Enloquecidos y Apasionados (20)
He aquí el esperado final de este relato. En este capítulo, a pesar de dedicarlo al nacimiento de Sofía y a redondear la historia, hay partes eróticas que, en un momento dado, se remontan a un pasado no contado. Espero que lo disfruten y, si extrañan mucho a Carlos y a Micaela, me lo hagan saber.
Como ya dije, este relato es 100% ficticio, pero podría ocurrir. Recomiendo que lo lean desde el primer capítulo, si no lo han hecho ya.
Enloquecidos y Apasionados
e-mail: tiocarlos52@yahoo.com.ar
Capítulo 20.
Para mediados de diciembre, mi tierna adolescente ya estaba hecha un "barrilito" el más encantador que jamás había visto. Nuestra hija estaba preparándose para salir, dado que el parto estaba previsto para alrededor del quince de enero. No obstante, el obstetra no descartaba un adelanto, por ser primeriza.
Eran contadas las veces que Mica salía del edificio sin mí. No era mi intención sobreprotegerla, pero me asustaba que pudiera caerse en la calle; absurdo, lo sé: si todos los hombres pensaran como yo, no me encontraría con tantas embarazadas solas en la vía pública. Y las había, las hay y las habrá natural y felizmente. Ayudaba a esta locura mía que mi bebota ya no fuera al colegio y que, habiendo sido una de las mejores alumnas, no tuviera exámenes para rendir.
El sábado catorce, vinieron Cecilia y Diego al depto por la tarde, y esa noche salimos a cenar los cuatro juntos.
Durante la comida, en complicidad con nuestros amigos, me dijo que ese lunes iría de compras a un centro comercial con Ceci, cuya pareja las llevaría y, luego, tomarían un taxi para regresar a casa. Naturalmente, me fue imposible negarme y fue entonces cuando comencé a darme cuenta de lo ridículo de mi postura. Mi enceguecida imaginación no se percató de las verdaderas intenciones de mi nena hermosa: comprarme un regalo de Navidad.
El viernes veinte, recibí el mismo baldazo de agua fría de dos fuentes distintas: un correo electrónico que Patricia me envió y que abrí en mi trabajo me adelantó la noticia con la que Mica me recibió en nuestro departamento, previo saludo y beso de bienvenida.
-Hoy me habló Mamá y, como si hubiese estado dándome el estado del tiempo, me dijo que ni ella ni Roberto iban a venir para las Fiestas, ni para el nacimiento de nuestra hija; en realidad, dijo "tu bebé" el mío, claro. No me extraña que él no venga, pero ella sí, un poco. Después de todo, mi mamá pasó por esto cuando me tuvo. Sé que no soy adoptada, aunque no tiene nada de malo serlo, pero sé que no lo soy: vos me lo dijiste y nunca me mentirías -gimoteó, con unas ganas terribles de convertirlo en llanto.
La abracé tiernamente, la besé en la boca y guié su cabeza hacia mi hombro, donde lloró. De más está decir que la comprendí y que mi estado de indignación era tal que no dejaba de preguntarme cómo, alguna vez, podría haber sido amigo de ese par de hijos de puta. El hecho de que no vinieran para Navidad o año nuevo, significaba también que tampoco estarían presentes para su cumpleaños, el dos de enero. Estaban desamparándola y me pareció la actitud más ruin que podría tomar progenitor alguno: en este caso y en mi opinión, el término "padres" les quedaba demasiado grande. Lo único que habían hecho bien había sido darle una educación en un buen colegio (era lo "debido") y tratarla de una manera razonable hasta que entró en la pubertad, cuando escogió un grupo muy poco recomendable; pero, en lugar de hablar con ella y aconsejarla con cariño y dulzura, optaron por lo más sencillo: tildarla de "putita sin remedio" y, sin querer, por razones ajenas a un verdadero interés por ella, la entregaron al primero que, más o menos libre, la aceptó: afortunadamente para todos -pero, en particular, para ella y para mí-, esa persona fui yo.
Por supuesto: podrían estar planeando una sorpresa y llegar a Buenos Aires para fines de ese mes; pero yo los conocía (como amigos) desde hacía muchísimo tiempo, y no me parecía que fuera su estilo el de ninguno de los dos.
Aún rodeándola con mis brazos, razonando todo esto, se me escaparon un par de lágrimas que mi nena hermosa, afortunadamente, no alcanzó a ver: ya tenía suficiente con su propia tristeza, sin que yo le agregara la mía.
No recuerdo la fecha exacta, pero fue el fin de semana entre Navidad y año nuevo. Otra vez, estábamos cuidando la casa de los abuelos de mi tierna adolescente todavía futura mamá, aunque, a juzgar por el tamaño de su vientre, daba la impresión de que "reventaría" en cualquier momento. Los dueños de casa estaban, una vez más, en Miami, donde pasarían el 31 de Diciembre, para estar de vuelta el dos, a fin de festejar el cumpleaños de su nieta y, quizá, el nacimiento pocos días prematuro de su bisnieta.
Recién acabábamos de despertarnos, y ella, como solía hacerlo -no todas las mañanas, claro-, tomó mi verga con su mano. El solo contacto, provocó que mi miembro reaccionara de inmediato. Ya sabía lo que quería y, de más está decirlo, yo también lo deseaba. De tal forma, me incorporé, hasta dejar mi pubis a la altura de su bello, bellísimo rostro.
-Quiero tu pijota, Papi -me dijo, sensual, pero naturalmente inocente, como si lo único que deseara fuese un pico.
Sus labios carnosos sonrieron, pícaros, y se entreabrieron para ir introduciendo de a poco, mi herramienta, completamente dura, preparada para lo que se vendría. Luego, comenzó un suave vaivén de su cabeza mientras, con su otra mano, sostenía mi cadera para que no la moviera. Ella deseaba imprimirle su ritmo y, sinceramente, lo hacía muy bien nada para corregir. Por un momento, sacó mi pija de su boca para frotarla en su carita, descendiendo, muy despacio, por su cuello hasta aquellas areolas, tan grandes como apetitosas. El destino, luego de gozar de sus erectos pezones sobre toda mi verga, fue ese ombligo, que, desde que sobresalió de su panzota, se había convertido para ambos en otra zona erógena de su adorado cuerpo. Y después, sí claro: como no podía ser de otra forma, la dirigió hacia su encantadora conchita siempre bien depilada. Allí, usó mi poronga como "consolador viviente" el mejor que había tenido, según me diría luego. No era para menos, pensé, sin jactarme de nada: mientras que los otros eran de materiales hechos por el hombre, éste era de carne (iba a agregar "y hueso", pero sólo por costumbre) de carne y piel; ¡estaba vivo! Obviamente, no podía manipularlo como hacía con los otros, más que nada con el que yo le había regalado y algún otro que le facilitaba Romina, con quien, de vez en cuando, seguía jugando Romina, Romina esa pequeña putita lesbiana me retrotrajo a un día, siete u ocho meses atrás, aproximadamente, cuando llegué a casa y encontré el sector de la cocina inusualmente desordenado. Tanto mi nena como su amiga, reían a carcajadas cuando entré, sorprendiéndolas; ambas quedaron petrificadas ante mi presencia y Romi, comiendo una zanahoria cruda, se agachó a recoger su mochila y una tanguita celeste puro hilo dental, excepto por un minúsculo triángulo que supuse, sin exagerar, a duras penas sólo cubriría su vulva. Sin dificultad alguna, la metió bajo la parte inferior elastizada del top, que dejaba al aire su panza.
Habría que haber sido muy inocente -por no decir boludo- para no darse cuenta de lo que había sucedido sólo minutos atrás. Mica se acercó a saludarme con un beso breve pero, aun así, de lengua y un "Hola, Amor". Desde luego, respondí a ambos.
-Mientras vos te cambiás, voy al estudio con Romi a recoger unas cosas, y ya se va. -me dijo, con una mirada en la que me pareció ver un dejo de culpabilidad.
-Bueno, Cielo no hay apuro -aseguré, con un tono tranqulizador-. Si les quedó algo pendiente, háganlo.
Juro que, en ese momento, no jugué con la doble intención: sinceramente, creí que podrían querer hablar de algo en privado, pero nada más . Tan así fue que, después de unos quince minutos, cuando salieron del estudio/dormitorio, ella se despidió de mí con un beso en la mejilla, el cual retribuí; ¿de qué otra manera podría despedirme de una lesbiana ciento por ciento, de cualquier edad? Estaba por entrar en mi habitación, cuando se me ocurrió preguntarle si no quería quedarse a cenar con nosotros no habría sido la primera vez; pero, amablemente, respondió que no, que tenía una amiga que se quedaría a dormir con ella y que no tardaría en llegar. Obviamente, no insistí y, llegando a mi destino, oí que ambas chicas se despedían.
Después de la cena, me contó, con lujo de detalles, lo que había pasado esa tarde, cuando, por coincidencia, se habían encontrado en la puerta de entrada del edificio.
"Me calentó verla con su minifalda que se levantó y bajó muy rápido, dejándome ver su culito. Te digo la verdad: creí que no tenía nada ni siquiera el hilo dental; lo tenía bien metido entre los cachetes y no vi la parte de arriba.
-¡Ah, buenooo! -exclamé sonriéndole, en cuanto se lo vi-. Conque ésas tenemos ¿tu depto o el mío?
"Nos vinimos para acá y, en cuanto cerramos la puerta, nos empezamos a besar como dos desesperadas. Le froté las tetas por debajo de su remera y, sin ninguna sorpresa, descubrí que no tenía corpiño. Ahí nomás, la desnudé de la cintura para arriba y yo también empecé a sacarme la ropa, mientras le confirmaba mi embarazo sin decirle de quién era, por supuesto. Eso pareció excitarla todavía más.
-¡Esto hay que festejarlo! -me dijo, con lujuria en los ojos-. Veamos qué podemos hacer, putita.
"Se vino para el sector de la cocina, sacándose la mini y el hilo dental que, ni siquiera por adelante, le tapaba nada: la telita la tenía metida en la concha. Revoleó la minifalda que cayó cerca de la puerta de entrada, se descalzó y se sacó la tanguita que quedó en el lugar donde estaba cuando llegaste. Se acercó a mí y me dijo que quería ser la primera bebita que mamara mis tetas, y se largó a chupármelas ¡qué bien que lo hace, por favor! Empecé a gemir como loca bueno, vos ya sabés cómo me pongo cuando gimo, ¿no, Papucho? -sonríó, cómplice; yo sólo asentí, para no interrumpirla-. Bueno, así tanto que empecé a frotar y apretarme la otra teta. ¡Ayyyyyyy, qué momentooo! Bueno, sigo: Romi había logrado meterse dos dedos en la conchita, con un mete-y-saca de aquellos, pero a los pocos minutos, con mi otra mano, logré agarrar la suya, acariciársela y reemplazar sus dedos por los míos. Mmmmmmmmmmmmm ¡qué mojadita que estaba! Era un placer pajearla bah, siempre es un placer pajearla porque se le llena de juguito y es riquísimo . Bueno, mejor no te doy tanto detalle de la concha de la vecinita, porque si no, en el momento menos pensado, te la seducís y, además de la panza, me va a crecer un enorme par de cuernos -rió, guiñándome un ojo, sabiendo que eso nunca sucedería ni con Romina, ni con nadie-. Después de un rato de pajearla y con los dedos empapados, los saqué y me los metí en la boca sugestivamente y, mirándola a los ojos, me los chupé, con un hummmmmmm muy sincero, saboreándolos y relamiéndome, un poco porque realmente eran muy ricos como ya te dije, y otro poco para excitarla más bah, no sé si eso es posible -sonrió, pícara-. Pero bueno: al ratito, nos separamos, después de muchos besitos y caricias, y buscó en los cajones de debajo de la pileta. Le pregunté qué buscaba pero no me contestó. Sacó el cucharón de metal con mango negro no sé de qué es, pero se metió el mango en la boca, lo ensalivó bien y se lo metió en la conchita para pajearse con eso, obvio. Te imaginás que la muy perra me puso a mil con eso, así que saqué una cuchara, de esas del juego que tenemos, con un mango parecido, ¿viste? -me ilustró y continuó, sin permitirme decir palabra en realidad, no hacía falta-. Bueno, me lo metí, como ella en la conchita y empecé a darme con todo... ¡no podía parar! Aaahhhh ¡qué placerrr! Más que nada era el morbo de verla haciéndosela mierda, como si se la estuviera apuñalando, sin que sintiera ningún dolor: al contrario, sus ojos brillaban de lujuria y gusto. Yo seguí, sin darle demasiada bola sólo una miradita de vez en cuando y, al acabar, cerré los ojos como hago siempre: eso vos lo sabés mejor que yo -me sonrió, cómplice-. Cuando terminé, iba a dejar la cuchara sobre la mesada, pero Romi me sorprendió, hablándome por primera vez desde que empezó a pajearse: ¡Pará! No la apoyes en ningún lado; primero dámela en la boca, así te chupo los juguitos. Se la di y no te cuento la cara de guacha que puso cuando lamió y después se metió todo el mango en la boca ¡ay, Papucho! No me aguanté y empecé a mamarle una teta. Enseguida, me preguntó si no teníamos un exprimidor eléctrico y una zanahoria. No entendí para qué los quería, pero los busqué y se los entregué; alcanzó su mochila y sacó un cortaplumas de esos suizos y, con el punzón, le hizo un agugerito a la parte de arriba de la zanahoria todavía no entendía qué quería hacer, hasta que, sacándole la parte de arriba del exprimidor (donde apoyás la fruta), encajó la bendita zanahoria en el eje y, después de empaparla con saliva, se la metió en la cuevita. Muy segura de lo que hacía, enchufó el exprimidor y lo apretó desde la base hacia su cuerpo empezó a funcionar y ella gemía y jadeaba como una loca; ¡no te das una idea! Después, empezó a apretar y aflojar y el exprimidor andaba y paraba, de acuerdo a lo que hacía ella. Porque, como te imaginarás, la zanahoria giraba dentro de su concha. Después de hacerlo varias veces y de acabar, me ofreció si quería probar; la verdad, me dio miedo de lastimarme con esa cosa girando tan rápido, y se lo dije. Supuse que ella estaría re acostumbrada, pero no era para mí. Igual, yo estaba a mil y no paraba de meterme y sacarme el mango de la cuchara que ya me había devuelto, y de frotarme el clítoris y los pezones con mi mano libre: nunca, ni siquiera en internet, había visto algo tan caliente.
"Después de mi orgasmo número qué sé yo, nos tranquilizamos, lavamos las cosas, dejó la zanahoria sobre la mesada, pero seguíamos desnudas y ya sabés lo que pasa cuando estamos así: cualquier roce es como echar nafta a las brasas; bastó mirarnos a los ojos para desear besarnos, y lo hicimos incluso, nos tocamos mutuamente nuestros cuerpos, chupándonos y lamiéndonos de nuevo, pero estábamos demasiado cansadas para empezar otra vez, así que nos vestimos y, en eso, llegaste vos".
Cuando quise darme cuenta, luego de este recuerdo, ya estaba echando mi lava en la boca de mi nena hermosa; aún faltaba la limpieza de mi herramienta, "sección" que ambos disfrutábamos tanto, pero no tardó en llegar.
Durante su cumpleaños, que celebramos el sábado cuatro en nuestro hogar, para estar más cerca del sanatorio -si fuera necesario-, tuvo un par de leves contracciones. Estuvieron presentes sus abuelos, Diego y Cecilia -actuando sólo como tío y sobrina- y tres amigas del colegio de la cumpleañera; ante tal acontecimiento, la más veterana de las representantes del sexo femenino opinó que, a tan pocos días de la supuesta fecha del parto, era algo natural. Eso nos tranquilizó a todos; en especial a Mica y a mí. Los ausentes desde hacía meses fueron sus progenitores y Carolina, quien desde agosto -vaya uno a saber por qué-, se había borrado del mapa y no se había muerto, o algo así, ya que una amiga en común siguió en contacto con ella durante unos cuantos meses más; no tardé en calificar esa actitud como "locura de adolescente". Pese a mi intento de explicación, mi nena hermosa se vio afectada por esta falta de noticias de quien creía su amiga. Pero pronto la dimos por "perdida". De hecho, hasta el día de hoy, nunca más supimos de ella.
Pero, volviendo a ese cuatro de enero de 2003, las cosas siguieron su curso normal, tal como había vaticinado la abuela, hasta que, en la madrugada del cinco, mi dulce adolescente me despertó habrán sido las cuatro y media, aproximadamente.
-Mi Cielo -me dijo, con breves e insistentes sacudones-... despertate, porfa ¡las contracciones son cada vez más seguidas!
-Sí, ya va -respondí, medio dormido, saliendo de la cama y buscando la mínima ropa indispensable para llevarla a la clínica- ya salimos, mi Vida.
-¡Ni lo intentes! -exclamó-. No voy a llegar
-Okey -dije, buscando el celular-, lo llamo.
-¡¡¡No!!! ¡¡¡Ayudame que ya viene!!! -gritó, entre desesperada y tierna ¡¡¡Ya nace, Amor!!!
Desnudo como estaba, me puse al pie de la cama, con la inédita intención de ayudarla a parir ¡nuestra bebita estaba a punto de ver la luz por primera vez, y yo estaría ahí para recibirla, asistiendo a mi amada adolescente! En ese momento, sólo pensé que todo debía salir bien.
Con la única experiencia dada por alguna película dramática, lo poco que había leído sobre el tema y lo aprendido en uno que otro documental, me acuclillé, como si estuviésemos a punto de hacer el amor. Por supuesto, ¡ nada más lejos de mis intenciones esta vez! Ella flexionó sus rodillas y, guiado por mis instintos y por mi paupérrima sabiduría al respecto, extendí mis manos hacia su adorada conchita.
-¡Pujá, mi Cielo pujá! -la incité-. En tu próxima contracción fuerte, ¡pujá!
Después de un par de intentos, un grito suyo me sacó del clima casi sagrado en el cual me encontraba, haciéndome volver a la realidad; y la realidad era que, por entre aquellos labios vaginales que tantas veces había mimado, estaba apareciendo una cabecita diminuta, que iba agrandándose a medida que salía. Con sumo cuidado, amor y ternura, la tomé con mis trémulos dedos, como si así evitara que cayera y se lastimase; absurda idea la mía, pero en esos momentos, sólo deseaba proteger a nuestra pequeña Sofía. Mi adorada Mica seguía haciendo fuerza. Estaba completamente transpirada, despeinada por sus constantes movimientos de cabeza para uno y otro lado, su rostro mostraba rastros del esfuerzo que estaba haciendo, pero para mí, seguía siendo la chica más hermosa que había visto jamás. Continuó pujando y, en un lapso que me pareció eterno, nuestra hija salió definitivamente al mundo. Me estiré hacia atrás y, abriendo el costurero que yacía sobre nuestra cómoda, agarré la tijera y corté el cordón umbilical. Decididamente, no estaba esterilizada así como también todo el ambiente carecía de la asepsia que este parto habría tenido en algún nosocomio de nuestra ciudad; sin embargo, no había sido ni el primer ni el último bebé que nacía en esas condiciones de hecho, conocía casos de partos en transportes públicos (taxis, colectivos, trenes, etcétera) con resultados perfectos y no siempre asistidos por médicos, paramédicos o parteras.
Lo cierto es que, mientras mi encantadora y dulce adolescente expelía la placenta, nuestra recién nacida, aún entre mis manos, comenzó a respirar, sin necesidad de nalgadas o violencia alguna. Una vez que mi bebota (Mica, desde luego) acabó de echar afuera de su cuerpo los restos de su embarazo, deposité a Sofía sobre su pecho y la niña halló el camino hacia su primer alimento externo. Me acomodé brevemente al lado de la flamante madre, tomé su cabeza entre mis manos, aún algo ensangrentadas, y la besé como nunca antes. Después, nos miramos a los ojos y lloramos lágrimas de felicidad por lo que ya éramos: los orgullosos padres de una hermosa niña que luego pesó, en nuestra balanza familiar, tres kilos, ochocientos gramos.
A la mañana siguiente, llamé al médico a su celular y me dijo que fuéramos a la clínica donde él estaba de turno. Conclusión: todo estaba bien.
Aproximadamente dos años después, la constructora me trasladó a la sureña provincia de Chubut, donde debería supervisar la construcción de un dique, cuya dirección estuvo a cargo de Diego. Razones laborales aparte, él y Cecilia -padres también de un delicioso niño de un año, llamado Santiago- estaban encantados, por varios motivos. Al igual que Mica y yo, no deberían disimular delante de nadie, sólo que en su caso, el alivio sería aun mayor, por los lazos sanguíneos que los unían. Además, ninguna de las dos parejas extrañaríamos a nuestros ahijados: Santiago y Sofía, obvio.
A principios de este año -2006-, regresamos a Buenos Aires, pero Diego resolvió desligarse de la empresa y quedarse allí, trabajando por su cuenta. Cecilia comenzaría su carrera de Ciencias Económicas en la Universidad Nacional de la Patagonia, en tanto que mi adorada adolescente (convertida en una "potra" impresionante) cursaría su último año de secundaria, el cual terminó hace poco más de dos semanas. En estos últimos meses, ha resuelto dos cosas muy importantes para su futuro: seguir Administración de Empresas y quedar embarazada nuevamente. Desde luego, lo segundo me involucra, y estoy en total acuerdo en darle un hermanito (o hermanita) a nuestra amadísima hija de casi cuatro años, a quien sus Roberto y Patricia sólo conocen por fotos y, como "gran cosa", por la camarita de la computadora. A esta altura del partido, tanto Mica como yo lo tomamos como algo "normal" y, afortunadamente, los bisabuelos de Sofía reemplazan muy bien a sus abuelos, enterados, Tomás y Sara, de que yo soy el padre de la criatura y convencidos de que su joven madre no fue violada por nadie ni que tampoco había sido víctima de abuso alguno por mi parte.
Quizá, en este mismo momento en que pongo punto final a este relato, mi bebota la de siempre, ya esté embarazada y esta noche, cuando hagamos el amor, me diga, con su vocecita pícara y sensual: "¿Sabés, Papucho? Vas a ser papá por segunda vez".
FIN