problema alguno.
Puso sus manos en mis pechos, los agarró fuerte para que dejaran de botar de un lado hacia otro, y comenzó a penetrarme con más y más fuerza.
Aquello era agotador, el sudor se deslizaba por mi frente y la boca se me secaba de tanto gemir.
Me cogió en brazos y me puso a cuatro patas sobre la encimera. Dos dedos suyos comenzaron a invadir mi vagina con fuerza mientras sentía sus labios acariciar mis nalgas con dulces y húmedos besos.
Estaba muy excitada, aquello que me estaba haciendo me gustaba demasiado. Me temblaba todo el cuerpo, me mareaba. Estaba toda escocida, mojada, sudada, agotada… Pero quería más, quería que me lo hiciera por todas partes.
Me bajé de la encimera y me dirigí a la parte del comedor. Cogí una silla y le ordené que se sentara sobre ella. Óscar obedeció, y yo lo hice sobre él. Empecé a cabalgar lentamente, con movimientos sensuales de cadera. Muy despacio, dejando que de ese modo observara con detenimiento todo mi cuerpo y se excitara más.
Estuve haciéndoselo así durante varios minutos, hasta que él no pudo más y me tumbó sobre una de las mesas bocabajo con las piernas tocando el suelo. Me agarró cada una de mis nalgas con sus manos con tal firmeza como si de escurrir una toalla se tratase, y me penetró muy rápido.
En aquel restaurante sólo se escuchaban sus testículos chocar empapados contra mi clítoris, las patas de la mesa deslizarse de lado a lado contra el suelo, mis gemidos y su respiración fuerte y profunda retumbando por cada rincón del local.
Paró, me cogió en brazos y volvió a llevarme a la cocina, y me puso de nuevo sobre los fogones. Ésta vez me lo hizo lento, pero con movimientos muy amplios, sentía su pene llegar más a fondo de lo que creía. Joder, era enorme. Mis gemidos se alargaban y mi tono de voz se elevaba. Aquello era indescriptible.
Sentía que me venía el gusto, sentía que me iba a desmayar, y cuando llegué a aquel punto Óscar jadeó fuerte, dejándose caer sobre mí. Se había corrido. Me besó, se retiró, se quitó el condón y comenzó a vestirse.
Yo me dejé caer despacio hasta caer al suelo, dejando los cuatro fuegos de la cocina totalmente empapados por mis nalgas y mi empapado sexo. También me vestí.
Óscar apagó aquella luz que nos iluminaba, me agarró de la cintura y me acompañó hasta la calle. Cerró por completo, me beso en los labios con ternura y añadió: “Cada vez que me meta a la cocina para trabajar me voy a acordar de ti. De tus gemidos, de tu desnudez, de tu cuerpo… De todo este día. Entre los fogones.”