Entrando en el ascensor
Otro pequeño relato de lo que por naturaleza sentimos cada vez que subimos en ascensor.
Una vez más entramos por aquella puerta. Ni tú ni yo sabíamos las veces que habíamos entrado allí, pero ambos sentíamos en el cuerpo una premonición de lo que en breves segundos iba a ocurrir.
Cada vez que tomábamos un ascensor, ya fuese de mi casa o de un hotel, al igual que la cabina subía escalando los pisos del edificio, un fervor escalaba nuestros cuerpos y ninguno de los dos podía aguantar más que el tiempo que necesitaba la puerta para cerrarse antes de llevar al otro contra la pared para fundirlo en un beso. Y es que solo contigo he deseado vivir en un rascacielos.
No había tregua para nuestras lenguas, que aprovechaban esa privacidad fugaz, esa sensación de estar volando, causada por el ascensor y por el roce del uno contra el otro, esos instantes mágicos que están casi prescritos en nuestras cabezas. Y es que solo contigo he deseado vivir en un ático.
Por desgracia nuestro trayecto acaba rápido, las puertas vuelven a abrirse y nuestra pasión tiene que firmar la paz, aunque sea por unos minutos, para mostrar a quienes nos rodean una seriedad que en el fondo no tenemos, para esconder o disfrazar esas ganas irreprochables de seguir jugando con nuestros labios, independientes del tiempo y de lo que nos rodee.