Encuentro en la pensión

En una pequeña pensión de un remoto pueblecito, Rania se encuentra, al salir del baño, con una inesperada y agradable sorpresa. Y no deja de aprovechar la ocasión.

Encuentro en la pensión

De vuelta en su cuarto de la humilde pensión, Rania se quitó la chaqueta y las botas, se sacó el suéter y colgó las prendas en las perchas metálicas del pequeño armario. Se sentó en la cama y se sacó los pantalones, que dejó bien doblados sobre el respaldo de la única silla de la espartana habitación.

Soltó el cierre posterior de su sujetador de talla 100D y lo dejó sobre la cama. Los turgentes pechos saltaron por un segundo al ser liberados de su sujeción. Amplias y redondeadas aureolas de color caramelo oscuro rodeaban a unos gruesos pezones que, en estado de erección, tenían casi la misma longitud que la última falange de su dedo meñique. Echándose hacia atrás y levantando las piernas al unísono, se sacó en un único movimiento las pequeñas braguitas de algodón blanco.

Dentro del armario había un gastado aunque limpio albornoz de baño y una toalla. Se puso el albornoz. Era un par de tallas demasiado pequeño, apenas le llegaba a la parte superior de los muslos, a unos pocos centímetros de su sexo. Tenía que agarrarse las solapas del albornoz con una mano si quería evitar que se le saliesen las tetas. Cogió su neceser y la toalla, salió de la habitación y se dirigió al cuarto de baño al fondo del pasillo. Agradeció que no hubiese nadie más en la pensión, pues el escueto albornoz le hacía sentirse un tanto impúdica.

El cuarto de baño era antiguo pero limpio y funcionaba bien, había buena presión en el agua. Se paró unos segundos ante el espejo para chequear el estado del maquillaje. Tan sólo llevaba un poco de sombra en los ojos y un ligero toque de carmín en los labios. La chica del espejo tenía un rostro ovalado de facciones delicadas, finas cejas arqueadas y suaves pómulos, el izquierdo adornado por un lunar ligeramente protuberante justo debajo de la esquina del ojo. La nariz, pequeña y respingona en la punta y ligeramente torcida hacia la derecha, aunque había que fijarse mucho para notarlo, se unía a los generosos labios por un surco nasolabial pronunciado.

Se sintió satisfecha con lo que vio en el azogado cristal.

Tomó un larga y relajante ducha caliente. Tras lavarse el pelo y enjabonarse bien todo el cuerpo, se enjuagó bien la espuma con el potente chorro de agua, que resbalaba in regueros por su piel morena. Se puso en cuclillas, cogió la alcachofa de la ducha y dirigió el caliente chorro a su entrepierna, moviéndolo con lentitud entre el ano y el vello púbico. Le encantaba esa voluptuosa sensación del agua chocando con fuerza contra sus labios y su perineo. Cerró los ojos y emitió un suave suspiro de satisfacción.

Se acordó de la felación en el autobús, los amantes de la gasolinera, el cura y su feligresa, y la extraña escena en la discoteca. Se dio cuenta con asombro que durante el mismo día había sorprendido en cuatro ocasiones a desconocidos manteniendo algún tipo de relación sexual. Pensar en ello aumentó la excitación causada por el chorro de la ducha directamente en su coño. Consideró que de vuelta en su cuarto podía darle un ratito de uso al vibrador de viaje que tenía en la maleta. Era una pieza maestra de la juguetería para adultos, y lo había comprado por un precio nada módico en un sexshop de Ámsterdam, en un viaje que hizo durante las vacaciones de hacía unos años. Medía veintitrés centímetros de largo y tenía todos los detalles anatómicos de un pene humano, incluidas las venillas del tronco y la arrugada piel de los testículos. Tenía un pequeño motor interno a pilas que proporcionaba una estimulante vibración rotatoria y una ventosa en la base que permitía fijarlo a cualquier superficie plana y utilizarlo en versión manos libres. Rara vez salía de viaje sin él.

Con la mente puesta en el anatómico vibrador, Rania abrió la puerta del cuarto de baño sin percatarse del joven que en ese momento cruzaba el pasillo. Al salir, estuvo a punto de chocar de frente con él. El movimiento hizo que uno de sus pechos casi escapase del diminuto albornoz, que ella cerró con prontitud llevándose una mano al pecho y agarrando las solapas de la escueta prenda; el tirón hizo que el albornoz de abriese por debajo de la cintura, mostrando por un fugaz momento el delicadamente recortado vello púbico. Todos estos movimientos no pasaron desapercibidos al joven, cuyos ojos se agrandaron como platos en su sorprendido rostro.

– U…, usted disculpe, no sabía que el baño estuviese ocupado –farfulló el joven, mirando con suma atención a la bellísima odalisca que acababa de salir del baño entre una oleada de olor a jabón y piel mojada.

– No se preocupe. Ha sido culpa mía –dijo Rania.

Miró al joven con atención. Tenía el pelo castaño y los ojos grises, con un gracioso hoyuelo en la barbilla y barba de varios días. Vestía unos gastados vaqueros azules e iba descalzo y desnudo de cintura para arriba, dejando a la vista unos pectorales desarrollados y unos bien definidos abdominales. Había un aire de familiaridad en él, aunque tardó un par de segundos en recordar de qué lo conocía. Era el camarero de la gasolinera donde había parado el autobús que la condujo al pueblecito. Qué bueno está el cabrón, pensó Rania.

– Usted venía en el autobús de la mañana ¿verdad? –dijo el apuesto joven–. No sé si se acordará, le serví un café en la estación de servicio cuando paró el autobús.

El hombre había reconocido a la joven inmediatamente, no era fácil olvidar a una mujer de sus características. Toda la mañana se la había pasado pensando en esa desconocida y atractiva cliente que había pasado por su bar, lamentando que fuese una más de tantas almas de paso por la gasolinera. Encontrársela ahora de esa forma tan inesperada y con ese diminuto albornoz que era claramente insuficiente para esconder la esplendidez de sus curvas era una sorpresa de lo más agradable.

Miró a la mujer con intensidad. El mojado pelo pegado a la cabeza le daba un aire terriblemente sensual, resaltando aún más la belleza de sus ojos marrones y dejando al descubierto unas orejas pequeñas y redondas, absolutamente deliciosas. Empezó a sentir el comienzo de una erección pulsando contra la tela de sus vaqueros.

– Oh, sí. Ya me acuerdo –consiguió Rania articular por fin.

– Por lo que veo piensa quedarse unos días en el pueblo, al menos eso me ha contado mi tío –dijo el joven con una magnífica sonrisa.

– ¿Su tío?

– El viejo Micéforo, el dueño de esta pensión. Yo soy su sobrino, los dos compartimos la vivienda en el último piso del edificio. –explicó el joven. Cruzó los brazos por delante del pecho haciendo que los fuertes brazos se plegasen y mostraran los bien desarrollados músculos.

Rania sintió una oleada de calor, vibrante e intenso, subiéndole desde la entrepierna.

– Oh, disculpe mis modales –dijo el joven–. Lo primero que debería haber hecho es presentarme. Me llamo Miguel, Miguel Sajonia –le ofreció la mano a la morena del pelo mojado y las bellas orejas.

– Yo soy Rania Buempolvo.

Al darle la mano a Miguel, el neceser de Rania cayó al suelo con estrépito. Ésta se agachó rápidamente a recogerlo, ofreciéndole al joven una magnífica vista del surco entre sus pechos.

– Permítame –ofreció Miguel con rapidez y se agachó a su vez.

Miguel estaba más atento a la visión del escoque del albornoz, mientras que Rania se esforzaba por realizar el movimiento de agacharse sin revelar más parte de su anatomía de lo que ya la pequeña prenda dejaba al descubierto.

Las dos cabezas chocaron con un sonido de calabazas.

– ¡Ay! –exclamó Rania.

– ¡Uf! –dijo Miguel rascándose la cabeza en el punto de colisión–. Disculpa, ha sido culpa mía. Soy un torpe. ¿Te encuentras bien?

– No te preocupes, no ha sido nada –respondió Rania sin dejar de notar que habían pasado rápidamente a tutearse.

– Aquí tienes –dijo el joven alargándole el neceser a la morena ninfa.

Rania le dio las gracias ofreciéndole una sonrisa que iluminó su rostro de tal manera que obligó a Michel a contraer los músculos de la mandíbula en un arrebato de deseo. Rania pensó que la lujuria debía estar brillando en sus ojos, y que él debía estar dándose cuenta. El pensamiento hizo que su excitación y su incomodidad creciesen cogidas de la mano.

– ¿Y trabajas aquí, en la pensión con tu tío? –dijo al cabo de un segundo.

– Le echo una mano de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo me la paso en la estación de servicio. Es un negocio que requiere la mayor parte de tu tiempo –respondió él de forma vaga.

– Sí claro –musitó ella.

Durante unos segundos se quedaron mirándose el uno al otro, ella perdida en la niebla gris de los ojos de él; él haciendo esfuerzos por no quedarse bizco al tratar de mirar al mismo tiempo esos luminosos ojos oscuros de larguísimas pestañas y el incitante escote prometedor de placeres gemelos.

– ¿Piensas quedarte mucho tiempo en el pueblo? –preguntó Miguel con una cierta ansiedad en la voz.

– Espero que no. Sólo he venido a arreglar unos papeles y si todo sale bien, mañana cogeré el autobús de vuelta.

La decepción cubrió con una máscara el rostro de Miguel, que se volvió compungido y triste. La expresión del hombre fue tan intensa y espontánea que Rania no pudo contener una suave risita.

– Huy, que carita has puesto –dijo ella con coquetería.

Sintió un súbito arrebato de cariño que la llevó a acariciar con suavidad la cara del hombre. Él le cogió la mano con entre sus fuertes dedos y le besó delicadamente en la palma. Rania dejó escapar un suspiro.

Miguel la abrazó con ansia, sus manos recorriendo la espalda y el trasero de ella, el neceser y la toalla cayeron al suelo sin que nadie les prestase atención, el pequeño albornoz de baño no pudo resistir el envite, y se abrió por completo mostrando la rotundidad de curvas del cuerpo que en vano intentaba cubrir. Las bocas de ambos se unieron en un húmedo choque, las lenguas se buscaron con urgencia, acariciando y sorbiendo, las caderas se estrecharon una con otra. Rania pudo sentir la dureza de él debajo de la tela de sus vaqueros, separó su boca un momento y la hundió en el cuello de Miguel, aspirando su aroma de hombre, el áspero tacto de su barba de tres días raspándole en la mejilla, recorrió con sus manos el cuerpo del Miguel, su culo prieto, sus estrechas caderas, su duro vientre, sus amplio pecho de escaso vello, mordió con suavidad la base del cuello, se apretó contra él con más fuerza. Rania levantó una rodilla y clavó el talón detrás del muslo de él. Miguel la besó en la boca, en el cuello, en los ojos, le dio suaves mordisquitos en el lóbulo de la oreja, le estrujó los pechos y metió la cara entre ellos con deleite, se introdujo uno de los pezones en la boca y chupó con deseo.

– Vamos a mi habitación –murmuró Rania.

Él la llevó prácticamente en volandas y la dejó caer de espaldas sobre la cama. Hundió su cara entre los muslos de ella.

– ¡Ay! Me raspilas, deberías afeitarte más a menudo –dijo ella en débil protesta.

Miguel lamió, chupó, sorbió y mordisqueo el sexo de Rania en toda su extensión, extrajo el hinchado clítoris de su capuchón y lo rodeo con la lengua, lo chupó con ahínco mientras que con los brazos alargados agarraba con sus fuertes manos los redondos pechos de ella. Rania le daba suaves tirones del ondulado cabello castaño a la vez que se retorcía de placer mirando al techo con los ojos entrecerrados.

Ella alcanzó el orgasmo poco después. Exhaló un grito y arqueó la espalda, apretando los muslos contra la cara de Miguel, que sorbió goloso el flujo de pegajosos fluidos que manaban de la rosada flor aromática.

Él gateo por encima de ella y la besó en la boca con dulzura.

– Tienes un coño delicioso Rania –dijo.

– ¿A que sabe?

– A miel.

– ¿A miel? –exclamó ella con risas y levantando las cejas en un exagerado gesto de sorpresa–. Es la primera vez que me dicen algo así.

– Pues te sabe a miel, a miel y canela, y pescado podrido –repuso Miguel.

– ¡Idiota! –dijo ella soltando una carcajada.

Se besaron de nuevo.

– Ahora me toca a mí –dijo Rania.

Se quitó el albornoz e hizo que Miguel se tendiera en la cama boca arriba. Le quitó los pantalones y los calzoncillos. El pene se erguía erecto asomando como un faro por encima del bosque de vello púbico, el húmedo y palpitante glande a medio asomar de la piel del prepucio.

Rania se arrodilló sobre él. Le besó en la frente, los párpados, la punta de la nariz, los labios, él sacó la lengua y ella se la chupó con avidez, siguió bajando por su barbilla, su cuello, jugueteó con sus dedos en el rizado vello de su pecho, mordió y chupó los pezones, que se pusieron duros como garbanzos diminutos. Miguel se volvió para abrazarle y devolverle las caricias y los besos, pero ella le puso una mano sobre el pecho.

– Estate quieto y déjame hacer a mí –le suplicó.

Miguel obedeció tendiéndose sobre la almohada y cruzando las manos detrás de la nuca. Una satisfecha sonrisa de blancos dientes se dibujó en su cara.

Rania llegó al fin a su objetivo. Abrió las piernas del hombre y se arrodilló entre ellas. Tomó el falo entre sus manos, lo notó palpitante y ansioso, movió la piel del prepucio hacia atrás liberando el rosado capullo, al que dio suaves golpecitos con la lengua, la boca se le llenó del sabor del hombre. Introdujo el miembro en su boca hasta que la nariz se aplastó contra el vello púbico, movió la cabeza hacia arriba despacio, succionando con fuerza, sintiendo el voluptuoso placer del chocar del glande contra su campanilla. Miguel emitió un gruñido de gozo. Rania lamió el falo de arriba abajo, dio mordisquitos en el tallo, chupó los testículos y el capullo, empapó de saliva las ingles del hombre, presionó con la punta de la lengua la pequeña ranura en la punta del glande.

Entonces paró. Se levantó de la cama y se dirigió a su pequeña maleta, en el suelo junto a la silla.

– ¿A dónde vas? –exclamó él con aprensión.

– Necesito una cosa.

Rania extrajo de la maleta un pequeño estuche, aquel donde guardaba su vibrador, de él sacó una caja de condones y lo que parecía un pequeño aro de plástico flexible y color negro. Se acercó de nuevo a la cama y ajustó el aro a la base del pene de Miguel.

– ¿Qué me estás haciendo? –preguntó el hombre con sorpresa.

– Es un anillo para la polla. Quiero estar segura de que se mantiene erguida el tiempo suficiente –explicó la pícara doncella.

Miguel enarcó las cejas con incredulidad, pero la dejó hacer. Con rápidos y suaves movimientos, Rania enfundó el tumefacto miembro en un lubricado condón. Se subió a horcajadas sobre el hombre y se dejó caer con suavidad, empalándose hasta los testículos. Sintió el anillo de plástico rozar contra su clítoris.

Rania movió su pelvis arriba y abajo, primero despacio, poco a poco incrementando el ritmo hasta que la cabalgada se volvió frenética, Miguel respondía arqueando su cintura hacia arriba a su encuentro, ella chupó y mordió los pezones de él, derramando su negro y brillante cabello sobre la cara del hombre. El cuarto se llenó de gemidos de gozo y gruñidos placer, los cuerpos se perlaron de sudor, el aire se volvió vibrante y caliente. La respiración de Rania se hizo más entrecortada y jadeante, se irguió echando la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados y apoyando las manos sobre la almohada, con lo que los bamboleantes pechos quedaron justo delante de la cara de Miguel, que los agarró con deseo y comenzó a chupar los pezones con fuerza, primero uno y luego el otro. El ritmo de los movimientos de Rania se incrementó de nuevo, Miguel podía sentir la humedad de ella chorreando por sus testículos. Finalmente Rania se corrió con un alarido, su cuerpo se estremeció con una descarga eléctrica que la sacudió desde la raíz del cabello a los dedos de los pies con un orgasmo intenso y potente. Se quedó sobre él jadeando, las manos apoyadas en los duros pectorales, gotas de sudor y un hilillo de saliva cayeron de la cara de Rania sobre el pecho de Miguel.

Ella acercó su cara a la de él y le besó con dulzura. Descabalgó la tiesa polla y se arrodilló junto a ella. Quitó el condón y el flexible anillo y empezó a chupar, a la vez que movía una mano arriba y abajo del tronco. Miguel estaba casi a punto y tardó poco en correrse. Con espasmódicas sacudidas y un ahogado rugido, impelió el caliente y viscoso fluido dentro de la boca de Rania, que lo tragó golosa, sin olvidarse de lamer la última gota del blanco néctar. Después se echó sobre el hombre y lo besó con fuerza en la boca, Miguel pudo saborear su propio esperma en la lengua de ella. Se quedó acurrucada y satisfecha sobre su pecho mientras él le acariciaba la nuca y los hombres.

– Menuda follada me has pegado –dijo Miguel al cabo de un rato.

– ¿Te he parecido demasiado agresiva? Quizás hubieses preferido llevar tú la batuta. No siempre me comportó así en la cama, pero es que he tenido un día que no te lo puedes imaginar, y cuando salí del baño y te vi medio desnudo en el pasillo sentí una urgencia enorme de hacerte mío –repuso ella.

– No, si no me quejo. Me acabas de echar el polvo del siglo. No veas lo que voy a fardar cuando se lo cuente mañana a mis amigos –bromeó Miguel.

– Tonto –dijo ella dándole un cariñoso puñetazo en el brazo.

Miguel le levantó la cara y la besó en los labios.

– Me encanta ese hoyuelo que tienes en la barbilla. Solo de mirarlo dan ganas de comérselo a besos.

Rania se dejó caer en el gris de los ojos de él.

– Tú también tienes un hoyuelo –dijo mientras le pasaba la punta del dedo por el mentón.

– Por supuesto –replicó Miguel–. Soy un chico bien guapo.

Rania pasó su lengua por los labios de él.

– No seas presumido Miguel –le dijo entre besos.

– No sé de donde has salido, mi bella forastera, pero me alegro de haberte conocido –dijo Miguel achuchándola entre sus brazos.

Tras un rato de caricias y entrecortadas frases en voz baja se quedaron dormidos.