Encuentro realmente inesperado (2)

Lo que sigue "despues" del primer contacto.

El martes después

Lo que pasaba "después de..." era una total novedad para mí. Una novedad desagradable.

Fernando se había vestido rápidamente, pretendiendo estar muy cansado, y retornó a su domicilio en lo más parecido a una graciosa huida que yo haya visto.

Con las sensaciones todavía impregnadas en el cuerpo, mi mente comenzaba una lenta espiral de descenso a la auto-recriminación y la culpabilidad más pueril. No queriendo saber más, no tardé en quedar dormido, desnudo tal y como estaba, en mi cama que debería aún sentir al olor que había dejado él. El olor de sexo reciente.

Me despertó el chirrido insistente del reloj despertador, hasta que lo apagué de un manotazo y me dirigí hacia la ducha, para asearme antes de ir a afrontar lo que a cada minuto parecía un tortura mayor: el reconocimiento mutuo de lo ocurrido en su mirada. Porque indefectiblemente, allí estaría Fernando, con su habitual actitud hosca y sus gestos mesurados, como si nada hubiera pasado.

¿Se sentiría él tan mal como yo? Los buitres de la culpabilidad se cebaban con los restos de mi pretendida dignidad, hundiéndome en lo más cercano que conozca al estupor depresivo.

Las ideas más exageradas recorrían mi mente, la idea de "traición" se hacía más y más opresiva. Traición a la confianza de mis padres, de mi familia, de mí mismo. Mientras me duchaba en automático, me imaginé las caras decepcionadas, el rostro lloroso de mi madre al enterarse lo que había hecho el hombre de la familia, su hijo.

"¡Maldición!" grité y dí un súbito y doloroso puñetazo en la pared de mosaicos. Me dejé caer en la ducha, comenzando a sentir la asfixia característica del llanto, sintiendo el agua en la piel y deseando que esa agua se llevara toda la ponzoña que parecía haberse acumulado en una sola noche.

Hasta que no pude contenerme más y lloré, lloré como pocas veces en mi vida. Un llanto que debía sonar tan desagradable como se sentía, un ruido ronco e inarmónico como todo el llanto masculino. Sin embargo, por alguna virtud extraña, tal acción era también extremadamente liberadora.

Progresivamente, una nueva emoción apareció, la cual no es en lo absoluto cosa común en mí: el orgullo. Orgullo que pronto despertó de un aparente letargo matinal y vino a mi rescate, orgullo que me decía, me gritaba, que aunque quisiera, no debería usar a mi familia como pretexto para un miedo y un rechazo que eran totalmente míos. Era yo el que tenía horror de reconocerme, no de la reacción de quienes pese a su conservadurismo, no habían mostrado otra cosa que amor por mí.

Deliberadamente, yo alenté esa emoción para echar de mi mente la desesperación producto del reconocimiento de algo que siempre había tratado de negar. Lográndolo al final, al menos temporalmente.

Salí de la ducha, sintiéndome un poco más dispuesto a afrontar lo que fuese que se presentara. Cuando estuve al fin en camino a la oficina, recibiendo el sol matinal en el tráfico ruidoso e indiferente de la ciudad, mis temores se empequeñecieron a la escala de una mera ridiculez.

Para mi gran desazón, en cuanto llegué a la entrada del estacionamiento, el temor irracional volvió.

"¿Temor de qué, chingada madre?¿crees que él se va a dedicar a contarle a todo mundo lo que hizo anoche contigo?" pensé, tratando de controlarme.

Descendí de mi automóvil y pretendí actuar con naturalidad, pero antes de entrar por la puerta principal, me descubrí buscando el automóvil de Fernando, el cual nunca antes me había provocado el más mínimo interés, solamente para saber si ya había llegado. Y sí, ya estaba allí pero no a la vista.

Entré, saludando a todo mundo que veía y recibiendo los saludos de vuelta, tratando de discernir si había alguna reacción de suspicacia en las miradas.

"¡Y ahora hasta paranoico eres! bonito precio por un acostón" pensé, y no pude evitar reír para mí mismo de mis reacciones exageradas.

El resto del día fue lo más cercano posible a jugar a las escondidillas en mi oficina. En cuanto entré, llamé a la contable y le pedí que nadie me molestara. Anita, tan eficiente como siempre, me preguntó con su voz más acongojada:

-- ¿Estás bien Mario?

-- Sí, pero tengo una gripe bárbara.

-- Ay Mario, deberías tomarte el día. Voy a posponer las reuniones de hoy para mañana.

-- No es necesario Anita, solamente necesito un poco de paz.

-- De acuerdo, pero si necesitas cualquier cosa no dudes en llamarme.

-- OK-- dije y procedí a encerrarme en la oficina.

A la hora de la comida, evité mostrarme en la cafetería y a la hora de salir, procuraba evitar los horarios en los que todo mundo se encontraba para darse las despedidas habituales. Estrategia pesada pero eficiente: ni una sola vez encontré a Fernando, ni tuve noticias de él.

Y durante toda esa semana, actué más o menos de la misma estúpida manera. Evitando en lo posible las áreas públicas y el temido encuentro. Al menos, hasta el viernes por la tarde.

Faltando un par de horas para salir, me encontré con un mensaje del ingeniero en mi buzón de e-mail. Con un ligero espasmo, procedí a leerlo. Era un mensaje totalmente protocolario y estrictamente centrado en un problema laboral, pero rematado como la siguiente post-data:

"Quisiera discutir en persona lo relativo al lunes pasado, ¿puedo ir a verlo antes de salir?".

No pude evitar reír de la seriedad y neutralidad de su mensaje, sin duda temía él que el e-mail pudiera ser leído por alguien más que yo. Bien, bien, señal que posiblemente él tampoco sabía bien como abordar la situación. Respondí inmediatamente:

"Desde luego, puede pasar a verme" y lo envié antes de poder arrepentirme. La sangre comenzó a agolparse en mis oídos.

Veinte minutos después, una serie de golpes quedos en la puerta me provocaron otro espasmo, como pude, tomé la actitud más digna posible y dije:

--Entre, está abierto.

Fernando asomó la cabeza primero, y saludó.

-- Que tal.

-- Que tal, pero no se quede afuera-- le dije.

Entró, con su manera peculiar de balancearse ligeramente cuando estaba indeciso, pero se irguió de repente como decidiéndose y tomando posesión de sus medios. De nuevo estaba vestido como parecía gustarle: informal, no pude dejar de notar lo bien que se veía, pero posiblemente era yo el que comenzaba a echar en falta su imagen.

Al ver la manera como se comportaba, con un nerviosismo e indecisión impropias a su costumbre, deduje inmediatamente que él también debía de haberme evitado como la peste. Le hice el gesto invitándolo que se sentara frente a mi escritorio. Así lo hizo, mientras yo lo observaba. Al ver que no decía nada, me decidí yo a decir:

-- ¿Y bien?¿qué le trae por aquí?

Mi súbita actitud auto-suficiente debió de herirle ligeramente el amor propio, porque me dijo

-- La última vez nos tuteábamos.

-- Esas eran circunstancias muy diferentes-- dije, continuando con mi perverso juego de la autosuficiencia.

-- ¿Puedo cerrar la puerta?-- me suelta de golpe. Mi autosuficiencia se cayó como un castillo de cartas.

-- Espera un minuto... ¿a-aquí?

-- No te hagas ilusiones, es para poder hablar tranquilos-- expresa, con un frialdad congruente a lo que decía.

-- Adelante, cierra la puerta-- dije, y así lo hizo. Retornó inmediatamente al asiento frente a mi buró, se reclinó en él y cruzó las piernas, en una actitud que en otras circunstancias tomaría por la insolencia.

-- Tengo la impresión de que me evitas-- agregó.

-- En lo absoluto-- mentí.

-- Yo... he tratado de contactarte varias veces y nunca estás disponible. La semana pasada era casi imposible evitarte, pero ahora es justo lo contrario.

-- No es eso.

-- ¿Entonces?

-- He estado un poco enfermo... agripado-- continué mintiendo.

-- No fui yo, te lo aseguro.

-- Es bueno saberlo.

-- En fin, lo que quería decirte era otra cosa.

-- Dime.

-- Que no tienes porqué sentirte embarazado por lo que pasó. Me doy cuenta de que cometí un error grave al incitarte.

-- No me incitaste. Yo obtuve lo que buscaba.

-- Cierto. Pero ahora hay que volver al mundo real. Como he traspasado... tu sabes... la línea jerárquica, creo que es tiempo que piense a buscar otro trabajo.

-- ¿Qué?-- exclamé.

-- Es lo que quería decirte. Es obvio que lo que sucedió te embaraza, y por eso quería que supieras antes que nadie que renuncio. Me voy y problema arreglado.

De pronto me sentí extremadamente culpable, y con el convencimiento de que esta culpabilidad era genuina y merecida.

-- ¡Espera! ... no he sido completamente honesto contigo.

-- Creo que sí.

-- No, no y no. Sí... sí te he evitado, pero no por la razón que crees.

-- ¿Y por cual razón, entonces?

-- Es un tanto embarazoso.

-- Inténtalo.

-- Bien, tú sabes que es difícil tener una vida privada en un lugar como éste.

-- No es tan difícil, créelo.

-- En fin, yo te evitaba porque...-- mientras yo me ahogaba como un pescado fuera del agua, su gesto cambió de pronto de la frialdad a una amplia sonrisa, casi de triunfo.

-- ¿Tienes miedo? ¿de mí?-- y comenzó a carcajearse. Yo debí enrojecer violentamente de vergüenza e ira mezcladas --¿el implacable Mario tiene miedo de su amante eventual?

-- Oh, ya estuvo bien-- le dije, empezando a sentirme insultado.

-- Discúlpame, es una verdadera sorpresa. ¿entonces de veras soy yo tu primer... ?

-- Sí, eres el primer... ya sabes.

-- ¿Entonces no buscas desembarazarte de mí?-- me pregunta y se inclina hacia el escritorio.

-- Claro que no. Incluso si no me hubiera gustado estar contigo, no intentaría hacer una cosa tan baja.

-- ¡Cuánta ética! pero repite lo de 'me gustó...', por favor.

-- Me gustó estar contigo-- le dije con total convencimiento. El continuó mirándome con un gesto que pretendía incredulidad.

Decidí salir de mi actitud defensiva, con firmeza me incliné también sobre el escritorio y lo besé. No con el ardor demostrado mientras hacíamos el amor, sino ligeramente, un simple contacto como al mero principio.

Después de unos segundos, él se separa y me dice:

-- Más compostura patrón, que estamos en la oficina.

-- Me importa un bledo. ¿Tienes planes para esta noche?-- le pregunté y pasé mi mano sobre sus mejillas.

-- No -- me respondió.

Fin de semana

Era de lo más embarazoso, pero a la vez extrañamente excitante, saber que iba al encuentro de la más libertina y lúbrica actividad posible entre dos seres humanos, en secreto. Todo mientras me despedía de todos mis conocidos como si nada, deseándonos mutuamente un buen fin de semana.

Fernando salió en compañía de sus colegas del departamento técnico, con un aire de no-se-puede-más-inocencia.

Él parecía mucho más confortable que yo con sus propias preferencias, pero a la vez parecía disfrutar también de las ventajas que le daba la discreción. Nada permitía adivinar que él era capaz de la clase de cosas que había yo presenciado. Lo observé desde que llegó a la recepción, riendo y contando no sé yo qué cosas a sus colegas. Hasta que al fin se despidieron y se acercó a donde yo estaba charlando en compañía de Ana.

-- Que tal Anita, solamente para desearte un buen fin de semana-- y se aproximó para darle un beso en la mejilla.

Ana pareció sorprendida, pero aceptó la atención de buena gana.

-- Igualmente Fer.

-- Hasta el lunes, se cuidan.

Y procedió a irse. Ana voltea y me dice discretamente:

-- ¿Y a éste qué mosca le picó?

-- ¿Porqué?

-- Es la primera vez que se toma la molestia de venir a despedirse con beso y toda la cosa.

-- Quizás está flirteando-- pero me abstuve de decir "conmigo".

Enseguida me arrepentí de haber dicho eso, Ana parecía ligeramente apenada por mi insinuación, ¿o bien era otra cosa? por el momento no puse atención e igualmente me despedí, deseoso de llegar por fin a mi casa.

Todo el camino a mi departamento sentí en mi rostro el calor característico de la excitación y de la anticipación, sin duda debido a la aceleración cardíaca de que yo era víctima. Maldiciendo cada semáforo en rojo y cada pausa en el saturado tráfico vespertino, irritado por el olor de diesel quemado y gasolina salido de los escapes. Ya quería estar en mi apartamento, donde recibiría de nuevo a Fer como habíamos quedado de acuerdo.

Una curiosa e hilarante idea me asaltó: allí estaba yo, siendo prácticamente arrastrado por las gónadas, como si las hubiera dejado en mi vivienda y yo estuviera intentado simplemente reencontrarlas. El deseo es una cosa peculiar, sin duda.

Cuando al fin llegué a mi domicilio, mi ritmo cardíaco tuvo otro salto: ya estaba él esperándome en la entrada, con su sonrisa asimétrica reclinado en su automóvil, un Volvo sedán compacto de color gris cobalto que había simplemente estacionado frente a la entrada.

Ni tardo ni perezoso, estacioné mi propio automóvil y me acerqué a donde él estaba. Extendiendo la mano para saludarle.

-- Yo creía que nos veríamos a las 8 -- le dije.

-- No quiero esperar un minuto más.

-- Yo tampoco, ¿vienes?

-- ¡Qué pregunta!

-- Pero antes, voy a abrir la puerta de la cochera para que dejes allí dentro tu auto.

-- ¿Molesto?

-- A mí, no. Pero los vecinos pueden tener otra opinión.

Fer procedió a insultar rudamente a los vecinos, mientras yo abría el garage para que él se estacionara.

Una vez hecho eso, sin decir más subimos las escaleras, hasta llegar a la puerta, y proceder a abrirla con prisa evidente de mi parte y como suele pasar en esas circunstancias, confundiendo las llaves. Por la expresión y actitud que adivinaba sin verlo directamente, amenazaba con saltarme encima aun antes de entrar en la privacía de mi departamento. No lo hizo, abrí la puerta y entramos, la puerta dio un sonoro golpe al cerrarse.

Esa vez no hubo simulacro de charla previa, ya habíamos hablado demasiado. Era tiempo de actuar, de hacer.

En cuanto la puerta estuvo cerrada, casi nos lanzamos el uno sobre el otro para besarnos, abrazarnos, tocarnos. Me sorprendí de su efusividad, pero lo dejé hacer y lo imité sin pensar; pasando mis manos y mis labios por cada parte de su cuerpo que quería y podía a la vez palpar, saborear, sobre sus hombros, su cuello, su rostro. Él hacía lo propio, sujetándome el cuello o la entrepierna con ambas manos abiertas, nerviosas.

El sabor de su piel era para mí como un néctar embriagante, mi cabeza se sentía embotada como por el alcohol; su piel tenía un gusto ligeramente salino, por la transpiración de la jornada. Su olor era exactamente como lo recordaba. Un olor indefinible detrás de los aromas de colonia y crema para afeitar, una esencia que infiltraba mis poros. Me percaté al besarlo que había en su barbilla y alrededor de sus labios una casi imperceptible barba, de uno o dos días.

-- ¿Te estás dejando la barba?

-- Es una venganza por los raspones que me provocaste.

-- Ah-- si de verdad era una venganza, era un fracaso total: yo estaba más bien deleitado ante la perspectiva de restregar mi piel en jirones sobre esa superficie abrasiva, tan personal.

Era como llegar a un banquete luego de semanas de hambre, el gusto de todo se ve multiplicado por diez.

Yo quería quedarme así un largo rato, simplemente percibiendo su sólida presencia, el calor que emanaba de su torso, de sus pectorales, de sus manos en movimiento. Arar mi cuerpo con esa barbilla era otra perspectiva nada despreciable. Pero como parecía ser su costumbre, él prefería llegar a lo que quería casi de inmediato. Empezó a desvestirse, como si la camisa, pantalón y zapatos le quemaran. Mientras al mismo tiempo quería continuar sobre mí, un verdadero desastre en equilibrio precario.

Yo hice un gesto de negación con la cabeza, y le dije:

-- Espera.

-- ¿Esperar?

-- Déjame ayudarte.

Él gruñó pero no puso ninguna objeción. Detuvo sus avances notablemente crispado, supongo que por tratar de contenerse. Yo comencé a desvestirlo, con calculada calma. Deshacer el nudo de su corbata, desabotonar la camisa a medias abierta, tirar con precaución para quitársela mientras continuaba mirándolo, percibiéndolo. El comenzó a reír ligeramente, con los sonidos guturales que le eran característicos y me dijo.

-- Tu y yo estamos en dos niveles distintos, ¿verdad?

-- ¿Te molesta que te ponga atención?-- le pregunté, pero teniendo la certeza que no era eso lo que él quería decir. Decidió dejar la cosa por la paz porque me dijo:

-- Claro que no me molesta, anda pues, hagámoslo a tu manera.

Yo proseguí, demasiado absorto para preocuparme de otra cosa. Era una vieja fantasía la que se realizaba, poner mis manos sobre un cuerpo masculino firme y amigable y despojarlo de su ropa, muy despacio, con mucho cuidado. Me puse a sus espaldas, con la quijada sobre su hombro y comencé a quitarle la camiseta blanca que portaba, levantándola a partir de los costados del abdomen hasta tenerlo con los brazos en alto, mostrando los vellos de su axila. No pude evitar acariciar levemente con la nariz y la punta de mis labios el hueco entre los músculos del brazo y el torso. El tuvo un estremecimiento.

-- ¡Hey! ¿no sabes que tu barba es como una lija?

-- Oh, lo siento-- dije, sin sentirlo realmente.

-- ¿Es una manía tuya disculparte de todo?

-- No, sólo contigo.

-- No recuerdo haber dicho que te detuvieras.

Continué frotando mi barbilla contra su cuello, mi pecho contra sus omóplatos, mientras mis manos bajaban por su vientre ligeramente velludo para desabotonar el pantalón de mezclilla áspera. Comencé a abrirlo hasta que me topé con un abultamiento pronunciado bajo la tela. Me dí cuenta que él se movía levemente para frotarse con mi entrepierna y que ponía sus manos sobre las mías, intentando llevarlas bajo la prenda. Abrí completamente el pantalón, pero me abstuve de poner las manos donde él quería.

A mí ese juego me excitaba tanto como el sexo mismo, quizás más, pero para él parecía ser una verdadera prueba. Se lo hice saber:

-- ¿Siempre eres tan impaciente?

-- No, sólo contigo.

-- Mentiroso y copión.

Llevé mi diversión hasta el final, deslizando el pantalón mientras repasaba mi barbilla por la curva de su espalda, haciéndole estremecerse. Mientras levantaba las piernas para liberarse al fin del pantalón, me regalé con la vista de sus piernas, trasero y pendientes testículos desde atrás. Una vista que ya conocía pero que conservaba toda su capacidad de enloquecerme.

Me levanté y comencé a lamer su cuello, él desnudo y yo todavía completamente vestido. La impaciencia debió ganarle porque después de unos instantes dijo:

-- Ahora es mi turno de hacerlo a mi manera.

-- ¿y cual es 'tu' manera?

-- Desvestirte de inmediato, pero tengo otra idea.

-- ¿Ah sí?¿cuál?

Intempestivamente se gira, se pega a mí y me rodea fuertemente con sus brazos, uniendo las manos al nivel de las nalgas.

-- ¡Oh qué...!

-- Vas a ser todo mío hasta que se me dé la gana desvestirte.

Y no bromeaba, de un fuerte tirón se las arregló para levantarme del suelo, pese a que yo soy más alto que él. Me aferré a su cuello y levante las piernas para rodearlo y lancé un par de exclamaciones de sorpresa mezcladas de placer. Era un tanto desconcertante pero agradable ser transportado en entero, pero al parecer la musculatura que yo le admiraba le permitía tal cosa. Por unos segundos al menos, lo suficiente para llevarme del quicio de la puerta al sillón de la sala y dejarme caer allí. Una clase de juego un tanto pueril, propio de adolescentes, pero que allí tomaba una significación muy distinta: quería dominarme. Me admiró unos segundos estando todavía de pié, frente a donde estaba. Su verga erecta sobresalía del reposa-manos al borde del sillón, una brillante gota de lubricante seminal en el extremo.

De pronto montó en el sillón y maniobró para acostarse sobre mí, hasta que su rostro estuvo a escasos centímetros del mío. Yo me preparé para besarlo, pero él giró el rostro y empezó a mordillear dolorosamente, primero las mejillas, luego las cejas y los labios.

-- ¡Eh!

-- ¿Creías que te iba a dejar divertirte conmigo sin tener nada a cambio?

-- ¿No me vas a morder en serio, o sí?

-- ¿Sabes qué? ¡Sí!-- y se lanzó con toda la intención de hacerlo.

Yo no tenía la intención de dejarlo hacer, así que lo contuve. Sexo o no había que marcar sus límites.

-- ¿Así que te defiendes?-- me dice.

-- Claro señor, no se crea tan especial como para permitirse todo.

-- ¡Vas a tener que probármelo!-- y continuó con sus intentos de morderme mientras yo intentaba detenerlo, cosa difícil estando yo debajo y él montando sobre mi vientre. Al principio me espanté, aunque rápidamente me dí cuenta que era solamente para forcejear conmigo. "Ah, así que te enciende el forcejeo" pensé "bien, vas a estar servido" . Comencé a seguir su juego y empecé yo también a amenazarlo en juego con mis dientes.

-- ¿Ah sí?¿ quieres pelear?

-- no me vas a dominar así de fácil-- exclamé.

Y empezamos a practicar una versión un tanto pornográfica y amateur de lucha grecorromana. Tal cosa a mí no me interesaba realmente, pero sin duda a él sí le incitaba. Yo detenía todos los intentos de sus mandíbulas, pero él no cejaba. En ese momento estábamos ambos entrelazados, fingiendo una pelea, resoplando y riendo como dos chiflados. Decidí tomar la ventaja, de un tirón de brazos y pies me giré y nos impulsé fuera del sillón, sobre la alfombra. Ahora yo estaba sobre él, sujetando sus manos en alto con las mías. Mi respiración agitada se mezcló a la suya, él mirándome fijamente a los ojos.

Las risas callaron. El escarceo había definitivamente terminado. Acerqué mi rostro a su pecho y empecé a besarlo, sus vellos negros proporcionaban una gratificante sensación sobre mis mejillas. Tracé con mis labios toda la línea de vello que iba desde su pecho hasta el pubis, allí le regalé un par de lengüetadas en el tallo del miembro, luego remonté de nuevo a su rostro, haciendo escala en sus tetillas. Fernando abrió sus labios y me invitó a besarlo. Cosa que comencé a hacer inmediatamente. Como prueba de buena voluntad, él lanzó su lengua fuera su boca y empezó a lamer la parte trasera de mis dientes frontales, mientras mis labios rodeaban los suyos, yo lancé mi lengua para entrelazarla a la suya. Detecté un sabor inconfundible de pasta dental.

-- Mmm, usas... ¿colgate?-- dije.

-- Oh, cállate la boca y sigue besando-- respondió y obedecí inmediatamente. Tenerlo así, debajo de mí, me proporcionaba una cierta sensación de poder, de control sobre él. Y me dí cuenta que era eso lo que parecía demandar de mí, a cada iniciativa mía por dominarlo, por tenerlo bajo mi control, él respondía con incitaciones a continuar. No se parecía a su anterior personificación de macho dominante. Yo me sentía agradablemente sorprendido por su actitud, a falta de otra palabra, pasiva. Sí, él parecía estar tomando otro papel, el inverso.

Yo me esforcé para tomar el papel que él me demandaba sin decirlo, él no acceptaba otra cosa de todas formas.

Empecé a frotarme contra su cuerpo, en gestos de penetración, y como espuesta él abrió las piernas, como si pudiera recibirme. Aunque lo único que recibía por el momento, era la sensación de mi erección bajo mi ropa, frotándose contra la sensible zona entre sus genitales y su abertura.

De un gesto rápido abrí la bragueta de mi pantalón y liberé mi miebro, que agradeció verse liberado de la incómoda presión. Él levantó más las piernas, como inviándome a que lo penetrara en serio, pero lo pensé dos veces y en vez de eso, comencé a frotarlo entre sus piernas.

Luego de un buen rato de caricias sobre el piso, me dijo.

-- No es por nada, pero prefiero acostarme en tu cama.

Yo no pude evitar reír.

-- Anda, ríe, se nota que tu eres el que está vestido.

-- ¿Porqué?

-- Las cerdas de tu alfombra se encajan en la espalda.

-- Voy a cambiarla entonces.

-- Deberías.

Nos pusimos de pié y fuimos hacia mi recámara. Lo dejé adelantarse, para obtener una buena vista de su espalda y trasero mientras caminaba. Noté que era verdad lo que había dicho: su espalda tenía una multitud de pequeños puntos de presión debidos a la alfombra, aunque no era eso lo único que detenía mi mirada. Él dijo sin voltear:

-- A ti te encanta verme las nalgas.

-- Tienes unas nalgas muy bonitas.

-- Ven a verlas más de cerca.

En cuanto llegamos a la recámara, Fernando se me acercó y empezó a desvestirme con mucha menos paciencia que yo lo había hecho. Lo ayudé a hacerlo, mientras protestaba de vez en vez cuando quería hacerlo demasiado a prisa.

-- ¡Ouch! ¡cuidado con mi nariz!

Hasta que al fin estuve tan desnudo como él. Decidí acercarme y abrazarlo de nuevo, él aceptó pero luego de unos segundos se separó. Yo no supe como interpretar su gesto. Nos quedamos unos instantes, frente a frente, mirándonos. Yo tenía la impresión que el estaba más pensativo que yo, como si lo que hacíamos no fuera exactamente lo que esperaba.

--¿Sabes? yo creía que lo primero que haríamos sería estar el uno penetrando al otro, gimiendo, eyaculando y todo eso.

-- La noche todavía no se termina, ¿quieres que hagamos lo que dices ahora mismo?-- le dije.

-- Sí, claro. Pero creo que a ti no es eso lo que te satisface.

-- No soy tan dado al romanticismo, si eso es lo que insinúas.

-- Ahora soy yo el que te dice mentiroso.

Yo empecé a sentir una cierta vergüenza, mezclado con el temor de decepcionarlo. Debió haberse notado, porque enseguida agregó.

-- ¿Quieres saber otra cosa? tú eres el primero con quien paso más de media hora simplemente besando.

-- No comprendo.

-- Oh, olvídalo. ¿vienes a la cama?-- me preguntó pero no esperó mi respuesta. Me jaló literalmente hasta que estuvimos los dos, recostados lado a lado en la penumbra. El diálogo intermedio había al parecer calmado los ánimos, pues su pene y el mío estaban de nuevo flácidos y relajados. El solo hecho de pensar en su pene por el momento flácido bastó para que el mío dejara de estarlo. El miembro de Fernando me gustaba en todos sus estados, erecto, semi-erecto, flácido, de lado, de frente o por detrás. En los dos sentidos en que eso puede interpretarse.

Acerqué mi verga a la suya, y empecé a frotarla. Ver su verga recobrar bríos era un verdadero placer. Había siempre algo profundamente obsceno en la imagen de un pene erecto, obsceno y excitante para quienes eso les place. Pero mirar el mío en compañía de otro ajeno era casi insoportable, desquiciante de lujuria. Me sentí súbitamente de un humor sumamente lascivo, deseoso de dejar atrás el encanto simple de mi obstinado romanticismo, deseoso de atracar mis sentidos con todos los sabores, sensaciones, sustancias que manaban del hombre que yo deseaba más que nada ese momento. Perderme en la obscenidad de la lascivia, del ofrecimiento de sí y de la lujuria.

Sin decir nada, me giré de lado y acerqué mi rostro a su miembro erecto, mientras él comenzaba a manipular el mío con las mismas intenciones. Ví que su miembro estaba abundantemente lubricado, reflejando incluso la escasa luz ambiente. Sin pensarlo mucho lo introduje en mi boca. La forma de su glande en mi paladar comenzaba a volverse una sensación familiar, casi podía decir que la había extrañado todos y cada uno de los días en los que lo había evitado. El gusto de su fluído pre-seminal era el mismo: salado y acre. Lo consumí a saciedad cada vez que producía un poco más.

Él por su parte parecía encontrar diversión en mis testículos, succionándolos uno y otro, haciéndolos entrar y salir de su boca. Empezamos a lanzar rumores de reconocimiento mutuo, para decirnos el placer que nos provocábamos mutuamente. El temor de ser escuchado ni siquiera me pasaba por la mente.

Después de algunos minutos de succionar y regodearme de sus fluidos, decidí utilizar mi mano libre para algo diferente que acariciar sus testículos y empecé a aferrar sus nalgas, entreabrir su culo. Mis dedos empezaron a explorar, a palpar hasta que encontré su ano, en el mismo lugar que recordaba.

--No deberías jugar allí-- me dice de pronto-- hasta que esté presentable.

-- Quiero jugar allí ahora mismo-- le dije, con su verga a medias todavía entre mis labios.

-- Vamos a tener que ir al baño.

-- De inmediato o no respondo de mí.

Él se puso de pie primero y yo lo seguí. En un santiamén estuvimos en la sala de baño y encendí las luces, nos pusimos de pié sobre la bañera circular como la primera vez. Pero en vez de acercárseme, él procedió a reclinarse con abandono a un lado de la tina y a buscar los grifos del agua. La regadera empezó a lanzar chorros de agua helada. Yo salí de un salto ante la desagradable sensación. Él no se inmutó.

-- ¿Cómo funciona esto?

-- Tira la palanca que está a tu izquierda.

-- ¿Ésta?-- dijo mientras la tiraba, e inmediatamente el desagüe se bloqueó y empezó a salir agua del grifo inferior en vez de por la regadera. Regular la temperatura él ya sabía como hacerlo.

-- Desde que vi este tina moría de ganas de usarla-- me confió y empezó a restregarse con el jabón.

-- ¿Quieres que te ayude?

Él asintió. Nos sentamos frente a frente con las piernas flexionadas. Comenzamos a restregarnos mutuamente y a enjabonar el agua tibia que nos rodeaba con nuestras atenciones mutuas.

Era un juego delicioso mezclar la ablución con las caricias, lavarse hasta lo más íntimo con las manos del otro. No por nada la ducha mutua es un juego erótico favorito de todas las parejas homo o hetero. Una especie de ritual donde nos preparamos para dar placer, purificados y auténticos. Dedicamos especial atención a asear nuestros respectivos miembros y testículos, poniendo atención y ayudándonos mutuamente, como buenos amigos.

El cuarto empezaba a llenarse de vapor cuando me decidí a decirle:

-- ¿quieres que lo ponga presentable?

Él sabía de lo que yo hablaba, porque me ofreció una de sus sonrisas levemente ironicas y se tornó de espaldas, encorvándose pronunciadamente para ofrecerme su culo, sin preámbulos.

--Ooh-- exclamé al ver sus nalgas musculosas, ligeramente cubiertas de vello, reflejando las luces debido al agua que las empapaba. Su espalda ancha y dividida por una línea finamente curvada simplemente me encantaba. Su culo era una vista celestial para mí. Suave al tacto y firme ante la presión, abundante pero no exagerado: una obra de arte de la naturaleza. Aunque quizás lo debía al gym, quien sabe.

Enseguida me puse a la obra, enjaboné mis manos y comencé a deslizarlas en círculo sobre sus nalgas. Él empezó a acelerar su respiración y a lanzar leves gemidos. Se reclinó sobre el muro y dirigió sus manos hacia su culo, separando sus nalgas para mostrarme bien su abertura. Era el mismo orificio pequeño y repentino perdido entre el fino vello que habitaba la comisura de los glúteos y que yo ya había admirado una vez, pero allí me pareció totalmente nuevo y ansioso de conocerme otra vez, empecé a pasar mis dedos sobre él y cada vez que lo tocaba, él se abría las nalgas al máximo.

-- ¿Te gusta que te den, verdad?

-- Tú me convertiste en un vicioso de la penetración-- me dijo. Sus palabras me provocaron una sensación de calor en el pecho que subió hasta mis orejas. Empecé a poner más atención a su orificio, puse mi dedo medio en él y empecé a girarlo levemente para sentir los músculos que lo mantenían apretadamente cerrado.

-- Oh sí-- dijo.

-- ¿Quieres que te meta el dedo?

-- Méteme todo lo que quieras-- me demandó.

-- Ciudado con lo que pides.

Comencé a presionar, mi dedo empezó a franquear las barreras que ponía su abertura. La sensación de las tersas paredes de su recto me fue pronto evidente en la yema. No pude llegar demasiado lejos, pues el agua levemente jabonosa no parece ser un buen lubricante.

No importaba, lo tenía completamente a mi merced, vibrando con las nalgas abiertas y rogándome que lo penetrara más. Saqué el dedo medio y empecé a usar los demás, repasé su orificio con prácticamente todos los dedos de ambas manos hasta que estuve satisfecho de la maniobra.

Lo siguiente era evidente: me incliné hasta que mi nariz estuvo al nivel del comienzo de la división entre sus nalgas e inicié el proceso de lamer la zona perianal, luego el orificio mismo. Yo mantenía los ojos abiertos para distinguir perfectamente la forma y textura de su ano, una extraña coma con casi ninguna estría y que parecía presentar ligeros estremecimientos rítmicos. Noté que a cada estremecimiento, su pendiente miembro oscilaba sin necesidad de tocarlo.

Dirigí mis manos hacia su paquete que colgaba libremente a escasos centímetros de mi boca, para rodearlo con mis dedos y sopesar su grosor y su textura, sin detenerme tampoco de probar todo. Sus testículos pendían libremente en el escroto, quizás debido al calor de la sala de baño. Me levanté un momento para observar su expresión; el parecía estar ya en otro mundo, con los ojos cerrados y con una expresión de placer inenarrable.

De pronto sentí que una mano agarraba mi miembro, dirigiéndolo directamente a su abertura, intentado penetrarse con mi miembro totalmente al descubierto. Yo dí un fuerte tirón con la cadera, y liberé mi pene de su mano. No dije nada, y decidí que era mejor regalarle algo en vez de reclamarle: froté un rato mi miembro entre sus nalgas. Sin embargo, su intención de tenerme sin condón me dejó perplejo.

-- Penétrame aquí mismo-- me ordenó de pronto.

-- Necesito lubricante-- le dije.

-- Hazlo ahora mismo-- replicó.

-- Y un condón.

-- ¿Crees que eso es necesario?-- me dijo, sin pensar.

-- Deberías abrir el desagüe para vaciar la bañera, voy a prepararme. No cierres ese culo.

Me puse de pie y salí de la bañera todavía escurriendo agua. Sin importarme un comino mojar todo alrededor de mí, me dirigí a la recámara, hacia mi buró de cabecera y encontré rápidamente lo que buscaba: condones y un tubo de lubricante. Retorné a prisa para encontrar a Fernando en la misma posición encorvada, con los ojos entrecerrados y consolándose a sí mismo con su dedo medio, al parecer hablaba en serio: se había vuelto un verdadero vicioso.

-- Ven y cógeme, te lo pido-- me dijo.

No podía rechazar una invitación semejante, así que de inmediato saqué un condón y lo puse rápidamente sobre mi pene. Lo siguiente fue más rápido: tomar el tubo de lubricante y aplicarlo generosamente en su abertura bien expuesta. Acerqué mi miembro a su culo ansioso y comencé a frotarlo en los alrededores. Él estaba en un paroxismo de excitación, porque empezó a lanzar su trasero hacia mí, como queriendo ensartarse a sí mismo.

-Mmm, por favor- gemía.

Decidí sacarlo de su suplicio. Puse la punta de mi miembro en la abertura de su ano y ayudándome con una mano, comencé a presionar para abrirme paso. Con el lubricante que le apliqué fue relativamente fácil. En poco tiempo estuve completamente dentro de él, sintiendo una deliciosa sensación de calor y de presión uniformes alrededor de mi miembro. Sus nalgas chocando con mis ingles.

-- Aaah, sí, sí.

Su solicitud y total ofrecimiento me rendía extrañamente excitado, deseoso de penetrarlo hasta el extremo, hasta hacerle daño. Me espanté de mis propios deseos, así que decidí un enfoque más relajado. Comencé a moverme lentamente al sacársela, para atacar de nuevo con rapidez. Cada embestida de mi cintura lo hacía lanzar un gemido, una incitación a continuar o ambos mezclados.

-- Más rápido.

Lo sujeté de la cintura con ambas manos y aceleré el ritmo, yo comencé progresivamente a perder el control de mis reacciones y a lanzar gruñidos de placer y frases obscenas.

-- ¿quién es ahora el pasivo?

-- ¡yo! ¡ pero sigue, no te detengas!

-- aaah, te gusta mi verga,¿verdad marica?

-- oooh, sí.

En poco tiempo noté que el orgasmo aproximaba, así que me detuve, todavía dentro de Fernando.

-- ¿Porqué te detienes?-- me pregunta.

-- Porque de lo contrario me vengo.

-- ¿Y?

-- ¿quieres que me venga en ti?

-- Será más bien en el maldito condón. Pero tienes razón, mejor esperar.

Comencé a sacársela, despacio, deleitado en la vista de su orificio dilatado y levemente enrojecido por mis embestidas. El esfínter parecía querer imitar la talla del miembro que acababa de visitarlo. No pude evitar pasar mis dedos sobre su culo, sintiéndolos deslizarse sobre el lubricante transparente que lo rodeaba. Era mucho más fácil penetrar ahora, que su culo estaba adecuadamente dilatado y lubricado.

-- Quiero que me penetres más-- me dice.

-- Estás totalmente desatado.

-- Desde la vez anterior que me diste me la he pasado imaginando esto, así que guarda silencio y dame este gusto.

-- Oh, perdón señor exigente-- le respondí divertido por su entonación exigente y lasciva a la vez --¿quieres repetir la pose que me enseñaste la otra vez?

-- Sí, y todas las que se te ocurran.

-- ¿Ah sí?

Y procedí a darle una nalgada para indicarle que volteara, enseguida me senté reclinado al otro lado de la tina. Él giró lentamente y vio donde estaba yo, y comprendió lo que yo quería. Avanzó hacia mí con sus pies a ambos lados de mis piernas, y se puso en cuclillas hasta tener mi miembro justamente en la entrada de su orificio, el cual yo ya no podía ver pero que sí sentía perfectamente, rozando mi glande.

Ayudándose con las manos, casi inmediatamente se sentó sobre mí haciendo que mi verga entrara en él, no sin cierta dificultad inicial. Al final sus glúteos reposaban sobre mis ingles y piernas, mientras su rostro estaba un poco por encima del mío, yo sentí claramente que toda la longitud de mi miembro, desde la base hasta el extremo estaban adentro. Comenzó a balancearse de arriba a abajo para que mi miembro le entrara y saliera como él quería. Yo lo miraba, completamente entregado a mí, con un placer animal reflejándose en su rostro. Extendí mis manos y sujeté sus cabellos todavía húmedos, lo hice acercarse a mí y volvimos a besarnos. Pero estos eran besos mucho más violentos, mezclados de lengüetadas y succiones , en movimientos bruscos de dos bestias en celo que querían devorarse. No habían mordidas o gestos hirientes, simples actitudes de violencia sexual desatada.

A ciertos momentos él se separaba de mi rostro para dedicarse a masajear su propio miembro, ofreciéndome el espectáculo de verlo totalmente poseído por mí. Cuando hacía eso yo acariciaba sus pezones, para aumentar también su placer.

Después de un rato de estar en esa posición, sentí claramente que sus músculos anales se contraían fuertemente, sin dejar de balancearse sobre mi pene erecto. Abrí los ojos y lo vi: estaba eyaculando abundantemente. Él no me vio pues su cabeza estaba tirada hacia atrás, sin duda centrado completamente en su propio orgasmo. Era notoria la diferencia que había entre la presión normal de su esfínter y los espasmos involuntarios provocados por el orgasmo, pero nada que fuera remotamente incómodo; al contrario, la presión rítmica de su eyaculación agregó un novedoso placer a su penetración, yo lancé una exclamación.

--¡Uoaaah! ¡vaya que aprietas!

Ante el masaje rítmico que él me regalaba en el miembro, no tardé de nuevo a remontar la meseta del orgasmo. Se lo hice saber con una voz entrecortada y jadeante:

-- Una pausa o ahora sí me voy a venir.

-- Perfecto-- dijo y se puso de pié inmediatamente, todavía jadeante de su propio orgasmo. Mi pene calló sobre mi vientre al verse fuera de su reciente guarida. Antes de que yo pudiera reaccionar, él se agachó y con un gesto rápido me despojó del condón y empezó a masturbarme mientras me miraba con lascivia directamente a los ojos.

-- ¿Qué haces?

-- Quiero ver cuando eyacules.

Yo no respondí nada, lo dejé hacer. Estaba demasiado embargado por el placer para discutir así que cerré los ojos y me dejé llevar por el momento. En cierto instante noté un cambio en las sensaciones que proporcionaba mi miembro, percibí un contacto mucho más terso y cálido que sus manos y comprendí que Fernando había empezado a succionarme de la manera experta que el conocía, introduciendo el miembro lo más profundo posible, ejerciendo fuertes succiones en los momentos correctos y exactos para hacer sentir mi glande a punto de estallar de placer. Experimenté un shock al pensar que él mamaba ahora la verga que acababa de penetrarlo " ¿qué sabor tendrá una verga que acaba de usar condón?" pensé entre un morbo total.

Fue la apoteosis, yo estaba totalmente transportado por el placer, y no resistí más. Eyaculé entre espasmos en la cintura y cuello, mientras él recibía todo mi semen en la boca. No lo vi, pero lo sé porque ni un solo momento él despegó los labios de mi miembro, así que debió recibir todo. La succión continuó aun después que yo había descendido la fase paroxística, y solamente se detuvo cuando vio que yo había abierto de nuevo los ojos para observarlo, dos o tres minutos después del orgasmo. Mi pene estaba semi-flácido y él tenía algunas gotas de semen en las comisuras de la boca, así como yo tenía restos del suyo en mi vientre.

Yo estaba más que sorprendido, sobrecogido por su capacidad de entregarse, de darse a sí mismo y de darme placer. Una somnolencia indeseable empezó a invadirme, pero decidí no demostrarla.

Él sonrió, casi tímidamente y volvió a montar en mi bajo vientre. Noté que su cuerpo estaba todavía cubierto de minúsculas gotas de agua, sus cabellos totalmente alborotados. Sus ojos castaños me miraban, en una especie de demostración de agradecimiento. Extendí mis brazos y lo hice acercarse, para besarlo pese a los restos de esperma que yo había dejado en su boca. Mi humor había cambiado totalmente, el impulso animal de poseerlo se había ido por el momento, solamente quedaba una laxitud mezclada de una total relajación y paz.

--Me has sorprendido-- le dije sinceramente.

-- Y el fin de semana apenas comienza-- respondió y yo me estremecí ante la expectativa de pasar todo ese tiempo haciendo cosas como esa.

-- De acuerdísimo, salvo por un detalle-- le dije haciendo un gesto con el dedo índice.

-- ¿Cual detalle?

-- Tengo un hambre atroz, ¿que te parece si vamos a cenar o algo?

-- No tengo ganas de salir-- me dice.

-- Entonces tendremos que prepararlo nosotros mismos.

-- Te cedo la plaza, amigo. Cuando gustes.

-- Creo que primero voy a enjuagarme, contrariamente a lo que parece, no suelo pasearme con un cataplasma de semen, y menos ajeno-- él dirigió inconcientemente una mano a su boca, para limpiarse ante mi clara alusión. En poco tiempo estuvimos de nuevo bajo el agua, pero esta vez de la regadera. Pese a un par de toqueteos amistosos, esa ducha fue más bien bastante mesurada en comparación a la anterior.

Era un tanto peculiar compartir esa clase de momentos con un amante de su mismo sexo. En todas mis experiencias pasadas con mujeres, los primeros encuentros tienen elementos importantes de pudor vanidoso.

Eso era completamente distinto con él: para empezar, nunca hubiera pensado pedirle a una mujer que me ayudara a preparar una cena en común, no antes de pasar cierto tiempo juntos. Es una cuestión de apropiada etiqueta ser caballeroso e invitarla a salir a un buen restaurante, o bien preparar todo yo mismo. Con Fernando era fácil pedirle que metiera la mano a la obra.

-- ¡Eh, ven aquí a ayudarme! -- le dije en tono serio, cuando vi que él estaba acostado sobre el sillón, haciendo zapping frenético con el control remoto de mi televisor.

Yo estaba vestido en una simple bata de baño, él no portaba ninguna prenda.

-- No sé preparar nada, por eso te dejo el campo libre-- me dice.

-- Me pregunto qué es lo que haces cuando tienes hambre.

-- Salgo a comprar algo, ¿tu no?

-- Ven acá y ayúdame, no te hagas--

Él se puso de pie a regañadientes, y se acercó a donde yo estaba. Se quedó en el quicio de la puerta, reclinado y con una mano en la cintura. Mirándome como si mostrarme su desnudez le permitiera todo, lo saqué con buen humor de su error:

--Y ponte algo encima, que no te voy a dejar restregar eso por todas partes-- le dije, apuntando con el índice a su entrepierna. El rió :

-- Pues no es eso lo que acabo de ver: me dejaste precisamente restregártelo por todas partes.

-- Sobre mi, vale, pero no en las paredes. Además es peligroso estar en una cocina estando tan descubierto.

-- Muy bien, muy bien-- dijo. Yo dejé de prestarle atención, y continué preparando lo que tenía en mente. No me considero especialmente hábil en esos menesteres, pero aprecio lo mejor disposible siempre que se puede.

-- ¿Qué haces?-- me pregunta.

-- Rebanar una col, mira-- y comencé a mostrarle cómo hacía para obtener ralladuras lo más finas posibles. Cuando lo miré de nuevo, debí tener la boca totalmente abierta de la sorpresa: el muy cabrón en lugar de vestirse había tomado simplemente un mandil a cuadros que yo nunca utilizaba. La pieza de tela acolchada le cubría desde las rodillas hasta el medio pecho, dejando al aire libre sus pezones, apenas en contacto con dos bandas de tela que cruzaban sus hombros. Decidí mejor no hacer comentarios.

-- Yo ya me habría cercenado las yemas de los dedos, tratando de rebanar tan finamente-- me dice.

-- No es tan difícil.

-- ¿Un hombre que cocina? definitivamente eres gay.

-- Oh, cállate y ayúdame.

-- ¿Qué hago?

-- En el refrigerador hay varias piezas de charcuterie.

-- ¿Charcu-qué?

-- Embutidos.

-- Ah, ¿y qué hago con ellos, dime?-- responde, en un tono condescendiente.

-- Ayúdame a pelarlos y a rebanarlos. Y no quiero escuchar ninguna broma relativa a salchichas.

-- Yo no dije nada.

Terminé mi labor, y procedí a cocer ligeramente las rayaduras de col, en una salsa de aceite de oliva, ajo, un poco de vino blanco y un toque de vinagre.

-- ¿Qué preparas?

-- Una choucroute.

-- ¿Es francés?

-- Sí, en fin, franco-alemán.

-- Me impresionas.

-- Gracias, ¿terminaste?

-- Sí, mira: ¿que te parece?

Los cortes eran realmente lamentables, pese a que no hay demasiadas maneras de fallar al cortar una pieza de salchichón al ajo o una salchicha de Frankfurt. Lo perdoné únicamente porque el mandil me dejaba ver perfectamente la curva de su lindo trasero mientras se empeñaba.

-- Bien-- le dije, pero con un tono que demostraba que pensaba justamente lo contrario.

-- Perfecto, ¿qué hago enseguida?

-- Puedes rebanar una media baguette, tengo una en la panera.

-- ¿Cual es la panera?

-- El mueble de madera, a tu izquierda.

Pronto el ruido del pan al ser cortado se mezcló con los sonidos de cocción de la mezcla. Un olor agrio empezó a difundirse por todas partes.

-- Qué olor infecto-- me dice.

-- No sabes lo que dices.

-- Sé perfectamente lo que no me gusta.

-- Prueba primero, juzga después.

En poco tiempo terminé lo que preparaba. Sentí de pronto que tenía calor, así que abrí mi bata de baño y me ocupé un momento preparando la cafetera para que estuviera lista al final de la cena. Aunque creo que en realidad la abrí al saber que Fernando había terminado desde hacía mucho y simplemente estaba allí, para acompañarme y observarme maniobrar.

-- ¿Quién te enseñó todo eso?

-- Lo aprendí yo mismo.

-- Cocinar me parecen mariconadas-- dice con convicción.

-- ¿Y acostarte con otro hombre no te lo parece?

-- Hay una diferencia importante entre las mariconadas y ser homosexual.

-- Estoy de acuerdo contigo.

-- Sin embargo, cocinas como todo un mariquita.

-- Dios perdónalo, porque no sabe lo que dice. ¿Sabes cual es el método más rápido para meter una mujer en tu cama?

-- Eh... ¿pagarle?

-- Hablo de una mujer, no de una puta. Las mujeres aprecian esta clase de gestos en el hombre, las incita a un extremo tal que en un 80% de los casos se acostarán contigo esa misma noche.

-- ¡Qué conocedor!

-- Ni te imaginas.

Él guardó silencio, sin verlo me dí cuenta que la conversación había tomado un giro que no le gustaba. Decidí desviar el tema:

--¿Puedo pedirte otro favor?

-- Desde luego.

-- ¿Puedes preparar la mesa : los cubiertos, los platos, una jarra de agua?

-- Claro, eso sí se cómo hacerlo.

No, no sabía. Deposité en la mesa desordenada la marmita de cocción todavía cubierta sobre una plancha de madera, mientras él continuaba a observarme, absorto.

-- ¿puedes traer una pieza de queso del refrigerador?

-- Claro.

Yo procedí a acomodar los cubiertos en el orden adecuado, a remover los dobles tenedores y regresé a la cocina para obtener las cucharas correctas. Él estaba absorto faz al refrigerador abierto, como si no supiera qué hacer.

-- ¿Cuál es el queso?

-- Una rueda de madera con la etiqueta "Camembert" encima.

Yo retorné de nuevo a la mesa, con cuatro copas (dos para el vino y dos para el agua), una botella de vino rosado y la cuchillería faltante. Él retornó también, portando el pan que había rebanado y el fragmento de Camembert.

-- Sé que el pan hay que ponerlo en un recipiente-- me dice, mostrando una cesta cubierta por un fieltro a cuadros.

-- Excelente intuición-- le dije, y procedí a tomar asiento, despreocupándome de mi vestimenta entre-abierta.

Él se despojó de su mandil y lo colgó en su lugar, volviendo a quedar desnudo, junto a la mesa.

-- ¿Quieres que me vista?-- me pregunta con cierto embarazo.

-- Yo diría que no, pero como te sientas más cómodo.

El sonrió y se sentó tal cual. Yo abrí la marmita y procedí a servirle una porción diminuta.

-- Me recuerdas a mi madre-- me dice.

-- Espero que no sea por...

-- ¡Qué sucia mente tienes! ¡No! -- yo reí al ver su indignación, él continuó: -- es simplemente que siempre que me daba a probar algo nuevo, siempre me daba porciones pequeñas, para no desperdiciar si no me gustaba.

-- Mi madre hacía exactamente lo mismo. Todas deben hacerlo.

-- A su salud entonces-- dijo y tomó un sorbo de agua

Yo ya había descorchado el vino y servido dos copas. Le dije:

-- ¿No sabes que es de mala surte brindar con agua? tu madre merece algo mejor.

-- ¿Siempre eras tan puntilloso? mejor voy a probar tu chu-chú o como se llame, a ver que tal está.

-- Te va a encantar, te lo aseguro.

-- De lo contrario, mando traer una pizza-- dijo y puso sus manos detrás de la nuca.

-- Me pregunto como haces para guardar es cuerpo.

-- Ejercicio: sexo sobre todo-- yo sacudí la cabeza en signo de negación resignada.

Empecé a comer al mismo tiempo que él tomaba una porción ínfima con su cuchara, y la dirigía a su boca haciendo gestos, como si fuera una especie de purgante. Yo lo dejé hacer, divertido.

-- No está tan mal-- concluyó, y procedió a servirse una mayor cantidad, empezando a masticar con naturalidad.

-- ¿Qué haces con el pan?

-- Lo comes-- y sonreí con malicia mientras degustaba más vino.

-- No te pases de listo, ¿cómo se acompaña?

-- No se hacen sandwiches con él, si es lo que deseas saber-- le dije, satisfecho de aumentar su educación, él por su parte tenía un gesto de escepticismo, --Lo comes cuando desees hacerlo durante el plato principal, luego lo consumes mezclado con mantequilla o queso, pero sin mezclarlo al plato principal-- y procedí a tomar un pedazo para mostrarle con el ejemplo.

-- Es decir que pudo comer lo que quiera, pero no como y cuándo lo quiera.

-- Más o menos es eso.

-- ¿Siempre comes así?

-- No siempre, solo cuando es una ocasión especial... o cuando estoy con alguien especial-- él pareció satisfecho de mi comentario pues no replicó nada y se contentó de degustar.

En poco tiempo no hubo más platillo principal, así que pasamos al vino, al pan y al queso. Él miró lo que yo hacía y procedió a cubrir un pedazo de pan con el Camembert, auxiliándose de un cuchillo de untar. Lo probó.

-- ¿Que tal?

-- Creo que lo detesto. Y lo sé porque lo probé, como dijiste.

-- Esa es una buena filosofía: probar para saber-- asentí.

-- ¿Como acostarse con hombres para ver si te gustan?

-- Exacto.

-- Disculpa, pero no creo nada.

-- ¿No crees que es posible mostrarse simplemente 'curioso', sólo por saber?

-- Los 'curiosos' no existen, cada hombre 'curioso' que he conocido es en realidad una loca de clóset. Esas cosas las sabe uno desde siempre-- él parecía satisfecho de su desenfadado cinismo.

-- Gracias por la flor-- le dije pretendiendo estar ofendido.

-- Tu no dijiste nunca estar 'curioso', desde el principio dijiste que querías que te la metiera, así que no lo tomes personal.

-- ¿Y tú cuando lo supiste?

-- Desde que tengo memoria. Y tú también, solo pretendes lo contrario.

-- Creo que tienes razón, ¿quieres café?

-- Sí.

Fui hacia la cafetera y tomé dos tazas diminutas, el aparato hizo un ruido borboteante mientras del minúsculo grifo salió un líquido oscuro y de apariencia espesa: un espresso como me gusta. Llevé de inmediato las tazas en sus platos-base respectivos.

-- ¿Esto es café? yo diría que es petróleo-- dijo con su acostumbrada falta de protocolo.

-- Pruébalo y juzga.

Así lo hizo. Lo bebió en un santiamén.

-- Oah, está fuerte.

-- Y casi hirviendo, ¿cómo haces para que ni el frío ni el calor te afecten?

-- Talento natural.

Estuvimos otro rato charlando y riendo simplemente, mientras yo sentía la somnolencia ser contrarrestada por la dosis masiva de cafeína que había ingerido. Él no parecía fatigado en lo absoluto, más bien bastante alerta y con tendencia a acercarse donde yo estaba.

-- Tengo ganas de reposar un poco, ¿me acompañas?-- le dije en cierto momento.

-- Quiero lavarme la boca.

-- Con confianza-- le dije, y se fué a la sala de baño; sus pasos resonando en la moqueta, dejándome pensativo. Mi cabeza estaba en precario equilibrio entre varias sensaciones diferentes, la laxitud de nuestro reciente orgasmo, la somnolencia del vino, la excitación del café y (reconocí) un renaciente y fuerte deseo.

A los 33 años ya no se recupera uno como un adolescente, pero la contínua estimulación libertina de la situación de cenar en compañía de mi amante, "Sí, en ese momento eso es lo que él es: tu amante", desnudos y hablando en confianza total de cosas que normalmente con nadie se comparten, todo eso junto era un poderoso afrodisíaco. Mi miembro comenzaba de nuevo a erectarse por sí solo, reclamando atención inmediata. Decidí ir al baño, donde Fernando estaba haciendo gárgaras. Aun la vulgaridad de una situación tan banal y cotidiana, en ese momento tenía aires de concupiscencia.

Él era mío por una noche al menos, quizás más tiempo, el que fuese; no me importaba cuánto.

Sábado

Pasarse toda la noche haciendo el amor era más fácil de decir, que de hacer. Luego de una cena satisfactoria que yo preparé con la ayuda de Fernando, decidimos esperar un rato para poder recuperar bríos y hacer la digestión adecuadamente.

Nos recostamos abrazados juntos en el sillón de la sala, totalmente extendido para formar un lecho provisional, cubiertos con una cobija amplia en total intimidad.

La televisión encendida, parloteando de manera insensata sin que le prestáramos atención. Fernando y yo hablábamos en voz baja, en el murmullo característico de los que se hablan casi al oído. Lo que decíamos no era realmente importante: era el hecho de estar allí, faz a faz, a escasos milímetros el uno del otro, brazos y piernas entrelazados.

El deseo todavía rondaba por mi mente, pero otra cosa lograba detenerlo: el placer de estar, de ser, que no admitía la lubricidad del sexo. Eran las 12:16 en el reloj, y habíamos vuelto a callarnos, dedicados única y exclusivamente a sentirnos.

La forma más directa de sentirnos parecía el beso. El beso en los labios, en la nariz, en los ojos, en las cejas, en todo el rostro, en el cuello incluso. En ese momento ambos teníamos los ojos abiertos, mirándonos mientras nuestros labios se unían o se posaban en otra parte. La geometría de su rostro era notoriamente diferente cuando lo veía a escasos centímetros, una ilusión gratificante pues juro que lo encontraba varias veces más hermoso de lo que era, si tal cosa era posible de decir.

Hicimos una especie de pacto silencioso: observarnos, mirarnos, percibir en los ojos del otro el placer que nos dábamos al ser, al existir, al dejarse llevar por la magia del otro.

Caímos en una especie de encanto misterioso, pues cuando volví a ver el reloj ya eran las tres de la mañana. ¡Tres horas nada más besando! una primicia para mí y para él, según me había dicho. Yo no había percibido el tiempo pasar.

Las únicas rupturas en el sortiegio que había caído sobre nosotros era cuando yo, o él, subíamos uno sobre el otro para continuar besádonos. Era mucho más que un vulgar apetito, era una necesidad casi interminable, un embrujo del espíritu y del cuerpo más intoxicante que la mera líbido. Mis labios comenzaron a irritarse, lo notaba cuando me separaba un instante de él, pero no por eso me detuve.

Nunca había conocido nada semejante, salvo con una solo otra persona. Una mujer. Y ahora lo encontraba con el otro rostro de mi deseo.

Sin darme cuenta debí quedarme dormido. Lo siguiente que recuerdo fue el resplandor de la luz del sol, entrando en líneas paralelas por las rejillas de la ventana. Todo regresó a mí de golpe, como si lo reviviera en un solo instante. Giré y ví que no había soñado: Fernando estaba allí, de espaldas, mostrándome los cabellos rasurados de su nuca descubierta por la cobija. A la luz del sol las pequeñas pecas que tenía en la espalda y los hombros era claramente visibles, mientras respiraba y exhalaba lentamente, lanzando leves ronquidos.

No me atreví a despertarlo, me puse de pié lo más discretamente posible, maldiciendo cuando vi que la cama vibraba fuertemente cuando yo me desplazaba. Sus ronquidos quedos me tranquilizaron.

Contorné la cama y me puse a su lado, observándolo. Mi fantasía respecto a cómo él lucía durmiendo era varias veces mejor que la realidad: sus cabellos estaban desordenados y en la parte baja de su boca dormida había un línea de saliva.

"¿Pero qué esperabas?" me dije, recordando que la mañana no es el mejor momento de nadie. Giré para buscar el espejo largo de mi recámara, y comprobé que yo tampoco era la personificación de la belleza masculina. Lo único satisfactorio que vi era la pronunciada erección matinal, la misma que retrasa a tantos hombres cuando deberían estar en camino a su trabajo o estudio.

Regresé a esa sala de baño que contenía demasiados recuerdos para un tan corto lapso de tiempo, y procedí a asearme y medio componer mis cabellos. Lavé mis dientes y mi rostro, hasta sentirme totalmente alerta. La imagen del espejo era la de un hombre de aspecto fatigado, pero satisfecho hasta el hartazgo en todos sus caprichos.

De pronto sentí un pánico tempranero: vi que había un par de cabellos blancos, que procedí de inmediato a arrancar hasta que estuve de nuevo con el mismo rostro relajado y satisfecho. Yo sabía quién era el responsable de esa satisfacción, así que dije:

-- Gracias, Fer.

-- De nada-- me responde una voz grave, pastosa y ronca. Yo tuve un sobresalto, hasta que ví que era él que entraba a la sala de baño. Sin decir buenos días ni nada, me evitó y se puso frente al retrete, con la obvia intención de orinar. Yo aparté la mirada, convencido que no era esa la imagen que quería guardar de él. Como sea, no podía evitar tener una imagen lateral desde donde estaba, justo a un metro.

Comencé a aplicar crema para afeitar en mi rostro y a rasurarme, mientras noté que él abría las piernas y se encorvaba , como una jirafa queriendo beber agua.

-- Si ensucias, te voy a poner a lavar el baño.

-- ¿Tú no la tienes parada cuando te despiertas?-- me pregunta.

-- Desde luego, pero para eso se inventaron las manos: para apuntar.

-- ¿No quieres verme hacerlo?

-- ¡Definitivamente no!

-- Era una broma, hombre.

Parecía haber acumulado litros de agua durante la noche, porque pasó un buen rato antes de que concluyera. Yo apenas había rasurado una parte de mi cara cuando él se aproximó al lavabo y comenzó a lavarse las manos. Con un remojón dió por concluido el lavado de rostro, finalizando con un breve peinado con los dedos. Voltea y me dice:

-- ¿Me dejas rasurarte?

-- ¿Qué?

-- Que si me dejas rasurarte.

-- Bueno.

Tomó el rastrillo y comenzó donde yo me había quedado. Pasándolo por las mejillas y el cuello, evitando la zona que yo conservaba deliberadamente. Demostró un especial cuidado, debo decir. Incluso tomó una toalla y la pasó sobre toda la región, viendo si no quedaban restos de crema de afeitar. Me percaté que las leves espinas que él tenía en el rostro el día anterior, empezaban a convertirse en las cerdas de un cepillo.

-- ¿quieres que yo te ayude a rasurarte?

-- ¿crees que lo necesite?

-- Sin duda-- abrí el gabinete sobre el lavabo y extraje un rastrillo desechable de su empaque, le dije -- mira : flamante de nuevo--

-- Te tengo confianza.

-- No deberías ser tan confiado.

-- Contigo me siento en confianza.

-- Gracias, pero eso no te protege. Y ahora que me acuerdo, ayer casi me obligas a penetrarte sin condón, ¿en qué estabas pensando?-- le dije, mientras aplicaba la crema de afeitar.

-- En tí, claro-- responde, yo comencé a eliminar las partes de barba que no me gustaban.

-- ¿Te pasa seguido que pienses en el otro 'tí' antes que en tí mismo?

-- ¿Me vas a sermonear?

-- Te voy a nalgear si sigues de imprudente-- y le demostré mi punto con una leve nalgada amistosa.

-- Uh, suena rico. Se me hace que voy a ser bien imprudente estos días.

Yo concluí mi labor, pasándole también la toalla y repasando todo con mis dedos, para cerciorarme que no había restos.

-- Gracias, Mario-- me dice con la naturalidad que le era tan propia.

-- De nada mi imprudente Fernando-- le dije, y el corazón se me llenó de alegría.