Encuentro en la playa
En una playa semisalvaje de la provincia de Huelva, un chico se encuentra con otro. La timidez inicial da paso a un encuentro volcánico.
Encuentro en la playa
(Publiqué esta historia con otro seudónimo hace algunos años, pero creo que merece la pena que esté en TodoRelatos, la mejor página de relatos eróticos en español).
En Huelva hay una playa, cerca de la muy abarrotada de Matalascañas, donde sin embargo apenas hay gente. La protege el hecho de que a su espalda está el Coto de Doñana, con lo cual los voraces urbanistas no han podido edificar en aquella zona, muy a su pesar.
Este verano fui por esa playa, conocida como Pico del Loro; hay que llegar andando por la propia playa, no menos de dos kilómetros, pero merece la pena. Llega un momento en que prácticamente queda un bañista o dos cada 200 ó 300 metros. Los que quedan, no hace falta decirlo, están en pelotas. Entre los pocos que hay siempre hay algunos gays, y pasear por allí o acamparse puede ser una excitante aventura.
Pues bien: este verano, como decía, fui al Pico del Loro. Me senté sobre mi toalla, me despojé del bañador, y me puse a esperar. No tardó mucho en pasear por la playa, que estaba en marea alta, un chico como de 21 años, delgado y hermoso, desnudo, con una verga en reposo que prometía sueños insondables. Llevaba gafas de sol y una gorrita por todo atuendo, y pensé que me estaba mirando, aunque, a causa de las gafas oscuras, no podía estar seguro. Parecía tímido, y pensé que sería bueno ofrecerle una buena perspectiva. Estaba yo sentado en la arena, con las piernas flexionadas y echadas hacia un lado y, como quien no quiere la cosa, como si fuera un gesto natural, las abrí y le ofrecí un plano completo de mis tesoros: mi verga en ese momento estaba en semierección, con lo que prometía aún más de los 20 centímetros que a plena potencia presenta; los huevos colgaban levemente, hermosos, como una provocación. Lo miré desde detrás de mis gafas negras, y comprobé que se había percatado del movimiento. Sin embargo, el chico siguió andando a lo largo de la playa, con un último vistazo que intuí hizo con el rabillo del ojo.
Parecía que no iba a ser mi día. Me tumbé de nuevo mientras veía seguir adelante al chico, que de vez en cuando miraba hacia atrás. Finalmente, cuando estaba como a unos cien metros de donde yo estaba, dio la vuelta y empezó a desandar lo andado. Podría ser, desde luego, que ya se hubiera hartado de andar, pero también podía ser otra cosa... Cuando estuvo a poco menos de diez metros, decidí tomar la iniciativa. Me levanté, como si fuera a la orilla, y me acerqué al tiempo que él llegaba a mi altura. Nos miramos desde detrás de nuestras gafas oscuras, y nos dimos cuenta de que nos interesaba bastante más la parte inferior de nuestros cuerpos que la superior. El chico no sabía muy bien qué hacer en aquella situación, así que hablé yo:
--Hola, ¿vienes mucho por aquí?
El joven me habló con acento del Norte de España.
--No, realmente no, he venido a veranear este año por primera vez. Soy... asturiano, de Oviedo.
--Yo me llamo Conrado, ¿y tú?
--Yo Quique.
Nos alargamos las manos, pero estábamos muy cerca y en el camino yo rocé levemente su polla semierecta, que dio un respingo.
--Vaya, parece que tu "amiga" está un poco exaltada.
--Sí --sonrió él, un tanto nervioso.
--No te preocupes, yo sé de un remedio infalible.
Quique me miró con ansiedad, los labios entreabiertos.
--¿Sí? ¿Y qué es...?
--Un buen baño --dije yo, saboreando el equívoco y también el giro que tomaba la conversación--. ¿Te vienes?
Y me dirigí de inmediato al agua. El chico, tras un momento de duda, me siguió. Ambos entramos en tromba en el mar, saltando sobre las olas, que eran bastante grandes, como a mí me gusta. Pronto estuvimos nadando, cerca uno del otro, como a un metro, pero aún sin dar ningún paso en serio. Se me ocurrió una idea.
--Ponte ahí, Quique, de pie, con las piernas abiertas, verás como paso entre ellas... soy muy buen buceador.
El chico se afianzó en tierra, y vi en sus hermosos ojos (ambos nos habíamos quitado las gafas antes de entrar en el agua, lógicamente) un punto de ansiedad que me encantó.
Cogí todo el aire que pude y, como a dos metros de Quique, me sumergí en el agua.
Bajo ella, abrí los ojos y pude ver un panorama absolutamente maravilloso: muy cerca, a apenas un metro, las dos piernas bien torneadas del chico asturiano se abrían ampliamente, y en medio de ellas, semierecta, una polla deliciosa se movía insinuantemente por causa del movimiento del agua. El glande estaba descapullado y, aun debajo del agua, aparecía brillante y excitante. Di dos brazadas bajo el agua, pero sin profundizar mucho: mi boca fue directa a la polla; la abrí justo al momento de llegar mis labios hasta la punta del glande, con lo que prácticamente no me entró agua en la boca. No quería mezclar líquidos.
No me detuve en la punta, sino que seguí avanzando y me metí con cuidado todo aquel nabo en la boca. Tengo facilidad para tragar pollas, y también pude hacerlo con aquella, a pesar de que era considerable. Hasta que mi nariz no rozó los vellos de su pubis y mi labio inferior no besó (porque fue literalmente un beso) los huevos de mi nuevo amigo, no paré. Él, entre tanto, me había cogido la cabeza y me guiaba para follarme por la boca, a lo que accedí con gusto. La polla entraba y salía en mi cavidad bucal, mientras yo me entretenía, entre salida y entrada, en chupetear los costados del nabo, que tenían un ligero sabor salado por el agua de mar. Abandoné un momento aquel estupendo carajo para centrarme en los huevos, que besuqueé y me metí en la boca, siempre cuidando de que no me entrara agua. Le tanteé el culo y me dediqué a trabajarme el agujero. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando me di cuenta de que estaba enormemente cerrado! Así que tenía ante mí a un chico virgen, al menos por el culo. ¡Qué maravilla!
A todo esto ya no podía aguantar más: llevaba casi un minuto dentro del agua y mis pulmones estallaban. Con dolor de mi corazón dejé los huevos y saqué la cabeza fuera del agua para respirar.
Quique me miraba con la boca abierta y la lengua relamiéndose los labios.
--Ven, vamos, sé donde podemos ir aquí cerca --le dije.
Le cogí del nabo y tiré de él hacia fuera. En la playa no había absolutamente nadie, pero no podíamos arriesgarnos demasiado; en cualquier momento podría aparecer algún paseante inoportuno. Lo guié hasta una especie de terraplén de arena que es por donde se sube hacia el Coto. Allí había algunos árboles que daban una sombra agradable y además no permitían la visión desde fuera.
Cogí a Quique de la mano y lo llevé hasta uno de los árboles: allí me arrodillé y me metí de nuevo su polla, que seguía imponente, dentro de la boca. Aquel delicioso asturianito estaba ya más que excitado, porque en cuanto le dí un par de lengüetazos, se corrió. Lo recibí en la lengua, para saborearlo mejor, y no me lo tragué enseguida. Lo paladeé con delectación, moviéndolo a lo largo de mi boca, como si me la estuviera enjuagando.
Quique se agachó y me besó en la boca; por un momento compartimos aquel líquido de dioses, hasta que, goloso, reclamé mi trofeo y me lo tragué con auténtica lujuria.
El chico asturiano tomó entonces la iniciativa; me hizo ponerme de pie y fue él quien se agachó y se metió mi rabo en la boca. Lo hacía bien: se notaba que tenía experiencia. Me chupaba a todo lo largo del mástil, y me daba besitos y lametoncitos en el glande; también me besuqueaba los huevos, y se los metió enteros en la boca, jugando con ellos.
--¿Eres virgen por el culo, verdad? --le dije, mientras estaba en el paraíso.
Él asintió con la cabeza, sin querer dejar ni un momento aquella golosina que estaba paladeando.
--¿Quieres que te la meta bien adentro?
Vi un momento de duda en sus ojos. Pero fue sólo un momento; dio una última chupada al glande, con auténtica glotonería, y se dio la vuelta, ofreciéndome un panorama impresionante. Su culo era firme y al tiempo redondito, y en el centro se intuía un agujero muy cerrado, aún inexplorado por la mano (u otros apéndices ) del hombre.
Quique se puso a cuatro patas y me ofreció el culo respingonamente.
--Te pido, Conrado, que lo hagas con suavidad. Nadie lo ha hecho hasta ahora, y tengo un poco de miedo.
--No te preocupes, Quique, que te voy a hacer alcanzar el paraíso.
Me agaché y exploré de cerca aquel tesoro por descubrir, el agujero del culo de Quique.
Me acerqué aún más, le abrí las dos cachas del culo y con la lengua comencé a lamer aquel agujero tan cerrado. Cuando Quique notó que se lo estaba chupando, debió excitarse extraordinariamente, porque el agujero se abrió de inmediato, lo suficiente al menos para que mi lengua pudiera penetrar en él. Aquel agujerito delicioso tenía un sabor extraordinario: ligeramente salado por el agua del mar, sabía a efebo, a muchachito limpio y nuevo, a masculinidad que ama la masculinidad.
Poco a poco fui introduciendo más y más la lengua en el esfínter, sintiendo como Quique se removía de placer con cada lengüetazo que le daba en su interior. Finalmente pude llegar hasta el tope de mi lengua, no menos de diez centímetros dentro del agujero de Quique, que a esas alturas ya estaba jadeando de placer. Me demoré aún un poco más con la lengua, dando unos últimos chupetones, hasta que la saqué. Noté que Quique se sacudía, como si perdiera algo muy valioso. Volvió la cara y me miró; tenía la mirada como extraviada, y en su boca abierta había un deseo irrefrenable.
--¡Métemela por el culo, Conrado, métemela muy adentro, por favor!
Yo me coloqué en posición. Su agujero, tras aquella sesión, estaba razonablemente abierto, pero mi verga no tenía lubricación. Me acerqué a su cabeza y le pedí:
--Lubrícame un poco, Quique.
El asturiano se tragó directamente mi polla, chupándola hasta la base; tenía también buenas tragaderas. Después de dos o tres lametazos más, tuve que arrancársela de la boca porque si no me habría hecho correrme allí mismo.
Volví a mi posición anterior, coloqué el glande (que ahora estaba muy lubricado con la saliva de Quique) en la entrada del agujero, y comencé a meterlo con cuidado. Observé que Quiqué dio un respingo, pero al tiempo culeaba como pidiendo que le metiera más.
No me hice de rogar. Poco a poco fui metiendo mis veinte centímetros, notándo cómo se iba abriendo paso en aquel culo nuevo, que yo estaba descubriendo por primera vez.
Cuando llegué hasta el fondo, comencé a largar emboladas, sacando y metiendo mi nabo en aquel agujero virginal. Quique se contorsionaba como en un éxtasis, culeando continuamente para que se la metiera más adentro.
Noté que me llegaba el momento de la corrida, pero no quise hacerlo en el culo: Quique se merecía el mayor de los honores. Me salí del culo, con lo que el chico se dio la vuelta para saber qué ocurría. Tal y como estaba enfrente mía, le acerqué la polla, y el chico lo entendió enseguida. La cazó al vuelo, al tiempo que yo me corría sin remisión; mi nabo eyaculó no menos de diez o doce veces; tan llenos tenía los huevos por la excitación, y pude contemplar como el chico recibía aquellos torrentes de leche con auténtico placer, cómo los paladeaba, como los engullía, como los saboreaba y seguía chupando la polla incluso cuando ya no me quedaba ni una gota de leche dentro.
Me terminó de limpiar el glande con una lengua lasciva y lúbrica, y ambos nos miramos a los ojos. Nunca había disfrutado tanto con el sexo como con aquel muchacho del Norte, y él me confesó lo mismo. Lástima que Quique volviera aquella noche a su tierra.
Pero el recuerdo de aquel encuentro en la playa perdurará para siempre en nuestras memorias.