En una cama

Puede pasar mucho tiempo para que dos acaben en una sola cama.

En una cama

1 – En la moto

Me llamo Rafael. Era un autónomo, como mucha otra gente, dedicado a las Artes Gráficas. Mi pequeño taller estaba un poco retirado de mi casa y no podía permitirme el lujo de comprarme un coche aunque fuese usado, así que me desplazaba en moto con mi perrito Chuqui agarrado en mi mano izquierda. Él iba siempre muy quietecito. Parecía intuir que no debería moverse. Sólo de vez en cuando me miraba como avisándome de que el semáforo se había puesto en verde.

No hacía mucho tiempo que me había separado, pero no llegué a tener hijos. Mi mujer empezaba a convertirse en una prostituta de lujo que ganaba más dinero en una semana que yo al mes… y sin montar ningún «taller». Me había acostumbrado a vivir con Chuqui en un pequeño piso. Salíamos a la compra, lo llevaba al parque, jugábamos… En realidad, me había separado bastante de mis amigos y nos veíamos de vez en cuando, pero no puedo decir que eran verdaderos amigos; conocidos, si acaso.

Una mañana tomé a Chuqui, me monté en la moto y salía para trabajar. En algunas avenidas largas, tenía que ir bastante pegado a la derecha. Los coches pasaban a velocidades enormes, pero eso suponía que siempre tenía que ir detrás de vehículos lentos. De todas formas, tenía a Chuqui para avisarme, porque los grandes vehículos no me dejaban ver las luces de los semáforos. Cerca de una pequeña glorieta, paré detrás de una camioneta no demasiado grande. Se había pasado un poco el semáforo y me quedé casi en una bocacalle y cerca del semáforo, pero esta vez tampoco veía muy bien las luces porque había bastante niebla. Esperábamos más de cuenta. Me dio la sensación de que el semáforo estaba averiado y comencé a ponerme nervioso. Detrás de una furgoneta y parando en todos los semáforos de la avenida, iba a llegar al trabajo bastante tarde. Chuqui no me miraba para avisarme de la luz verde.

Inesperadamente, apareció por mi izquierda un coche que venía en sentido contrario. La furgoneta me tapaba y el conductor no parecía querer esperar más tiempo y dobló peligrosa e indebidamente hacia su izquierda para pasar por detrás de la furgoneta hacia la bocacalle donde yo estaba parado. El resto de lo que sucedió, lo recuerdo como si lo viese ralentizado. El coche me golpeó por el lado izquierdo a mucha velocidad y me vi volando sobre el asfalto a bastante altura. Luego, mis ojos se fueron acercando a la calzada. Luego, oscuridad.

2 – El despertar

Creí que abría los ojos, pero sólo podía abrir uno, y vi un techo blanco lleno de lámparas fluorescentes que me molestaban y me hacían parpadear. No podía moverme ni hablar. Se acercó una señorita de blanco y me miró el ojo. Se fue y apareció un médico joven. Se acercó a mí sonriente y me miró con atención.

  • ¿Qué pasa, Rafael? – dijo - ¿Me oyes bien?

Con dificultad, articulé algunas palabras.

  • Sí, sí – dije -, le oigo ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy?

  • No pasa nada, Rafael – dijo -, ahora estás con nosotros.

Pensé que me habían secuestrado o que estaba en un lugar remoto con extraterrestres. Sólo podía mover mi ojo a un lado y a otro.

  • No, no te muevas – me dijo -; no creas que lo tienes todo roto. Nosotros te hemos inmovilizado. Aguanta un poco. Si puedes ver algo y me puedes hablar, me quedaré aquí contigo un poquito.

  • Sí, sí, por favor – le dije desesperado - ¿Dónde estoy?

  • ¡Verás, Rafael! – me dijo mirándome - ¿No recuerdas nada?

  • No, no – le dije -; me he despertado y estaba aquí.

  • No importa – continuó -, has tenido un accidente y estás en los Cuidados Intensivos del hospital. En cuanto comprobemos que estás bien, te irás a tu casa.

Al nombrar mi casa toda la mente rehizo el resto; mi taller, mi trabajo, mi moto, Chiqui… y el accidente.

  • ¡Por favor, doctor! – necesitaba saber más - ¿Dónde está mi perro?

  • No te preocupes, Rafael – me dijo -, ya irás sabiéndolo todo poco a poco.

Miró varios tubos que colgaban y algunas pantallas que me rodeaban.

  • ¿Te duele algo, eh? – me preguntó -, te hemos puesto calmante para el dolor.

  • No, doctor – le dije tranquilo -, no me duele nada.

Noté que miraba con disimulo a los lados, acercó su boca a mi oído y me dijo:

  • ¡No digas nada!, tienes puesta morfina, hasta que tus dolores sean soportables.

Las horas se hacían allí interminables, pero cuando veía aparecer a aquel doctor, me sentía más seguro. Le sonreí.

  • ¡Hola, Rafael! – me saludó - ¿Cómo te encuentras hoy?

  • Mejor, doctor, mucho mejor – le dije -.

Volvió a acercarse a mí, me miró sonriente y me acarició la mano.

  • ¡Ya verás como pronto te recuperarás! – dijo -, yo estaré pendiente de ti.

Y aprovechando su cercanía, le dije al oído que me dijese su nombre.

  • Me llamo Matías – dijo -; cuando quieras verme, pregunta por Matías, pero no estoy aquí siempre. Por la noche duerme y descansa que te hace falta.

  • ¿Vendrá usted mañana? – pregunté -; me siento mejor con usted.

Se acercó aún más y me pareció notar que me besaba en la mejilla y me tomaba la mano y la apretaba.

  • Mañana vengo, Rafael – me dijo -, pero me vendré una hora antes para estar contigo. No me hables de usted, por favor.

De pronto, hubo mucho movimiento y entró mucha gente con una camilla. Podía ver con dificultad lo que pasaba. Era una mujer con la cara destrozada. Corrieron unas cortinas, pero podía verla. Una mujer le lavaba las heridas, otra le ponía una vía en el brazo para el suero y las medicinas y luego, entre varios, le metieron unos tubos por la boca. La mujer no daba señales de vida. Lo único que oí fue que se había arrojado desde un cuarto piso y tenía traumatismo craneoencefálico. Me puse nervioso y vino a verme una enfermera. Echó la cortina y me habló.

  • ¿Qué pasa, Rafael? – me miró el ojo - ¿Sabes una cosa? Dentro de un rato te vamos a destapar el otro ojo. Menos mal que los cristales de tu casco no te hicieron daño. Ya vas a empezar a ver mejor.

  • ¿Y Matías? – pregunté angustiado - ¡Quiero ver a Matías!

  • Vas a tener suerte, Rafael – me dijo mirando los tubos -, Matías todavía no se ha ido ¡Voy a llamarlo!

Me sentí mejor. Matías estaba allí. Se me hizo larga la espera y comencé a oír las máquinas que asistían a la mujer que había llegado. De pronto, apareció él.

  • ¡Matías, Matías! – lo llamé - ¡Estoy asustado!

Me besó en la frente y volvió a cogerme la mano, pero esta vez noté cómo me acariciaba los dedos.

  • No te asustes, Rafael – me dijo suavemente -, tú estás bien. Cada uno tiene su problema. No hagas un problema tuyo el que no lo es. Además – se acercó más -, me tienes a mí a tu lado. No todos los pacientes tienen a alguien a su lado.

  • ¡Gracias! – le sonreí -, ya estoy mejor.

  • Así me gusta – dijo -; ahora van a destaparte y a limpiarte bien el otro ojo. No te preocupes. No sentirás dolor ni nada. Ya podrás ver mejor, pero no intentes girar la cabeza, por favor. Estás inmovilizado hasta que sepamos cómo anda ese cuello… Pronto, yo mismo te iré soltando un poco para que puedas moverte.

Volvió a mirar a su alrededor, se agachó y me besó en la mejilla.

  • ¡Sé fuerte!

3 – Las pruebas

Fueron a verme dos enfermeras y comenzaron a hablarme cosas sin importancia, pero vi cómo se acercaba una de ellas y comenzaba a destapar mi otro ojo. Entra las dos se decían cosas que yo no entendía, pero levantaban la voz y me daban ánimos.

  • Vamos a quitarte ya esto, Rafael – dijo una -, en poco tiempo ya verás con los dos ojos.

No noté nada en especial, sino que despegaban el apósito que tenía puesto. Una de ellas lo miró con atención y lo lavó con unas gasas hasta que comprobé que podía moverlo y veía perfectamente.

  • Dentro de un ratito vendrá el doctor a verte – dijo una -, ya te van a hacer las pruebas y, en cuanto estés bien, te llevaremos a una habitación ¡Eres un enfermo afortunado, Rafael! El doctor ha conseguido una habitación individual para ti.

Miré todo lo que había alrededor. Veía perfectamente aunque sólo podía mover los ojos.

  • ¡Hola, Rafael! – entró Matías - ¿Qué tal ves?

  • Bien, muy bien – le dije -; es muy distinto a ver con un solo ojo.

  • ¡Estupendo! – exclamó -. Hoy mismo te van a hacer unas pruebas. No quiero que te asustes, no son cosas desagradables. Te haremos primero un TAC, pero ya sabemos que, milagrosamente, no tienes nada más que una pierna rota. Se te operará para poner los huesos en su sitio cuando tengamos más datos y pasarás a planta.

Volvió a acercarse a mí con disimulo y me besó y me acarició la mano.

  • Vas a estar muy bien, ya verás – dijo -, tengo una habitación sólo para ti, pero no vas a estar solo. Yo estaré contigo cuando pueda y una señorita te hará compañía el resto del tiempo.

Le sonreí amablemente y, viéndolo ya con los dos ojos, me pareció haber visto su cara en otra ocasión. No sé cuánto tiempo después, se llevaron mi cama y me pusieron en la máquina del TAC. Tuve que estar allí inmóvil bastante tiempo, pero vino Matías a recogerme cuando todo terminó.

  • Veremos como estás por dentro – dijo – y entonces ya te llevaremos a la habitación. En algún tiempo más, no mucho, se te operará. Creo que en unos diez días podrás irte a casa.

  • ¿A casa? – me asusté - ¡Estoy solo! ¿Quién va a acompañarme? ¿Quién va a moverme?

Volvió a cercarse a mi oído y me acarició los cabellos.

  • Yo, Rafael – me dijo -; yo mismo. Y cuando tenga que estar aquí, siempre te dejaré compañía.

Afortunada y no sé si decir milagrosamente, el coche no me había dado totalmente de lleno. Me partió la pierna y me lanzó a unos cuantos metros (según los testigos), pero a mí me pareció haber volado. El golpe que di en el suelo tuvo que ser de alguna forma especial; instintiva. El casco evitó que me abriese la cabeza, el cristal se rompió, pero ningún trozo dañó mi cara. Posiblemente, usé los brazos, flexionándolos adecuadamente, para amortiguar el golpe; no tenía daño en el cuello. Iban a operarme la pierna, estaría unos días allí y me darían el alta para irme a casa. Poco después (según me pareció oírle decir a Matías), tendría que hacer unos ejercicios de rehabilitación.

Iba todos los días a verme y estaba bastante tiempo conmigo. Tenía algo puesto en la pierna que me impedía moverme. Tenía que estar siempre boca arriba, pero podía incorporar la cama, mover los brazos, la otra pierna y el cuello. Matías me regaló un reproductor de MP3 con muy buena música y los días se me hacían más cortos.

Ya quedaba poco para que hiciera los primeros ejercicios de ponerme en pie, cuando apareció un día Matías con la bata blanca abierta. Traía la ropa de la calle debajo.

  • Vengo a estar un buen rato contigo – dijo sentándose cerca – antes de darte el alta.

  • ¿Queda mucho?

  • ¡No! – dijo -; en cuanto veamos que puedes ponerte bien en pie y andar con las muletas, te irás a casa.

  • ¿A casa? – me preocupé - ¡Vivo en un primero, sin ascensor y con una escalera estrecha y muy antigüa. Tendré que quedarme allí encerrado.

  • Depende – me dijo acercándose -; ya veremos lo que hacemos.

Lo miré un rato en silencio y podía jurar que su cara me era conocida. Lo estuve observando para ver si por sus gestos recordaba de qué lo conocía o a quién se me parecía.

4 – Flash Back

  • ¡Matías! – me decidí a preguntarle -; perdona que te haga algunas preguntas. Estoy confuso.

  • ¡Claro! – me dijo -, si puedo responderte

  • Te conozco – le dije -; no sé de qué, pero te conozco.

  • Yo también, Rafael – dijo -; te conozco desde hace bastante tiempo.

  • ¿Sí? – me ilusioné - ¿De dónde, de qué..? ¡Dime!

Entonces, se acercó a mí, me tomó la mano y me acarició los cabellos. Me miró sonriente y me pareció recordar algo. Luego, comenzó a contarme una historia que fui poniendo en pie poco a poco:

  • Yo iba a estudiar a la Escuela Francesa por las tardes; como tú. Allí veía a diario a un niño de ropa normal, pero de pelo rubio algo rizado y cara casi femenina; un niño tímido que cuando te miraba, te destrozaba. Eras tú. Pero tú estabas en otra clase. Yo te veía al entrar y al salir, hasta que un día me dejé ir y fui detrás de ti hasta la parada del autobús. ¿Recuerdas aquella parada?

  • Sí, sí – le dije -, voy recordando.

  • El primer día estuve merodeando por allí de forma que no me vieras. Cuando llegó el autobús, corrí a cogerlo; tú ibas a ir allí dentro. Me puse cerca de la puerta de salida y te miraba disimuladamente de vez en cuando. De pronto, vi que te levantabas y te acercabas a mí. Ibas a bajarte. Me bajé contigo y volví a dejar que te alejases un poco. Luego, te seguí de lejos hasta ver dónde entrabas. Ya sabía dónde vivías.

  • Ya recuerdo todo eso – le dije -, pero ¡sigue, sigue!

  • Volví a coger el autobús y seguí hasta mi casa. Me encerré en mi cuarto y me eché a llorar preguntándome qué me pasaba ¡Sólo tenía catorce años! Era desesperante. No podía estudiar. Estaba todo el día esperando a que llegase la hora de las clases en la Escuela Francesa para volver a subirme en el autobús contigo y mirarte un poco. Llegué a irme a tu casa y esperar a que salieras. Me di cuenta de que tomabas otra línea distinta y también me subí allí. Pensé que te darías cuenta… o que me saludarías. Pero no decías nada. Así pasé el resto del curso. Ya no iba a las clases siquiera; no me interesaban las clases, me interesaba verte esos diez minutos; verte sólo diez minutos al día. Se acercaba el fin de curso y creí que te iba a perder. Bebí mucho hasta tomar el autobús de vuelta y en un frenazo casi me caigo encima de ti. El alcohol me había quitado mucho corte y pensé en que tenía que hablar contigo, pero fuiste tú el que te agachaste y me tendiste la mano «¿Te has hecho daño?». Pensé que era el momento más feliz de mi vida ¡Me habías hablado!

  • Eso no recuerdo que me lo dijeras – le comenté -, pero voy recordando la historia. No la dejes a medias, por favor.

  • Cuando llegamos a tu parada – continuó -, me bajé contigo y fuimos juntos casi hasta tu casa, pero te dije que yo tenía que tomar otra calle. No era cierto, claro. El día siguiente casi me quedo mudo. Cuando saliste de la escuela, me viste por allí, por la calle, y fuiste a buscarme ¡No podía creerlo! Nos fuimos juntos hasta el autobús y hablamos de todo. Muchas tonterías, pero sacaste un bolígrafo, me tomaste la mano y escribiste un número de teléfono ¡Era el tuyo! Nos hicimos amigos, aunque poco después te fuiste dos meses de vacaciones, pero cuando volviste, comenzamos a ser amigos.

  • Eso lo recuerdo muy bien – le dije -; mi padre nunca quería llevarme a una hamburguesería y tú me llevaste.

  • ¡Sí! – exclamó - ¡Lo recuerdas!

  • Sigue, sigue – dije -, creo saber el resto, pero quiero oír cómo lo viviste tú.

Me tomó la mano y yo la apreté mirándole a los ojos.

  • Yo no escarmentaba – sonrió -; otra tarde me pasé con el alcohol; sólo un poco, pero sólo un poco para decirte que llevaba un año siguiéndote, que necesitaba estar contigo. Me pusiste una cara rara. Te pusiste nervioso y te despediste de mí. Sin embargo, todo siguió igual, excepto que cada vez nos veíamos menos porque decías que tenías que ir a casa de no sé qué tía tuya. Un día desapareciste. Tus padres se mudaron y tú con ellos ¡Se acabó! Tardé casi tres años en volver a llevar una vida normal.

  • ¡Oh, Dios mío! – exclamé asustado -, a esa edad no pensé en que te iba a hacer tanto daño.

  • Ya no importa, Rafael – dijo -; ya tiene cada uno su vida.

  • ¡Sí importa! – le apreté las manos - ¡Me equivoqué! Me asusté y me retiré de ti. Desaparecí. Ahora tú eres un médico de prestigio y yo un simple dueño de una imprenta que sólo habla con su perrito.

Matías miró atrás, hacia la ventana y me acarició las manos:

  • Chuqui no aguantó el accidente – sollozó -. Pero no estás solo.

  • ¡Mi perro! – exclamé - ¿Con quién voy a hablar ahora?

  • Sé que no querías mi amistad – dijo sin mirarme -, pero yo no la he olvidado.

Me quedé pensativo, levanté el brazo y tiré de su cara para mirar a sus ojos. Estaba llorando.

  • ¡Me equivoqué! – le dije -; era muy joven. Tienes que entender eso. Me casé casi a la fuerza y fue un fracaso. Mi mujer jamás me contó cosas tan románticas y tan bellas como las que me has dicho. Recuerdo que me dijiste algunas cosas, pero omitiste otras.

  • Pero el tiempo ha pasado – dijo -; más de diez años, quizá.

  • Y… ¿sigues teniendo esos sentimientos por mí?

  • No lo sé – contestó confuso -; lo único que sé es que nunca te he olvidado.

  • Para mí eras un ídolo – le dije sonriendo -, te lo aseguro. Pero cuando me insinuaste que… - hice una pausa - ¡me asusté!

  • Lo entiendo, Rafael – dijo -, a esa edad unos pensamos en unas cosas y otros en otras.

  • Pero cuando pasa el tiempo – lo miré fijamente -, se cambian las formas de pensar. Tal vez tú pienses ahora de otra forma y yo de otra también. Sólo puedo decirte que desde que entré en el hospital y te vi, sentí la sensación de que te conocía, de alguien cercano. Luego, me di cuenta de que sólo me sentía tranquilo cuando estabas a mi lado y me cogías la mano o me besabas cariñosamente. Ahora, cuando ya recuerdo toda aquella historia… ¡Joder!

Me eché a llorar y puse mi cabeza en el hombro de Matías. Él se quedó inmóvil un rato y, más tarde, comenzó a acariciarme la cabeza y me besó. Le apreté las manos. Aún no podía moverme con facilidad, pero me incorporé y lo abracé.

  • ¿Qué hice? – sollocé - ¿Por qué no te dije nada? ¿Por qué te abandoné? Ahora me salvas la vida

  • No, Rafael – musitó -, yo intento ayudar a todos los pacientes en su sufrimiento y curarlos… pero no he podido evitar acariciarte las manos y besarte.

  • ¡Hace tanto tiempo!

5 – Volver a empezar

  • ¡Traigo el alta, Rafael! – entró muy contento Matías -; no tendremos que esperar a que haya ambulancia libre. Te llevaré en mi coche a mi casa. No tiene planta alta, siempre hay una mujer para cuidarte y… tendrás a tu médico a tu lado; si quieres.

  • Sí, por favor – le dije -; ahora que sé todo no quiero dejarte como cuando éramos niños. Voy a ser una carga para ti

  • No vas a ser una carga para mí – me dijo -, vas a cumplir un deseo que llevo guardado o perdido desde hace mucho tiempo: estar contigo un tiempo.

Se aclaró que yo no iba a poder trabajar y que iba a tener que cuidarme, pero a nada de eso le dio importancia, así que, más de una hora después, me llevó a su coche y salimos para su casa. Fui todo el camino mirándolo y sonriendo y mi mano se movió lentamente hasta colocarse sobre la suya y acariciarla.

  • Tú persiguiéndome para verme unos minutos – dije sonriendo – y yo teniéndote como un ídolo. ¡No sé qué pensé cuando me hablaste! ¡Me asusté y me retiré de ti!

  • No te pido nada – dijo -, lo sabes. Pero quiero cuidarte yo mismo hasta que estés bien. Luego podrás decidir si quieres volver a vivir solo. Ahora somos adultos, no niños.

  • Entonces eras especial para mí – lo miré fijamente -, pero ahora no voy a huir. Si tu mujer se cansa de tener a un huésped en su casa, me lo dices.

  • ¡De acuerdo! – dijo -, pero no tengo mujer.

Me quedé embobado mirándolo. No sabía lo que sentía por él, pero necesitaba estar a su lado.

Al día siguiente, apareció a medio día y quise levantarme y abrazarlo y besarlo, pero casi no podía mover la pierna. Tuve miedo de caerme. En un cestito de tela de colores blandito me entregó algo; era un perrito.

  • ¡Oh, Matías! – extendí mi mano - ¡Gracias! No quiero llamarle Chuqui como a mi otro compañero.

Me abrazó y me besó y luego me ayudó a ponerme en pie.

  • Dame los datos de tu casa y de tu trabajo. Voy a dejar las cosas en orden. No puedes abandonar todo y dejar de pagar.

Entonces fue cuando cruzamos una mirada muy larga. Ninguno de los dos decía nada. Yo sabía que él estaba pensando algo; lo imaginaba. Pero es que yo, no sé por qué, quería seguramente lo mismo que él. Nos acercamos muy lentamente. Era la señal de que los dos pensábamos lo mismo. Nuestros labios se unieron en un beso corto pero cálido. Me di cuenta de que había perdido diez años de mi vida.

Aurora, la joven que servía en la casa, me sirvió el desayuno en la cama y me dijo que cuando llegase el doctor, me asearía y me cambiarían la ropa de la cama. Le dije que podía almorzar en la mesa, pero me advirtió que ella no se atrevía a levantarme. Cuando llegó Matías, ya por la tarde, encendió todas las luces y quitó las sábanas de arriba. Trajo agua templada y unas toallitas de jabón. Me inclinó hacia un lado y me lavó la espalda y el culo y las piernas. Mientras tanto hablábamos, pero de otras cosas. Después me lavó el cuerpo por arriba, me secó muy bien y me lavó la cara acercándose a mí y sonriéndome.

  • Vas a cenar en la cama. Ahí tienes un bote para no levantarte a hacer pis. Si necesitas algo más, toca esa campanilla de la mesa. Yo necesito descansar para trabajar mañana.

  • ¿Te vas? – le pregunté asustado - ¿Vas a dejarme solo toda la noche?

  • Te daré un sedante - dijo -, no te preocupes por eso. Además, mi dormitorio está ahí al lado.

Otra vez me había equivocado. Pensé que me llevaba a su casa para estar conmigo y, dentro de eso, estaba el dormir juntos.

  • ¿No podemos dormir en la misma habitación? – le dije - ¡Te necesito a mi lado!

Se quedó en pie pensativo y me miraba asustado. Tal vez pensó aquella primera noche que lo mejor era mantener ciertas distancias, pero vio cómo caían lágrimas silenciosas de mis ojos, se acercó y se sentó junto a mí tomándome la mano. Entonces, haciendo un esfuerzo, me incorporé como pude y me abracé a él.

  • Vamos a dormir juntos, por favor – le susurré -; te prometo dejarte descansar.

Se quedó pensativo y me miró sonriente, pero detrás de sus ojos se escondía el temor a ser rechazado como cuando éramos niños.

  • No voy a dejarte – le dije -; no voy a abandonarte. No me abandones ahora tú.

Volvió a ponerse en pie y se quitó poco a poco la ropa. Luego se acercó a mi cama y, levantando la sábana y la colcha, se echó a mi lado respirando agitadamente. Era el momento de demostrarle que no debería temerme como si fuese a reaccionar como hacía ya diez años. Me volví despacio hacia él y eché mi brazo sobre su cintura. Noté que se estremecía.

  • Ya no soy un niño, Matías – le dije - ¿Sigues tú siéndolo?

  • No, no, Rafael – dijo nervioso -, pero no quiero dejar de verte otra vez.

  • Pues entonces… - me abracé a él como pude -, vive ahora lo que no te permití hace años. Yo también lo deseo. Te necesito.

Nos besamos un poco; después algo más… y acabamos acariciándonos. No había sentido nunca aquello, pero era lo más sorprendente que me había pasado. Toqué todo su cuerpo y el se quedó algo inmóvil al principio, pero cuando notó mi mano acariciando su pene, se volvió hacia mí con cuidado y me dijo:

  • No importa que haya pasado tanto tiempo. Ni te guardo rencor ni te he olvidado. Eres tú ahora el que tienes que decidir

No lo pensé mucho. Lo acaricié de arriba a abajo y, cuando se dio cuenta de que mis sentimientos eran sinceros, me besó dulcemente, me acarició, me tocó todo el cuerpo con cuidado y, por impedir alguna cosa la férula que tenía en la pierna, nos masturbamos.

  • ¡Más de diez años! – exclamó - ¿Cómo he aguantado esto?

6 – Epílogo

No tuve que hacer mucha rehabilitación y seguí viviendo con Matías, en su casa.

Todos dormimos en una cama, pero unos tienen que dormir solos y yo dormía acompañado por aquel chico que gastó todo el tiempo de un curso por verme a diario diez minutos.