Entre las cajas
Todo había terminado. Ya no había nada más de qué hablar. Un mes después de aquella enorme discusión que nos sacudió el alma, me encontraba en aquella casa que había sido nuestro hogar.
Todo había terminado. Ya no había nada más de qué hablar. Un mes después de aquella enorme discusión que nos sacudió el alma, me encontraba en aquella casa que había sido nuestro hogar. Con aquella absurda discusión acabó todo.
No hacía demasiado tiempo que salíamos juntos. Tres años vividos intensamente. No, no éramos de esas parejas pegajosas que nos llevábamos todo el día juntos, pero nos anhelábamos y decidimos irnos a vivir juntos.
Apenas había transcurrido un mes de nuestra decisión, cuando todo se rompió. De la manera más insólita. Por un simple gesto. Por una simple discusión. A veces, simplemente ocurre algo que hace que lo irrompible se rompa en mil pedazos que ni siquiera hoy, sé cómo reparar.
No nos habíamos vuelto a ver desde aquella noche en la que discutimos. Fue terrible. Una noche en vela, recriminándonos actitudes y defectos de nuestro trienio juntos. Mi alma aún lloraba su pérdida. Mi corazón anhelaba su amor. Y mi amor perduraba en mi interior, pero intensamente dolorido.
A la mañana siguiente, sin apenas haber dormido, con las legañas en los ojos y con un cansancio ancestral, recogí todos mis enseres y me fui. No quería verle. Necesitaba meditar y saber qué sería de mí en esta nueva etapa.
Nuestra relación hacía meses que no estaba bien. No adolecía del amor y del cariño que siempre nos habíamos tenido, simplemente sacaba lo peor de nosotros. Nos heríamos continuamente y eso, queridos amigos, no puede ser. No podíamos ponernos “históricos” en cada discusión que teníamos, como diría un buen amigo. No. Eso no debe ser.
Un mes más tarde de aquella disputa, llegué a mi antiguo hogar. A ése que erigió nuestro amor. Elegí una hora en la que sabía que estaría fuera. Efectivamente, no se encontraba allí.
La casa olía a él. Su esencia estaba allí. Dejé las llaves en el taquillón y sentí una brisa agradable. Cerré los ojos y una escena apenas vivida unas semanas atrás inundó mi mente. Aquel día había regresado de la oficina bastante cansada y creí que nadie había en casa. Decidí quitarme las prendas de abrigo y quedarme sólo con la camisa y el pantalón. Recuerdo que empezaba a hacer calor. De repente, sentí la misma brisa. Mi amado se había vuelto a dejar el balcón abierto. Sonreí sin apenas percatarme. Cerré los ojos y disfruté de aquellos momentos de paz. Era feliz. Inmensamente feliz en aquel instante. Quizás, no podía pedirle más a la vida.
Rememoré aquel momento. Lo atesoré. Era un buen recuerdo, pero avivaba mi sed de él. Apenas nos habíamos separado en aquellos tres años. Felices tres años que acabaron en distanciamiento, tristeza y amargura. Añoranza de él, de sus caricias y de su amor era lo que sentía, siento y sentiré.
Abrí los ojos y sonreí. Atravesé el salón y observé cómo las cortinas ondeaban al son de la brisa de aquella soleada mañana de mayo. Cerré con suavidad la puerta corredera del balcón y se me escapó una risa nostálgica. “Este niño… Siempre igual…” suspiré con una sonrisa triste dibujada en el rostro.
Me di la vuelta y me dirigí a nuestro dormitorio. Debía recoger todas mis cosas en poco tiempo. No quería volver a cruzarme con él. No lo soportaría. Lo quiero y verlo, tenerlo cerca de mí, me llena de felicidad pero también de amargura. De lo que pudo y no fue.
Con la lentitud de quien quiere hacer algo deprisa, pero la pesadumbre que sacude su alma la detiene, comencé a empaquetar mi vida de estos tres años. Risas, llantos, felicidad, amargura, sueños y desilusiones agolparon mis pensamientos en la tarea. Cierto, lo quería. Nos queríamos, pero no podía ser.
Pasaron los segundos y los minutos fugaces entre la recogida de ropas, enseres y zapatos. Llevaba casi dos horas guardando mi vida en los últimos tres años. Con parsimonia, tristeza y melancolía recorría nuestra habitación, sede de nuestras más que desenfrenadas noches de amor. Cogí otra de las cajas vacía de encima de nuestra cama cuando, de repente, apareció por la puerta con una mirada triste y cansada y me saludó.
Nos hicimos hueco entre las cajas y nos sentamos. Hablamos. Nos contamos cómo había sido el mes el uno sin el otro. Un mes sin nuestro amor. Un mes marchito para los dos. Pero también cierto alivio nos embargó. El alivio de quien se libra de una carga, que ya costaba demasiado trabajo llevar. Pero el amor sigue ahí. Lo veo en tus ojos y tú en los míos. Ni siquiera sabemos porqué pero nuestras manos se juntan. Nos queremos. Lo sabes y lo sé. Y yo te toco el hombro. Tú me tomas mi mano y la besas. Nos añoramos. No queremos separarnos. Queremos olvidar que existen nuestros problemas y nuestras inquietudes. Sólo queremos expresar nuestro amor. Un amor dormido, marchitado y sin fin.
Hablamos cada vez más cerca. Las palabras apenas salen. No hay nada que decir. Todo se había dicho ya. Sólo queremos olvidarnos de todo y de todos. Los demás, los demás lo complican todo.
Me acaricias la cara y un escalofrío recorre mi cuerpo. El amor dormido permanece perenne e inalterable en este tiempo. Sólo necesitaba verte y sentirte para rememorar los viejos tiempos.
Me repito que eres mi amor imposible, platónico. Sin embargo, eso no me detiene. Dejo caer mi cabeza en la mano que toca mi mejilla. Caliente, me acuna con un cariño y delicadeza inconmensurable.
Te noto nervioso. Ansioso. Deseoso. No lo aguantas más y me abrazas. Noto tu corazón latir acelerado. No quiero que ese momento termine jamás, pero la realidad no puede obviarse. No puede olvidarse y creo que me estoy equivocando.
Huyo de tus fornidos brazos, pero me atrapas. Esta vez no me piensas dejar escapar. Eso parece. Los pasos apenas andados hacia la salida, hacia mi huída de ti, de nuestros sentimientos, de nuestro amor se detienen. Me haces volverme hacia ti.
Nos quedamos frente a frente. Tu mano me sujeta firmemente el final de la espalda, casi pareciera que quisieras acariciar mi glúteo. Me doy cuenta de lo que estoy pensando, de lo que he pensado. No, no es el momento. Ya no eres la persona.
Mis fuerzas vuelven a mí. La razón impera sobre mi corazón y me deshago de sus caricias, empujándole violentamente. Tanto que, sin darme cuenta, he empleado demasiada fuerza y pierdo el equilibrio.
Cierro los ojos y solo percibo un enorme ruido y un gran dolor en mi culo. En efecto, había tropezado con una de las cajas ya precintadas y había caído sobre las cajas vacías. Definitivamente, las había destrozado. No obstante, no era eso lo que me preocupaba. Ahora lo tenía sobre mí, con mi blusa revuelta mostrando parte del hombro derecho y de mi barriguita.
Vi una sonrisa sombría en su cara, se me antojaba que recordaba con tristeza alguna otra caída. Se arrodilló con cara de preocupación. Se quedó observando mi expresión de dolor por el golpe que había sufrido. Sus manos se acercaron a mi rostro compungido. Esperó a ver si remitía mi dolor, pero no pudo contenerse mucho. Su mano se deslizó peligrosamente por mi costado derecho, descubierto por el movimiento al caerme.
Se acercaba cada vez más sus labios y los míos. Ya no podía huir. El dolor era demasiado fuerte y la debilidad se apoderó de mí. Sus ojos azules me inundaron con su cariño y ternura. Sus finos labios se apoderaron de los míos con premeditación y alevosía. Había sucumbido a esos sentimientos enterrados. Se había desempolvado la caja de pandora y se abría inexorablemente. Quería cerrarla. Debía cerrarla y volverla a enterrar en lo más hondo de mi corazón.
En esa disertación me encontraba cuando sus manos dibujaban la pasión en mi piel. Irradiaban el calor y su pasión en cada poro de mi piel mientras su mano derecha subía lentamente hacia el abdomen primero y después a mis senos. Aquellas dos montañitas ansiadas por sus dedos exploradores.
Se me antojaba que me rogaba con la mirada un poco más. “Déjame disfrutar de ti un poco más, sólo un poco más” parecía leer en su mirada. Sólo quería eso y yo vencida sobre las cajas y sobrecogida por los sentimientos que desbordaban sus ojos. Leía sus ojos. Reflejaban su pesar, su tristeza pero también su excitación, su hambre voraz por hacerme una vez más suya. Implorándome una segunda oportunidad para que permaneciera en sus brazos.
Intentaba resistirme, pero mi cuerpo permanecía inmóvil y dispuesto a su manipulación. Sus dedos habían conquistado a estas alturas la cima de uno de mis pechos. El pezón se imponía arrogante y orgulloso bajo mi camiseta mientras mis sentidos despertaban con sus ardientes besos, con sus caricias y mordiscos en mi cuello. Podría decirse que me estaba chupando mi sangre, mi voluntad. Me tenía a su merced. Mi cuerpo le era fiel. Se movía a su compás excitado, reclamando su atención, sus caricias olvidadas.
Mis piernas se abrían para cobijar su cuerpo. Se había colocado entre las mismas. Sus manos ya poseían mis dos senos y se afanaban por mantener mis pezones erguidos e insolentes, preparados para recibir su lengua. Sin embargo, aún le separaba de ellos la camiseta y aquel sujetador deportivo por debajo del cual me acariciaba sin temor.
Pronto se cansó de no ver mis senos y comenzó a subirme la blusa. Para aquel entonces me encontraba entregada y sin reticencias. Ya no había súplicas ni dudas. Tan sólo amor o sexo o sexo y amor.
Mi cuerpo ardía y se dejaba acariciar por la pasión. La camiseta cada vez iba más arriba y mi piel morena se mostraba ante la penetrante mirada de mi amado. Tan solo me quedaba el sujetador deportivo y los vaqueros que llevaba puestos aún, mas no durarían demasiado.
Pocos segundos después, continuó con su empresa al despojarme de la única pieza que lo separaba de las dos bellas razones que durante mucho tiempo le ataron a mí. Se recreaba en ellas. Las adoraba. Las lamía, las mordía, las chupaba. Disfrutaba de ellas lo indecible y pareciera que se despedía de las mismas.
Saciada su sed de mis pezones, de mis senos, sus labios se reencontraban con los míos. Me faltaba el aire con sus besos. Parecía devorarme en lugar de amarme. Hacía un mes de nuestra separación y ya estaba así. No obstante, a mí me pasaba lo mismo. Mis piernas le habían facilitado su camino. Mis manos habían penetrado en sus ropas y el contacto con su piel me quemaba. Intentaba quitarle la camisa, pero sus besos, su lengua recorriendo mi boca mientras la mía quería igualarla, me desquiciaban. Pero me impuse y logré al fin separar esa camisa que separaba nuestras pieles.
El contacto de nuestros cuerpos, de nuestras manos recorrer con parsimonia cada poro de la piel del otro fue indescriptible. La pasión, el amor y la lujuria nos abordaban por igual. Nuestras manos se dirigían prestas a nuestros pantalones. Era una pugna, una lucha por despojarnos mutuamente de la única ropa que nos separaba el uno del otro. La que creíamos en aquel momento que era nuestra única barrera.
Sin embargo, miré a mi alrededor y la conciencia vino a mí. Aquellas cajas, aquella noche, rememoré nuestros problemas, nuestras sensaciones y quise escapar nerviosa de sus fuertes brazos, pero él inmerso en la lujuria propia de aquellos momentos me lo impidió. Su suerte y mi desgracia fue que él había llegado a su destino. Mis pantalones se encontraban abiertos. Mi cremallera bajada y sus manos introduciéndose en ellos para encontrarse con mis braguitas. Su dedo se deslizó como una exhalación por mi vulva por encima de mi ropa interior.
No tuve más remedio. Me excité. Aquella forma de acercarse peligrosamente a mi sexo. Aquella suavidad con la cual me quitaba mi voluntad hizo que me encorvase primero para evitarlo y después que me estirase elevando mi pubis. Entregándome a él sin importarme el resto del mundo ni yo misma.
Negué mis sentimientos, mis dudas, mis resentimientos hacia la persona que había sido mi pareja y me dejé llevar. Le ayudé a despojarme de esos ajustados vaqueros para continuar rápidamente con mis bragas.
Estaba mojada. Me sentía excitada. Era lógico entre las cajas que llenas de mi pasado y que marcaban mi futuro, estaba aquella mujer y aquel hombre que un día se habían amado. Sin embargo ahora, parecíamos dos personas distintas. Dos personas con otra forma de pensar. Dos desconocidos que ansiaban probar el placer que podría proporcionarle el otro.
Pero, ¡a quién quería engañar! No. Estaba enamorada. Continuaba amando a esa persona. Deseaba que me follara, sí, pero anhelaba aún más sus caricias, sus besos, sus mimos. Quise olvidarlo todo. Olvidar el último mes. Aquella noche de insomnio y dejarme vía libre para el placer mientras él se quedaba desnudo y con su pene prepotente pidiéndome con su mirada un tratamiento especial.
Él se encontraba de pie. Rígido. Esperando algo de mí. Yo me encontraba confundida. Me debatía entre mi pasado y mi lujuria. Le miré a los ojos y su mirada era fuego. Me sentí intimidada y bajé mi vista lo suficiente para fijarme en su pene erecto e impaciente por recibir caricias.
Algo en mí cambió. Pese a que aún estaba dolorida, gateé desnuda por encima de las cajas hasta ponerme a sus pies. Me coloqué de rodillas y reuní el valor suficiente para tomar su polla entre mis manos temblorosas.
Definitivamente, me había vuelto loca. Había ido a recoger mis cosas. ¡Cómo había podido terminar de rodillas ante él y deseando lamer e introducirme aquella herramienta en mi boca! Era increíble. Pero allí estaba. Recogiendo con mis labios y mi húmeda lengua el líquido preseminal del que había sido mi amado hasta hace menos de un mes.
Me afanaba en mostrarle todo el placer que podía darle. Devorando cada rincón de aquel falo que me volvía loca. Sentía la mezcla de lujuria, pasión y amor que todos sentimos cuando hacemos el amor con nuestra pareja.
Le recorría el pene con mi lengua desde el capullo hasta la base, pasando por el escroto. Sin quererlo, le estaba dando amor además de placer. No quería pensarlo, pero ahí estaba yo. De rodillas. Ante el amor de mi vida por algunos años. Con el que creía que pasaría una larga vida juntos.
Me esmeraba en sacarle su semilla. Mi lengua le recorría cada rincón. Oía sus gemidos. Sabía lo que quería. Sabía lo que le gustaba y la excitación se había apoderado de mí. Ya no había vuelta atrás.
Decidida, me introduje aquel falo en mi sedienta boca. Poco a poco. Quería que sufriera un poco. Primero la puntita, con un toque de mis dientes marcando que, en ese momento, estaba a mi merced. Le pasé la lengua por el capullo y comencé a metérmela en el interior de mi boca. Paulatinamente, en mi boca se alojaba aquella herramienta. Gozaba sintiendo su placer. Sintiendo sus temblores. Sintiendo su excitación por mi labor. Mas pronto acabó aquello.
Se impacientó. Su pene había crecido demasiado en mi boca y yo sabía que pronto se correría. Disfrutaba mirando la cara de sufrimiento y placer que ponía. Era interesante verlo.
No obstante, él quería terminar ya. Ahora que lo pienso siempre fue un poco impaciente. Alejó de mí aquella herramienta y me hizo gatear detrás de él. Sonreía. Se sentía superior a mí o, quizás, le encantase verme ir a cuatro patas siguiéndole. No lo sé.
Cuando llegamos a la cama, él dio una palmadita en el colchón y supe que quería que subiera. Mientras me levantaba, vi cómo él quitaba de la cama un par de cajas que estaba en la misma y se tumbaba bocarriba. Era su postura favorita.
Lo veía tumbado y en mis ojos no sólo había lujuria sino también amor y esperanzas. Llegué a su altura gateando con movimientos felinos. Me estaba esmerando. Iba a ser un encuentro inolvidable. No sabía si sería el último o el primero, pero eso sí, sería único.
Me coloqué a horcajadas encima de él y me eché hacia delante para darle un apasionado beso mientras él se empeñaba en sujetarme las caderas y acercarme aquella ardiente polla. Rozaba mis labios vaginales. Mis flujos eran abundantes y la excitación llegaba a cotas ilimitadas. Era el morbo de saber que aquello no estaba bien, pues habíamos roto, pero también el deseo contenido, el recuerdo de épocas mejores.
Seguía acariciándome con su aparato mis labios. Mi cuerpo temblaba, deliraba por la excitación que sentía. Cada vez ansiaba más su pene introduciéndose en mi interior. Y, de repente, tras rezar miles de oraciones juntas y desearlo como jamás lo deseé, sentí mis labios abrirse mientras surcaba ese mar de flujos aquel buque de guerra. Me apretaba las caderas para que me sentara sobre ella, para que la notara en mi interior, para que me penetrara sola, mientras se afanaba en dedicarse a tirar de mis pezones y a mordisquearlos.
La polla llegó a mi interior. Me sentí llena, relajada e, incluso, feliz. Plena, así me sentía. Quería que el tiempo se parase, que el segundero dejara de realizar su labor y aquel momento permaneciera inmortal en mi memoria. Un recuerdo bello, pues en aquellos días, sin quererlo, los buenos momentos de aquella relación se habían esfumado.
Un golpe en mi nalga derecha me reclamaba que volviera a la realidad urgentemente. Mi pareja quería algo de ritmo y no tanta pasividad por mi parte. Mi cuerpo me recordó que él también esperaba por su orgasmo y, sin pensarlo dos veces, comencé a moverme frenéticamente.
Iba a darlo todo en aquel encuentro, podía ser el principio del fin o el principio de algo nuevo, pero no me importaba. Sólo quería disfrutar, sentir el placer del sexo que pueden darse un hombre y una mujer.
El sudor recorría nuestros cuerpos. Mi pareja tomaba mi nalga derecha con una mano mientras con la otra me amasaba los senos, dedicándose especialmente a mis pezones.
Mis gemidos se oían fuertes y claros. El momento culmen se acercaba. Demasiado placer para resistirse al mismo. Sus labios trabajando mi pezón derecho mientras su mano se alterna entre amasar mi pecho izquierdo y darme algún azote en el culo. Su polla resbalando en mi interior, llenándome por completo. Mi boca dejando escapar los gemidos y jadeos de forma acompasada a la penetración.
El fin se acercaba. Quería tocar el cielo mientras sus gemidos y los movimientos con su pene en mi interior me hacían estremecer. Lo sentía tan dentro, se me antojaba rozar sus venas. Su cipote y toda su polla en mi interior. Sus manos y su boca dándome todo el placer que en este mes se me había negado y dejando atrás la tristeza y las lágrimas de días pasados.
Apenas aguantaba más. Él me avisaba, se iba a correr. En mi interior. Siempre se lo había impedido, siempre lo habíamos hecho con protección, pero aquel día me estaba entregando a él. Me daban igual las consecuencias. No quería pensar en nada. Sentirlo en mi interior por primera vez sin nada que nos alejara, piel con piel, nos estaba corroyendo a los dos. Nuestros gemidos se unían y solo podíamos acallarlos con nuestros apasionados besos.
Uno, dos, tres… Tres embestidas más por parte de los dos y llegamos al éxtasis, al orgasmo, al cielo. Vencida, cansada y muy sudada me caí vencida sobre él, que me recibió con ternura entre sus brazos.
No sé cuánto tiempo pasó después de ese recuerdo de éxtasis, pero sé que me quedé dormida en la cama. Una manta me cubría lo indispensable para que no cogiera frío. Mis ojos se abrieron y me lo encontré en el marco de la puerta con una taza de café humeante en sus manos.
Me desperecé y me dispuse a incorporarme cuando le oí dirigirse a mí para decirme: “¿Qué tal has dormido, gatita? Llevas dos horas dormida”, me preguntó mientras se acercaba a la cama. “Si era lo que yo decía, necesitábamos un polvo de despedida” terminó con humor. Me dio un beso en la frente y se alejó de la habitación dejándome sola y helada. El frío y la razón se adueñaban de mí.