Entre libros y espadas

Precuela del relato "El caballero de mi corazón". La historia de cómo el soldado Zac y el aprendiz de bibliotecario Viktor se conocieron y llegaron a enamorarse.

-Deberás hacerle caso al maestro en todo lo que te diga, ¿de acuerdo?

-Sí, padre.

-Tendrás que aprender todo lo que te inculque. Vas a tener un puesto de gran importancia junto al rey, así que no puedes defraudarle.

-Sí, padre.

-No puedes ser negligente junto a su majestad. El bienestar de toda la nación podría depender de lo que hagas.

-Sí, padre.

Viktor respondía con respeto y seriedad a todas las cosas que le decía su padre. A pesar de sus recién cumplidos ocho años de edad, su educación había sido estricta y bien fundamentada como correspondía al hijo de un barón. Sin embargo, Viktor era el menor de cinco hermanos y, a pesar de ser un varón, tenía otro hermano varón por encima de él que había de ser el heredero de todos los bienes, propiedades y riquezas de su padre. Por eso, el joven Viktor debía desempeñar otro papel en su vida y, a falta de interés por la vida religiosa, su padre le había encontrado una ocupación más provechosa y que tendría más categoría que la de un simple monje. El maestro bibliotecario del rey, guardián del saber y de la historia de su patria, se acercaba a los setenta años de edad y, aunque todavía se conservaba bastante bien, era imprescindible que tomase a su cargo a un aprendiz para que le transmitiese su saber y que le sustituyese tan pronto como se sintiese incapaz de continuar con su labor. Por eso, el barón había respondido al llamamiento del rey entre las familias nobles que prescindiesen de un hijo varón para desempeñar esta tarea. Y el barón Vikas, padre de Viktor, había sido el más rápido en responder.

-Ten en cuenta que sólo serás un aprendiz-le aleccionaba el barón a su hijo-. Si el maestro estuviese descontento contigo, te podría echar en cualquier momento. Y entonces no tendrías ninguna oportunidad de volver bajo su tutela.

-Sí, padre.

El joven Viktor se sentaba con rectitud mientras el carruaje bamboleaba por los caminos de tierra del reino y su padre le iba dando consejos y lecciones de vida frente a él. Una vez cruzaron las murallas, el final del viaje fue más placentero gracias a las calles bien adoquinadas de la gran urbe que era la capital del reino. Los árboles y las praderas dieron paso a las casas y las gentes, cuya calidad y lujo iban mejorando mientras avanzaban hacia el gran palacio del rey, un enorme castillo que dominaba el panorama desde una posición orográfica ventajosa. Avanzaban lentamente por las calles, esquivando puestos, personas y vehículos, en una marcha lenta que, de improviso, se detuvo.

-¿Por qué nos detenemos?-inquirió el barón.

-¡Apártate, chico!-gritó una voz en el exterior.

Padre e hijo reconocieron al cochero en ese grito. Los dos se asomaron al exterior y contemplaron que, delante de los caballos andaba un chico, todavía un niño muy joven, andando lentamente. Iba renqueante, con una mano ensangrentada aferrándose el pecho.

-¡Padre, mira! ¡Está herido!-exclamó Viktor.

-Plebeyos… Siempre en disputas tontas… ¡Apártale y continuemos!-gritó al conductor.

-¡No, padre! ¡Debemos salvarlo!

-Es un plebeyo como otro cualquiera, hijo. Hay muchos más. Además, no es más que un niño. Los plebeyos tienen tantos que no echarán de menos uno solo.

-¿Cómo puedes decir eso? ¡Es cruel!

-Tal vez lo sea, hijo, pero es la pura verdad. Si él nació entre los pobres, como tal morirá. Y cuanto antes muera, más sufrimiento se ahorrará.

Viktor le dedicó una mirada furiosa a su padre. No podía creer semejante filosofía que su padre, la persona a la que más admiraba, había desplegado. De manera inesperada, el joven salió como una exhalación, sin darle tiempo a su padre para reaccionar. Llegó junto al niño herido antes de que el cochero siquiera tuviese tiempo de acercarse.

-¿Estás bien?-le preguntó.

Ese pobre desdichado debía de tener la misma edad que Viktor. Alzó una mirada vacía y casi agonizante al hijo del barón y, sin previo aviso, se desvaneció.

-¡Viktor!

-¡Padre, sálvalo!

-Está casi muerto. No hay nada que pueda hacer.

-¡En el castillo habrá alguien que lo pueda salvar!

-No merece la pena…

-¡Padre!

Vikas suspiró. No podía creerse que tuviera un hijo tan débil que no pudiese soportar la muerte de un simple plebeyo. Es lo que solían tener los benjamines, se dijo. Pero debía reconocer que su hijo tenía razón. ¿Podría soportar el peso de la culpa por dejar a ese pobre infante morir en medio de la calle? ¿Podría soportar el peso de la culpa mientras los religiosos inculcaban la ayuda al prójimo y desfavorecido?

-Está bien. Sube al carro de nuevo.

El barón se agachó junto al niño y lo recogió en brazos, como si fuese un bebé. Su camisa sucia y raída estaba manchada de sangre en todo el pecho. Aún así, se podía distinguir la herida, un corte bastante largo en el pecho que le llegaba casi al hombro. Ordenó al cochero que azuzase los caballos tanto como pudiese para llegar cuanto antes al palacio.

Mientras el carruaje pasaba bajo el gran arco que permitía la entrada al recinto amurallado del palacio, un sirviente salía por la puerta principal para recibir al tan esperado invitado al que estaba aguardando. Sin embargo, grande fue la sorpresa del empleado cuando del lujoso vehículo descendió un hombre, vestido con prendas exquisitas que lo identificaban como noble, con un niño harapiento, desmayado y ensangrentado en brazos. Otro niño les seguía con gesto preocupado.

-¡Rápido!-ordenó el barón Vikas a medida que se acercaba-. ¡Llévame a ver al médico del castillo!

El sirviente, boquiabierto, obedeció a la espontánea orden. Con un gesto de la mano les indicó que le siguiesen. Cruzaron pasillos, doblaron esquinas y subieron escaleras mientras dejaban anonadado a todo aquel que se cruzaban. Finalmente, el sirviente les condujo a una puerta, donde sólo se detuvieron para llamar. Entraron sin esperar ninguna respuesta, sorprendiendo a un hombre de mediana edad que garabateaba algo en un pergamino bajo la luz que entraba por su ventana.

-Siento molestarle, maestro Giatro-se disculpó el sirviente-, pero requerimos sus servicios.

El hombre observó a los recién llegados con una rápida pasada y enseguida comprendió. El médico era un hombre rechoncho, de poblada barba oscura y frente ancha que empezaba a ser víctima de la alopecia. Vestía una túnica de un sobrio color marrón que presentaba zonas oscuras en algunas partes, signo de que se las había tenido que ver con manchas de sangre con anterioridad y que no se habían lavado bien. Con un gesto, indicó al barón que acostase al niño encima de una mesa que despejó al instante.

-Trae un barreño de agua-ordenó al sirviente.

Este obedeció al instante y salió corriendo. Mientras Giatro se colocaba junto al pequeño para auscultarle, Viktor tomó posición en un extremo, dispuesto a no perder ni un solo detalle de lo que sucedía. El médico rasgó la camisa del pequeño, revelando su infantil torso que mostraba un largo desgarro en el pectoral derecho, probablemente causado por algún arma de filo. En algunas zonas la tela estaba pegada por la sangre seca, pero se deshizo de ella sin mucha dificultad.

-La herida no es muy profunda, pero ha perdido bastante sangre-comentó el especialista-. Puedo curarle la herida, pero ignoro si conseguirá sobrevivir.

El sirviente llegó poco después con la orden. Giatro mojó un poco de agua en un trozo de tela y empezó a lavar la herida y el exceso de sangre. El agua se tiñó enseguida de rojo.

-Por favor, marchaos-les pidió el médico-. Ya me ocupo yo de esto.

-Vámonos, Viktor-exclamó el barón Vikas al instante.

El noble cogió por una mano a su hijo y casi lo arrastró fuera de la estancia, cerrando la puerta tras de sí.

-Padre, ¿se pondrá bien?-preguntó el pequeño.

-No lo sé. Ya lo has oído. Habrá que esperar.

El barón hablaba con un tono de voz disgustado. Había hecho algo que jamás hubiera considerado hacer, pero había cedido a las presiones de su hijo y eso podía costarle caro. La sangre de ese plebeyo le había manchado a él también y no tenía otra ropa ni tiempo para cambiarse; tendría que presentarse ante el rey con ese aspecto. En el fondo deseaba volver a sus tierras y dejar a su hijo sin aquella oportunidad, pero plantar al rey sería una ofensa mucho peor que mancharía su reputación y no tenía claro qué otra cosa haría con Viktor. Por tanto, de esa guisa se presentó ante su majestad, un hombre de rostro venerable que empezaba a acusar las primeras canas y arrugas, y su esposa la reina, cuyo maquillaje sí transmitía un rostro sereno, gentil y joven.

-Bienvenido, barón Vikas-saludó el rey-. ¿Acaso viene herido? ¿Os han asaltado unos bandidos?

-Al contrario, majestad-repuso el barón con serenidad-. En la ciudad nos encontramos con un chaval gravemente herido y consideré necesario que recibiese atención médica con presteza. Por eso le trajimos hasta aquí. En estos momentos le están cuidando.

-Una actitud muy loable, barón. Me ocuparé de que os den prendas de cambio y de que tu buena acción sea conocida y admirada.

-Gracias, su majestad.

Al final le había salido todo a pedir de boca, pensó el barón.

-¿Y ese que te acompaña es tu hijo?-preguntó el monarca.

-Así es. Este es Viktor, el más benjamín de mis hijos. Os lo traigo para que pueda ser el aprendiz y sucesor del maestro bibliotecario.

-Acércate, pequeño. No tengas miedo.

Viktor se escondía detrás de las piernas de su progenitor. Era la primera vez que veía al monarca, quien, desde sus infantiles ojos, parecía un ser gigante sentado en su elevado trono, rodeado de oro brillante y gemas preciosas que resultaban soles deslumbraban para sus juveniles ojos. El barón tuvo que empujarle fuera de su tímido e improvisado escondrijo y presentarle ante el rey.

-Dime, joven. ¿Cuántos años tienes?

Viktor dudó unos instantes antes de responder.

-Ocho, señor…-balbuceó.

*   *   *

La entrevista fue todo un éxito. A pesar de la candidez del pequeño Viktor, el monarca se sintió satisfecho con el pequeño. Sabía leer, escribir y contar, entre otras cosas, y sería un reemplazo ideal para el maestro bibliotecario, quien también dio su beneplácito para acoger al pequeño bajo su protección y tutela. El niño recibiría formación como su aprendiz, además de otras disciplinas que habrían de completar sus estudios todavía sin acabar. En cuanto al barón, pernoctaría esa noche bajo el techo del rey y al día siguiente se marcharía, dejando a su hijo a cargo de su nuevo maestro. Esa noche, barón e hijo fueron los invitados especiales del rey y su esposa para cenar con ellos. Tomaron carne de jabalí, cazado durante esa misma jornada, pescados en salazón y un buen surtido de frutas y verduras, todo ello especiado y acompañado de un buen vino de las mismas bodegas del rey. Aunque mientras los mayores conversaban sobre temas políticos y de actualidad, el pequeño Viktor estaba perdido en sus pensamientos. ¿Habría sobrevivido el chico? ¿Se encontraba bien? ¿Se despertaría? ¿Le habían curado esa fea y horrible herida? Tenía ganas de volver a verle para satisfacer su curiosidad. Y, aprovechando que los adultos estaban distraídos en sus propios temas de adultos, se escabulló por debajo de la mesa y se marchó por la salida más cercana sin que nadie percibiese su falta. Marchó por los pasillos del palacio, observando cada piedra y cada detalle en busca de algo que le permitiese orientarse un poco. Aquel lugar era como un laberinto y sólo algún mueble, puerta especial o tapiz permitía cerciorarse de que no había pasado por el mismo lugar dos veces. No supo cuánto tiempo estuvo andando por esos lugares hasta que, al girar una esquina, se topó de repente con el maestro Giatro.

-¡Vaya!-exclamó el hombre-. Pero si es el joven aprendiz de bibliotecario. Las noticias vuelan y ya me he enterado, enhorabuena. ¿Pero qué haces por aquí tú solo?

-Quiero ver al niño.

-¿Qué niño? ¡Oh, claro! El niño herido. ¿Por qué quieres verle?

-Quiero saber si está bien.

-Sí, todavía sigue vivo. No tienes que preocuparte por eso, he conseguido salvar su vida. Estoy bastante seguro de que logrará salir de esta.

-Pero quiero verlo-insistió Viktor.

-Como quieras. Pero todavía no se ha despertado.

-No me importa.

-Está bien. Ven conmigo.

El hombre le tomó de la mano y le condujo hasta la misma habitación del maestro Giatro, que servía como su alcoba y su lugar de trabajo al mismo tiempo. El pequeño herido no se encontraba todavía yacía en el mismo lugar, el cual habían acomodado para que no estuviese incómodo. Todavía tenía los ojos cerrados y parecía dormir en total paz. Lo habían tapado con una manta que Viktor retiró una vez se acercó a él. Debajo, todavía estaba desnudo de cintura para arriba. Tenía la piel más limpia, sin tanta sangre ni mugre. Su pecho subía y bajaba con lentitud al ritmo de su respiración y la herida tenía alrededor restos de verdín de las hierbas que el maestro Giatro le había aplicado. Varias puntadas mantenían la piel unida.

-¿Por qué está cosido?-inquirió Viktor-. No es un trozo de tela.

-Es para que la herida se cierre. Le he administrado un pequeño narcótico para que duerma, no quiero que se despierte y pueda arruinar su recuperación. También le he aplicado un ungüento para ayudarle a la cicatrización. Toma, ¿quieres aplicarle un poco más?

El médico le acercó un bote con una extraña sustancia viscosa y verduzca. Viktor tomó un poco con la punta de los dedos; la textura era un poco inquietante y olía raro. Acercó su mano al pecho del niño y lo aplicó con suavidad, como el médico le decía. Mientras lo hacía, observaba el rostro del convaleciente. Su pelo era largo y del color del fuego y yacía desparramado junto a la cabecera de su improvisado lecho, como los rayos del sol que se pintan en los grabados. Sus labios tenía forma de arco y la nariz era fina. Casi parecía un ángel… ¿Y si realmente lo fuese?

-Ya, ya puedes para- advirtió Giatro, devolviéndolo a la realidad.

-Perdón-se excusó el pequeño Viktor.

-Ya no tienes que preocuparte por él. Estoy seguro de que sobrevivirá. Yo le cuidaré.

-¿Podré venir a verle más veces?

-¿Por qué? ¿Le conoces de algo?

-No, pero…-no sabía cómo expresarlo-. Le encontramos muy débil y casi lo atropellamos…

-Ah, ya veo. Estás preocupado por él, ¿no es así?

-Sí, eso es.

-Bueno, no pasa nada. Bajo mis cuidados, se recuperará de un momento a otro. Puedes venir a verle cuantas veces quieras, pero si me prometes no descuidar tus estudios, ¿de acuerdo? Puede que te dé algunas clases y todo.

-Está bien. Te lo prometo.

-Así me gusta. Y ahora vamos a llevarte de vuelta.

Viktor asintió. Taparon de nuevo al chico y le dejaron durmiendo, ajeno a la realidad que se desarrollaba a su alrededor.

*   *   *

Durante los próximos días, la rutina de Viktor fue completamente novedosa. Por las mañanas se despertaba temprano, se vestía con su nueva túnica verde, tomaba un ligero desayuno y su maestro bibliotecario le llevaba a la biblioteca, una enorme sala de estanterías llenas de libros y tomos por la que era fácil perderse. El bibliotecario le instruía en el orden y clasificación de los grandes tomos, así como su inventariado y los distintos tipos de libros que había: historia, leyendas, narraciones, religiosos… Al principio podía tomar notas en un resto de pergamino, pero con el tiempo, le advirtió su maestro, debería aprenderse de memoria todo ese orden. También le instruía en el cuidado de los tomos y en la creación de nuevos que luego se verían llenos de letras y grabados, bien hechos por él o por alguno de los copistas que tenían. Hacia el mediodía era la hora de comer, tras la cual Viktor tenía un breve rato de ocio que aprovechaba para leer y, sobre todo, para hacer una escapada a la alcoba del maestro Giatro y ver al niño herido, que mejoraba lentamente y todavía no se despertaba, ya que el médico todavía le mantenía en ese estado. Durante esos breves instantes, Viktor contemplaba el pecho del joven, que subía y bajaba lentamente con su respiración, y a veces hasta le daba de comer, introduciendo pequeñas cucharadas de sopa por su boca. Después, Viktor volvía con sus maestros, y su enseñanza proseguía hasta que era la hora de la cena y, después, la hora de irse a la cama.

Viktor tenía varios maestros que le entrenaban en distintas materias y disciplinas. El joven era aplicado y, aunque aprendía con cierta dificultad, al final demostraba que captaba los contenidos con bastante éxito. A veces se distraía pensando en el pequeño que había salvado y sus tutores habían de llamarle la atención, pero por lo general no había problemas. De esta índole pasaron once días hasta que al duodécimo, en su habitual visita, las buenas noticas se empezaron a suceder.

-Ayer dejé de administrarle plantas somníferas-le contó el maestro Giatro cuando llegó a su alcoba para la tradicional visita-. Quiero que se despierte para poder evaluarle mejor. Debería despertar dentro de poco.

La noticia alegró al joven Viktor, que tomó asiento junto al lecho del pequeño a la espera de que se produjese su despertar. Giatro se conformaba con ese pequeño vigilante mientras él se dedicaba a otras tareas. La herida, aunque todavía conservaba los hilos que la mantenían cerrada, aparecía casi cerrada al completo, aunque algo enrojecida y con una textura rugosa, signo de que iba a dejar una evidente cicatriz en el futuro.

Aquel rato de silencio pareció eterno. El médico se concentraba en su tarea en completo silencio mientras Viktor aguardaba a que se produjese algún cambio y lo único que se oía era la respiración de los tres. A veces por la ventana llegaba el sonido exterior de soldados o del trino de los pájaros, pero nada más. Y con ese silencio sepulcral, ambos captaron un pequeño gruñido que, de repente, salió de la garganta del yacente.

-¡Maestro Giatro, se está despertando!-gritó Viktor.

El médico también lo había oído y enseguida se puso a su lado. Ambos contemplaron al pequeño, que se removía en sueños como un bebé al que han interrumpido en medio de su siesta. Parecía que fuese a llorar de un momento a otro, pero no fue así. Poco a poco sus párpados se abrieron, revelando unos ojos vivos y del color del hielo que intentaban hacerse a la idea del lugar en que se encontraban.

-¿Dónde estoy?-preguntó con voz cansada.

-Estás en el castillo del rey-respondió Giatro-. ¿Puedes levantarte? ¿Te duele algo?

-Me duele el pecho…

El niño intentó incorporarse. Giatro le ayudó a sentarse y le detuvo cuando una mano intentó explorarse la herida.

-Tengo hambre…-gruñó el pequeño.

-Toma, aquí tienes una torta de cebada.

El médico le cedió el alimento. El pequeño la cogió con las dos manos y empezó a comerla con avidez, como si alguien se la pudiese arrebatar de un momento a otro. Viktor contemplaba todo embelesado, alegre por ver que estaba bien y orgulloso por haber sido en parte responsable de ello.

-Dinos, ¿cómo te llamas?-preguntó Giatro.

-Me llamo Zac…-dijo, entre mordiscos.

-Muy bien, Zac. ¿Recuerdas lo que te ha pasado?

-No muy bien… Recuerdo un cuchillo, pero poco más…

-Bueno, no pasa nada. Mira, tienes una herida aquí, en el pecho. ¡No te lo toques! Este pequeño y su padre te encontraron en la calle y te trajeron hasta aquí para que te curase.

El pequeño Zac miró a Viktor. Los ojos de hielo se cruzaron con los ojos de madera por un instante, pero enseguida volvieron a separarse.

-¿Sabes dónde viven tus padres?-preguntó Giatro-. Tendremos que ir a decirles que te encuentras bien.

-No tengo padres…-respondió, apesadumbrado-. Mi madre murió y mi padre… No quiero volver a ver a mi padre-añadió, con morriña.

-¿Por qué no?

No hubo respuesta. Zac se sumió en el mutismo y no volvió a hablar.

*   *   *

Giatro siguió cuidando de Zac durante los siguientes días. A pesar de que su recuperación marchaba bien, la herida de su pecho todavía tenía que cicatrizar del todo. Sin embargo, su estado físico no era lo que más les preocupaba. El pequeño se había encerrado en sí mismo, negándose a hablar con cualquiera. Daba igual que fuese Giatro para saber cómo se encontraba, Viktor para saber algo más sobre él o algún sirviente curioso. Mantenía la mirada baja o huidiza y sus labios con forma de arco se negaban a separarse para proferir cualquier palabra.

-¿Qué le pasa? ¿Por qué no habla?-le preguntó un día Viktor a Giatro.

-Lo ignoro. Tal vez esté triste por algo. No estoy seguro.

¿Por qué estaba triste?, se preguntaba Viktor. Intentaba por todos los medios que hablase, le contaba chistes y bromas para que se pusiese contento, pero no había manera. El estado del pequeño también había llegado a oídos del monarca, quien se presentó personalmente para conocer su estado, pero ni siquiera al rey ni a su gentil esposa les dedicaba palabras.

-¿Qué haremos con él una vez se recupere, majestad?-le preguntó Giatro durante esa visita.

-Dices que no tiene padres, ¿no es así?

-Así es. Al menos eso es lo que dijo.

-¡Podría quedarse aquí en el castillo!-exclamó Viktor.

Los tres adultos miraron al pequeño aprendiz de bibliotecario con sorpresa, como si hasta entonces no hubiesen reparado en su presencia.

-No, Viktor-le aleccionó el médico-. No puede quedarse aquí.

-¿Qué propones, pequeño?-inquirió el monarca.

-Podría quedarse a vivir… Yo le alojaré en mi habitación-propuso el joven aprendiz de bibliotecario.

-Me temo que no puedo consentir eso. Tienes un deber muy importante como para permitirte distracciones como esas. Eso no va a poder ser.

-¿Por qué no?

Ninguno respondió a esa pregunta. El pequeño Viktor podía tener un futuro brillante y prometedor, pero todavía era muy joven como para comprender ciertos aspectos de la vida adulta demasiado complejos para su infantil mente.

-Podría quedarse con las sirvientas, si alguna acepta acogerlo-comentó la reina-. Y, cuando esté del todo recuperado, trabajar como mozo en las cocinas.

-Eso me parece más razonable-comentó el monarca-. Sea.

Todo salió a pedir de boca para Viktor, quien quería que ese chico se quedase. Estaba intrigado por su historia y, además, le daba pena que le hubiesen dejado a su suerte para morir, cosa que habría sucedido con toda probabilidad si él no hubiese intercedido para que su padre le rescatase. Además, no había nadie de su edad en todo el castillo, tan sólo algún hijo de sirviente que recelaba de los de alta estirpe y no se relacionaban con ellos, mientras que los hijos del rey estaban todos en edades casaderas.

La suerte sonrió a Zac. Una sirvienta accedió a criar al pequeño como su propio hijo, y el niño no mostró signos de disgusto, aunque, como era de esperar, tampoco lo expresó verbalmente. Zac por fin pudo dejar atrás sus harapientas y sucias ropas y vestir con otras nuevas más aseadas. Se trasladó a su nueva vivienda de inmediato, con su nueva madre adoptiva cuidando de la evolución de su herida con algo de supervisión de Giatro. Sin embargo, el cambio no fue tan ventajoso para Viktor, ya que las dependencias destinadas al servicio eran un mundo bien distinto al suyo. Desde pequeño ya le inculcaron que no se mezclase con ellos, a pesar de que él no entendía muy bien las razones detrás de ello, y los sirvientes tenían unas enseñanzas bastante parecidas. Por tanto, apenas podía ver al que, confiaba, podía ser su nuevo amigo.

Sin embargo, no todo estuvo perdido. Tres días después de que Zac abandonase la alcoba del maestro Giatro, Viktor se encontraba en el patio del palacio, leyendo a la sombra de un árbol durante su tiempo libre de ocio. La tarde era apacible, tranquila y soleada y Viktor no llegó a oír a Zac acercarse desde un lado, vigilándole con sus ojos de color de hielo como si fuese un animal extraño y bizarro.

-¡Hola!-exclamó Viktor sobresaltado cuando se percató de su presencia-. ¿Cómo estás?

Zac dijo algo en voz tan baja que Viktor no llegó a entenderle.

-Perdona, ¿has dicho algo?

De nuevo no podía oírle.

-Habla más alto, por favor.

-Gracias…-musitó.

-De nada. ¿Por qué me has dado las gracias?

-No lo sé…

-Bueno, no importa. ¿Cuántos años tienes?

-No lo sé. No sé contar…

-¿Y con los dedos? ¿Cuántas veces has visto el invierno, por ejemplo? Un dedo, un invierno…

Zac lo intentó, pero se perdía con las cuentas.

-Mira, yo tengo ocho años, porque he visto el invierno ocho veces-y lo ejemplificó con los dedos.

No llegó a comprender.

-Bueno, no pasa nada. ¿Y leer? ¿Sabes leer?

-Tampoco… ¿Qué es eso?

-Es cuando sabes descifrar las letras escritas y transformarlas en palabras. Mira-le enseñó el libro que estaba leyendo-, aquí pone: “princesa”. ¿Lo ves?

Zac se fijó poco en la palabra. Su atención se dirigió a los grabados, donde una princesa desde lo alto de una torre era cortejada por un caballero envuelto en una armadura, ambos contemplados por un dragón muy pequeño que pretendía estar muy lejos.

-Es un soldado…-exclamó Zac.

-Bueno, más bien es un caballero. Pero se le parece mucho.

-Yo siempre quise ser un soldado… Llevar una espada y armadura y poder matar bestias…

-En el palacio hay soldados. Podrías ser uno de ellos.

-No puedo ser soldado…

-¿Por qué no?

-Solo soy un niño…

-¡Da igual! Ven, vamos a preguntar al capitán.

Zac se sentía cohibido por el exceso de confianza de Viktor, pero este no llegó a percatarse cuando le cogió de la mano y le llevó a rastras por los pasillos del palacio. Entre los maestros de Viktor había un militar, comandante de los ejércitos del rey, que le había enseñado algunas cosas sobre la milicia y su gestión para cuando tuviese que redactar o recopilar datos sobre la soldadesca. Así, Viktor llevó a Zac hasta las dependencias del capitán Garamiah.

-Buenas tardes, capitán Garamiah-exclamó Viktor una vez se pudo entrevistar con él.

-Buenas tardes, Viktor-respondió el hombre de armas con un tono de voz majestuoso y severo-. ¿Qué te trae por aquí? Hoy no tenemos lección. ¿Y quién es… él?

-Es mi amigo, se llama Zac. Y quiere alistarse a tu ejército.

-Me temo que eso es imposible.

-¿Por qué no?

-¿Cuántos años tiene?

Vaya, la misma pregunta de antes.

-Tiene ocho años-respondió Viktor.

No sabía si tenía la misma edad que él, pero parecía lo más probable. En cualquier caso, el capitán pareció creer la respuesta.

-Todavía es muy joven. Que vuelva cuando tenga dieciséis. Entonces, me lo plantearé.

-¿Has oído, Zac? Cuando seas más mayor podrás ser un soldado.

El pequeño no respondió. El capitán Garamiah imponía respeto solo con su aspecto, aún más a un niño pequeño que apenas conocía el mundo. Pero un amago de sonrisa se  dibujó en su rostro y fue más que suficiente para Viktor.

Al día siguiente, los dos pequeños se volvieron a encontrar. Esta vez, Zac se sentó en el banco, junto a Viktor, que seguía enfrascado en el mismo libro de ayer.

-¿Quieres que te lea?

-¿Para qué sirve leer?

-Sirve para conocer cuentos, hazañas, historias... También para transmitir mensajes, pero a mí me gusta sobre todo para conocer historias. ¿Te gustan las historias?

-A veces había un hombre que contaba historias.

-¡Pues esto es lo mismo, pero lo lees tú mismo! ¿Quieres que te lea un poco de esta?

-Vale…

Y allí, los dos pequeños, empezaron a desvelar la historia de un caballero que buscó a la mujer a la que más amaba por desiertos y montañas, a través de valles y océanos, completando gestas y hazañas y matando monstruos para ganarse su favor. Viktor disfrutaba leyendo en voz alta y la mirada de color de hielo de Zac se perdía entre los grabados y su infantil imaginación, que iba haciendo realidad todo lo que oía por boca de su nuevo y noble amigo.

-Me ha gustado mucho…-dijo Zac cuando llegó la hora de separarse y volver a sus quehaceres-. Pero me gustaría saber cómo acaba…

-Mañana te leeré el final de acuerdo.

-De acuerdo…

Y así fue. Al día siguiente, bajo el mismo árbol, sentados en el mismo banco, dentro de un mundo personal que nadie más veía y que estaba más vivo que aquel en el que vivían. El caballero rescató a su amada de las garras de un dragón, se casaron en un imponente castillo más grande que ese, arropados y vitoreados por centenares de personas, y vivieron felices y comieron perdices.

-Me ha gustado mucho…-dijo Zac cuando se acabó-. ¿Hay más cuentos como este?

-¡Muchos más!

-¿Mañana me leerás otro?

El rostro de Viktor se iluminó ante una gran idea que acababa de tener.

-Podría hacer algo mejor. ¡Podría enseñarte a leer! Así los podrías leer tú mismo.

-No sé si sería capaz.

-Yo tampoco me veía capaz al principio. Pero poco a poco se puede. ¿Quieres que te enseñe?

Zac lo pensó por unos instantes. La timidez que había tenido tiempo atrás había desaparecido, al igual que su herida, y sólo habían quedado la confianza y la cicatriz que marcaba su turbio pasado que ya empezaba a olvidar.

-¡Está bien!

A lo largo de los siguientes días, el horario de ocio de Viktor se convirtió en su momento de alterar su rol. Durante la mayor parte del día era un aprendiz, pero en esos momentos su papel se trocaba y se convertía en un maestro, y su único alumno era el nuevo ayudante del servicio de nombre Zac. Las primeras lecciones eran patosas, pues ni uno tenía experiencia en la enseñanza ni el otro en el aprendizaje, pero ponían todo el empeño y el entusiasmo que un niño pequeño le podía poner a algo nuevo que descubría del mundo que le rodeaba. Siempre el mismo banco, siempre bajo el mismo árbol, siempre al aire libre, los dos se reunían, uno con un grueso libro bajo el brazo y el otro con una emoción malamente contenida. Estar al aire libre ocasionaba, como era de esperar, que atrajesen las miradas de otras personas, muchas de las cuales no podían concebir esa inusual amistad entre un plebeyo, a lo sumo un simple sirviente, y un heredero de sangre noble. Pero las miradas y los cuchicheos poco daño pueden hacer a aquellos que las ignoran por completo, y Viktor y Zac seguían reuniéndose día tras día, ajenos a esa realidad que nadie osaba perturbar, ya fuese porque dejaban que los niños averiguasen la realidad de su condición cuando creciesen o porque la alababan. Y algunos, como el maestro Giatro que les conocían muy bien, o la reina que veía la alegre amistad infantil en sus rostros, no dudaban en defender su honra y apoyarles, aunque fuese en la distancia.

Poco a poco, sin prisa, Viktor le fue enseñando todos los misterios que rodeaban al gran arte de la lectura. Por la patosa boca de Zac iban lentamente surgiendo las mismas letras que sus ojos iban captando, acostumbrándose a las formas de los trazos tal y como Viktor se las iba mostrando. Los días pasaban, y las hojas del árbol bajo el que se refugiaban fueron cayendo. Cuando empezó a hacer demasiado frío para permanecer a la intemperie, sus pequeñas lecciones se trasladaron a la alcoba de Viktor o a algún lugar cercano a un buen fuego que les arropase con su radiante calor. Además, gracias al apoyo de una mesa o de un suelo cálido, los mismos trazos que Zac empezaba a leer, formando sílabas, palabras y párrafos, empezaron a descender por su mano hacia la pluma, pues de poco servía saber leer si no se podía escribir. Y así como las estaciones pasaron, también lo hicieron los años. Para cuando ambos habían cumplido los trece años de edad, Zac ya había cogido una buena soltura con la lectura y su mano, aunque todavía temblorosa y dubitativa en los trazos, mostraba una caligrafía bastante legible. Así mismo, los números habían quedado aprisionados en la mente de Zac y, aunque todavía ignoraba una gran cantidad de cosas sobre el mundo, tenía todo lo necesario para abrirse a su vasta extensión y sus conocimientos sin importar que estuviesen al aire libre o atrapados entre las tapas de cuero de algún tomo.

Sin embargo, el tiempo pasa, y el mundo que los dos niños conocían siempre está sujeto a cambios, y ellos eran parte de ese mundo. Los dos niños crecieron y la pubertad empezó a hacer mella en sus cuerpos. Su amistad perduraba, pero Viktor empezó a sentir que algo cambiaba en su interior. No algo físico, sino algo más: empezaba a cambiar la manera en que veía a Zac. Ya no veía sólo a ese niño, ahora adolescente, de pelo de fuego y ojos de hielo que había sido su camarada y aprendiz desde que le salvase la vida hace algunos años. Lo veía con otros ojos, pero no alcanzaba a comprender qué es lo que había cambiado. ¿Acaso era cosa de la pubertad? Le habían hablado de los cambios físicos, y esos los experimentaba con total normalidad, pero no de esto… Se sentía extraño cada vez que veía a Zac. ¿Acaso también él lo experimentaba? No, se decía Viktor, no podía preguntar una cosa como aquella. Incluso el mero pensamiento le daba vergüenza.

Acudió en busca de respuesta a la mejor fuente de conocimiento que conocía: la propia biblioteca. Buscó temas variados, dando palos de ciego en busca de la razón, la causa o la explicación de lo que le sucedía. Rubor, calor, sensación extraña en el estómago… Y acabó dando con ello de la manera más inesperada: en un libro de anatomía. Las explicaciones para aquellos síntomas eran vagas y confusas, pero todas tenían un común denominador. Un sentimiento muchas veces pasado por alto, alcanzable de varias maneras y de origen incierto. Su nombre: amor. Viktor lo vio como una locura. ¿Amor? Imposible. El amor solo era posible entre un hombre y una mujer. Lo había leído cientos de veces y figuraba en ese mismo libro. Era tan cierto como la vida misma. Y él era un chico, y Zac también. ¿Amor? ¿Acaso estaba loco?

Sin embargo, las dudas permanecían. ¿Acaso podía estar enamorado de Zac? Toda la vida le habían inculcado que los hombres y las mujeres debían enamorarse entre sí, como dos mitades de un ser que se necesitaban mutuamente para sobrevivir. ¿Pero dos hombres? Toda la naturaleza estaba de acuerdo en que eso era inconcebible: las vacas necesitan a los toros, las ovejas a los carneros, los caballos a las yeguas... ¿Acaso podía un caballo estar con otro caballo? ¿O un toro con otro toro? Jamás. Eso solo eran amistades, no era amor. No había ni punto de comparación.

Las pesquisas de Viktor continuaron y su búsqueda acabó dando con un libro sobre pecados y malas conductas. Y allí figuraba, un capítulo entero sobre los hombres que se relacionaban con otros hombres y las terribles consecuencias y castigos que les aguardarían por su conducta, ya fuesen en esta o en la otra vida. Si un libro lo describía, eso significaba que existía o había existido con anterioridad. Pero los horrores que figuraban descritos entre esas hojas o grabados con terribles negros y rojos en los dibujos eran más que suficientes para llegar a la conclusión: Viktor no estaba bien.

Intentó dejar de ver a Zac durante unos días, a la espera de que se le pasase esa extraña fase, pero no era tan fácil. Los años habían forjado una amistad tan dura como el metal de las armaduras de los soldados y no era tan difícil permanecer varios días separados. Y cada vez que Viktor veía a Zac los colores se le subían a la cara. Veía su pelo del color del fuego, sus ojos del color del hielo, y deseaba darse de bofetadas a sí mismo hasta que entrase en razón. Pero no quería hacerlo delante de Zac, o notaría que algo extraño le pasaba y entonces tendría que desvelar ese oscuro secreto. Y no quería, no podía… También valoró el pedir ayuda a alguien; al maestro Giatro, por ejemplo. Pero entonces, ¿qué pensarían de él? ¿O qué le harían si supiesen que había estado pensando sobre otro varón de esa manera? La noticia llegaría hasta su padre, las consecuencias serían negativas e impredecibles… No, mejor no hacer eso. Lo mantendría en secreto. Eso haría.

Por suerte para él, el trabajo de sirviente se acrecentó para Zac a medida que crecía y se convertía en un chaval vigoroso y alto, con tareas más pesadas y que requerían más tiempo, dejando menos espacio para estar con su buen amigo Viktor. Este también tenía que redoblar sus esfuerzos en la biblioteca a medida que el maestro bibliotecario iba sufriendo en sus propias carnes los estragos de la avanzada vejez. Si acaso se veían de manera fugaz, en las cenas cuando a Zac le tocaba hacer de copero, o algún rato vespertino en que ambos estaban lo suficientemente ociosos como para charlar un poco. Viktor aguantaba sus impulsos más bajos con determinación, decidido a condenarlos al ostracismo de su mente, llenándose de trabajo para soportar esos pensamientos oscuros, prohibidos y antinaturales que, de manera involuntaria, salían a flote por la noche y provocaban reacciones nuevas en su cuerpo.

El tiempo pasó de esta índole y los dos chicos llegaron a cumplir los dieciséis años. Para entonces, Zac cumplió su sueño y el capitán Garamiah su promesa. El mozo por fin se pudo alistar y se convirtió en un cadete más de los que entrenaban para convertirse en soldados al servicio de su majestad. El adiestramiento demostró ser más duro que el trabajo de servidumbre, dejando aún menos tiempo para que Zac pasase un rato de ocio con su bueno amigo. Viktor también sufrió un aumento de responsabilidades, y de esa manera solo se veían de manera fugaz  y lejana, sin compartir palabras, mientras Viktor seguía con su importante labor literaria y Zac aprendía a manejar las armas y a formar en filas. El joven aprendiz de bibliotecario agradeció esa falta de contacto, ya que pensaba que así sus sentimientos encontrados se desvanecerían de un momento a otro. Pero ni mucho menos, pues acabó por ansiar volver a ver el pelo de color fuego de su amigo. Nada resultaba y acabó por acudir a soluciones más indignas para atajar el problema, llegando a bajar al pueblo durante un día festivo para acudir a los servicios de una dama de compañía. Sin embargo, el fracaso fue total y acabó por desperdiciar el dinero sin llegar a consumar ningún tipo de acto. Por otro lado, la reprimenda de su maestro bibliotecario por acudir a semejantes servicios fue lo que más llegó a sentir.

El problema siguió atormentando a Viktor durante meses, sin encontrar ninguna solución factible. Por lo menos agradecía el hecho de que Zac estuviese lejos, ya que así no tenía que contenerse o disimular ciertas reacciones cuando se encontraba delante de él. Y entonces, un día inesperado, sucedió:

-¡Ey, Viktor!

El joven aprendiz de bibliotecario se encontraba llevando unos tomos que el maestro Giatro había pedido de vuelta a la biblioteca cuando una voz le sobresaltó de improviso. El pasillo estaba vacío. Allí solo se encontraba él, un tapiz con una batalla y un guardia apostado.

-¡Hola, Viktor!-saludó el guardia-. ¡Soy yo, Zac!

Al principio no le reconoció, ya que el casco que llevaba dejaba el espacio justo para la vista y no permitía distinguir su rostro. Solo cuando se quitó el casco, Viktor reaccionó.

-Hola, Zac-respondió, fingiendo el mismo entusiasmo-. ¿Qué tal? ¿Qué haces aquí?

-El capitán Garamiah me ha apostado como guardia, para que aprenda a mantenerme firme. ¿Y tú?

-Llevando unos libros de vuelta a la biblioteca.

Zac se había desarrollado muy bien durante ese tiempo. Tenía los hombros anchos y era algo más alto que él. Además, su cabellera de color del fuego le llegaba por la base del cuello y sus ojos de hielo… Y sus facciones duras que ya no tenían nada de infantil… Viktor se estaba empezando a… Menos mal que llevaba los libros para cubrirse…

-¿Te pasa algo?-preguntó Zac al ver la tribulación de su amigo.

-No, no es nada… Estoy bien… ¿Y tú?

-Sí, bien. Aunque echo de menos pasar tiempo contigo…

¿Él también? Bueno, pero lo suyo es sólo por amistad, pensó Viktor. No tenía nada que ver con los pensamientos tan reprobables con los que Viktor tenía que hacer frente.

-Ya… Es lo que tienen las responsabilidades adultas…-comentó Viktor.

-Todavía sigo leyendo cuando tengo algo de tiempo. Y de lectura, claro.

-Me alegra oír eso.

-Aunque también tengo ratos para pensar. Y, bueno, la verdad… Quería preguntarte algo…

Que no fuese nada personal… Que no fuese nada personal…

-Claro. Dime-dijo Viktor aparentando normalidad.

-¿Hay algún libro en el que los enamorados sean dos hombres?

Viktor quedó descolocado con la pregunta. Sin embargo, se repuso enseguida del choque y respondió con la dignidad que conllevaba su puesto.

-No, no los hay. De hecho, está muy mal visto por la sociedad que dos hombres mantengan relaciones amorosas.

-Oh, vaya…-dijo Zac, apenado-. ¿En serio?

-Así es, me temo.

-Está bien… Entonces, no se lo cuentes a nadie, por favor. No querría verme en problemas.

-No te preocupes. Tu secreto queda a salvo conmigo.

-Entonces… Ahora no me atrevo a decírtelo…

-¿Decirme el qué?

-Que estoy enamorado de ti…

La noticia le sentó a Viktor como si le hubiesen clavado una flecha desde la espalda, directamente al corazón. Más bien eran como mil flechas, todas en el mismo objetivo, una encima de otra, y sus mil puntas aceradas habían atravesado piel, hueso, músculo y tela hasta sobresalir por el pecho, corazón a través.

-¿Desde cuándo estás enamorado de mí?-balbució Viktor.

-No sabría decirte… Desde hace mucho, pero no me atrevía a confesártelo. No sabía lo que la gente pensaría, o lo que tú pensarías.

Viktor se había quedado sin palabras. Y Zac seguía hablando sin que le detuviese.

-Me acuerdo muy bien de cuando me desperté. Lo primero que vi fueron tus ojos, y… No sé, en aquel entonces me caíste bien, y enseguida quise ser tu amigo. Pero a medida que crecíamos, sentía algo más que solo amistad… Era algo que no sabría describir. Hace poco que descubrí lo que era…

Viktor no había apartado la mirada de esos ojos del color del hielo durante bastante rato. Y Zac tampoco se había desprendido de los ojos de color de la madera de Viktor. Los rostros enrojecían ante la situación, tan novedosa e inesperada que ninguno sabía exactamente cómo reaccionar.

-No te sienta mal, ¿verdad?-preguntó Zac.

-No… Yo llevo mucho sintiendo lo mismo…

¿Por qué ha dicho eso? ¡No quería decir eso! ¡No podía decir eso! Zac provenía de zonas más humildes y tenía más facilidad para soltar la lengua, pero él… No podía consentir que su lengua se soltase de esa manera.

-¿En serio?

-En serio-musitó Viktor, embelesado.

Sin darse cuenta de lo que hacían, sus cuerpos ya habían avanzado y se habían pegado. Los pechos unidos… Zac rodeó con un brazo a Viktor y los dos se miraron por unos instantes. Luego se fundieron en un beso, el primero de muchos, patoso e involuntario. Ninguno sabía lo que hacer, simplemente se dejaban llevar por la situación, y las lenguas brincaban de un lado a otro sin detenerse en un punto concreto. Dos hombres besándose, era tan repugnante, tan antinatural, tan… hermoso…

Viktor se despegó de manera violenta tan pronto como ese pensamiento se le pasó por la cabeza.

-No… No podemos hacer esto…

-¿Por qué no?-inquirió Zac. Se sentía insatisfecho.

-Somos dos hombres. Si tú o yo fuésemos una mujer, sería otro tema. Pero dos varones no pueden hacer esto. Está mal.

-¿Por qué está mal?

-Los animales, la naturaleza, la gente…-su mente se había hecho un lío-. Nadie aprobaría nuestra unión.

-Pero el amor no es cosa de animales-respondió Zac-. Es cosa de personas, y tú y yo somos personas. Y si a los demás no les gusta, entonces… Entonces lo llevaremos en secreto. Lo que importa es que yo te amo y tú me amas, ¿no es así?

Para ser alguien que había nacido en un hogar humilde y poco dado a las lecciones filosóficas, Viktor tuvo que reconocer que Zac había estado muy acertado. Pero tanto el amor como la conducta socialmente aceptable pugnaban por hacerse sitio entre los pensamientos de Viktor. Y ya no sabía qué pensar.

-No lo sé… Ya no lo sé… Tengo que irme…

-Está bien…-respondió Zac con desapego.

Zac volvió a enfundarse el casco y retornó a su posición de guardia sin mediar palabra mientras Viktor recogía todos los libros que llevaba y que se le habían caído en algún momento. Los dos amigos se separaron, afligidos por el reciente descubrimiento mutuo y las barreras que entrañaba. Todavía le había quedado la marca del beso en los labios como un cosquilleo psicosomático que se negaba a marcharse. Lo añoraba, pero al mismo tiempo lo aborrecía. Llevarlo en secreto… ¡Qué idea más descabellada! Cualquiera les descubriría y entonces… ¿Entonces qué?

La congoja era insoportable. ¿Qué podía sucederles si alguien les descubría? Esa noche se llevó a su alcoba el libro de pecados y castigos donde descubrió por primera vez las relaciones entre hombres. Lo estudió antes de ir a acostarse, a la luz de una vela. Allí estaba la respuesta: lapidación, quema, tortura… Ofrecía una cantidad de opciones tras una descripción de lo que significaba una relación amorosa entre dos hombres, los límites que se admitían a su amistad y los que eran infranqueables. Decorando la misma página, varias figuras masculinas desnudas de grandes falos erectos en distintas poses: en una, un varón se encontraba agachado mientras otro le introducía su largo miembro por detrás; en otra, uno yacía boca arriba mientras otro se agachaba, poniendo su cara muy cerca del pene del primero; en la tercera, los dos se encontraban atados a una hoguera, todavía desnudos, pero sus penes se veían sustituidos por agujeros que chorreaban abundantes gotas rojas. Una visión que casi le daba náuseas.

La noción del tiempo se le perdió entre esas páginas y otras más. Añoraba a Zac, amaba a Zac; era una realidad a la que no podía escapar. Pero no quería ese desenlace para ambos. Y, perdido entre esos pensamientos, se llevó un gran sobresalto cuando alguien llamó a la puerta. Antes de abrir, escondió el tomo que había estado leyendo bajo su cama. Y cuando la hoja de la puerta se hizo a un lado, su desconcierto fue aún mayor.

-¡Zac!-susurró con tono de alarma-. ¿Qué haces aquí?

-He venido a verte.

-¿Por qué?

-Para demostrarte que me importas.

Viktor no entendía a qué se refería. Zac entró en la alcoba sin siquiera pedir permiso y Viktor, impotente e incapaz de hacer frente al físico entrenado del cadete, no pudo sino echarse a un lado y cerrar la puerta.

-¿Estás loco? ¡Se supone que deberías estar con el resto de soldados, dormido!

-Lo sé… Pero quería demostrarte que podemos mantener el secreto.

-¿Demostrarme? ¿Cómo?

-He conseguido llegar hasta aquí sin que nadie advirtiese mi presencia. Viktor, de verdad te amo, y haría lo que fuese por ti.

El joven aprendiz de bibliotecario no sabía si sentirse halagado o alarmado. Había tomado unos riesgos innecesarios por un capricho banal, pero recordaba las historias de caballeros que habían sobrellevado mil y un peligros y hazañas para encontrarse con su amada. ¿Acaso valdría ese símil para ellos?

-¿Y si te descubren?

-Jamás me descubrirán. A base de años viviendo en la pobreza, aprendes ciertas habilidades para evitar ser visto y robar un trozo de pan. Pero tú, Viktor, tú me salvaste de ese destino, me cerraste la herida y la llenaste con tu belleza que no me puedo quitar de la cabeza. Te amo y no quiero que me rechaces por lo que los demás piensen.

Si eso no era amor sincero, Viktor ya no sabía qué podía serlo.

-Pero no podremos vernos todos los días. Y tendremos que permanecer alerta, y jamás dejar que nos descubran.

-Nunca lo harán. Estas cuatro paredes nos protegen.

La lectura realmente había hecho mella en su vocabulario, pensó Viktor. Era tan romántico ver cómo le cortejaba. Era su caballero convertido en soldado para protegerle y defender su honra. Y que se abriesen los abismos para tragarles y envolverlos en la oscuridad, porque por mucho que la gente pudiese aborrecer su amor, era puro y verdadero. Los dos jóvenes se sentaron en el lecho, ojos de hielo y madera cerrados, disfrutando del beso apasionado y buscando complementarse mutuamente, como dos mitades de un ser que se necesitan para sobrevivir. Los dedos de Viktor se entrelazaban en el cabello del color del fuego de Zac, y este le asía las caderas como si quisiese que sus cuerpos se fusionasen. Y sus lenguas se entrelazaban, se rozaban y se tocaban, con los objetos inanimados como mudos testigos de su amor.

-Qué calor me invade…-musitó Viktor.

-¿Quieres que desnudemos nuestros cuerpos?

-Sí, por favor… Quiero sentir tu piel y tu latido…

Viktor asió su túnica por el extremo inferior y tiró de él. Debajo vestía una camisa de lana y unos calzones, al igual que Zac. Ambos se retiraron la parte superior, y sus núbiles cuerpos se mostraron. Viktor tenía un cuerpo normal, delgado y en apariencia frágil, pero el esfuerzo había labrado el de Zac, que mostraba unos brazos poderosos y un cuerpo definido y nervudo. Y en el pecho derecho se reveló por primera vez en todo su esplendor la larga cicatriz que marcó su primer encuentro, atravesando la piel desde el pezón hasta la clavícula. Viktor la tocó, rugosa como una cordillera capaz de detener el avance de todos los ejércitos del mundo. Sus labios se volvieron a unir y sus brazos se pasearon con total descaro por sus cuerpos, percibiendo cada pequeña fibra de su ser. Viktor se acabó montando sobre las piernas de Zac, y sus cuerpos se unieron inevitablemente al igual que lo hacían sus labios.

-Desearía que nuestro amor se pudiese consumar…-murmuró Zac tras un largo rato de beso.

-Yo también… Y sé exactamente cómo…

-¿De veras?

Viktor se retiró y se agachó para coger el tomo que yacía bajo su cama. Lo abrió por la parte que había estado leyendo y se lo mostró a Zac. Que fuesen retratos oscuros, hechos para intimidar y persuadir, fue lo de menos para los dos jóvenes amantes. Ignoraron por completo a los dos hombres que sangraban y ardían y se fijaron en los primeros, que se introducían el miembro que sólo estaba hecho para el vientre femenino.

-¿En serio quieres probarlo?

-Contigo quiero probar hasta a tocar las estrellas…

No hacía falta tenerlo más claro. Ambos se quitaron los calzones y su desnudez fue plena. Sus miembros se mostraron erectos, cubiertos por el vello que había crecido al tiempo que sus cuerpos maduraban: del color del fuego en Zac y del color de la oscuridad en Viktor. El de Zac era algo más largo, grueso y venoso que el de Viktor, con un glande puntiagudo y rosado que en el joven aprendiz de bibliotecario se mostraba más escondido. Era el culmen terrenal de su amor.

Viktor se montó sobre la cama y se puso a cuatro patas, tal y como el grabado les mostraba. Zac no dudó ni un segundo en colocarse detrás y acercar su  miembro al interior de las nalgas de Viktor. El pene se negaba a entrar, y Zac tuvo que hacer fuerza. Viktor soltó un pequeño grito de dolor.

-¡Perdóname!-se disculpó Zac-. ¿Te he hecho daño? Ya paro.

-No, no pares… Así es como lo dice el libro.

-Pero has sufrido dolor…

-Contigo no sufriré… Sólo ve más despacio…

Zac hizo como le dijo. Entró poco a poco y ambos descubrieron cómo la hendidura de Viktor se iba ensanchando, acomodándose poco a poco al majestuoso tamaño de Zac. Una invasión lenta pero firme acompañada de un sórdido calor que los invadía mientras ese impuro contacto de consumaba. Ambos sonrieron cuando por fin sintieron el tacto final que impedía ir más allá.

-¿Y ahora?-preguntó Zac.

-Ahora ya sabes cómo seguir.

Algo tenía que haber innato en los seres humanos para que supiesen cómo seguir tan bien como lo sabían los animales. Zac iba retirándose poco a poco hacia atrás, para luego volver a llenar a Viktor. Estaban consumando su amor y el placer empezaba a dominarles, una corriente al mismo tiempo divina y terrenal que compartían y experimentaban.

-Vik… tor…

-Za… Zac…

Las lentas embestidas pronto no fueron suficientes. Ambos sabían lo que hacía falta. Zac empezó poco a poco a subir el ritmo, chocando con cada vez más frecuencia contra las nalgas de Viktor. Sus latidos incrementaban, su respiración se agitaba y tenían que hacer grandes esfuerzos por evitar gemir y que alguien les pudiese oír. El amor les llenaba, el placer les hacía sentir plenos y todo junto eran dioses neonatos. El pecho de Zac bajó hasta abrazar la espalda de Viktor y la posición idéntica hizo parecer que sus dos cuerpos eran uno. Zac iba dando pequeños besos a su amado en la nuca y en los hombros,  mordisqueaba sus orejas y olía su pelo mientras sus caderas se seguían moviendo. Ambos deseaban llegar a la cima y, novatos como eran, esta no tardó en llegar. Con un último embate, Zac derramó su simiente dentro de Viktor y este lo recibió como una bendición.

-Creo que me… Que me he…-jadeó Zac.

-No pasa nada… Es tuyo, y nada más importa que eso.

Estaban agotados. El pene de Zac salió flácido y enrojecido, al igual que las nalgas de Viktor, que parecían dos mejillas sonrojadas. Volvieron a yacer juntos y a besarse mientras sus cuerpos unidos se relajaban gradualmente. Su mirada bebía de los ojos del otro, yendo más allá, viendo a ese alma gemela que había nacido sólo para reunirse con su otra mitad. Aquella que, una vez descubierta, era  imposible vivir sin ella.

-Te amo, Viktor… Y no quiero que nunca me dejes…

-Yo también… Nunca te dejaré… Nunca volveré a ser pleno si tú me faltas.

No necesitaban más. Felices, extasiados y enamorados. Solo cuatro paredes se interponían entre el mundo y su execrable relación. No hacía falta más. Pasado un rato los dos se volvieron a vestir con la promesa de que se volverían a ver más noches para volver a consumar su amor, pues ese caballero se había ganado a su príncipe. Ambos acordaron una seña secreta para cuando Zac llamase a su puerta. A partir de entonces, cuando se volviesen a ver a la luz del día, en la distancia, ya no serían dos extraños, ni dos amigos, ni un soldado y un bibliotecario.

Serían dos amados que siempre pensaban el uno en el otro.