Entre el ímpetu y la prudencia: Don Claudio.

Continuación de "Entre el amor y el deseo: Don Claudio".

"Entre el ímpetu y la prudencia: Don Claudio".

DMonyAK.

Ahí estaba el teléfono. Me bastaba girar un poco el cuerpo, estirar mi brazo y tomarlo para marcar el número que revoloteaba en algún oscuro rincón de mi mente, porque a estas alturas no me atrevía a pronunciarlo en voz alta, ni siquiera me sentía capaz poder escribirlo si surgiera la necesidad de hacerlo. Era como si una parte de mí quisiera olvidarlo... bloquearlo... ¡prohibírmelo!

Pero, como ya dije, el número estaba tan presente que mis dedos lo digitaban con una habilidad que me asustaba. Era como si adquirieran vida propia movidos por el ansiedad que me invadía. Lo marcaba cada noche, muchas veces; como un ejercicio mecánico al que me empujada el cuerpo con un deseo creciente. Como una boca que saliva a la espera de un delicioso bocado que sabe cercano, así sentía mi entrepierna humedecerse a medida que marcaba para inmediatamente después colgar, sin dar tiempo a que sonara el timbre del otro lado de la línea. Marcaba y colgaba continuamente, imaginándome que del otro lado de la línea aguardaba él, expectante, con una mano semi-tirante y entreabierta para tomar el aparato presuroso. Tal vez estuviera sentado en su sillón de descanso con el aparato en su regazo, acariciándolo como un gatito, a la espera del ansiado ronroneo. Pero el ronroneo nunca llegaba, porque yo siempre colgaba antes.

“Si te vas a poner a hablar con tus amigas, al menos ten la precaución de colgar el teléfono antes de que te quedes dormida”. Varias veces me llamaron la atención en casa porque alguien había intentado comunicarse y no podía. Casi cada noche, luego de que mis dedos se cansaban de marcar el número prohibido, se entretenían marcando mi piel con suaves caricias, en una ruta bien establecida que comenzaba en mi cuello, continuaba con mis hombros para luego hacer su primer parada importante en mis senos, donde perdían algo de delicadeza para apretarlos y estrujarlos, a veces con suavidad, a veces con cierta rudeza y me concentraba en mis sensibles pezones, haciendo ligeras cosquillitas, casi sin tocarlos, luego los apretujaba suavemente, cuando el calor era insoportable y la humedad entre mis piernas más que abundante, emprendía un lento camino hacia la gloria, entreteniéndome en mi vientre y en mis caderas, luego pasaba un poco a mis muslos para emprender el camino de regreso y entonces me concentraba con ahínco en mi pubis, en mis labios vaginales, en mi clítoris, donde jugaba a marcar nuevamente ese número maldito mientras el auricular era sostenido por mi otra mano como si realmente estuviera haciendo una llamada, no había palabras, pero sí suspiros y una respiración agitada bastante elocuente, aunque trataba de hacerlo bajito, discreta, casi de manera imperceptible.

En mi loca imaginación, él estaba del otro lado de la línea haciendo algo muy parecido y eso me excitaba sobremanera porque de algún modo sabía que juntos llegábamos al éxtasis. Tras ello, las fuerzas me abandonaban y tan solo susurraba un lacónico “buenas noches” para luego colgar y devolver el teléfono a su lugar, aunque muchas veces no lo lograba y el sueño acababa por doblegarme.

Esta nueva rutina que había adquirido mi vida tuvo un efecto positivo en la relación con mi novio. Podía dedicarme más a “quererlo” y a convivir con él en un plan más ameno para ambos, ya no me sentía atosigada por ese apetito carnal que antes de ello me hacía querer “comérmelo” a cada rato. Ahora tenía un “pequeño secreto” que le daba salida a esa otra parte de mí que otrora me consumía. Debía admitirlo: era feliz. Y en el fondo esperaba que esta felicidad que yo experimentaba trascendiera más allá de la relación entre mi novio y yo.

Pero, por otro lado, no dejaba de haber un lado oscuro en este asunto. Me sentía protagonista de una especie de sueño en el que mi novio era ese chico atractivo y sencillo que tanto adoraba, pero que en cuanto nos despedíamos se transformaba en un hombre muchos años más grande, lleno de sabiduría y de esa pasión que tanto me entusiasmaba. Incluso cuando estaba con él entre besos y arrumacos me quedaba contemplándolo durante largo rato intentando adivinar dónde quedarían las marcas del tiempo sobre su rostro lozano y terso, y las puntas de mis dedos jugaban a dibujarle los surcos que formarían sus líneas de expresión y que intuía que empatarían perfectamente con las arrugas que ahora cruzaban el rostro de su abuelo. Entonces lo besaba con más pasión y le murmuraba al oído que quería estar con él por muchos años, que entre más años tuviera más lo amaría. Él sonreía ante lo que consideraba ocurrencias de atolondrados.

Los meses se sucedieron en ese entorno en el que las cosas se habían acomodado, en que yo estaba conforme y no quería nada más. No hubo otra llamada, no era necesaria. Incluso un par de veces llegamos a coincidir con sus abuelos, una en casa de mi novio y otra en un centro comercial; los encuentros fueron de lo más cordiales. Pude notar en ellos “el cambio”, era evidente que lucían más felices y se les notaba la naturalidad en ello, no era una pose forzada como la había notado en anteriores ocasiones. Me dio gusto por ellos y ellos debieron haber notado algo parecido en nosotros, pues ella hizo algún comentario al respecto. Ni mi novio, ni su abuela pudieron percibir alguna sonrisilla cómplice, apenas perceptible entre su abuelo y yo. Eso sí, las piernas me temblaron cuando me ví en la necesidad de darle el besito de saludo y despedida. Esas dos noches estuve a punto de hacer que entrara la llamada durante mi ritual nocturno, incluso en una de las ocasiones me armé de valor y dejé que entrara, pero por fortuna, sonó ocupado. Me hacía ilusiones de que estaba ocupado porque del otro lado de la línea él habría levantado el auricular para llamarme a mí. Esa noche me masturbé con más fuerza que de costumbre y el orgasmo resultante fue especialmente intenso y prolongado.

—Ay, don Claudio —me sorprendí musitando entre suspiros...

Haciendo recuento de dichos encuentros, que fueron muy breves; me daba cuenta que yo lo miraba con insistencia, como intentando grabarme su imagen en cada detalle, su rostro marcado por arrugas, cada manchita, cada lunar, sus ojos, sus cejas, la nariz, su boca, su barbilla, sus orejas, su cabello... Su rostro entero me dedicaba a memorizarlo para después compararlo, empatarlo y en una operación tan insensata como fantástica, sustituirlo usando como base el juvenil rostro de mi novio. Algo parecido sucedía con sus manos, que me parecían descomunales, fuertes, toscas y huesudas, amén de su piel curtida y llena de esas manchitas como pecas que tiene mucha gente grande, que lejos de parecerme desagradables, descubría que me resultaba algo atrayente de algún modo. Tampoco voy a negar que durante dichos estudios visuales también prestaba algo de atención a otra región de su cuerpo, donde podía adivinar que se estaba agolpando la sangre en ciertas cantidades, suficientes para hacer perceptible un abultamiento en sus pantalones. Me sentía halagada al saber que tenía ese efecto en él y entonces volvían a mi memoria las sensaciones tan placenteras que ese bulto me habían producido en aquella ocasión en la que bailamos.

Me preguntaba si yo provocaba en él siquiera un ápice de las sensaciones que él había despertado en mí. Definitivamente, me movía el tapete encontrármelo en vivo y en directo. Ese resabio de inquietud me duraba un tiempo, hasta que las aguas volvían a su cauce natural y retomaba la rutina que me hacía feliz en compañía de mi novio.

Pero la vida sigue y hay eventos que tarde o temprano tienen que llegar. Eran finales de febrero cuando sucedió. Doña Diana, la abuela de mi novio falleció y don Claudio quedó deshecho. Era natural, ella era el amor de su vida y llevaban más de 60 años juntos, jamás hubo otra mujer en su vida; ella había sido su primero y único amor. Me conmovía demasiado verlo destrozado. Yo quería abrazarlo, intentar darle consuelo, reconfortarlo enjugando sus lágrimas, pero mi papel en la familia me relegaba a un papel de mera espectadora. Yo era simplemente la novia de uno de sus muchos nietos y eso no me daba derecho a nada. Incluso la conciencia me remordía por haber hecho “mi travesura”, que posiblemente constituía la única intrusión que aquel matrimonio ejemplar habría sufrido a lo largo de su existencia. Eso me pareció evidente cuando nuestras miradas se cruzaron una sola vez durante todo el proceso y su reacción fue apartar la mirada, un tanto avergonzado. Me sentí realmente mal al confirmar que yo era una especie de mancha que de último momento había mancillado tan bonita relación.

Sobra decir que me fue imposible continuar con mi ritual nocturno. Alguna vez lo intenté, pero el remordimiento no es precisamente algo excitante, terminé frustrada y llorando a mares. Esa pérdida acabó por afectar la relación con mi novio también, a pesar de los esfuerzos que hice y del mucho cariño que le tenía, tuve que aceptar que lo nuestro ya no era igual, en su rostro veía el rostro de su abuelo y eso en el fondo me hacía avergonzarme, porque nuestra relación se había desvirtuado tanto que esa chispa la estaba poniendo un elemento fantasioso que se había derrumbado ya. El final de cursos y mi próxima entrada a la Universidad movieron tanto las cosas que acabamos por distanciarnos, así por las buenas y guardando un bonito recuerdo de nuestra relación. Él fue mi primer novio y yo su primera novia. Así que, se diga lo que se diga, y venga lo que venga; el primer amor nunca se olvida.

Respecto a don Claudio, jamás me atreví a preguntar y me conformé con lo poco que mi novio me llegó a contar por su propia iniciativa. La muerte de doña Diana le afectó demasiado, uno de sus hijos se lo llevó a vivir a su casa para que no estuviera solo. Sin embargo, a menos de un año, a finales de Octubre, me entristeció demasiado enterarme de que don Claudio se había reunido con su adorada esposa.