Enrique, el policía
Lamentablemente vivimos en una sociedad sumamente hipócrita, razón por la cuál debo escudarme en el anonimato para poder expresarme. Nada me gustaría más que gritar a los cuatro vientos que soy puta y me gusta serlo, que nací siendo puta y moriré siendolo, que no se elige ser puta. Puta se nace...
Cuatro y media de la tarde. Como siempre salgo del trabajo y me preparo para ir a la facultad. Pero… ¡estoy caliente! Me siento ansiosa, excitada. Tengo ganas de coger. Quiero que me garchen. Lo necesito con desesperación. Y ya saben que cuándo me pongo así no hay nada que me detenga, soy capaz de agarrar al primero que se me cruce y de cogérmelo hasta dejarlo sin una sola gota de leche. Normalmente soy una chica común y corriente, como cualquier otra, algo tímida quizás, no crean que siempre soy así, pero cuándo la calentura arrecia me transformo en una loba hambrienta de sexo, en una depredadora siempre al acecho de su próxima víctima. Pero esto no es repentino. Ya me levanté así. Si en la oficina hasta tuve que ir un par de veces al baño para tocarme. Entonces decido no asistir a clases. Quiero pija y voy a conseguirla.
Esperando lo que pueda surgir, me siento a la mesa de un bar, en la vereda, y pido un café, atenta a cualquiera que pase, esperando encontrar entre todos esos transeúntes a alguien tan vicioso como yo.
No tengo suerte, parece que todos están inmersos en sus propias ocupaciones. Miro la hora. Son las cinco y cuarto, todavía hago a tiempo de llegar a la Facultad, mis ganas tendrán que esperar para alguna otra ocasión. Entonces me doy cuenta que me olvidé la carpeta en el trabajo. Pago el café que apenas toqué y vuelvo a la compañía. Todavía debe haber alguien imagino, aunque más no sea el personal de limpieza.
Al llegar golpeo el vidrio, nadie responde, insisto una vez más, entonces veo que alguien se acerca por uno de los pasillos. Se trata de Enrique, el policía, que cumple adicionales como seguridad, y cuyo principal pasatiempo es tirarme los galgos. Siempre está diciéndome cosas con doble sentido, y en una ocasión hasta llego a decirme, mitad en serio, mitad en broma, de llevarme a un hotel. No le dije nada, solo me sonreí, pero aunque hay otras chicas en la compañía, muchas de ellas solteras, esos comentarios solo me los hacía a mí.
¿Qué pasó preciosa, te quedaste con ganas de seguir trabajando o solo es que me extrañabas y por eso volviste?- me pregunto al abrirme la puerta con ese tono jovial tan suyo.
No seas tonto, me olvide una carpeta, ¿puedo pasar a buscarla?- le pregunte sabiendo que después de hora debía contar con su autorización para acceder a la oficina.
Por supuesto que podés, ¿acaso pensás que voy a perderme esta oportunidad de tenerte para mí solo?- siguió bromeando, pero ¿acaso estaba bromeando?
Abrió la puerta para que pudiera entrar y luego la cerró tras nuestro. Al pasar delante suyo pude percibir su mirada recorriéndome de arriba abajo, esa sensación, la de sentirme observada tan lascivamente me electrizó.
Caminé entonces hacia mi escritorio, que está en uno de los extremos de aquella primera planta, con él acompañándome por detrás, y de solo saber que mientras avanzábamos se extasiaba con una buena panorámica de mi colita me calentaba mucho más todavía.
Acá está - exclamé al llegar, agarrando mi oportunamente olvidada carpeta.
Listo, ya tenés lo que buscabas, ahora solo falto yo - me dijo, mirándome con unos ojos que me desnudaban.
Para que se hagan una idea, Enrique, el policía, es un tipo grandote, un ropero prácticamente, morocho, de pelo bien corto, casi cortado al ras, está casado y tiene tres hijos, claro que eso no es impedimento para que me haga esa clase de proposiciones que ya me harían ustedes de tenerme enfrente.
- ¿Estás solo?- le pregunté entonces.
-Sí, los de limpieza ya se fueron, estoy solito y dispuesto, no se te ocurrirá aprovecharte y abusar de mí, ¿no?- bromeó.
¿Me acompañás a la puerta?- le digo.
Así que ya te vas- repuso resignado.
Tengo que ir a la Facultad - le recuerdo mostrándole la carpeta.
Empezamos a caminar hacia la puerta, hasta que me detengo a mitad del pasillo.
Aunque quizás hoy podría faltar- le digo, mirándolo con picardía.
Si te quedas te prometo que no te vas a arrepentir- me dice, con los ojos iluminados ante esa invaluable oportunidad que se le presentaba.
Eso dicen todos y después…- bromeé.
Dejame que te muestre, te aseguro que hasta ahora ninguna quedo insatisfecha- me confirmó.
Pero me tenés que prometer algo - le advertí entonces – De esto ni una palabra a nadie
Soy un caballero Marita, jamás habló de las minas que me volteo - me asegura, llamándome como me dicen todos (ahora ya saben un poquito más de mí).
No sabía si confiar o no en él, pero la calentura era tanta que mi concha estaba hirviendo. Dejé mis cosas, la carpeta incluida, sobre uno de los escritorios y me le acerqué. Tenía que ponerme de puntas de pie para alcanzarlo y encima él tenía que agacharse, pero resolvió apropiadamente la situación al enlazar un brazo en mi cintura y levantarme como si no pesara nada. Así, conmigo flotando en el aire, nos besamos en una forma por demás jugosa y efusiva, mientras que con su otra mano me acariciaba la colita. Cuándo me soltó seguí de largo, dejándome caer en el suelo, de rodillas, viéndome de frente con su ya abultada entrepierna. Llevé mis manos hacia aquel subyugante paquete y comencé a tocárselo por sobre el pantalón, palpando esa enloquecedora dureza que ya se preparaba para satisfacerme en esa forma que tanto me urgía.
Le desabroché entonces el pantalón, le bajé el cierre de la bragueta y metiendo los dedos adentro extraje ese trozo caliente que ya afuera se alzó tan temible e impactante. Enrique, el policía, tenía una verga acorde a sus características físicas, ¡enorme!, un terrible pedazo gordo y suculento que palpitaba con la misma intensidad con que palpitaba mi clítoris.
Todo mi cuerpo temblaba de excitación, y el único modo de calmarlo era suministrándole una sobredosis de verga. Así que agarrándosela con las dos manos me puse a chupársela con intenso frenesí, deslizando mis labios en torno a ese brutal volumen que crecía y se humedecía sin control alguno. De tanto chupar entre mi saliva y sus propios fluidos pre seminales se formaba una rica espumita que yo me dedicaba a saborear con suma delectación, sin soltar en ningún momento ese excelso trozo que se clavaba una y otra vez hasta en lo más profundo de mi garganta. Cuándo ya empezó a dolerme la quijada de tanto comérmela, se la solté y me levanté, desvistiéndome ahí mismo, entre los escritorios de atención al público. Él empezó a hacer lo mismo, pero lo detuve enseguida.
No… no te saques la ropa, quiero que me cojas así, con el uniforme puesto- le dije, con la respiración agitada de tan caliente que estaba.
Si querés también puedo ponerte las esposas - bromeó, aceptando de buena gana mi pedido.
¿Acaso no te gusta como uso las manos?- le pregunte dándole una frotadita.
-Solo era una sugerencia, me encantan tus manos, me encanta todo de vos- me aseguro.
Terminé de desvestirme y ya desnuda me recosté sobre el escritorio que tenía más a mano, el de Carolina, una compañera, y abriéndome de piernas deje que él se ubicara entre ellas. Antes que nada me chupó bien la conchita, emprendiéndola a lengüetazos, chupando, lamiendo y sorbiendo mi clítoris en una forma que me lo inflamaba hasta dos o tres veces su tamaño normal. Desesperada lo agarraba de los pelos y lo atraía aún más hacia mí, hundiendo su cara en mi concha, ahogándolo con mis espesos fluidos, pidiéndole que me comiera más y más, entregándome por completo a esa boca que me aniquilaba sin compasión alguna. Entonces se levantó, la cara empapada en mis jugos vaginales, y apoyándome la punta de su verga entre los labios íntimos, me la clavó de un solo y brutal envión. ¡Como grité al sentirla! Cuándo se desea tanto algo, resulta saludable expresarlo apropiadamente al conseguirlo. Y yo había deseado tanto tener una verga bien clavada en la concha, que ahí la tenía, y por eso gritaba, de agradecimiento, de satisfacción, complacida a más no poder por ese magnánimo volumen cuyo furioso palpitar retumbaba hasta en los más recónditos rincones de mi cuerpo. Se quedó un rato ahí, encastrado en toda su extensión, disfrutando de la aterciopelada suavidad de mi almeja y de a poco empezó a moverse, más fluidamente cada vez, entrando y saliendo, deslizándose en toda su magnitud.
- ¡Ya vas a ver mamita, yo se muy bien cómo atender a las putitas como vos!- me decía entre los ensartes que me clavaba, rebalsándome la concha con su carne, surtiéndome en una forma por demás deliciosa y complaciente.
Yo suspiraba y me abría toda para él, le pedía más, más y más, me dejaba coger profundamente, disfrutando en demasía cada pedazo de tan portentosa verga. Sin dejar de metérmela, el policía me acaricia las tetas, aunque acariciar no es la palabra correcta, en realidad me las aprieta, me las pellizca, me retuerce los pezones, eso me encanta, no quiero que me trate con dulzura, no espero delicadeza de su parte, quiero que me coja brutalmente, que me garche sin piedad, que me rompa, que me destruya, que me castigue. Y eso es lo que hace, un policía abusando de su prisionera, la sola idea me excita. Acaricio su uniforme, recorro con los dedos la insignia, el símbolo de la policía federal, las estrellas, la placa con su nombre, todo me resulta tan estimulante. Me aferro de sus brazos y él me levanta, pegándome a su cuerpo, entrelazando mis piernas alrededor de su cintura.
- ¡Más… más… dame más…!- le pido, le reclamo, enferma de gozo y placer, moviéndome con él.
Y él me complace, rebotando contra mi cuerpo con cada embestida, hasta que el polvo surge imprevisto aunque delicioso y complaciente. Entre plácidos suspiros me dejo llenar hasta lo más íntimo y profundo, disfrutando tan agradable disolución, buscando sus labios para besarlo con el entusiasmo lógico del momento.
Bufando exaltadamente Enrique el policía me la saca, habiéndose descargado ya por completo y se echa en una silla cercana.
No me digas que ya tiraste la toalla- le digo, me bajo del escritorio, me doy la vuelta y palmeándome una nalga agrego incitante: -¡Mira que mi culito también quiere su porción!-
¡Mamita, agarrate porque para mí esto recién empieza!- me dice mientras se empieza a pajear para que se le endurezca de nuevo, pero le cuesta un poco.
-¿Querés que te de una mano?- le digo echándome a sus pies y acomodándome entre sus piernas empiezo por lengüetearle las bolas, lamiendo los restos de esperma que le impregnan la piel, de ahí subo despacio, saboreando todo ese tronco nervudo que de a poco empieza a recuperar el fulgor perdido. Antes de que se le pare del todo me la meto en la boca y empiezo a succionarla, para sentir como se endurece en mi boca, degustando al mismo tiempo tanto su sabor como el mío mezclados en uno solo. No tuve que esforzarme demasiado para ponérsela al palo nuevamente, ya que enseguida se levantó en esa forma que tanto me incitaba, destilando vigor y virilidad por cada vena. Entonces volví a mi posición anterior, de espalda y apoyada contra el escritorio, la cola levantada hacia él, pidiéndole la misma atención que le había prodigado a mi conchita.
Se levantó, se me acercó y sosteniéndola con una mano me embocó la punta de la verga justo en la entrada, mi ojetito se abre como un capullo en primavera al sentir tan agradable presión, entonces ya no tiene que empujar ya que mi esfínter lo succionan hacia adentro, guardándoselo, envolviéndolo como si de un guante se tratara. Aunque la tiene gorda me entra por completo, llenándome con ese imponente volumen que parece haber sido concebido para mi exclusivo disfrute. Siento como se me desgarra el orto cuándo empieza a moverse, fluyendo violentamente a través de mi cuerpo, parece que en cualquier momento va a salirme por el otro lado, que va a destriparme con tales acometidas, y eso me gusta, sentir que estoy al borde del destrozo. De nuevo el polvo llega en el mejor momento, intenso, explosivo, caudaloso, anegando mis cavidades más íntimas con su efusividad. Resulta agradable sentirse llena por ambos lados, rebalsada de esperma, tengo los agujeros llenos, nada puede ser más gratificante.
-¡Que pedazo de puta resultaste, Marita!- me dijo, sin sacármela todavía.
-Me gusta más si me decís putita- lo corregí.
-¡Sos una putita tremenda!- me dijo entonces.
Descansamos un rato y volvimos a empezar. Esta vez lo hicimos en el suelo, ensayando las más variadas posiciones. Primero él arriba, bien macho y dominante, aplastándome con su enorme cuerpo, luego yo arriba, jineteándolo con enloquecido frenesí, también de costado, en cuatro, los polvos arreciaban uno detrás de otro, inconfundible el siguiente con el anterior, todos intensos y explosivos, agobiantes, impactantes, demoledores…
Ya eran cerca de las nueve de la noche cuando salí de la compañía. Había estado más de tres horas garchando con Enrique, el policía. Y les aseguro que cada minuto valió la pena.