Encuentro (el beso II)

Aquella relación estaba destinada al fracaso, aunque había una deuda que saldar

Aquel barco estaba destinado al naufragio desde su partida. No sin antes pelearle de igual a igual al más bravo de los mares, pero el fracaso de aquella relación era inevitable. No había chance. Ni él dejaría su armoniosa vida, ni yo abandonaría la seguridad familiar. Aunque no terminaría la historia en ese beso, esa era la batalla que faltaba pelear.

No podía quitarme de la cabeza aquel beso, el momento culmine de aquel encuentro furtivo, los deseos contenidos de aquella tarde se había vuelto una enorme deuda que ansiaba pagar, necesitaba saber qué pasaría si un día…Y en esos pensamientos mi mente volaba por campos de lujuria y pasión, para despertarme luego con la razón de saber que ello no ocurriría, no habría tal encuentro. Lo imaginaba de mil formas, lo pensaba eterno, cálido y húmedo, suave y desenfrenado a la vez. Pero no se daba, y no había ningún indicio de que fuese a ocurrir.

Odiaba planchar, la sola idea de tener que hacerlo me ponía de muy mal humor. Maldecía para adentro, incluso denigrando la tarea, no había estudiado yo tantos años como para tener que planchar la ropa. La casa estaba en silencio, no había familia ni alboroto, los ruidos habituales sólo se limitaban al chorro de vapor saliendo de la plancha y al choque de esta con los botones de las camisas que tanto costaba alisar. Tenía el móvil a la vista, sólo porque de tanto en tanto contestaba algún mensaje. Estaba ensimismada en mi doméstica tarea cuando recibí aquel saludo virtual. Un súbito escalofrío recorrió mi espalda y el sudor nervioso invadió la palma de mi mano, que además temblorosa por poco deja caer el teléfono al piso. Tuve que leer varias veces el mensaje para caer en cuenta que era él. Sí, lo era, y casi como una cortina de hierro firme, el autocontrol se apoderó de mí al instante para responder un simple “Hola” en el mismo tenor de su saludo. Los segundos que pasaron hasta su respuesta, eternos, sólo aceleraron mi pulso. Me explayé un poco más y le conté lo que estaba haciendo y que estaba en casa. Su siguiente pregunta fue directa y me desequilibró, una propuesta de encuentro, ¿cuándo? Ahora. Dónde? Voy para tu casa…El timbre sonó en ese instante, no podía ser, ¿tan rápido? Por el intercomunicador esa voz, carrasposa, profunda, ¿me abrís? La larga y oscura escalera se iluminó de repente, y recortada en la luz de la puerta entreabierta apareció su figura, subiendo lento y pausado, como no queriendo llegar.

Qué pasaría, me preguntaba, abrazo, beso tierno en la mejilla, qué decir, qué hacer, atormentado mi cerebro de voces internas, parecía no terminar el camino de subida, y sólo podía oír dos cosas claramente, sus pasos y los latidos desbocados de mi corazón. Se agachó levemente y ofreció su mejilla como saludo, el beso fue mutuo y cordial. Lo invité a pasar, entre frases inocentes y tímidas con las que intentaba calmarme, casi sin darme cuenta retomé mi tarea buscando relajarme y tratando de fluir y mostrándome tranquila, serena, como si nada hubiese pasado.

Mi mano apoyada en la mesa acomodaba la camisa cuando un poco de vapor quemó mi dedo, no era nada grave, pero hizo que dejara la tarea para verme el dedo enrojecido. No sé cómo, pero súbitamente se acercó, tomó mi mano entre las suyas, y la revisó con sus dedos. La cercanía me aceleró nuevamente el pulso, quise retraer mi brazo, y cuando reaccioné estaba besando tiernamente mi dedo, como se besa a un niño cuando se lastima para curarlo. De nuevo mi autocontrol intentó frenar en vano lo que ocurriría, de nada sirvió, su aliento se confundió con el mío y la humedad de sus labios inundó mi boca, no esperó esta vez, su apéndice decidido se introdujo en búsqueda de mi lengua y se trenzó en una dulce batalla invitándome a recórrelo también.

Los cuerpos de pie, se fueron fundiendo de a poco como si los brazos no quisieran dejar centímetro alguno de piel sin cubrir, una masa uniforme humana, recorriendo espaldas, cabezas, cabellos, sin separarse, sin interrumpir la danza rítmica de las bocas que se comen mutuamente. De a poco, y sin perder el equilibrio, lo conduje a la habitación, en la que la luz del día se colaba entre cortinas de un gran ventanal.

Los cuerpos aún ocultos por la ropa, parados uno en frente del otro, recortaban sus siluetas contra esa ventana. Se separó un instante y metió suavemente sus manos por debajo de mi remera yendo de adelante hacia atrás, levantándola para luego deslizarla suavemente a través de mi cabeza. Mi piel, blanca, extremadamente blanca se erizó, aún cuando sus manos todavía no la habían tocado. Subió lento por mi espalda y liberó la opresión de mi sostén, dejando a su vista mis pechos, mis pequeños, diminutos y poco apreciados pechos. Se quedó mirándolos fijamente, examinándolos como quien quiere escudriñar cada detalle, obnubilado, llevo su mano hacia uno de ellos y lo acarició, dejando que la rugosa yema de su dedo roce exasperadamente lento el pezón y la rosada areola que lo rodeaba. El diminuto botón se irguió duro y amenazante ante su tacto. Se inclinó despacio y comenzó a delinear sus bordes con la punta de la lengua, humedeciéndolo, para luego succionarlo al tiempo que lo mordisqueaba, mientras con su mano se dedicaba a excitar el otro pecho. Suspiré profundo y sentí como nunca una intensa oleada de calor emanando de todo mi cuerpo, estaba al punto de éxtasis total, descontrolada, y a su completa merced.

Apoyó luego su palma en mi vientre, y jugueteando con su dedo en mi ombligo, bajó luego lento por debajo de mi jean y mi bombacha hasta tocar mi sexo. Estaba tan mojada que su mano resbalaba fácilmente, me entregaba a su boca, jadeando, agitada y dejando escapar pequeños espasmos corporales que me recorrían entera y sacudían mi cuerpo. Él se tomaba su tiempo, como una lenta y placentera tortura, no tenía la urgencia del deseo, simplemente parecía gozar cada instante. Desabrochó cuidadosamente el jean y se arrodilló frente a mí para sacarlo, luego subió ambas manos por mis muslos hasta alcanzar la única prenda que me cubría, la bajó suavemente entre mis piernas, dejando a la vista aquello que había deseado tanto, el objeto de sus fantasías más osadas, según me había contado alguna vez. Miraba mi sexo lujurioso, enceguecido, quizás recordando mi deseo expreso en alguna charla en la que había comentado mi deseo de ser satisfecha por un buen sexo oral. Apoyó su boca despacio, y el sólo contacto de sus labios en mi vagina me hizo arder en deseos.

Se paró nuevamente y tomando mi mano entre las suyas comenzó a desabotonar su camisa. Pude entonces tocar su piel, descubrir su pecho velludo y potente, acaricié sus pechos despacio y luego los besé, y me dispuse a sacar su pantalón. Luego de quitarlo, bajé suavemente su slip, y su sexo enhiesto y anhelante brotó ante mi mano. Lo miré, y lentamente el llevo mi mano hacia su falo, comenzando a acariciarlo. Era enorme, al menos ante mi vista y deseaba ya tenerlo dentro mío, sonó entonces en mí su confesión sobre el deseo de tener también un ben sexo oral.

Lo que siguió fue mágico, me tumbó sobre la cama y abriendo mis piernas comenzó besando desde los muslos bajando hasta mi vagina, y cuando hubo deleitado el salobre jugo que de allí emanaba, hundió su lengua afilada buscando llegar a mi botón. Los espasmos iban y venían, estaba en trance, gemía, apretaba con mi mano su cabeza contra mi sexo y luego la soltaba, y la volvía a apretar como queriendo fundirla con mi ser. Con su mano habilidosa introducía lento su dedo en mí, haciendo el rítmico movimiento de adentro afuera como los animales más salvajes teniendo sexo. Mi vista se nublaba, se encendía y apagaba, estaba a punto, iba a estallar en el clímax, sentí de repente como mi espalda se arqueaba elevando mi sexo hasta las nubes, apreté su cabeza fuerte y me dejé llevar, acabando jugosamente en su cara mientras retorcía mi cuerpo en convulsiones y espasmos, liberando toda la energía del momento en un grito de placer interminable. Así nos quedamos una eternidad de un par de minutos, sin movernos, respirando agitados, besándonos luego y dejando que nuestros cuerpos hablen su idioma, que se recorran, que se palpen, que se impregne la piel de cada uno en el otro. He perdido la cuenta de los orgasmos que tuvimos, de las mil formas en que me poseyó, de la cantidad de veces que me hizo suya, y de las veces que lo hice mío, por completo, transformándome de a ratos en su dueña, bebiendo sus flujos seminales y cumpliendo sus deseos más ocultos.

No lo volví a ver desde ese día, el naufragio era inevitable, y sucedió así, de repente, arrasando con todo. Nos prometimos aquella tarde que repetiríamos el encuentro aún a sabiendas que no teníamos futuro. Logró confesiones de mí a las que ni yo misma me atrevo, se lleva consigo mis secretos y deseos más oscuros, más secretos, como yo los suyos, y quien sabe algún día hemos de cumplirlos…