Enganchada a mi padrastro - Capítulo 5
Me marcho unos días fuera para alejarme de todo, de Leo, de la situación... pero no soy capaz de quitármelo de la cabeza, y a la vuelta...
Capítulo 5
Normalmente suelo pasar las Navidades con mi madre y mis abuelos, y me reúno con mi padre y su familia para pasar sólo la Nochevieja. Antes iba mi madre, pero desde que se separaron sólo voy yo. Para mí es una ventaja, porque mis abuelos paternos son algo más “modernos” y mi padre vive ahora en el centro, lo que me viene fenomenal para salir de fiesta esa noche, aunque al día siguiente mi padre tenga que acercarme a casa. Sin embargo, esas Navidades decidí pasarlas enteras en casa de mi padre.
Eso me supuso una discusión con mi madre, pero yo sentía que tenía que alejarme unos días y no me moví de mi postura. Sólo cedí en pasar Nochebuena y Navidad con ella y mis abuelos y, aunque no le dije que era por eso, fue porque me dijo que aún era pronto para que Leo fuera.
Así, desde el día 22 me asenté en la habitación de invitados del piso de mi padre, un lujoso ático con tres habitaciones (una de ellas su despacho), un salón, una cocina pequeña y un baño bastante espacioso con una ventana de cristal para mirar las estrellas mientras te dabas un baño en el jacuzzi. Vamos, una pasada.
Mi padre, Ricardo, al que cariñosamente llaman Ricky, es un hombre en los últimos años de la cuarentena, alto, fuerte de envergadura, con el pelo corto y una barba muy cuidada. Dejaba entre ver algunas canas en su cabello castaño, lo que le daba un aspecto de maduro atractivo con los años muy bien llevados. No me entendáis mal, es mi padre y cuando le veo sólo siento cariño hacia él, pero si lo veo como chica tengo que reconocer que no está nada mal.
Su novia, Sandra, es más joven que él. De hecho, debe rondar la treintena, como Leo. Paradójico, ¿no? Sin embargo, Sandra lleva con mi padre desde hace muchos años, probablemente desde que tenía 21 o 22. Creo que es apropiado mencionar aquí que mi padre es profesor en la universidad, y ella era su alumna de máster. Ahora que lo pienso y lo escribo, también parece sacado de una fantasía un poco morbosa.
Sandra no es muy alta, tiene el pelo castaño cortado a media melena y es más bien de constitución delgada. Es muy guapa, pero su rostro es más dulce que el de mi madre si las comparo. En cierto sentido, creo que pega mucho más con mi padre, y entiendo por qué él se enamoró de ella. Su apariencia, forma de vestir, de hablar y de ser son radicalmente opuestas a mi madre, pero encajan como un puzle con mi padre. Me recuerda a la protagonista de Castle, de hecho.
Terminadas las presentaciones, os resumo brevemente lo que aconteció esos días, ya que no hay nada reseñable. Me lo pasé estupendamente. Salí varias veces con Sandra de compras, y mi padre nos llevó un par de noches a cenar por allí. Otras tantas noches nos pusimos a cocinar los tres juntos, y la verdad es que pude olvidarme de lo confusa que estaba en relación a Leo. Quiero mucho a mi madre, y me encanta vivir con ella porque ambas tenemos nuestro espacio, pero siempre he tenido mucha más conexión con mi padre, y Sandra, quizá por edad, congenia conmigo casi como si fuera una amiga. Además, sabe cuál es su sitio y nunca ha intentado aparentar ser mi madre postiza.
Y finalmente llegó el día de Nochevieja. Lo celebramos con mis abuelos en su casa, tomamos allí las uvas y después mi padre me dejó en el centro. Yo había quedado con mi amiga Aurora y con otra chica para tomar algo, sin mucha pretensión ya que la pandilla había fallado al plan de reunirnos todas de madrugada.
Mientras las esperaba, apoyada en una farola y viendo a los que ya iban como cubas a apenas la 1 de la mañana, me puse a leer la multitud de WhatsApp que tenía en el móvil. La mayoría de ellos de felicitaciones de mis amigas, primos, tíos, grupos, etc., y entre todas ellas un número que no conocía. Abrí el chat, entorné los ojos y leí el mensaje “¡Feliz Año guapa! Pásalo muy bien y no bebas mucho esta noche, que luego no controlas, ¡muchos besos!”. Me sorprendí al leer el mensaje, no sabía quién podía ser, ya que suelo ser muy escrupulosa con a quién doy mi número de teléfono. Estuve tentada de escribir preguntando quién era, pero entonces me fijé en la foto y la abrí para verla más grande. Era él. Era Leo. Sentado en un taburete de discoteca con una camisa blanca entre abierta y sujetando al hombro una chupa de cuero. Me quedé de piedra.
¡Eh! ¡Rosell! Que te has quedado blanca- la voz de Aurora me sacó de mi ensimismamiento. Tuve que apagar la pantalla del móvil rápidamente para que no viera la foto de Leo.
Ah, perdona, estoy un poco cansada- sonreí forzadamente y le di un abrazo para felicitarle el año.
No te preocupes, estando sólo nosotras no estaremos mucho rato.
Así sucedió, apenas estuvimos un par de horas, tomamos un par de copas o tres y charlamos y nos reímos un rato. El problema lo provocó Aurora, que cuando ya teníamos el puntillo por el alcohol nos contó el polvo que le había echado el chico de la discoteca el día que salimos de fiesta. La zorra, con cariño, nos lo contó con pelos y señales, y me puso más cachonda que una moto. Tanto fue así, que mientras regresaba a casa de mi padre en un taxi tuve que reprimir las tremendas ganas de masturbarme que tenía. El taxista era un señor mayor bastante simpático, pero me recordaba a uno de mis tíos y me daba más ternura que morbo, así que como no tardó en darme conversación conseguí distraerme.
Pero al llegar a casa, el alcohol en todo su esplendor volvió a hacer presa de mí y, ya en la cama, vestida sólo con una camiseta de tirantes y las braguitas, sin darme cuenta encendí el móvil y abrí de nuevo la foto de Leo. Dios, es que estaba como un tren, o como dos, o veinte, no sé. Un tren uno tras otro. Cada vez me excitaba más y más, y sintiendo lo empapada que estaba no pude aguantarme más y tuve que acariciarme, encendiendo poco a poco mi llama hasta que exploté en un orgasmo apagado por la almohada. El primero del año había sido pensando en él.
A la mañana siguiente sentí que de nuevo me dominaba la confusión. Comprendedme, yo misma sabía ya que no era normal que me excitara de aquella manera, que me hiciera perder el control sin hacer prácticamente nada. No sabía si era precisamente eso, que no hacía nada, o si estaba haciendo algo, pero era verle, sentirle, olerle o pensar en él y mi cuerpo parecía renegar de mi mente y entregarse al placer.
Mi padre y Sandra me notaron apagada ese día, y mientras comíamos (mis abuelos comían con mis tíos) intentaron animarme conversando de temas banales. Finalmente, Sandra debió optar por apartarse y dijo que ella recogería la mesa y fregaría. Cuando pasó a mi lado me puso una mano en el hombro y me sonrió.
A ver, cariño, ¿qué te pasa? ¿Pasó algo anoche? - dijo mi padre cuando estuvimos solos.
¿Qué? No, no tranquilo, no pasó nada.
Sabes que no me puedes engañar, hay algo que te preocupa – suspiré, le miré y sonreí.
Es que… ya sabes que mamá tiene un nuevo novio, ¿no?
Ah sí, claro, creo que se llama Leo.
Sí, Leo… ¿lo conoces?
Tu madre aún no me ha concedido el honor de presentármelo, ¿por? ¿No te gusta?
No, no es eso… sí que me gusta – aquello sonaba a una verdad demasiado extensa para mi gusto.
¿Entonces?
No sé, mamá está… diferente. No es que él sea malo, pero sí que ha trastocado un poco la forma de ser de mamá.
Mi padre sonrió y negó con la cabeza, se levantó y me dio un abrazo antes de besarme en la cabeza y decir:
Ya sabes cómo es ahora tu madre, pero no te preocupes por ella, sabe poner los puntos sobre las íes a quien sea. Además, seguro que no tarda en cansarse de él, como con los otros.
¿Tú crees?
No es que me guste que esté deshojando margaritas o saliendo con chicos… así, me gustaría más que encontrara alguien con quien estar – miró a la cocina-, y que fuera feliz. Yo sigo queriendo mucho a tu madre, y ella merece eso y más.
Volví a darle un abrazo. Así es mi padre. Podía estar totalmente enamorado de su novia, de Sandra, y aun así ser dulce y cariñoso al hablar de la mujer con la que había compartido tantos años de su vida y había tenido una hija.
Conversar con él me hizo sentir tranquila y segura, y me aferré a la convicción de que Leo sería como los demás. Que equivocada estaba. Cuando llegué a casa un día después de Reyes, éstos me habían dejado una sorpresa que no esperaba. Mi madre salió a recibirme a la entrada en cuanto me escuchó abrir, y tras abrazarme con fuerza, algo que no hacía nunca, me miró a los ojos sonriendo. Su cara brillaba por la felicidad.
- ¡Cariño! ¡Te tengo una gran noticia! – exclamó. Mientras lo decía, alzó su mano derecha y, en el anular, un anillo dorado con una gema brillante lanzaba destellos a la luz de la lámpara-, ¡Leo y yo nos vamos a casar!