Encuentro en el metro
Sobre cómo conocí a Raquel en el metro y mis excesos.
No consigo olvidarte.
Hoy te he vuelto a ver en el metro. Ya cuento casi un mes desde que te miraba día a día en el mismo vagón de las 8:00 a.m.
Poco a poco me he ido acercando a ti y sé que tú también me mirabas. Tienes una mirada bruja y unas curvas que me excitan hasta reventar.
Sueño a diario con tu generoso pecho, con tus caderas, con tu culo, con toda tu piel morena que se pierde entre tus rizados cabellos. Tienes la cara de un ángel y me gusta cuando al verme me sonríes.
El otro día, no pude evitarlo y tuve que ponerme detrás tuya. Llevabas esos pantalones de pintor que dejaban ver un tanga entre tus contorneadas nalgas. Por lo que he visto, te gusta llevar ropa muy ligera y eso me resulta muy excitante. Había mucha gente en el vagón, pero tú mostrabas la misma complicidad que buscaba yo.
Dejabas un aroma fresco, una mezcla entre fresas e inocencia, que luego, al salir del vagón me hacían perder la poca compostura que me quedaba.
Un día más, sin buscarte te encuentro; Mis pasos ya parecen conocer el camino, y mis tímidos labios están a punto de ser vencidos por mis manos. Hoy mi deseo es bastante mayor.
El vagón estaba tan lleno como de costumbre, yo diría que incluso más, y poco a poco voy buscando mi sitio tras tu espalda. Mi erección llegaba pronto y mi verga chocaba contra tu culo. Al principio no parecías darte cuenta, quizás un libro, una carpeta o un maletín perdido entre tanta gente sea el culpable, pero con un semigiro de asombro parece descubierta mi acción. Permaneces inmóvil, volviendo a girar tu cabeza hacia delante, cierras los ojos y levemente te sonrojas.
Hoy estoy más cerca, tanto, que puedo escuchar tu respiración más acentuada por sentir mi verga. Sabes que está dura, sabes que no es políticamente correcto, sabes que un desconocido te está mojando el coño como si fuese uno de tus mayores amantes.
Al llegar la frenada, justo antes de tu parada, hiciste un gesto disimulado entre el movimiento e impulso del vagón. Me hundes más tus nalgas en mi falo; disimuladamente, suspiras, abres los ojos y sales de aquella inusitada situación.
Vas con paso acelerado, diría que te tiemblan las piernas, pero sé que vas pensando en nuestro siguiente encuentro. Me desvanezco en la oscuridad del túnel viendo cómo te pierdes entre la estación y el reflejo de mi mirada en el cristal. Quiero que seas mía.
Dejé pasar unos días, no quería hacerme ver, quería saber si ella deseaba tanto lo prohibido como lo ansiaba yo, y al tercero volví a entrar en aquel vagón, a la misma hora, y con el mismo deseo.
Allí estabas, leyendo un libro de romances árabes, y sabiendo qué parada tocaba, alzaste la mirada entre tus cabellos, era la primera vez que tus ojos se clavaron en los míos sin reparo. No apartabas la mirada, creo que observabas detenidamente, aquel que osó humedecerte sin permiso, y expectante buscabas de nuevo que susurrase en tu espalda.
Reconozco que me cohibí un poco, pero lentamente volví al sitio que había sido testigo de aquel roce. Esta vez incliné mi cabeza por encima de tu hombro, y susurrando dije:
-Hola, me llamo José, tengo 24 años y me pareces una mujer increíblemente sexy.-
Noté, cómo tu respiración volvía a acelerarse, sabías que pasaría, pero pese a pensar mil veces la respuesta que me darías, te quedaste muda, tácitamente te sometías a mis palabras y volvías a cerrar los ojos. Volví a dirigirme a ella susurrando:
-No me importa si tienes pareja, no me importa si estás casada, sólo quiero que me sientas dentro.
-Me llamo Raquel- dijiste con voz entre cortada tengo 23 años y aunque tengo una pareja que amo y adoro, no sé por qué me pones tan cachonda.
Volvió a llegar su parada y rápidamente volvió a salir. Esta vez, sin que te percatases, salí del vagón también.
Ese día, no parecías tan nerviosa, quizás, ya lo habías dicho, tal vez necesitabas decírmelo. A una distancia prudencial seguía tus largas y finas piernas que se perdían en una falda a cuadros que te llegaba por las rodillas, pero después de sentirte pegada en mi cuerpo, sabía que ya no llevabas ese tanga que me impidió ahondarte la primera vez.
Salimos de la boca de metro, el rocío de la mañana aún soñaba en las hojas de los árboles y te disponías a cruzar por aquel fresco parque. Aceleré el paso, hasta llegar casi a tu altura y te volví a hablar:
¡Espera!
Te volviste a quedar inmóvil, sin girarte y sin mediar palabra.
Te cogí de la mano y la acaricié sin que me mirases, con mi otra mano, una vez avanzado mi cuerpo te sobé con lujuria el culo y agachándome lentamente, metí mi mano entre tus piernas y tu falda. Por las caras internas de tus piernas, iba subiendo mi mano, y arrugando la falda, pero me detuve. Aún estábamos en uno de los caminos principales del parque, no quería que nadie la comprometiese más, y con su mano cogida, la arrastré a un lado lleno de arbustos y cobijado por las ramas de un frondoso árbol milenario.
Esta vez te giré, contemplando tu rostro. Tu mirada era increíble, y tus labios, carnosos y apetecibles, eran mordidos tímidamente por tus dientes. Rebosabas sensualidad e inocencia y acaricié tu mejilla. Volviste a cerrar los ojos, y en esta ocasión, me lancé a probar tus labios, muy lentamente, sintiéndolos en los míos, y dejando caer el libro que sostenías, me correspondiste con tus manos entre mi cuello.
Eso terminó de culminar mi excitación, y besando tu cuello podía oír, los gemidos, ya sin estar oprimidos, saliendo de ti. Alcé la mano hacia las hojas mojadas con el rocío y empapé mis manos. Volví a meter mi mano entre tu falda y esta vez no me detuve. Efectivamente, no llevabas el tanga y mis húmedas manos se confundían entre tu vello púbico y tus flujos. Tus grandes pechos estaban erectos, y quedaban marcados a través del sostén.
Reparaste en que me quedé mirándolos fijamente y con un movimiento de ambas manos, te pusiste la blusa y el sostén a la altura de tu cuello, dejando bailar tus increíbles senos. Me lancé a chupar la aureola de uno de ellos succionando mientras me agarrabas el pelo. Habíamos llegado hasta ahí, y quería que sintieras todo el esplendor de mi polla dentro de ti.
De repende, dijiste algo que todavía sueño alguna noche:
-Déjame besar, lo que tantos días he deseado tener- e hincando tus rodillas en aquella tierra húmeda, abriste la cremallera de mi pantalón y sacaste mi ya erecto nabo.
Poco a poco, lo besabas, y acercabas a tu cara, lo sentías como si tu cara fuese aquel trasero tímido, y perdiendo ya la inocencia, te lo metías de golpe hasta la altura de la base. Parecía que lo habías estado esperando toda la vida, comerte un buen nabo de un desconocido ayudándote con una mano y con la otra empujando mi culo para metértelo más y más dento, con un ansia desconocida en ti.
Entonces, no quise hacerte esperar más, te levanté y con un giro muy brusco, te hice apoyar tus manos, en el tronco del árbol dejando tu espalda junto a mi y tus grandes pechos mirando al suelo. Quería que fuese como la primera vez... así que primero puse mi verga contra tu falda, la manché premeditadamente de líquido preseminal, para cuando te fueras, supieses que estabas marcada por mi. Luego, subí la falda hasta tu cintura, dejando a la vista tu apetecible culo.
-Métemela ya, por favor, no aguanto más- rogaste.
Y puse mi glande en la boca de tu coño. No quería meterlo aún, sabía que lo deseabas y tú, con una embestida hacia atrás, lo clavaste de golpe. Ese gemido se oyó más de la cuenta, temía que alguien nos pudiese oír. Pero entonces te agarré de la cintura y empecé a bombearte como si de un perro en celo se tratase, a una velocidad de vértigo, y tus palabras ya sólo se perdían entre las bruscas y rápidas embestidas que te proporcionaba. Tus tetas, repicaban como campanas de adelante hacia atrás con un ritmo hipnótico y sensual. Me dijiste, casi sin voz que te ibas a correr y aceleré mi ritmo de una forma animal, dándote sin quererlo, con tu hombro en el tronco del árbol. Al fin te corriste y me dispuse a llenar todo tu orificio.
Había guardado todo ese semen para ese momento, eyaculando sentías cómo el calor inundaba tu sexo y al acabar, saqué mi nabo y tu coño empezó a chorrear todos los excesos. Llevé mi mano hasta allí y empapé de semen mis dedos... te los llevé a la boca y admiraba cómo los chuperreteabas sin dejar un ápice de semen en ellos.
Nos recompusimos como pudimos, y sin decir adiós sonreíste y volviste a salir al camino principal del parque, con un andar sinuoso y agarrando fuertemente tu libro con ambas manos, desapareciste entre el silbar del viento.