Entramos en calor avivando la llama

Oli está loco con su pequeña hijita, pero su excesiva atención por ella, hace que Irina se sienta desplazada.

Muchos cambios. Y muy poco tiempo para asumirlos. Supongo que a eso, se reducía todo… pero no dejaba de preocuparme. Irina y yo llevamos casados ya un tiempo, tenemos tres niños que han venido escopetados, primero los gemelos, y apenas diez meses después, Tercero, la niña de la casa, la princesita de papá… Olivia, porque yo me llamo Oliver. Conste que el nombre, no fue idea mía, se empeñó mi mujer. Y desde el nacimiento de ella, yo sentía a Irina… distante conmigo.

Al principio, no le di importancia. Supuse que se trataba del cambio hormonal después del embarazo, porque… durante el mismo, nos habíamos desatado una barbaridad, íbamos a ritmo de intimar todos los días, y con frecuencia más de una vez, pero de golpe, Irina estaba siempre cansada. No me parecía raro, teniendo a tres bebés en casa, y pasando por el niño de nuestros primos, Beto y Dulce. Me pesaba reconocerlo, pero durante las dos semanas que había durado el trámite de ellos, la emoción por Beto y Dulce me había cegado un poco respecto a Irina. Yo la veía alegre y emocionada también, pero… pero de pronto, la veía pensativa y triste. Le preguntaba, pero ella me sonreía y me decía que no pasaba nada. Solía besarme la cara cuando decía eso, y yo no me preocupaba más, ¿por qué iba a hacerlo? Mi Irina no me mentiría.

El bebé de nuestros primos era algo más de un mes mayor que Tercero, pero ellos no lo habían tenido hasta hacía pocos días, era un niño adoptado. Beto y Dulce habían pasado por varios exámenes, visitas, incluso Irina y yo habíamos sido entrevistados para avalarlos como buenos padres. El trámite también se había acelerado mucho porque la madre natural del pequeño, Luz, había conocido a nuestros primos… por mediación mía, e insistió en darles el bebé, ya que ella, ni lo deseaba, ni tenía medios para sacarlos adelante. Sólo yo sabía quién era el padre biológico de la criatura. Soy bibliotecario de una Universidad, un centro en el que las residencias de estudiantes femenina y masculina están separadas casi medio quilómetro por un bosquecillo natural y donde el que te pesquen en una habitación del sexo contrario más allá de las seis de la tarde sin un permiso especial para ello, puede desencadenar una expulsión, porque el Decano no se toma a broma la moralidad y las buenas costumbres… de los demás. Con las suyas propias, es más relajado. El padre del niño, y de vaya uno a saber cuántos más sin reconocer, era ese mismo Decano.

“Por favor, que no salga a su padre…” pensé la primera vez que tuve a mi sobrino en brazos, pero enseguida me corregí. Su padre, ya no es el Decano. El Decano sólo puso una gota de semen en el cuerpo de una pobre chiquilla a la que hizo creer que la marcha atrás, es un método efectivo de anticoncepción… Su padre, ahora, es mi primo Beto. Y yo sé que no hay hombre más bueno en el mundo que él, aunque a veces no sea muy avispado. Y su madre es Dulce, y ella es muy buena y también muy inteligente. Sabrán educarle. Y además, están locos con él. Dulce quería llamarle Humberto, como mi primo Beto (él se llama Beto a sí mismo porque de niño, no sabía pronunciar bien su nombre), pero éste se negó y quiso llamar al niño Renato. Yo sabía por qué.

Mi primo es una persona buenísima, es noblote, es generoso, es inocente… pero esa misma bondad, hace que muchas veces, le tomen por tonto. En el colegio, los niños se reían de él y los profesores no lo solían tratar bien, la mayoría le tomaban por retrasado, hasta su propio padre, mi tío Simón, suele decir de él que es subnormal, y aunque le respete por ser el hermano de mi padre, con frecuencia… con frecuencia le odio por decir algo así de Beto. Mi primo, durante su época escolar, no tuvo demasiados buenos recuerdos ni muchos amigos. Prácticamente su único amigo era yo, que soy casi cinco años menor que él… y don Renato. Don Renato fue su profesor de quinto de básica, y casi el único que supo llevarle. Reconozco que mi primo puede ser muy atolondrado y algo duro de mollera, pero si se tiene paciencia con él, lo entiende todo… y Don Renato la tuvo. No le importaba sentarse a su lado en el pupitre y explicarle las cosas a él solo, y la clase no se desmandaba por ello, porque d. Renato era de ese tipo de Maestros (con mayúscula) que son capaces de mantener el orden en un aula de treinta chiquillos sin necesidad ni de alzar la voz, y que se ganaba por igual el cariño que el respeto. Don Renato solía felicitar a mi primo y decirle lo bien que hacía las cosas, y Beto, encantado de ser por primera vez en su vida un buen alumno y no el tonto de la clase, se esforzaba como un burro. No era de extrañar que quisiese poner ese nombre a su hijo, y yo sé que no le puso Oliver, porque yo mismo le pedí expresamente que no lo hiciera.

Así, Beto y Dulce estaban en una nube con “Renatito”, o “Renecito”, como le decía Dulce, que opinaba que René, sonaba más bonito que Renato. Y yo estaba loco con Tercero y los gemelos… pero Irina siempre parecía triste. Por un momento, pensé si no estaría embarazada por tercera vez, dado que las dos primeras veces, su decisión de decírmelo había venido precedida de unos días de tristeza y distancia, pero lo descarté: cuando Irina está en estado, su olfato se desarrolla hasta límites insospechados, y en esta ocasión, no parecía que sus sentidos se hubieran afinado más de lo normal. No dejaba de preguntarle, pero Irina sólo contestaba que no sucedía nada… pero yo notaba que, cada vez que me contestaba, lo hacía con menos cariño, parecía estar harta de que yo insistiera, pero, ¿cómo no insistir si, aunque me dijese que no estaba triste, yo sí la veía triste…? Podía pasar un día o dos sin insistir, pero al tercero tenía que preguntar otra vez. Y finalmente, llegué a la inevitable conclusión de que ocurría algo grave, cuando un jueves por la noche sonó la alarma de las cinco de la mañana, y cuando me levanté para darle el biberón a Tercero, Irina no estaba dormida a mi lado.

Pensé que quizá se había levantado ella para preparar el biberón, a pesar de que, desde que se le fue la leche, soy yo quien se encarga de darle bibes, y fui a la cocina, pero al llegar al salón, me detuve en seco. Sollozos. Irina sorbía por la nariz. Me asomé al salón, Irina estaba sentada en el tresillo, de espaldas a mí, mirando la tele. Se había puesto una película, y la reconocí, era Cuando Harry encontró a Sally… pero, pese a ser una comedia, Irina estaba llorando, abrazada a un cojín, desconsolada.

-Irina… - susurré, tomándola de los hombros.

-¡Hah! – mi mujer pegó un bote y apagó el televisor, avergonzada como si la hubieran pescado masturbándose o algo así, e intentó secarse las lágrimas mientras me sentaba junto a ella.

-Cariño, ¿qué pasa? – supongo que mi voz transmitió más ansiedad de la que yo deseaba, porque mi Irina quiso contestar “nada”, pero sólo fue capaz de negar con la cabeza y se abrazó a mí. La apreté contra mi pecho y la mecí.

-Oli… soy muy mala, muy mala y egoísta… - sollozó.

-¿Qué? ¿Quién dice eso?

-Yo. – contestó.

-¿Por qué? Tú no eres mala, ni egoísta, Irina, ¿de dónde sacas eso? – Pero mi mujer no contestó, siguió llorando. Insistí, pero apenas pudo respirar de nuevo, sonrió.

-Qué… qué tonta me pongo cuando va a bajarme la regla, ¿verdad? – sonrió con tanta naturalidad que cualquiera hubiera podido pensar que, en efecto, no le pasaba nada en absoluto. Me besó la nariz y se levantó ella misma a ponerle el biberón a Tercero, pero cuando la vi dárselo, noté que de nuevo tenía esa expresión triste y pensativa. “No me lo vas a decir” pensé “Sea lo que sea, no vas a contármelo… así que tendré que averiguarlo de otra manera”.


-Si se tratase de otra mujer, te diría que quizá está teniendo una aventura, pero conociendo a Irina, eso es imposible – dijo Dulce enseguida, y a decir verdad, me tranquilizó. Estaba en casa de mis primos, Beto tenía en brazos a Renato (Dulce no para de decirle que le va a hacer un vicioso de los brazos, pero lo cierto es que cuando consigue extirpárselo a él, es para tenerlo ella, así que no sé por qué se han comprado carrito, la verdad), y Dulce había preparado cacao para los tres mientras yo le preguntaba por el comportamiento de Irina. Al fin y al cabo, Dulce también era mujer y se llevaba muy bien con ella, quizá podía iluminarme…

-¿Pero por qué se siente mala y egoísta? ¿Por qué alguien lloraría como una magdalena viendo una comedia? Dulce… te soy sincero, tengo miedo de que Irina no sea feliz conmigo.

-No creo que sea para tanto… pero mira el detalle: está viendo una comedia romántica, y se echa a llorar. ¿No ves lo que le sucede?

-No sé… - admití - ¿Quizá se acuerde de otro novio anterior, quizá piense que hubiera sido más feliz con otra persona?

-Oli, tú nunca has sido tonto. No pienses como un tonto – intervino mi primo. Que no es que él estuviese más avisado que yo de lo que le sucedía a Irina, pero sí se daba cuenta de que Dulce querría decir algo diferente.

-Beto tiene razón, Oli, deja de pensar que tú tienes la culpa de todo…. Verás… Irina era una chica muy guapa, muy inteligente, culta, independiente… y de repente, te conoce, se enamora, se casa y tiene niños. Y todo es muy rápido. Y un día, se levanta, y se mira al espejo, y donde antes veía a una diosa, ahora ve a un ama de casa… y tiene miedo.

-Bueno, ella no es un ama de casa, cuando se le acabe la baja, volverá a trabajar, como yo… - Beto y Dulce me miraron. Otra vez estaba pensando como un tonto, me estaba quedando en la superficie.

-Lo que quiero decir, es que se da cuenta de que el tiempo pasa. De que ya no es la chica alegre, la chica de aventuras… antes, podía tener cinco amantes en un año, ir a bailar todas las noches, largarse a París un fin de semana si se le antojaba, o hacer parapente. Hoy día, ya no puede hacer nada de eso. Lo ha cambiado todo por una familia, y te quiere, y quiere a los niños… pero tiene miedo.

-¿De qué?

-De envejecer. De perder su atractivo. De volverse gorda, torpe, arrugada, con celulitis, poco interesante…. De que tú la dejes de querer, en suma.

-¡Pero eso es imposible! ¡Yo no la dejaré de querer nunca! – me defendí, porque es cierto.

-Eso, es lo que dices, y lo que sientes… pero no es lo que ella percibe. Oli, Irina está distante, porque tú estás distante. Y no te das cuenta. – la miré, inquisitivo, ¿yo, distante? – Sí. Creo que lo hiciste con buena intención, pero ella se sintió dolida.

-¿Qué he hecho yo…?

-Has sustituido a Irina. Le estás prestando demasiada atención a la otra mujer. – por un momento me quedé pasmado, no entendía nada, pero de pronto, entendí.

-¿¿¿Tercero???

-¡Ya lo ves! ¡Tú mismo te das cuenta!

-¡Pero es un bebé! ¡Claro que le presto atención, hay que dársela!

-Desde luego que sí… pero cuando nacieron Román y Kostia, cuando viste que de pronto tenías que compartir a tu mujer con dos niños más que le ocupaban el tiempo, el cariño, y los pechos todo el tiempo, ¿no te pusiste celoso tú? – agaché la cabeza. Tenía un poco de razón… bueno, la tenía toda. – Cuando nació Tercero, Irina le dio el pecho como a los gemelos, pero tú….

-Irina tenía poca leche, la niña se tomó los calostros, y luego casi no daba leche… la criatura se quedaba con hambre… pensé que era lo mejor…  - intenté defenderme.

-Oli, no hiciste mal. Fuiste a la farmacia, pediste consejo y compraste biberones y leche. De acuerdo. Pero lo hiciste sin consultar a Irina primero. Tomaste la decisión tú solo. Es muy probable que ella hubiera producido más leche en poco tiempo, y de no haberlo hecho, ella misma hubiera sugerido pasar a biberón, hubiera estado de acuerdo contigo si se lo hubieras contado, pero en lugar de eso, obraste tú solito aprovechando que ella bajaba a la compra, y cuando volvió, se encontró contigo dándole biberón a la niña, sin hablarlo a ella primero. Le sentó mal. Se sintió desplazada. Tú no te diste cuenta, tú pensaste que era lo mejor, pero a ella le sentó como una patada. Tuvo la sensación de que la subvalorabas, que le decías que no sabía criar niños, que… y desde entonces, casi todos los biberones se los das tú. Y sé que lo haces para quitarle trabajo a ella, que pueda ocuparse de Román y Kostia… pero como lo hiciste a escondidas, lo que ella piensa es que no quieres que se ocupe de Tercero, porque la niña lo es todo para ti, que quieres estar con ella constantemente y sólo piensas en ella. Que te importa más que Irina.

Tuve la impresión de que la habitación se me caía encima, ¿cómo iba yo a saber que el dar biberones a Tercero podía tener semejantes efectos secundarios en el ánimo de Irina…? ¿De veras ella podía sentirse desplazada por el bebé?

-Por eso se siente “mala y egoísta”, Oli. – concluyó Dulce – Porque se acuerda de cuando estabais tú y ella solos, de cuando no tenía que compartirte con nadie más… y se pone triste porque eso, ya no lo puede recuperar, pero se pone todavía más triste al pensar que es egoísta querer tenerte para ella sola… pero es precisamente lo que necesita, Oli. Eso, es precisamente lo que necesita.


Me sentía como una especie de criminal por aquello. Y también me sentía un mal padre… una parte de mí me decía que no era cierto, que lo estaba haciendo por hacer feliz a Irina y demostrarle que, por mucho que quiera a los niños, a Tercero, nunca la dejaré de querer a ella. Pero aún así, mi conciencia seguía susurrando “Mentiroso. Lo haces por meterla en caliente, lo haces por un rato de placer con ella, lo haces para que se ponga contenta y te vuelva a dar mimitos… ¡lo haces sólo por follar!”, y me sentía terriblemente culpable… pero lo había hecho de todos modos, y no había vuelta atrás. Y todo había sido sorprendentemente sencillo…

-Dulce, no sé qué deciros, me siento fatal. – dijo mi mujer, todavía con Kostia en brazos, mientras Beto repartía a los niños en su sofá-cama, entre un montón de cojines y almohadas, para evitar que al darse la vuelta, alguno se pudiera caer, y no dejaba de dar besitos a todos.

-No seas boba, no tienes nada que decir – sonrió Dulce - ¿acaso tú no lo harías igual si nos hubiese pasado a nosotros?

-¡Pero es que ni aposta! ¡Se nos estropea la calefacción estando a cinco bajo cero, llamamos a Averías, y sale un  estúpido contestador diciendo que “el horario de atención es hasta las seis de la tarde, de lunes a viernes”, así que hale, si se te estropea la caldera un viernes a las siete, muérete de frio!

-No te preocupes por nada, tú sabes que nos encanta tener a los niños, - terció mi primo, acercándose para coger a Kostia en brazos; todos los niños quieren a Beto, pero Kostia tiene pasión con su tío, apenas le vio acercarse, le tiró los brazos riéndose, y eso a mi primo le da una risa que se mata, y el niño se ríe más aún. Irina se lo entregó, sonriendo, pero casi se congela en el sitio cuando mi primo soltó, con toda su inocencia - ¡Y a lo mejor esta noche, hacéis otro bebé!

Dulce le dio un pequeño codazo, sonriendo con apuro, y Beto puso cara de no entender, pero se marchó a dejar a mi hijo mayor junto con sus hermanos y su primo, que no parecía nada contento con la perspectiva de tener de pronto en casa a tres niños más, y aunque apenas tiene cuatro meses, lo miraba todo con recelo, y no sonreía nada. Irina y yo nos despedimos y nos fuimos a casa.

El trayecto en coche es corto, poco más de cinco minutos, pero yo miraba de reojo a Irina. Parecía luchar una batalla en su interior. Parecía relajada, y de pronto, negaba con la cabeza. Sonreía, y de golpe, se mordía el labio con expresión pesarosa… Sabía que daba gracias por tan inesperado y completo descanso de los tres niños, pero se sentía horriblemente culpable por considerar agotadores a nuestros hijos. “¿Por qué te exiges tanto, Irina…?” pensé “¿Por qué siempre quieres ser la mejor…? La mejor hija, la mejor estudiante, la mejor maestra, la mejor madre… ¿Por qué te obsesionas, si nadie te lo exige? Si yo te quiero tal como eres, no hace falta que seas la mejor en todo, ¡para mí, ya eres la mejor en todo!”. Llegamos a un semáforo y le acaricié la cara con el dorso de los dedos. Irina pareció sorprendida, pero me tomó la mano y la apretó contra su mejilla. Si quería que no se sintiese culpable, el travieso tenía que serlo yo hoy…

-Irina… me vas a considerar un celoso egoísta, pero… en el fondo-fondo,… casi me alegro de no tener todo un finde a los niños.  – La sonrisa de mi mujer le llegó hasta las orejas. Alivio, puro alivio. Y alegría. Estuve a puntito de gritar “¡Lo he conseguido!”, pero me contuve.

-Hum, qué sinvergonzón…. – susurró Irina. Al ser yo el que lo había dicho, ella no tenía que admitir nada, no tenía que decírmelo, simplemente podía dejarse llevar, el “culpable” era yo… y lo cierto es que mi mujer, no sabía hasta qué punto lo era en realidad. Enseguida llegamos a casa, y pese a que soy un tímido irredento, antes de salir del coche me quedé mirando a mi Irina casi sonriendo durante un par de largos segundos… Mi mujer me devolvió la mirada y se le escapó la risa. No era preciso ser Sherlock Holmes para sacar la deducción lógica de qué iba a suceder entre dos adultos que llevaban varias semanas sin sexo, y que tenían la casa vacía de niños…

Irina, en medio de su risita salió del coche y escapó hacia nuestra casa, subiendo las escaleras a galope, conmigo detrás. Sentía que el corazón y el estómago me brincaban, y no era sólo de correr. Hacía frío, mucho frío fuera, la noche amenazaba la primera nevada de la temporada, y cuando entramos en casa, la temperatura general, apenas subía.

-¡Si casi no se nota diferencia entre la temperatura de fuera y la de aquí dentro! – dijo mi Irina, ya dentro de casa, abrazándose. Cerré la puerta y la abracé desde atrás. No podía permitir que mi mujer se enfriase… en ningún aspecto.

-Bueno… A mí se me ocurren un par de ideas para darnos calor. – al decir esto, noté que mi cara ardía, y agradecí porque Irina estaba de espaldas y no me miraba a los ojos, ¿por qué seré tan vergonzoso? Pero mi mujer emitió un adorable sonido de ternura con la garganta y se volvió para besarme. La tela de su anorak de plumas contra el mío chirriaban deliciosamente al abrazarnos y sentíamos más presión que caricias propiamente dichas, pero… ¡pero qué maravilla! Sin dejar de besarnos, echamos a andar hacia el dormitorio, encendí la luz grande, no la de la mesilla, sino la lámpara del techo, que apenas ponemos porque da demasiada luz, pero pensé que tal vez la bombilla diese un poco de calor. Irina me soltó la boca en medio de una sonrisa adorable y se lanzó de espaldas a la cama diciendo un “¡hop!”. Me tiré a su lado y nos besamos, su lengua en mi boca era dulce, dulce… intenté quitarme el plumas, pero mi Irina me lo impidió.

-No… no te lo quites, no te quites nada… Sólo desabróchalo, pero no te lo quites, ven, hagámoslo muy calentitos… ven. – Irina se quitó las botas y abrió la cama, mientras yo me quitaba las mías y la seguía, sin poder dejar de sonreír. Mi cerebro intentaba pensar que era una guarrería acostarse vestidos, pero mis testículos gritaron “exacto, es una guarrería, y eso es lo que vamos a hacer, ¡muchas guarrerías!”

Los brazos de mi mujer se colaron por el plumas abierto y empezaron a reptar bajo mi americana, palpando la camisa… si hubiera sabido que lo íbamos a hacer vestidos, palabra que me hubiera puesto algo más accesible, pero no lo podía saber… y eso, sólo me excitaba más. Irina me cubría la cara de besos y me abrazaba contra ella, mientras yo frotaba entre sus piernas abiertas. Aún con la ropa puesta, podía sentir el calor que salía de allí, tan incitador y dulce, ¡qué ganas! Irina subió las mantas hasta taparnos casi la cabeza, ahora sí que estábamos entrando en calor, mmmmh… aún así, tampoco yo quería que ella se desnudara, y empecé a meter las manos entre su plumas blanco, la chaqueta negra, la blusa blanca y suave, la falda negra también… Mi Irina me tomó la mano y la llevó a sus nalgas, y apreté, atenazándola contra mí, mientras mi mujer se reía de gusto, y ella también exploraba, abría mi camisa y por fin me tocaba.

Un dulce escalofrío me hizo temblar entre los brazos de mi mujer, ¡qué manos tan frías…! Sonreímos los dos, Irina sacó las manos y las echó aliento, y yo se las tomé impulsivamente y las presioné contra mi cara, soplándoselas también, y besándolas… Irina me abrazó de nuevo, y en esta ocasión estuve a punto de derretirme de gusto, ¡qué calorcitooo….!

-Te quiero, Oli. – me susurró mi mujer, casi en mi oído. Y yo que llevaba más de un mes sin estar con ella como ahora, tuve que echar mano de toda mi fuerza de voluntad, para no empezar a mover las caderas y frotarme como un perrito. Sé que a ella no le hubiera importado, pero… uno tiene su poquito de orgullo.

-Y yo a ti también. – musité. – Te adoro, Irina. Eres lo que más quiero en el mundo. - ¡Qué deliciosa carita puso! ¡Hubiera deseado sacarle una foto! ¿Era esa la cara que se me quedaba a mí, esa carita de emoción, de alegría….? Pero mi mujer casi se abalanzó contra mí, me metió la lengua en la boca como si quisiera asfixiarme y echó mano a mi entrepierna, frotándome de arriba abajo, y ya no pude pensar más.

Fuertemente estimulado, mi pene pedía sitio en mis pantalones, e Irina lo dejó salir, mientras yo acariciaba sus muslos, sus nalgas, e intentaba torpemente subirle la falda. ¡Dios….! Un gemido se me escapó del pecho cuando mi mujer me tocó ahí abajo, piel con piel… ay… mmmmh… Irina me besaba el cuello, la cara, dándome mordisquitos suaves, mientras me acariciaba con mucha dulzura, muy suavecito, arriba y abajo… se detuvo en el glande y apretó un poquito, para que escurriera el líquido preseminal, mojarse la mano, y aaaaaaaaaaaaaaaaah…. Ahora las caricias eran aún más calentitas, mmmh… Me sentía un poco inútil sólo recibiendo placer, pero la descarga deliciosa que me había agarrado de las corvas a la nuca cuando ella me tocó, me dejó completamente desarmado.

Casi de forma instintiva, pero logré volver a moverme, acariciándole las piernas, cubiertas por las medias negras, y llegué a su entrepierna… Medias. Eso tendría que quitárselo del todo, las medias no se pueden desabrochar, a menos que…

-Oli, mi vida. De-tes-to estas medias. – sonrió Irina, y le devolví la sonrisa. Agarré las medias por la costura central y tiré hacia los lados, hasta que se oyó un rasguido, un “crjjjjjjjjjjjjjjac” increíblemente satisfactorio, y el camino quedó tapado sólo por una fina última barrera de algodón y lycra. Las bragas, negras también, de mi mujer. Hice cosquillas, e Irina sonrió, balanceando las caderas y pidiendo más con todo su cuerpo, y empecé a aletear con los dedos, mientras ella misma se frotaba contra ellos, pero no fui capaz de aguantar mucho, e hice a un lado la tela para acariciar la piel. Qué mojadita estaba… me daba la risa tonta sólo pensar en ello, pero me excitaba tanto el saber que está excitada…

Al mover las caderas, ella misma se ensartó en mi dedo corazón, y sentí con toda su claridad su punto débil acariciarse contra mis dedos; Irina gimió sin contenerse, sonriendo, y empecé a mover la mano, haciendo diabólicas cosquillas veloces sobre el sitio mágico. Irina me miró, tenía los ojos brillantes de deseo y las mejillas muy rojas, quería continuar acariciándome, pero no se lo permití: hoy quería darle un placer para ella solita, y le llevé la mano con la que hasta entonces me acariciaba, a su propio sexo, para que lo abriera.

-Qué malo eres… sabes que me gusta mucho, no puedo decir que no… - intentó débilmente protestar.

-Pues no lo digas. – musité, besándole la frente, mientras ella se abría la vulva y me dejaba el camino libre a su indefenso y expuesto clítoris, incapaz de ocultarse de mis caricias. Me mojé el dedo corazón en sus jugos, y empecé a acariciar, casi a cosquillear. Sólo la punta de mi dedo tocaba en círculos su centro mágico, y lo hacía con velocidad, pero suavemente. Irina temblaba y sonreía, me intentaba mirar, pero no podía, se le cerraban los ojos de gusto, y sus caderas se movían solas, por más que ella intentaba tenerlas quietas para que su clítoris no pudiera escapar de mí… huy, cuánto le estaba gustando… gemía y gemía, y las sonrisas de placer se le escapaban… se iba a… se iba a correr en mi dedo, si seguía haciéndole cosquillitas ahí, se correría tan dulcemente en mi dedo… Aceleré, moviendo el dedo atrás y adelante, como si se lo rascase, ¡Irina gritó de gusto! Tembló como si le hubieran dado una sacudida eléctrica y estalló en una carcajada de pura alegría, me agarró la mano y cerró las piernas, fuerte, apresándome la mano entre ellas, mientras gemía y contoneaba las caderas…

-Mmmmmmmmmmmmmmmmmmmmh….. hmmmmmmmmmmm…. – Irina respiraba tomando aire dulcemente, pero sólo por la nariz. La boca la tenía ocupada, yo la estaba besando sin poder cerrar los ojos, mirándola sin parpadear… qué bonito. Qué bonito era ver cómo mi mujer tenía su placer, qué preciosidad, qué inmenso placer ver cómo se estremecía de gusto y saber que yo le estaba dando ese mismo gusto, qué guapísima se ponía gozando. – Ven aquí, Oli, mi Oli…

Quise colocarme entre sus piernas, pero mi Irina me empujó suavemente para que yo quedase tumbado, y obedecí. La verdad-verdadera, es que hubiera querido estar yo encima, que ella gozase sin moverse siquiera, pero… pero lo cierto es que la idea de verla tumbarse sobre mí, me sedujo y no pude evitarlo: me dejé hacer. Irina, sonriendo, me montó dulcemente, y mientras se frotaba contra mí, se desabrochó completamente la blusa y se sacó el sostén por las mangas. Quise tocarle los pechos, esos hermosos pechos, pero mi mujer se rió y se dejó caer sobre mí, enterrándome la cara entre ellos, ¡qué calor! ¡Mmmh! Tuve que contenerme de nuevo, porque otra vez mi placer subió hasta ponerme en peligro de traicionarme, pero me abracé a mi mujer y la apreté contra mí, fuerte. Mis manos pensaron solas y se dirigieron a sus pechos, y los acaricié, y los apreté y,… y sin darme cuenta, empecé a lamerlos, por puro instinto, pero mi lengua se paseó a placer por su piel tan suave, y la aureola de color tostado “como el cacao”, pensé estúpidamente, como la primera vez que se los vi, cuando yo todavía era un pipiolino virgen y no había tocado teta desde que dejara de mamar.

-Haaaaaah, sí…. Chúpame, Oli… - musitó mi mujer al sentir mi lengua contra sus pezones, pequeños, redondos y duritos. Estaba en la gloria con el pezón de mi mujer poniéndose duro entre mis labios, cuando un subidón de placer me llevó al Cielo en un segundo y pegué tal succión de su pecho que me quedé sin aire, ¡Irina se había dejado caer sobre mí! Mmmmmmmmmmmmh, de inmediato mis caderas empezaron a moverse, las piernas me temblaban y no podía conservar los ojos abiertos. Un calor dulcísimo me invadió y me hizo encoger los dedos de los pies y sentirme de golpe muy pequeñito y frágil… Irina me sonrió y empezó a moverse, haaaaaaaaaaaaah, qué gusto, que… qué gustitoooo…

-No… no pares, Irina…. Por… porfa, no pares… - susurré con la poca voz que me quedaba, pero es que era demasiado agradable, demasiado placentero…. Me moría, me moría con la muerte más dulce que se pueda soñar. Irina se recostó en mi pecho y gimiendo también, movió las caderas, empalándose en mi pene, que parecía anonadado de gusto, extasiado como si aquélla felicidad fuese excesiva para él… y en pocos segundos, desde luego que lo iba a ser. Me fundía entre las piernas de mi Irina, su dulce interior me absorbía, me frotaba con una dulzura ardiente y maravillosa, y los dos gemíamos sin contenernos, hasta que aquél placer rebasó lo que yo puedo aguantar, lo que cualquiera puede aguantar, y la dulzura se cebó en mi sexo como si todo mi cuerpo fuese chocolate líquido derramándose sobre un pastel; la maravillosa sensación de gusto me sacudió de pies a cabeza, recorriendo lentamente mi ser, notando cómo mi cuerpo se ponía ligeramente tenso, estallaba muy despacio, y el placer me recorría intensamente el miembro, tiraba de mis nalgas e iba haciendo cosquillas por mi espalda, y relajando las piernas, y escapando de manera deliciosa por la punta de mi miembro, en un calor adormecedor, tan dulce…. Irina gimió al notar mi descarga en su cuerpo, y me besó el pecho mientras mis brazos se descolgaban y un sueñecito muy rico me invadía, y me sentía en la más absoluta satisfacción… qué dulcísimo había sido.

Sabía que mis pantalones, y no digamos ya los calzoncillos, se habían manchado. Sabía que estábamos sudados y dentro de la cama se estaba muy bien, pero apenas saliéramos, íbamos a coger una pulmonía. Sabía que tenía que decirle a Irina que había sido yo el que había “estropeado” la caldera apagando el interruptor de la misma, y que el número que tenía apuntado en mi móvil como “averías” y que le había puesto para llamar, era  en realidad el número de una vieja tarjeta recargable de Dulce, en la que ella misma había grabado ese mensaje contestador para ayudarme en mi conspiración… pero de momento, podía seguir cinco minutitos más, aquí, en el Cielo, con mi Irina recostada sobre mí, dándome besitos en el pecho, los dos vestidos y arropados hasta el cuello, y con su mano derecha bajando cada vez más por mi tripa, dirigiéndose los dos sabíamos a dónde… “Si pudiese hacer algo que te convenciese definitivamente de lo mucho que te quiero…” pensé. “Hoy es maravilloso, sí, pero, el lunes los niños estarán aquí de nuevo, y dentro de poco los dos volveremos al trabajo, y… tengo miedo de que te vuelvas a poner triste. Tengo que hacer algo por ti que te demuestre todo lo que te quiero, algo que te haga saber que eres la protagonista, algo que… ¡espera un momento!”


-Buenos días, ¡cómplices! – bromeó Irina el domingo por la mañana, cuando llegamos a casa de nuestros primos, para recoger a nuestros hijos. De paso, habían hecho que nos quedásemos a comer. Beto y Dulce sonrieron sin pizca de vergüenza, sabían que habían ayudado a algo bueno, e Irina y yo nos pusimos a repartir besos, y cuando cogí en brazos a Tercero, la niña se puso a llorar.

-Oh, creo que es la barba, Oli. A lo mejor, es que no te reconoce con ella… - dijo mi Irina, tomando en brazos a Tercero. Me froté la cara. En los dos días que llevaba sin afeitarme, mi barba, muy cerrada y oscura, me cubría las mejillas como una alfombra tupida. Dulce me había mirado de reojo al entrar, Beto directamente se había reído y me llamaba “John Lennon”… a Irina le entusiasmaba, le enamoraba y le enloquecía mi barba. Lo sabía bien, porque ya me la había dejado en una ocasión, y mi mujer había visto desbocarse su lujuria ante mi vello facial, al punto que incluso nos habían detenido por pescarnos haciendo el amor en su coche.

-Tercero, cielito… soy yo, soy Papá… - insistí, pero apenas me acercaba a ella, la niña lloraba.

-Creo que no le acaba de gustar tu barba. – suspiró Irina, con una sonrisa triste.

-Bueeeeeeeeno… no importa. – Irina pensó que iba a decir “me la quitaré”, pero dije – Le dejaré que me tire de ella, y así la encontrará divertida.

Nunca he visto a nadie sonreír con tanta alegría  como a mi Irina en ese momento.