Encuentro en Avellino´s
Una mujer insatisfecha se sacia en un restaurante, pero no con sus platos.
El restaurante Avellino´s se enorgullece de presentar su menú de noche:
Aperitivo de bienvenida
ENTRE PLATO
Foie con gelatina de cava, cítricos y setas confitadas
SEGUNDO PLATO
Suprema de dorada a la crema de almendras
POSTRE
Biscuit de higos secos
Té japonés o café
Se ruega hacer reserva con antelación. Plazas limitadas.
Apenas había dado un par de bocados testimoniales a cada plato y, aun así, todo le parecía tener el mismo sabor desgastado y rancio. Los platos eran prominentemente grandes, pálidos y los alimentos parecían aislados en el centro, dibujando un cuadro tan colorista como rutinario, desbordado por un marco superior al tamaño del pretendido lienzo gastronómico. A pesar de las minúsculas raciones, Sandra no tenía hambre; había sido obligada, sin recibir ninguna orden expresa, para acudir a aquella velada de la mano de su consorte a un lugar que no la atraía y con unos comensales que la aburrían. Aquel local parecía demasiado adorno para tan poco lustre: el metre actuaba pedante en sus recomendaciones y gestos, la decoración, opulenta y decadente y las conversaciones de sus compañeros de mesa, aburridas, monótonas e inaccesibles. El otro matrimonio, amigos de origen de él, no de ella, solo hablaban de su trabajo, su último crucero por el egeo y sus dos hijos. Este tema postrero la irritaba sobremanera. Pasada la euforia del noviazgo y tras dos años de matrimonio, el resto de hojas de calendario que compartían pareció detenerse para Sandra. Su marido era incapaz de darle descendencia y la búsqueda a la solución del problema desembocó en aguas estancas, donde se fingía que no pasaba nada, donde la felicidad era un decreto que se rellenaba con bienes materiales y caros eventos como el que les ocupaba aquella noche, siendo un pretendido velo que para ella ni corregía su situación ni era de total opacidad. Su marido era tan torpe que, en su pretensión masculina de nivel de estatus, creía que disponer de una posición acomodada y ostentosos activos eran el bálsamo para su relación. A Sandra le hubiese gustado que su marido hubiese cometido una falta grave: arruinar sus estabilidad familiar, tener un accidente automovilístico estando ebrio, la traición de una infidelidad… pero era tan correcto y anodino que le privaba del placer de echarle en cara algo para así, por inercia, culparle de haberla abandonado en un desierto, donde se sentía atrapada e insatisfecha. Aquella noche de sábado, como siempre, tendría una sesión sexual con él, sexo degradado a costumbre dominical, desprovisto de excepcionalidad, mecánico, conceptual, con una liturgia muda y despersonalizada, volvería a tumbarse en su lecho conyugal, para abrirse de piernas y su marido la penetrase hasta ahogar en un gemido su orgasmo para después dormirse a su lado pero a miles de kilómetros de distancia. Su vida sexual era como depilarse, un acto cargante y penoso que hacía cada cierto tiempo por obligación.
Se preguntó cuantas mujeres estarían en su misma situación. Echó una ojeada a las otras mesas y empezó a seleccionar entre los clientes, quien sería capaz de proporcionarle un instante de pasión, aunque fuese acelerado, aunque fuese efímero. Un señor obeso debatía animadamente en una populosa mesa; sus acólitos le escuchaban con atención, lo que denotaba una alta posición y un respeto genuino. Debía de tener unos cincuenta y una ya consagrada posición social para frecuentar aquel restaurante. Seguramente la vieja arrugada y maquillada de una forma grotesca que no disimulaba su edad sino que la evidenciaba con su recargado anacronismo cosmético, sería su esposa. Y, por tanto, si este señor exudaba influencia y poder, seguro que tendría en su haber una lista de queridas y amantes a las que colmar de detalles a cambio de sus favores. Sandra se imagino ser una de ellas. Viajar por la ciudad en el asiento trasero de una limusina de lunas tintadas, mientras el viejo la magrearía con sus rollizos dedos, se los metería por debajo de la ropa, de su blusa, de su sostén, de sus braguitas. A pesar de rozar la cuarentena, el cuerpo de Sandra seria para él comparable con una de las maravillas del mundo. Sentiría el apremio de su libido, la impaciencia de sus aspavientos escarbando en sus prendas y profanando su piel. Su respiración entrecortada, sus atropellados modos al no saber por donde empezar, viéndose desbordado por la belleza de su musa, la que sería su favorita. Ella permanecería distante, lo que a él le pondría más nervioso. Le daría insuficientes raciones para saciar su deseo, mantenerle en vilo alargando su avidez para que no dejase de encauzar su ansia en ella. Acariciaría su seboso cuerpo, le alborotaría su escaso cabello como a un niño pequeño. Rozaría su pene bajo los pantalones con movimientos fingidamente ocasionales para después atraparlo con su mano cerrada cuando estuviera erecto, porque, a pesar de su edad, ella conseguiría excitarlo. Se sentiría deseada otra vez, sentiría el poder.
El metre, tan estirado, empalagosamente servicial se acercó a ofrecerle los postres. Sandra consideró insuficientemente dulce lo que el menú le ofrecía, así que se decantó por algo más goloso y apetecible: quería que le comiera el coño, que se arrodillara ante ella, que le quitara la falda con aquellos acicalados ademanes y amorrara su boca a su sexo. Que con la punta de su lengua, que le otorgaba un pedante acento, escudriñara entre sus labios y encontrara su clítoris para puntearlo levemente al principio para después succionarlo a ráfagas suaves y bruscas mientras le introducía dos dedos, índice y medio, haciendo un movimiento espiral en su vagina. A su marido no le importaría, permanecería indiferente, enfrascado en sus aburridas tribulaciones con su pareja de amigos. Apenas cató los higos y se volvió a entregar a la visión del resto de clientes.
Había un chico joven y atractivo sentado solo en una mesa. Golpeaba con sus dedos a su Smartphone pausando sus movimientos con una sonrisa picara y desenfadada que dedicaba a la pantalla. No esperaba a nadie porque ya iba por el café. Tenía buena planta: anchas espaldas de gimnasio, cabello engominado, tez morena de solárium, manos prestas de oficina… ¿Cómo sería en la cama? Cuando levantó su cara de la pantalla y clavó sus ojos en los suyos, Sandra desvió la mirada. Por un instante, se sintió violentada, como si aquel hombre hubiera delatado sus deseos, haciendo testigos de la situación a su marido y sus compañeros de mesa. A pesar de la turbación, le pareció excitante. Le encargó un te japonés a su cónyuge y se excuso ante la pareja para ir a fumar.
Fuera, los rigores del clima empezaban a imponerse. Hacía días que se había inaugurado el otoño, pero en su vida esta estación era permanente. Viento gélido, hojas secas y frías brumas que pronosticaban un crudo invierno. Se alejó de la entrada del restaurante para procurarse un lugar íntimo e impermeable que la aislara de aquel presente. Se parapetó en una esquina y su mano empezó a bucear en su bolso, en busca de su paquete de cigarrillos. Empezó a fumar caladas largas y profundas. Miró a su alrededor: la esquina estaba sometida a una media penumbra que proporcionaba una farola lejana, se podía distinguir su silueta apoyada en la pared y la centella de la punta del pitillo. A pesar de la escasa iluminación, la circulación de vehículos era intermitente pero constante. Imaginó que el coche del viejo paraba ante ella; que le hacía proposiciones deshonestas a cambio de dinero. Se la chuparía al viejo por una escandalosa suma de dinero. Le pellizcaría los pezones, le haría babear, pero se lo haría pagar caro. Se veía un tío con pasta y lo sangraría a cambio de sexo apresurado y sucio. Se aprovecharía
“Si quieres correrte en mi boca, tendrás que pagar suplemento”
“Sí, sí, ¡pagaré lo que tú me pidas!”-contestaría el viejo, ya sin frenos, aceptando cualquier pretensión de ella.
Demasiado fácil. Demasiado simple solo tener que tragar un sorbo de caliente y espesa leche, orgasmo que espira la libido de una sencilla presa. La verdadera emoción en este caso, sería reconocerse deseada recibiendo una retribución por ello.
Un coche se acercó lentamente para detenerse a su altura. El motor seguía en marcha y por la ventanilla del copiloto solo se acertaba a distinguir las formas de la testa de conductor. ¿Era el viejo adinerado, dispuesto a rellenar sus carrillos y su bolsillo aquella noche? El coche era un tres puertas, deportivo rojo con un línea descarada y audaz. El cristal de la puerta contigua a ella bajo acompañado de un leve zumbido.
-¿Qué haces aquí tan sola? ¿Vas a algún sitio?
No era el viejo, era el chico que anteriormente se distaría con su móvil.
Apurando su primer cigarro y fingiendo despreocupación, se tomó con calma tirar la colilla al suelo y después aplastarla con un juguetón movimiento de vaivén del pie derecho. Después miró a su alrededor, no había un alma que pudiera ser un entrometido y comprometedor testigo de lo que Sandra aun no había hecho pero estaba a punto de hacer. Solo era una persona subiendo a un coche, ¿qué más se podía interpretar de esa acción? Entró buscando una de las miles de hipotéticas respuestas.
El habitáculo era todo lo acogedor que puede ser el interior de un coche, que, al cálculo neófito sobre carrocerías y caballos metálicos, Sandra imaginó muchos ceros en la cifra que tuvo que abonar aquel hombre por poder cabalgar y ostentar sobre su moderna carroza. Otra cosa que le llamó la atención fue el meloso y acaparador perfume que desprendía en varón que manejaba el volante, como una dulce e hipnotizante amenaza , una tentadora red donde caer de cabeza, un incidente que arañara su corazón, que agitara su alma, que la rescatara de su pegajosa e inmóvil rutina.
-¿A dónde vamos, preciosa?
-A donde tú me lleves.
-Muy bien-y comenzó a circular.
Sandra pensó en preguntar su nombre, pero preservar el anonimato eximía de cualquier regla o norma a aquel encuentro fortuito. Miró al hombre, esta vez aprovecho que lo tenía más cerca para escrutar a fondo su físico que inspiraba adjetivos aumentativos para rellenar lo que ocultaba aquel atlético cuerpo vestido: anchos hombros, mesetaria espalda, pecho bien formado, brazos ampulosos, manos fuertes que sujetaban la rueda del volante, rodeado por la seguridad de sus dedos; de tez dulce y áspera a la vez, con los restos de una adolescencia ya erosionada que seguro se resistía a perecer ante una regia etapa adulta que sugería aplomo, adornado con una rebelde barba de tres días que le daba un toque exótico, salvaje, animal. Lanzó el paquete de tabaco al salpicadero, y sacó un rubio y se lo llevó a la boca.
-En mi coche no se fuma.
Lo apartó de sus labios que mostraban una mueca de desagrado y lo metió cuidadosamente con el resto de sus hermanos. Sintió una ráfaga de rabia y lujuria.
-Mi chico también me prohíbe fumar en su coche. Los hombres sentís un deseo enfermizo hacia los coches. Seguro que cuando eras un mocoso te llevabas una revista guarra al lavabo para tocarte y ahora, te llevas el catalogo de un concesionario.
-¿Has sorprendido a tu chico así? Si se sigue tocando imaginándose su coche soñado, es que no conduce uno de estos. Y, si no te deja fumar en su utilitario, a lo mejor, dentro del catalogo lleva una revista guarra, para disimular.
Sandra apretó los dientes. Se subió un poco la falda y desabotonó un poco su blusa. Sus piernas se exhibían más de lo debido, enfundadas en una medias translucidas y sus pechos se adivinaban turgentes al filo de su escote. Estaba dispuesta a utilizar todas sus armas para presentar batalla.
-Para, quiero bajar.
Él detuvo el coche en una calle poco concurrida, al lado de un solar. Ella, sin embargo no bajo.
-Sí, sal de aquí. Estar contigo es peor que estar solo.
¡Lo que tenía que oír! Esas palabras le pertenecían por derecho, solo ella tenía legitimidad para pronunciarlas ante la estatua viviente de su marido, antes sus amigos inanimados y planos, ante un jurado divino que no otorgaba sentencias a sus mortales, ante un desconocido insolente, lenguaraz y terriblemente atractivo.
-¿Pero quién te has creído, cerdo?
Le golpeó el pecho; era duro y voluminoso. Más que un golpe, fue una tosca caricia, como la que le haría un rudo leñador a su perro fiel. Más que la insidia, que la había en cierta medida, le llevo la curiosidad de palpar aquel cuerpo, aun cubierto por prendas.
-Escucha, cuando vi que me comías con los ojos en el restaurante supe que eras una calentorra y al verte en la esquina, pensé que eras una puta. Veo que eres las dos cosas. No sé si me arrepentiría después de echarte un polvo, lo que sí sé es que ya me estoy arrepintiendo de haberte permitido subir a mi coche.
Aquello fue como el toque de corneta que solivianta a la infantería para dar el primer paso de una terrible batalla, y si no lo era, Sandra no lo iba a desaprovechar. Alzó el brazo izquierdo y le abofeteó la cara, con el dorso de la mano; el contacto más que violento fue vano, ella era más diestra para agredir, desde primaria no había utilizado la fuerza para olvidarse después de cualquier emoción agresiva e intensa en su letargo marital. En algunas decimas de segundo el hombre no supo reaccionar, un lapso de tiempo que ha ella se le hizo eterno. La balanza dudó entre la contención, abortar las posibilidades que aquella loca situación prometía o el arranque, la explosión de la pólvora impaciente rodeada por un circulo de fuego, la pasión, la visceralidad.
La agarró de un mechón de su cabello, enredando sus nudillos en el y tiró para sí, acercando la cara de su belicosa copiloto a la suya. Apenas unos centímetros separaban sus bocas, Sandra podía saborear su aliento, un chicle de clorofila casi disimulaba un café final. Sandra le escupió a la cara, no porque tenía costumbre hacerlo, sino porque, al estar tan cerca su puntería no se vería acusada, dando en el blanco y aumentando la apuesta para una reacción mayor y mejor. Intentó zafar su cabellera de sus poderosas garras aprovechando para hacer un rápido recorrido táctil por su mano, brazo y hombro. Fuerte y duro, el bíceps oculto bajo la manga de su camisa no podía disimular su prometedor grosor. Le arañó el cuello, sobre el trapecio desarrollado y definido.
-¡Ya basta!-y se abalanzó sobre ella.
Se irguió en su asiento. Parecía Neptuno surgiendo de las aguas, pero sin su tridente, ni sus barbas viejunas pero con toda su aura de un dios. El cuerpo que contemplo Sandra, antes de precipitarse sobre ella, asemejaba a una ola que se arremolinaba y estaba a punto de romper, ¡por fin! Con un empellón encaró la anatomía de Sandra con la suya, con una de sus manazas atrapó sendas muñecas, haciendo milimétrico cualquiera de sus movimientos, agarrotando espasmos y acorralando excitados nervios, ampliándolos en su tosco y viril cautiverio. La mano libre rebuscó por sus bajos, introduciéndose en la gruta de su falda, hasta que las yemas de sus dedos entraron en contacto con el delicado tejido de sus braguitas.
-¡Quítame las manos de encima, cerdo!
Aunque protestara y se resistiera, él sabía que todo era una vulgar falacia. El polígrafo que le corroboraba era su ropa interior empapada de interesados y libidinosos efluvios que manaban sin control por el surtidor de su vagina. Arrancó sus bragas de cuajo que preservaban seguro su mojado sexo, y a continuación, con el índice y pulgar, hizo tenaza, atrapando su clítoris con sus ocho mil terminaciones nerviosas y castigándolo con la presión ejercida. Un estremecimiento recorrió todo el cuerpo de Sandra. Luchaba, intentaba zafarse, no podía y le encantaba. El lubricado túnel de su vagina, empezó a recibir robustos, largos e intrusos dedos que dilataban la gruta, que arrastraba concupiscencia de sus paredes de piel. Cada vez notaba sus carnes más abiertas, dispuestas a recibir cualquier invitado, indiferente a su volumen perimetral, su vello púbico era alfombra roja para cualquier invitado cercano, tentado por el alborozo de su interior; había introducido su mano hasta la muñeca.
Liberada una pierna de los músculos que la aplastaban, acusando su anterior inmovilismo, se desquitó dando bandazos de dolor, rebeldía y placer, chocando con el reposacabezas, clavando la rodilla en el costado de su oponente, un muro de cemento armado, golpeando con la planta del pie, ahora descalza, su abdomen, marmóreo, cuadriculado, sugerente al tacto. Ante los movimientos de esta extremidad díscola, un gruñido precedió a liberar los botones de los ojales de su pantalón, y liberar su miembro del calabozo que le procuraban los tejanos y los bóxers de licra. La agarró de las caderas y la atrajo más para sí. Sandra noto la trasmisión, que antes le castigaba punteando la rabadilla, encajando en su recto, traspasando la frontera de su hambriento orificio, provocando un calambre eléctrico, desde la espalda hasta la coronilla. Al abordaje a su entrepierna de su duro y erecto huésped, la falda acabó enrollada más allá de su cintura y la manaza que custodiaba sus muñecas, pasó a rodear su cuello, con gesto bruto y tosco en su enunciado pero juguetona y excitante en el fondo; ella sabría apreciarlo con visajes de rechazo que, encriptados, demandaban más y más, correspondiendo a la llamada luchando como una gata. Al fin tumbó su cuerpo sobre el de ella. Un bloque de granito esculpido por ranuras y ángulos de sus poderosos músculos; como lamentó no tener contacto con su piel desnuda, que no la envolvería en un saco de sudor y placer. Avanzó su tronco, y con la mano estrujó sus tetas como tratando de exprimirlas. Después reculó un poco y, de golpe, la penetró con fuerza. El intruso de su bajo vientre la llenó por completó, se sintió viva, acogiendo aquella polla en su interior mas intimo, abrazándola con sus carnes, como si quisiera que no la abandonara nunca. Él comenzó a darle embestidas, con un movimiento de entrada y salida, que estallaba cuando llegaba al fondo, exhalaba profusamente y vuelta a empezar. A cada golpe, ella sentía vibrar hasta el último y más escondido rincón de su piel, de su cuerpo, su espíritu. A pesar de que su cabeza golpeaba la puerta en cada empujón que acompañaba la penetración y sumando la atrevida travesía del cambio de marchas, que apabullaba como complemento, estaba disfrutando como cuando se es consciente de cometer el más culpable de los pecados. Pronto acudieron varios orgasmos seguidos que la hicieron temblar y sobrecogerse; la sensación no daba tregua ni tampoco su amante, invadieron sus sentidos, cegándolos por momentos para dar lugar a un efecto de salaz posesión, de inconsciencia inmoral e inconfesable.
Después de un tiempo indeterminado, las penetraciones ganaron velocidad y violencia para acabar de forma súbita. La sacó y se retiró; empezó a sacudírsela en rítmico movimiento, hasta parar en una meditada inmovilidad silenciosa. El estado de levitación de ella acabó cuando notó que se había corrido encima de su falda. Tocó su semen con la yema de los dedos de su mano derecha y le miró con ojos de desaprobación, el respondió con un leve encogimiento de hombros, abriendo un cajón, le tiró un clínex. Ella se incorporó y volvió a sentarse, pero en esa postura le era difícil restaurar la posición de su falda en sus dos piernas. Resolvió saliendo del coche, una vez erguida, corrigiendo la enrollada prenda, otra vez cubriendo la parte superior de sus extremidades para después intentar solapar la mancha viscosa que la deslucía. Mientras realizaba tan penosa tarea, alzó la vista para reprobarle con los ojos otra vez, pero lo que vio no le gustó: estaba en el asiento del piloto, accionando las llaves, el motor en marcha, metiendo primera e introduciéndose en la oscuridad de la noche. Como primera reacción, aunque tiempo después la considero ineficaz y ridícula, agitó sus brazos y corrió tras él, dedicándole toda suerte de epítetos y frases tan groseras como punitivas. Tamaña fue su sorpresa cuando el automóvil, con una ventaja de varios metros, paró. Ella también lo hizo, desconcertada. Tras un momento de duda y turbación, se abrió la puerta del conductor y salió despedido el paquete de tabaco, para después volver a reemprender la marcha, ocultando a Sandra en una nube de polvo levantada por la furiosa aceleración de las ruedas traseras.
Lo último que pudo distinguir mientras el coche se alejaba, fueron las letras de la matricula, que a Sandra se le antojaron personalizadas: “HDP”.
Esta noche de sábado ha estado bien. Sandra y yo fuimos a cenar a Avellino´s, mi restaurante predilecto, exquisita cocina, trato agradable, marco inmejorable, con Ana y Mario que nos hablaron animadamente de sus vivencias; hacía tiempo que no compartía mantel con ellos, tenía muchísimas ganas de volverlos a ver. Todo fue bien, pero noté a Sandra errática y taciturna. Después de los postres, abandonó la mesa con el pretexto de ese feo vicio que es el tabaco y, al cabo de casi media hora, volvió a entrar, con paso vacilante, el bolso apoyado extrañamente en sus muslos, para tomarse su olvidado te japonés ya frio. Para añadir desconcierto a su excesiva e incoherente ausencia y su patoso regreso, derramó íntegramente, hasta la última gota, bolsita de infusión incluida, el te sobre su falda. Me vi sonrojado ante nuestros amigos intentando mitigar sin éxito con una servilleta la torpeza de mi mujer. Cuando nos recogíamos al hogar Sandra transgredió la norma sagrada de no fumar en el interior del coche y lo inundó de humo blanco y fétido. Durante todo el trayecto empezó a disertar, haciendo hincapié sobre los defectos del género masculino y su equivocada vanidad, según ella, focalizada en los autos de su propiedad. Entre argumentos disparatados y divagaciones difusas puede entender que, los hombres nos equivocábamos al sentirnos poderosos en proporción del caballaje de nuestros autos, cuando, en realidad, siempre según su controvertido discurso, éramos muy vulnerables porque, nuestros deportivos último modelo no dejaban de ser objetos susceptibles de ser atentados fácilmente, “rayando la chapa”, “rompiendo sus lunas” o “pinchando sus jodidas ruedas. Así, por muy guapo y rico que seas, no podrás moverlo.” Yo no entendí ni el por qué ni el mensaje oculto en esa frondosa selva de frases sin sentido. Para rematar la noche, una vez bajo las sabanas de nuestra cama, Sandra alegó estar cansada con una jaqueca que minaba su cabeza. Me dio la espalda y durmió profundamente. Considero a mi esposa una mujer risueña y feliz que goza y disfruta cuando hacemos el amor, pero aquella noche ciertamente me desconcertó.
Tal vez tendría la regla, no se…