Entre el amor y el deseo: Don Claudio.

El primer amor nunca se olvida, pero el deseo a veces hace de las suyas.

"Entre el amor y el deseo: Don Claudio".

DMonyAK

Él era mi primer amor. Yo, como toda chica primeriza estaba profundamente enamorada. Lo conocí en la Pascua Juvenil, una especie de encierros espirituales en los que los jóvenes reflexionan sobre Jesucristo y toda esa horda de letanías y dogmas que pretenden convertir en evangelistas a los adolescentes que en realidad acuden ahí con el único fin de convivir con otros jóvenes y como en mi caso, tal vez llegar a conocer a un buen muchacho con quien iniciar una relación.

Él, a diferencia de mí, era un ferviente creyente y tomaba muy a pecho las estipulaciones de la iglesia. Hacía un par de años que habíamos iniciado nuestro noviazgo y por supuesto que yo, espíritu libre y alocado, y mucho más fogosa que mi adorado, me moría de ganas de que lo nuestro fuera un paso más allá. Sin embargo, él había sido muy claro, conservar la castidad previa al matrimonio, cosa en la que ambos estuvimos de acuerdo desde un principio. Y como no estarlo si lo nuestro era un noviazgo de “manita sudada” como se dice coloquialmente, una relación sin malicia, a la que le bastaba como máxima manifestación de amor un beso en los labios.

Pero cada vez me costaba más trabajo contenerme. Era un juego peligroso, pues por una parte, lo amaba con todo mi corazón y como parte natural de ese amor y esa atracción física, lo deseaba a morir; por otro lado, quería seguir siendo una buena muchacha, pues temía además, que si yo tomaba la iniciativa en ese asunto podía dar al traste con algo maravilloso.

Nunca pasó por mi mente el asunto de la infidelidad, pues yo nunca tuve ojos para otro que no fuera él. Como parte de ello fue que comencé a explorar mi cuerpo, acabé aficionándome a los tocamientos íntimos, mismos que me servían como paliativo. Aunque el deseo permanecía, por lo menos dicha actividad me hacía más llevadero el asunto.

Mi familia lo adoraba y a mi la suya me tenía gran aprecio. De modo que era bastante frecuente su presencia en los eventos familiares de mi casa y la mía en los suyos. Ellos eran muy unidos y eran una familia numerosa ya que las reuniones giraban en torno a los abuelos, por lo que yo conocía a muchos de sus primos que tenían un rango de edad similar al nuestro y eran todos ellos muy simpáticos. De modo que nuestra relación tenía muchos puntos favorables en ambas direcciones, por lo que en mis adentros me convencía de que “valía la pena esperar”.

Todas las piezas estaban en su lugar y yo era feliz en ese momento y tenía grandes expectativas del futuro y de la evolución natural de nuestra relación. Pero todavía éramos muy jóvenes, recuerdo que por aquel entonces yo estaba en el último semestre de bachillerato y nos habían encargado una tarea de la materia de orientación profesiográfica. A mi equipo le había tocado investigar acerca de la medicina y sus ramas. Como la mamá de una compañera trabajaba en una clínica de especialidades, se nos facilitó tener acceso a la misma para hacer nuestra tarea.

Éramos tres compañeras en el equipo y nos repartimos las especialidades para que nuestro trabajo fuera más productivo. A mí me tocó comenzar con un consultorio de geriatría. La recepcionista resultó muy amable y fue muy accesible en todo lo que le preguntaba, incluso se pasaba porque hasta me cedió su lugar para que probara un poco la rutina del puesto que ocupaba.

En eso me encontraba yo, probando la silla de la recepción, cuando se oyó la voz del médico a través de un aparatito parecido al radio/reloj/despertador que tenía yo en el buró de mi recámara.

—Ese es el intercomunicador, cuando el doctor me necesita se comunica conmigo... y cuando yo necesito comunicarme con él hago lo mismo apretando este botoncito, pero yo lo hago nada más cuando es muy urgente, una nunca debe interrumpir la consulta... Ahora vuelvo.

La mujer entró al consultorio, momentos después volvió diciéndome que volvía en un momento, que tenía que pasar a farmacia por un medicamento, que yo atendiera la recepción es su ausencia. Yo me puse algo nerviosa a pesar de que se trataba de una especie de juego.

Lo que me llamó la atención era que el intercomunicador se seguía escuchando, ya no con la intensidad de hace unos momentos, pero se notaba que se había quedado activado tal vez de forma accidental. Yo busqué la forma de desactivarlo, pero no me atrevía a tocar ningún botón ya que por el uso se habían borrado los letreros que indicaban las funciones. Además me daba cosa estar escuchando la consulta, pues me parecía que estaba invadiendo la privacidad médico/paciente. El dichoso aparatito tenía entrada para audífonos, yo traía los míos, de modo que se los coloqué para anular el altavoz, casi de manera automática me coloqué los audífonos y entonces pude escuchar mejor lo que acontecía del otro lado.

Había una señora hipocondríaca que se quejaba de todos sus achaques, parecía que iba acompañada de su esposo, que por lo contrario parecía ser un mero espectador que ocasionalmente asentía o negaba lo que ella expresaba. Aparentemente, la mujer ya se había desahogado de su cúmulo de males, ya fueran reales o imaginarios; parecía que la consulta había llegado a su fin y el médico procedió a recetarle algunas medicinas adicionales a lo que ya le había prescrito.

Fue entonces que sucedió lo que acabó marcándome de por vida.

—Por cierto, doctor; y aprovechando la vuelta, ¿podría darle algo a este para que me deje en paz?

—No entiendo, Señora... ¿para que la deje en paz?

—Sí, doctor; es que... viera usted que todo el tiempo quiere estar a duro y duro... y yo a mis años, la verdad es que lo que menos quiero es... ya sabe usted...

—Don Claudio, ¿es cierto eso?

—Pues, ¿yo que culpa tengo de que a mi edad todavía tenga ganas?

—Cierto, doña Diana, usted debería sentirse afortunada, otras mujeres se quejan de lo contrario, de que sus maridos, siendo incluso mucho más jóvenes que Don Claudio, ya no las atienden como debe ser.

—Pues eso debe ser a otras, porque lo que es a mí, ya tuve muchos años de eso y a estas alturas, lo que menos quiero es seguir sirviéndole a este para sus cochinadas. Además, no tiene llenadera y como lo tengo todo el día en la casa, pues todo el tiempo anda atrás de mí.

—Yo creo que más bien debería darle algo a ella para que se le quite lo frígida.

—Tú bien sabes que desde que se “cerró la fábrica” yo ya no he estado de acuerdo en que hagamos esas cosas, pero no, quesque yo “debería seguir cumpliendo mi deber de esposa”... Ya me tiene hasta la coronilla; yo, a estas alturas lo que quiero es estar tranquila, ya estamos muy viejos y como tales hay que portarnos. Esas cosas son para los que están jóvenes y quieren tener hijos, nosotros ya para qué. Por eso quiero que le dé algo que le quite lo ganoso y haga que se porte como corresponde a un hombre de su edad...

La consulta me estaba resultando muy interesante y con un trasfondo divertido, en el que se notaba que hasta el médico hacía grandes esfuerzos por no reírse. A mí por supuesto que me pasaba lo mismo, pero en ese preciso instante vi que ya volvía la recepcionista. Lo único que atiné a hacer fue desconectar el aparato y apresuradamente oculté mis audífonos para que no sospechara que había estado escuchado, sobre todo, por el giro tan íntimo que tomó la consulta. Yo estaba verdaderamente nerviosa y me sentía culpable. La recepcionista me agradeció la ayuda y cuando pretendía comunicarse con el médico se dio cuenta de que el intercomunicador estaba desconectado.

—Lo desconecté porque se seguía escuchando y no supe con cual botón se apagaba.

—Sí, es que a veces se atora, pero es el del doctor el que se queda pegado... si vieras de las cosas que se entera una sin querer por ese detalle...

—Sí, me imagino...

Total, que conectó el aparato y le comunicó al doctor que ya tenía el medicamento que le había encargado. Cuando aparecieron ante mí, mi sorpresa fue mayúscula y pedí que la tierra me tragara. Eran los abuelos de mi novio, yo gire la cara para que no me reconocieran, ellos estaban tan contrariados que no repararon en mi presencia.

—No debiste haberle dicho eso al doctor... —le recriminaba entre dientes don Claudio a su mujer.

—¿Ah, no?, ¿y entonces a quién quieres que se lo diga? ¿a ella? —la señora me señaló y yo sabiendo de qué se trataba el asunto, me puse colorada como un tomate.

Cuando se alejaban del consultorio pude ver que don Claudio tenía un semblante raro, había en él una mezcla de enojo y vergüenza que yo consideraba perfectamente justificable.

Y así fue como me enteré de la vida íntima de los abuelos de mi novio. Era una pareja que a las primeras de cambio se veía feliz, parecían llevarse de lo mejor; pero en el fondo, tenían ese detallito de su vida sexual con apetitos tan dispares.

En un principio me pareció algo divertido. No podía evitarlo, cada vez que me los encontraba venía a mi cabeza la imagen de Don Claudio intentando convencer a Doña Diana de hacer “cosas” y a esta rechazándolo siempre diciéndole cosas como “estate sosiego, viejo calenturiento”. Luego reflexionaba sobre mi propia situación, que en realidad no era muy distinta a la que estaba viviendo don Claudio, yo que me moría de ganas de hacerlo, pero mi novio seguía firme en su (nuestra) decisión de permanecer castos previo al matrimonio. De modo que cada vez me fui identificando más con Don Claudio, y lo que al principio me parecía divertido se transformó y empecé a sentir algo de lástima por él.

Pero la consecuencia de ello la sigo padeciendo hasta la fecha.

Era la celebración de un Aniversario de Bodas de los abuelos y como se trataba de un evento grande estaban todos los nietos presentes, por supuesto que la mayoría de los que estaban en nuestra edad iban acompañados por su pareja. Yo, naturalmente, estaba presente en dicho evento. La fiesta estuvo muy agradable, la pareja todo el tiempo fue el centro de atención. Don Claudio estuvo bailando toda la noche con sus hijas, nueras y nietas y por supuesto con alguna que otra colada como en mi caso.

No era la primera vez que bailábamos, pero en esta ocasión lo veía de manera diferente a causa del “secreto” del que me había enterado. Siempre lo había visto como una figura ancestral, simpática y bonachona. Pero esta vez, estaba más conciente de su presencia como persona.

—Hubo un tiempo en que lucíamos como tú y mi nieto, creo que de todos los que están aquí ninguna pareja se puede comparar mejor con nosotros, que ustedes. Claro, que tu eres un poquitín más bella que mi doña Diana, y modestia aparte, yo era mucho más guapo que mi nieto, sé que no quedan rastros de ello, pero te juro que te digo la verdad.

—Como cree, don Claudio; si su nieto se va a ver aunque sea una cuarta parte de lo guapo que se ve usted a sus años, me doy por bien servida.

—Ja, ja, ja... ¿Entonces, ustedes van en serio, eh?

—Claro, aunque todavía somos muy jóvenes como para pensar en matrimonio... Pero al verlos a ustedes, después de tantos años, juntos y tan felices... Créame que es un aliciente para tomarlos de ejemplo, nada me gustaría más que llegar a la plenitud de la vida en una compañía así, como la que ustedes se hacen.

Don Claudio volteó a ver a doña Diana, que a diferencia de él no parecía disfrutar tanto del baile, noté como sus ojos se ponían vidriosos.

—Créeme, hija; todos los sacrificios que hemos hecho y los que seguimos haciendo han valido la pena. Cuando tú aceptas compartir tu vida por entero con otra persona, la aceptas como es en ese momento y estás dispuesto a aceptarla con el paso del tiempo en las diferentes etapas de su vida. Te puedo decir que es lo máximo haber disfrutado todos estos años en compañía de una mujer tan divina como doña Diana. Cada arruga y cada cana las hemos ido sumando juntos a través de los años y eso no la cambio por nada del mundo.

No pude más que sentirme enternecida por lo que me acababa de decir, de modo que me abracé a él y así continuamos bailando el resto de la pieza, nuestros cuerpos estaban completamente unidos, nuestros pubis coincidían exactamente, de tal modo que, a sabiendas de la abstinencia a que lo tenía condenado su esposa, se me ocurrió hacer una “travesura” y como quien no quiere la cosa fui pegando poco a poco mi pubis a su entrepierna, hasta lograr un roce que me producía una agradable calidez, no tardé en sentir la respuesta de su parte, pues mi pubis ahora se restregaba contra un creciente bulto.

La pieza llegó a su fin y el contacto entre ambos se rompió. Nos separamos sin atrevernos a mirarnos a la cara. Aunque hubo ocasión de repetir el baile, preferimos no hacerlo. Cada quien por su lado siguió departiendo con los invitados, nos evitamos estratégicamente el resto de la velada, aunque podía intuir que él me buscaba con la mirada cuando estaba seguro de que nuestras miradas no se cruzarían, lo sé, porque extrañamente yo hacía lo mismo.

Al principio lo había hecho con un afán meramente investigativo, por mera curiosidad o si ustedes quieren, por traviesa. Sin embargo, el hecho de sentir su “hombría” en contacto con mi intimidad, aunque fuera con las ropas de por medio, me había hecho descubridora de una sensación novedosa, agradable, aunque pecaminosa, porque se trataba del abuelo de mi novio.

Las horas transcurrieron y llegó el inevitable momento de las despedidas. Yo pretendía que nos marcháramos sin tener que verle la cara a don Claudio, pero mi novio me arrastró hasta ellos “para despedirnos como es debido de los festejados”. A medida que nos acercábamos a ellos yo sentía que mi corazón se aceleraba y me daba la impresión de que incrementaba su tamaño dificultándome la respiración. Se me caía la cara de vergüenza cuando finalmente estuvimos frente a ellos, seguía sin atreverme a mirarlo a la cara. Yo me despedía de doña Diana cuando escuché a don Claudio comentándole a mi novio.

—Cuídala mucho, hijo; tienes un tesoro de mujer a tu lado. Ten por seguro que si yo tuviera tu edad te la bajaba sin compasión... Pero, desgraciadamente, a mi edad sólo puedo soñar con cosas como esa. Sin embargo, allá afuera hay muchos pelafustanes que no vacilarán en intentarlo... Cuídala mucho, hijo, cuídala.

Al escucharlo decir eso de mí, de algún modo sentí que “mi travesura” no había tenido un efecto tan negativo en Don Claudio, el enorme peso que llevaba encima de pronto se hizo más ligero. A pesar de ello seguí sin atreverme a verlo a la cara.

—¿No te despides del abuelo?

—Ya me había despedido de él, solamente me faltaba despedirme de tu abuela.

Esa noche, cuando mi novio me dejó en casa, fue evidente que la fogosidad que le imprimí al beso de despedida fue mucho más intensa que de costumbre, él tuvo que romperlo porque amenazaba con hacerse eterno además de que pude notar su respuesta viril en ciernes rozarse contra mi entrepierna. No le di demasiada importancia al hecho, eso sucedía con más frecuencia de la que quisiera. Y el adiós llegaba para los dos, que estoicos, nos despedíamos manteniendo intacta nuestra promesa.

Esa noche en la cama, no pude conciliar el sueño. Estaba demasiado inquieta, y mi inquietud no tenía otra causa que la calentura que llevaba encima. Jamás en la vida me había sentido tan excitada. Tenía que aliviarme o no podría descansar, de modo que procedí a explorar mi cuerpo en busca de placer. A pesar de que conscientemente trataba de pensar en mi novio mientras intentaba aliviar mi excitación, el inconsciente me traicionaba y me llevaba al momento del abrazo y el roce con don Claudio... Algo en mi me decía que eso estaba mal y me forzaba a pensar en mi novio, pero no lograba ni la concentración, ni el efecto deseados... Me empecé a sentir frustrada y quise dejarlo por la paz. Me levanté y decidí dar un paseo por la casa para despejar mi mente y tal vez para disipar mi excitación. Rato después terminé en mi habitación viendo televisión, comprobando la triste realidad, tantos canales y nada bueno en la programación.

Miro el reloj/despertador de mi buró, el tiempo ha avanzado muy lentamente. Desvío mi mirada un poco y me concentro en el teléfono. Una idea me va dominando, varias veces he marcado ese número, aunque ahora no estoy segura de la secuencia. El nerviosismo me invade, un golpe en mi pecho se incrementa a medida que me decido y voy marcando muy lentamente... Me digo que solamente dejaré que suene un par de veces y colgaré... Finalmente escucho una vez y para mi sorpresa, descuelgan al otro lado... No hay voz, nada dice quien levantó el auricular, pero me parece escuchar una respiración lenta y profunda. Finalmente intento hacer mi mejor imitación de cobrador bancario o de encuestador.

—Buenas noches; disculpe por molestar a estas horas... ¿Se encuentra la señora de la casa?

—Ella se encuentra profundamente dormida en su cama...

—¿Y usted por qué no está haciendo lo mismo?

—En primera, porque hace tiempo que no compartimos habitación y en segunda, porque estoy demasiado turbado como para poder hacerlo.

—Es una pena escuchar eso, pero... ¿se puede saber a qué se debe su turbación?

—No lo sé a ciencia cierta... Puede ser porque hoy festejé un aniversario de bodas más... y me di cuenta de lo viejo que soy, de lo viejos que somos mi esposa y yo...

—¿Eso es lo que lo tiene turbado?

—Eso y tener que cargar con el peso de lo distinta que ella es ahora...

—Eso le sucede también a las parejas jóvenes, sé que a usted lo frustra que su mujer no tenga los mismos intereses que usted a pesar de que en algún momento ambos los tuvieron.

—¿A qué se refiere exactamente?

—A que posiblemente a su mujer ya no le guste bailar, por ejemplo y a usted le sigue gustando tanto o más que antes, pero lo frustra que ella ya no quiera “bailar”...

—Así es, posiblemente... Así es, me gustaría tener de regreso a mi mujer cuando era alguien a quien le gustaba “bailar” tanto como a mí.

—A mí me pasa algo parecido a usted... A mí me gustaría mucho “bailar”, pero mi pareja no quiere hacerlo... Me gustaría viajar en el tiempo y encontrarme con él en un futuro lejano en el que ambos podamos “bailar” la noche entera.

—Comprendo, hoy tuve un atisbo de ese sueño y viví un instante de cielo en el que en la realidad tuve entre mis brazos ese ser tan anhelado, que  transpira deseo por todos sus poros y sentí que de algún modo nos complementábamos... Hubiera querido mantenerme aferrado a ella toda la noche, pero eso no era posible, o tal era posible pero no correcto.

No hacía falta hablar más, el único sonido que emitía era mi respiración, agitada y profunda como la suya que me acompañaba en sincronía. Finalmente un suspiro, hondo y prolongado igual que el mío... Luego, silencio... que amenazaba con ser eterno...

—Gracias, hija... descansa... —Musita finalmente, antes de colgar el teléfono.

Yo no soy capaz de articular palabra alguna porque lo intenso y prolongado de mi orgasmo me lo impiden. Además, la bocina se me ha escapado de las manos tras sus últimas palabras.

—Fue un placer, don Claudio... —contesto entrecortadamente al aire.

Quedaban pocas horas para el amanecer, pero ahora podría disfrutar de ellas a pierna suelta y en total quietud, aunque sabía que no despertaría con la conciencia tranquila.