En un rincón de la biblioteca

¿Tengo que darte algo a cambio? - ¡No tienes que darme «nada»!

En un rincón de la biblioteca

1 - El invitado

Hablaba un día con mi amigo César sobre la mala organización que había en la biblioteca de la facultad y me dijo que conocía otras mucho mejores.

  • No soporto eso de ir a buscar un libro de historia – me dijo – y encontrar allí uno de anatomía. ¡Se pierde mucho tiempo!

  • A veces – le dije – está mejor la Biblioteca Pública que estas. Allí he encontrado libros que aquí no hay forma de localizar.

  • Deberían de aprender de ciertas bibliotecas privadas – hojeó un libro -; mi amigo David tiene una que podría servir de ejemplo para todas estas. Yo siempre estoy invitado a ir allí cuando quiera, pero me da corte.

  • ¿Corte? – me extrañé - ¿Qué hay en casa de ese amigo tuyo que ahuyente a un tío como tú?

  • ¿Quieres saberlo? - me miró burlonamente -.

  • Pues ya que me lo dices – le pellizqué la nariz -, acaba de explicarlo.

  • ¡No! – siguió andando dejándome atrás -; iré un día y te llevaré. Así lo compruebas por ti mismo.

  • ¡Ah, no! – tiré de su hombro -; yo no voy a un sitio adonde no se me ha invitado.

  • ¡Estás invitado! ¡Desde ahora! – dijo -. David me dijo que si quería llevar a alguien algún día, no tendría que pedirle permiso, pero

  • ¡Ya estamos! – me senté en un banco - ¡Siempre tiene que haber un «pero»! ¿Tengo que darte algo a cambio?

  • ¡No tienes que darme «nada»! – me miró con asco - ¡Siempre pensando en esas cosas!

  • ¡Eh, eh, tío! – me levanté enfadado - ¡yo no he dicho nada de lo que piensas, imbécil!

  • Está bien… - sonrió -. A mí no tienes que darme nada. A mí no me tienes que pagar. Es una casa particular; muy particular, diría yo. Te diré algunas cosas que hay que tener en cuenta para entrar allí. Lo primero, es que no pienses que vas a una casa normal y corriente. La casa de los padres de David es…como un pequeño palacio. Allí hay culto al libro. Tienes que avisar antes… Cuando entremos, te irás dando cuenta de las normas, pero hay una imprescindible: la ropa.

  • ¿La ropa? – exclamé - ¿Hay que ir vertido de frac?

  • ¡Tampoco es eso, hombre! – se echó a reír - ¡Verás! No creo que le hiciera mucha gracia que apareciéramos con estas pintas. Busca la mejor ropa que tengas; los mejores zapatos. Péinate bien. Te llevaré.

  • ¡Joder! – lo empujé -; te estás quedando conmigo.

  • ¡No, no! – me miró seriamente -; si quieres ver algo que te va a gustar de verdad, ven conmigo, pero yo iré a tu casa para ver cómo te vistes antes de ir allí.

  • ¡Joder, César! – suspiré - ¡Ni que fuéramos a ver al rey!

Me miró entonces con la cabeza un poco agachada y una mirada un tanto pícara.

  • ¡Eh, oye! – lo miré de cerca - ¿No te estarás quedando conmigo, verdad?

  • Te aseguro que no – me echó el brazo por los hombros y comenzamos a andar -; mañana lo llamaré para avisarle. No quiere visitas-sorpresa.

2 – La ropa para la visita

  • ¡Que no, Andrés! – me dijo enfadado - ¡Te dije la mejor ropa que tengas! ¿Esto es la mejor ropa que tienes?

  • ¡Coño, como no me ponga el traje de la boda de mi prima, leches!

  • ¡Ese! – me señaló - ¡Ese es el que tienes que ponerte! ¡Y los zapatos muy limpios!

Me quedé pensando y mirándolo. No sabía si estaba preparando alguna broma, pero tener que ponerme un traje de boda para ir a ver una biblioteca… Abrí el armario, lo busqué y lo saqué. Estaba allí guardado en una funda de la tintorería. Lo olí.

  • ¿No huele a alcanfor, verdad?

César lo olió y me hizo un gesto. No le parecía que oliese a guardado. Me quité lo que me había puesto (que no estaba tan mal) y me coloqué la camisa, el pantalón, la corbata, los zapatos

  • ¡Joder, César! – le dije -, si me viese mi madre salir así me tomaría por loco.

  • ¡Vamos, hombre! – apretó los puños - ¡Hay que ser puntual! Deja de dar rodeos que me estás poniendo nervioso.

Me retoqué el peinado y me puse algo de perfume.

  • ¿Qué tal estoy así? – le dije cómicamente - ¿Te gusto?

  • ¡Pues vaya! – se quedó embobado - ¡Estás muy bien! ¡Joder, no sabía que fueses tan guapo!

  • ¿Me estás tirando los tejos?

  • ¡Venga, vamos! – tiró de mí -; nos queda el tiempo justo.

3 – Un protocolo especial

¡Qué vergüenza! Los dos como dos palmitos, como dos marqueses, en un vagón del metro. Afortunadamente no hacía calor. Recorrimos sólo dos calles ajardinadas y, al volver la esquina, me señaló César una casa.

  • ¿No será esa, verdad? ¡Te estás cachondeando de mí, cabrón!

  • ¡Sígueme! – dijo - ¡Haz lo que yo te diga, por favor! No des un paso si yo no lo doy ¡Nada de palabrotas! Dale la mano a David por muy joven que te parezca. No le vayas a decir «¿Qué pasa tío?». Tú imagina que hablas con alguien mayor, aunque es más joven que tú. No te preocupes, que entre los dos te diremos lo que tienes que hacer. David es muy serio aparentemente, pero no es un ogro.

No sabía lo que me iba a encontrar allí, pero la fachada asustaba un poco. Llegamos a la puerta de madera brillante por donde íbamos a entrar. Era la puerta de servicio, pero ya la quisiera yo para puerta principal de mi casa. Oí dos campanadas cuando pulsó el timbre.

Al poco tiempo, nos abrió alguien. No podía verlo bien hasta que pasamos.

  • ¡Hola, David! – le dio César la mano -. Aquí te presento al amigo que te dije: Andrés.

Nos dimos la mano, pequeña reverencia, encantado… hasta que me di cuenta de a quién tenía delante. Me temblaron las piernas.

David era un chico muy guapo; guapísimo. De mi estatura. De pelo oscuro, corto y muy bien peinado. Bajo su flequillo, brillaban unas preciosas gafas, de montura fina y dorada muy brillante, apoyadas en una nariz perfecta, pequeña y un tanto rosada; como sus mejillas. No había visto nunca unos labios como aquellos: sensuales, redondeados, rosados, sonrientes y con unos pequeños pliegues en las comisuras. Vestía una camisa blanca pero muy lujosa, corbata, un pantalón casi negro, con un cinturón que debería ser muy caro, y unos zapatos brillantes como espejos.

  • Me alegra conocerte, Andrés – me miró fijamente -, César me ha hablado mucho de ti. Es un honor invitarte a mi casa y a mi biblioteca.

  • Es un honor para mí – contesté -, conocerte y visitarte.

  • ¡Gracias! – me dijo -; pasaremos a la biblioteca, pero tenemos que cruzar por la entrada principal ¡Venid!

  • ¡Te lo dije, idiota! – me susurró César - ¡No des un paso sin que yo lo dé!

  • ¡No he hecho nada, imbécil!

  • Pues lo primero que tienes que hacer - siguió cuchicheando -, es procurar no usar ni una sola palabra malsonante ¡Palabrotas, no!

  • ¿He dicho alguna, carajote?

Pasamos por un corto pasillo, abrió otra puerta y entramos en un salón que más bien me pareció el decorado de «Lo que el viento se llevó». El suelo era de madera tan brillante, que parecía que acababan de pasar la mopa. Nos pusimos sobre una gran alfombra muy blandita en el centro y se acercó David a mí. Me esperaba cualquier cosa.

  • ¡Mira, Andrés! – me dijo -; este es el salón central de la casa; la entrada. Es demasiado grande y poco acogedor. En realidad sólo se usa para algunas celebraciones. Comprendo que no estés acostumbrado a estar en sitios así. Tengo los pies bien puestos en el suelo y sé que esto no es corriente.

En ese momento, pasó una criada con uniforme limpiando el suelo con la mopa ¡Con razón estaba aquel suelo tan brillante!

  • Esa puerta doble que hay ahí – se acercó a mí peligrosamente – es la entrada a la biblioteca. Como no soy yo el que pongo las normas para entrar, te las explicaré.

César, que ya había oído aquello, se entretenía mirando los cuadros y la lámpara, que supuse que tendrían que venir los bomberos con su escalera para subirse a limpiarla.

  • ¡Muy bien! ¡Gracias! – le dije - ¡Te escucho con atención!

Cuando volví mi cara al decirle esto, me encontré su rostro pegado al mío. Me miraba sonriente. Supongo que quería quitarme algo de miedo, pero me estaba poniendo nervioso.

  • Cuando entremos – comenzó -, pasaremos antes a lavarnos las manos. Sólo es por precaución. En esta casa se fuma ¡Hasta yo fumo! Mi padre fuma en pipa o puros habanos, pero no se puede fumar dentro de la biblioteca.

  • ¡Es normal, Andrés! – interrumpió César -, ya sabes que con el humo del tabaco y el paso del tiempo, las cosas amarillean.

  • ¡Es verdad! – dijo David -; por eso y por las posibles quemaduras. Es una gran habitación interior: para evitar la luz solar. Ahí hay libros muy antiguos que parecen nuevos y, dentro de bastante tiempo, estarán igual que están. Así que hay que hacer ese esfuerzo; no fumar.

  • Tampoco me parece tanto esfuerzo

  • La sala está totalmente insonorizada – dijo -, de tal forma, que de un pupitre a otro no se oye nada, pero, como en todas las bibliotecas, hay que hablar en voz muy baja. Procura acercarte a mí si tienes que preguntarme algo.

Lo miré asustado. Despedía un perfume que debería ser afrodisíaco.

  • Lo haré – le dije -, no te preocupes.

  • Ahora entraremos y te diré dónde está cada cosa – comenzó a andar - ¡Vamos! Hay que lavarse las manos.

El aseo tenía hasta cuatro senos sobre una encimera de mármol blanco y un espejo que cubría toda la pared. El resto estaba cubierto de azulejos de un color marrón irisado y perchas para colgar las chaquetas. Allí las pusimos y dejamos los teléfonos en los bolsillos. David se las apañó muy bien para ponerse a mi lado y, según me pareció, me rozaba con el brazo a propósito. ¡Estoy alucinando!, pensé; ¡Esto no puede ser!

Cuando entramos en la biblioteca casi me da algo. Sólo puedo decir que era una sala enorme, de tonalidades verdosas claras, redondeada, totalmente rodeada de estanterías con los libros perfectamente ordenados. Había una segunda planta con su barandilla, pero no vi la escalerilla para subir.

  • Esos dos que están en el centro – me dijo David -, son pupitres para tres. Se usan cuando hay más gente o hay que estar muy cerca; para hacer trabajos en grupo. César se sentará en aquél de la derecha. Tú puedes sentarte en este primero y yo me sentaré en el que está justo frente al tuyo; al otro lado. Los libros pueden ponerse en horizontal o en el atril graduable. También puedes graduar la lámpara. Si es preciso, puede leerse un buen libro en alguna de aquellas cómodas butacas ¿Necesitas saber algo más?

  • ¡Sí, David! – le dije -; he visto que hay otra planta más, arriba ¿Cómo se sube?

  • ¡Ven! – me hizo un gesto con la mano -. Todas las estanterías tienen un pasillo por detrás, pero éste acaba donde está la entrada ¿Lo ves? ¡Ahí tienes la escalera para subir! En el extremo izquierdo del pasillo.

  • ¡Oh, gracias! – se volvió para salir y tropezó conmigo - ¡Lo siento! ¡Perdón!

  • No es nada – me sonrió -; eres muy amable.

4 – La lectura

César ya estaba sentado en su pupitre de la derecha, casi al frente de la escalera, a unos 8 ó 10 metros. David me acompañó para mostrarme el mío, que quedaba de espaldas a la puerta de entrada y me señaló el suyo enfrente; tras los dos largos y centrales.

  • ¿Qué te apetece leer? – me preguntó David -; si es algo largo puedes venir cuando quieras para seguir leyendo. También puedes traer un cuaderno para tomar notas… sin alambres que arañen la madera. Puedes hacer copias allí al fondo. Hay otra sala con libros modernos y una fotocopiadora.

Evidentemente, aquello no era la biblioteca de la facultad.

  • ¡David! – le hablé en voz muy baja - ¿Puedo curiosear para ver cómo están ordenados los libros?

  • ¡Por supuesto, Andrés! – me contestó en el mismo tono - ¡Mira lo que quieras!

Ya se iba a separar de mí cuando volvió a acercarse, miró de reojos a César (que estaba ya leyendo a unos cuatro metros) y me habló casi al oído.

  • ¿Sabes que César no puede oír lo que estamos hablando ahora?

  • ¿De verdad? – lo miré extrañado -.

  • Sabe que hablamos – dijo -, pero no sabe de qué hablamos.

  • ¡Ah, muy bien! – le sonreí - ¡Gracias por la aclaración!

Me fui a mirar las librerías. Había libros en ellas, que daba gusto y susto mirarlos. Encima de cada una había un pequeño letrero dorado con el tema general de los libros que allí había. Fui dando poco a poco la vuelta a la sala y acariciando los lomos de algunos libros ¿Quién pudiera leer todo aquello? César seguía inmerso en su lectura con media cara iluminada por la lamparilla del pupitre y yo no veía a David por ningún lado.

Como soy así de curioso, me metí por una de las puertas que daba al pasillo de detrás de las librerías. Estaba un poco oscuro pero fui andando despacio hacia la izquierda para encontrar la escalerilla y subir. Mis pasos no se oían. Todo el suelo estaba enmoquetado y, supongo, insonorizado. Me fui apoyando en la pared con la mano derecha y daba cada paso con cuidado. No quería tropezar con nada.

Me acercaba a la escalera (la distinguí por la luz que entraba desde arriba) cuando tuve que pararme asustado. Me estaba llegando el olor del perfume de David. Miré disimuladamente a los lados sin mover la cabeza y no vi nada. Seguí andando y comencé a subir peldaños. ¡La biblioteca se veía enorme desde arriba! Me agarré a la baranda y estuve mirando unos segundos. César seguía leyendo, pero David no estaba. Seguí mirando las librerías. No podía creer lo que estaba ante mis ojos: toda la sabiduría desde los clásicos. No quise llegar a dar la vuelta a toda la sala (no era circular, sino octogonal). Encontré un libro que me pareció interesante; se llamaba «La memoria sin límites». Lo tomé con mucho cuidado, casi acariciándolo, y volví hacia la escalerilla. Iba mirando su encuadernación ensimismado y tuve que tener cuidado de atender a los peldaños cuando comencé a bajar.

Estaba un poco más oscuro, así que dejé de mirar el libro. Poco antes de llegar a la puerta que salía a la sala, entró David rápidamente hacia la escalerilla y tropezó conmigo.

  • ¡Shhhh! – me habló al oído - ¡Perdóname! ¡No sabía que venías de arriba!

  • ¡No, al revés! – le contesté -; perdóname tú a mí por no ir pendiente.

  • ¡Es igual! – me puso la mano en la cintura - ¡Voy a buscar un libro arriba! Siéntete como en tu casa y lee lo que llevas ahí.

Me quedé pensativo ¿Qué forma de tratar a un extraño era aquella? Su olor me estaba poniendo cada vez peor. Casi me temblaban las manos. Me fui a mi pupitre, me senté en la comodísima silla y abrí el libro sobre un atril con total ilusión. Lo hojeé (y lo ojeé) primero un poco y estaba compuesto de muchos y muy cortos capítulos. Era un placer tener aquello en mis manos

No recuerdo el tiempo que pasó, pero noté que alguien estaba a mi lado. El perfume de David me embriagó. Lo miré.

  • ¡Perdona que te interrumpa! – se agachó -; he encontrado un libro que quizá te interese.

Lo puso a mi lado en la mesa cubierto con su mano y, con la otra, dejó caer una tarjeta ante mis ojos.

  • No siempre estoy aquí – me dijo -. Cuando vayas a venir, avísame antes a mi móvil ¿vale? Ahora, si me necesitas para algo, sólo es necesario que levantes la cabeza y me mires, al frente ¡Disfruta de tu lectura!

Me miraba sonriente y me hablaba muy cariñosamente. Me quedé mirándolo sin saber qué decir mientras se retiraba a su pupitre. No se oían sus pasos y César seguía sin levantar la vista de su libro. Le hubiese preguntado que qué coño era aquella putada que me estaba haciendo. En realidad era una putada del carajo. Ni se ve ni se siente algo así normalmente.

Cuando salí de mi sueño despierto mirando el movimiento del culito de David, vi cómo se sentaba en su sitio. Quedaba lejos. César me miró sólo un instante y me sonrió. Siguió leyendo. Yo bajé la vista para coger la tarjeta y guardarla, pero vi entonces el libro que me había traído David. No era muy grande y en su portada podía leerse claramente: «Vuelve a mirarme». Me asusté. Nunca había oído el nombre de un libro llamado así. Además, parecía una edición de bolsillo. No quise tomar aquello como un mensaje de David, pero lo parecía. Abrí primero el libro y tenía una dedicatoria escrita a plumilla. La letra era ilegible, pero en la rúbrica parecía poner David. Levanté mi vista y lo miré. Estaba a muchos metros de mí, pero notó mi mirada y levantó también la vista. Me sonrió y se levantó.

Sentí cómo se me aceleraba el pulso. No sabía quién era aquel chaval ni lo que estaba pasando, pero sabía muy bien lo que se me pasaba por la cabeza al mirarlo. César no dejaba de leer.

Llegó a mi lado envolviéndome con su perfume y se agachó para hablarme.

  • Ese libro es para ti – dijo -, el que vas a empezar a leer tiene muchos capítulos y muy cortos. Si quieres, puedes venir otros días para leerlo completo.

  • ¡Sí, sí! – lo miré a través de sus gafas - ¡Gracias por todo!

Volvió luego a su sitio, se sentó, me miró y me sonrió sensualmente. Bajó la vista y se puso a leer.

No podía soportar tanto silencio. No oía nada. Decidí ponerme a leer. El libro que había elegido era una recopilación de normas o trucos para tener una memoria muy potente. Desde las primeras frases, quedé inmerso en lo que allí decía y leí bastante. Me estaba saturando. Sabía que tenía que dejar aquel tema y retomarlo otro día, así que decidí cerrarlo con mucho cuidado y subir a dejarlo en su sitio. Entré por la puerta más cercana a las escaleras y volví a aspirar el profundo perfume de David. Subí con cuidado los escalones (estaban alumbrados con lámparas muy pequeñas y de muy poca luz) y, cuando caminaba hacia la librería de donde lo había tomado, me di cuenta de que David no estaba en su sitio. César seguía leyendo.

Miré atrás y no vi nada ni a nadie. Seguí andando despacio hasta ver dónde tenía que dejar el libro. Lo coloqué allí despacio y volví hacia atrás. Pensé en leer algo del libro que me había regalado David. Di la vuelta a la barandilla y comencé a bajar despacio.

El aroma de aquel penetrante perfume me llegó cuando terminaba de bajar las escaleras. De pronto, tropecé con algo.

  • ¡Shhhhh! – oí - ¡No digas nada! ¡Ven aquí!

Noté que me daba la mano y, evidentemente, en un segundo, me di cuenta de lo que estaba pasando. David me llevaba despacio hacia un hueco que quedaba escondido tras la escalera. Podía distinguir su camisa blanca y el brillo de sus gafas en la oscuridad. Me echó en la pared suavemente y le vi acercarse. No tenía miedo, pero no sabía qué hacer. Sus labios se posaron sobre los míos y levanté mis brazos y rodeé su cuello con ellos. Su mano agarró mi miembro duro, pero no dijo nada. Sólo oía el roce de nuestros labios y de sus cabellos en mis manos. Luego, noté que hacía el intento de abrirme el cinturón, así que me lo abrí yo mismo y, abriendo la portañuela, dejé caer los pantalones al suelo.

Él estaba haciendo lo mismo. Me costó mucho trabajo, pero pude oír caer sus pantalones. Me pareció que se agachaba y tiraba de mis calzoncillos hacia abajo con cuidado. Su mano, por fin, apretó mi polla y tiró despacio hacia mí para retirar el prepucio. Sentí entonces su lengua lamer mi glande húmedo y saborear mi líquido hasta ensalivar bien todo aquello y meterlo en su boca. Tuve que aguantar un poco el placer mordiéndome los labios y mirando a la oscuridad del techo. Su perfume me iba a volver loco. Agarré su cabeza y besé sus cabellos.

  • ¡Espera! – susurré - ¡Vas a hacer que me corra muy pronto!

  • ¡No, no te corras! – se levantó despacio acariciando mi pecho - ¡Aguanta!

Comenzó a besarme y nos rozamos con cuidado. Estaba claro que no quería que me corriese tan pronto, pero, sin previo aviso, se dio la vuelta y apretó su culo a mí. Se había bajado los calzoncillos. Le acaricié sus nalgas, como el terciopelo de la piel de un niño y le fui masajeando los huevos con mi polla. Poco después, tiró de ella hacia arriba hasta ponerla en su agujero y comenzó a apretar. Lo tomé por las caderas, lo penetré con cuidado y comencé a follarlo. Volvió su cara. No sabía cuál era su expresión, pero noté que me cogía la cara con fuerzas.

  • ¡Vamos, dame! – susurró - ¡Córrete!

No tardé demasiado. Se echó atrás, sobre mí y, poco después, se la sacó y se subió los calzoncillos. Yo hice lo mismo. Noté que estaba limpio. Luego, los dos al mismo tiempo, cogimos los pantalones del suelo y nos los pusimos.

  • Ahora – me dijo tras besarme -, sal a tu pupitre y sigue leyendo. Yo subiré las escaleras.

  • ¡César se va a dar cuenta!

No me hizo caso. Yo salí por la puerta disimulando, pero no hizo falta porque César ni siquiera levantó la vista. Vi caminar por arriba a David. No llevaba ningún libro, se paró ante una librería, miró como si buscase algo y volvió a bajar y a sentarse en su sitio.

5 – Al descubierto

Sonaron unas campanadas en un reloj. David se levantó, abrió su preciosa puerta de caoba y cristal y le dio a alguna pieza. Luego le vi acercarse a César y decirle alguna palabra y, acercándose a mí sonriente, se agachó:

  • Ese reloj señala la hora en que se acaba la lectura – me dijo -; es como un cronómetro ¿Nos vamos?

  • ¡Sí, sí, claro!

Cerré el libro y salimos los tres de la biblioteca a los aseos. Nos volvimos a lavar las manos y nos colocamos las chaquetas. David no sólo estaba contento por nuestra lectura, sino que nos estaba visiblemente agradecido de nuestra visita. Nos acompañó hasta la salida y nos despedimos con un apretón de manos. Le sonreímos y nos retiramos lentamente de aquella casa.

  • ¿Qué? – preguntó César - ¿No me dirás que has visto alguna biblioteca como esa?

  • ¡No, no; ni lo esperaba! – le contesté asustado y sin mirarlo -.

  • ¡Estás serio, cojones! – me miró a los ojos - ¿Te has enfadado por algo?

  • ¡No, César! – le dije todavía con miedo a hablar - ¡No te puedes imaginar lo que me ha pasado!

  • ¿Has visto un fantasma? – bromeó - ¿Alguien se te ha aparecido en la oscuridad de la escalera?

Me paré y lo miré muy seriamente. Seguía sonriéndome.

  • ¿No estoy de cachondeo, sabes? ¡Me he asustado ahí adentro!

  • ¡Vamos, Andrés! – abrió los brazos - ¿Piensas que no sé lo que ha pasado bajo la escalera?

  • ¿Qué? – pregunté asustado - ¿Qué estás diciendo?

  • ¿A ti te gusta David?

No sabía lo que responderle.

  • ¡Vamos, Andrés! – casi reía -; te conozco muy bien y, aunque tú no lo sabías, él te conocía a ti y me pidió que os presentase.

No podía hablar.

  • Si te gustan los chicos – dijo -, no vas a encontrar a otro como a David. Ven a leer. Él no va a pedirte nada. Si no quieres volver a verlo, rompe la tarjeta que te ha dado.

  • ¡Lo sabes todo! – dije - ¡Lo teníais preparado! Pero, ¡so mierda! ¿Por qué no me dejas a mí que yo escoja a quien me salga del nabo?

  • ¡Está bien, capullo! – dijo decepcionado - ¡Desagradecido! ¡Te he traído aquí incluso vestido como a él le gusta y he estado más de una hora haciendo como el que leía! ¡Sólo para que os conocierais!

Se dio media vuelta y me dejó de piedra en medio de la acera; como una estatua. Desapareció tras los árboles de la esquina.

Miré atrás. La casa se recortaba oscura en el cielo azulado de la tarde (casi noche). Me senté en un frío banco de hierro con la vista perdida y volví a mirar a aquella casa.

Saqué el móvil y la tarjeta y llamé.

  • ¿David? – pregunté -.

  • ¡Sí, cariño! – dijo -; soy yo ¿Dónde estás? ¡Vuelve a casa!

Colgué el teléfono y me volví. La puerta estaba abierta y él estaba esperándome.

  • Sabía que ibas a volver.