En un bar

Un calorcillo me recorría por dentro, así que decidí cruzar y descruzar mis piernas, atrapando inmediatamente su mirada con ellas, mostrándoselas en toda su extensión por el lado de la mesa.

En un bar

Me encanta ver las miradas posadas en mis largas piernas, en mis duras posaderas o en mis prominentes pechos. A mis edad conservo un cuerpo muy deseable, firme y espectacular de una rusa viviendo en Barcelona que se cuida y se mima, así que comprenderéis que atraigo miradas con mi metro sesenta y nueve de altura, cabellera rubia y ojos marrones, con unas piernas largas que si bien en Rusia son comunes, aquí parece que no.

Y, por supuesto, eso me encanta. Me encanta ver cómo las miradas recorren mi cuerpo, cómo me comen los pechos con los ojos, cómo me desean y me acarician con el pensamiento. Eso me pone muy muy caliente. Porque a mí me encanta ponerlos calientes y saberlos muy muy excitados por y para mí.

Por eso cuando salgo con las amigas o voy a pasear me encanta lucir minifaldas, zapatos de tacón (o mejor aún, botas altas de tacón) o camisetas ajustadas que marcan mis rotundos pezones. Noto cómo me miran y me encanta ser deseada.

Aunque a veces eso produce… situaciones un tanto curiosas o difíciles. Como ayer, cuando salí a tomar algo con una amiga y fuimos a una de las preciosas terracitas de Barcelona (es mi ciudad de adopción y me encanta). Por suerte Barcelona es una ciudad segura, así que puedo pasear tranquilamente con ropita un poco provocadora, y eso fue lo que hice ese día.

Mi amiga es algo gordita, así que fui yo la que ese día atraía todas las miradas (aunque sus grandes pechos también atrajeron alguna, debo reconocer). Iba con zapatos granates brillantes de tacón de aguja de cinco centímetros, una minifalda ligera de vuelo color crema y una camisetita de tirantes amarilla. Todo hacía realzar mi figura en esos calurosos días de verano en Barcelona (el bochorno me cuesta soportarlo).

Habíamos pedido un par de refrescos, un Nestea para mí y una Coca para ella. Charlábamos de cosas intrascendentes, de lo que habíamos hecho el fin de semana, de chicos, en fin, de cosas de chicas. La conversación empezó a subir de tono cuando ella me estaba explicando cómo el fin de semana había tenido una interesante aproximación en un bar que esperaba que se repitiera si este fin de semana volvían a coincidir.

Yo la escuchaba sin prestar realmente demasiada atención mientras miraba, distraída, la colección de turistas que cada día merodean por Barcelona (con chancletas y calcetines ¡Por Dios! ¿Quién debe ser su asesor de imagen?). Entonces fue cuando por primera vez me fijé en él. Era un madurito de unos cuarenta-y-pocos. Traje y corbata, había dejado la americana colgada en la silla. Traje de Boss, reloj pesado, corbata de seda, zapatos italianos (¿Martinelli?)… Estaba sentado una mesa más allá de nosotras, con una helada cerveza frente a él, y parecía relajado tomándose su tiempo en disfrutarla. ¿Habría salido pronto de la reunión? No tenía demasiada barriguita, sólo un poco, camisa de manga corta que mostraba unos brazos musculados. Denotaba seguridad y firmeza, un ejecutivo de éxito tomándose un tiempo para relajarse antes de volver a la oficina.

Sin darme cuenta, me había quedado mirándole y analizándole sin escuchar a mi amiga. Hasta que él fijó su vista en mí. Azorada, aparté mis ojos justo cuando mi amiga me llamaba la atención. Volví mi cabeza hacia ella, enfrente de mí, pero no pude dejar de detectar la sonrisa del cuarentón al fijarse en mi distracción. ¿Será creído? Pensé. Así que se me ruborizaron un poco las mejillas por la vergüenza de haber sido pillada, pero a la vez se me despertó el instinto de venganza.

Un calorcillo me recorría por dentro, así que decidí cruzar y descruzar mis piernas, atrapando inmediatamente su mirada con ellas, mostrándoselas en toda su extensión por el lado de la mesa. Sabía que su mirada me las estaba recorriendo, desde los tacones, subiendo por mis tobillos, recorriendo mis pantorrillas, rodillas, muslos. Así que ladeé mi cuerpo en la silla sabiendo que eso mostraría casi media nalga a mi admirador.

Para mostrar más interés hacia mi amiga, aproveché para tirar mi cuerpo adelante y susurrarle que me contara más de la aproximación del chico la noche anterior: “¿Te acarició? ¿Dónde?”, dije con tono confidencial mientras ella reía sintiéndose el centro de atención y mis ojos buscaban a mi cómplice. En esa postura mis pechos quedaban perfectamente marcados entre mis brazos, apretados y prominentes, reforzando su redondez todavía más, alzándose ante la presión de mis brazos y rebosando ampliamente el escote de la camiseta de tirantes.

Entonces volví a fijar mi mirada en el tipo. No sólo sonreía con sus ojos, sino también con toda la cara. Tomó su jarra rebozada de gotitas de humedad y, ofreciéndome un silencioso brindis, hizo un trago sin dejar de sonreírme. Yo también lo hice, coincidiendo con el comentario de mi amiga de que la había tomado por la cintura de una manera muy sensual.

Ahora ya tenía la atención de mi cuarentón. Ahora me sabía fuerte. Me volví a sentar cómodamente, hacia atrás, mostrando las piernas en todo su esplendor. Hasta moví mi silla para quedar un poco más al lado, alargando cómodamente las piernas y mostrándole toda mi figura.

Por desgracia, al tomar un sorbo de Nestea, fui tan torpe que me rebosó el líquido y cayó sobre mi camisetita, por lo que me levanté de golpe y, tomando mi bolsito, me dirigí a los baños. No tardé mucho, pero al volver, como me había mojado la camiseta para que no quedara huella del dulce líquido, mis pechos se transparentaban completamente y mis pezones quedaban claramente visibles.

Mi cómplice me recibió con una amplia sonrisa de sorpresa, y una de sus manos se deslizó al bolsillo del pantalón tratando de poner su sexo en una posición más cómoda y menos delatora. Yo reí con ganas mirándole de reojo, con lo que nuestra conversación privada fue subiendo de tono paulatinamente.

Ahora su mano ya no descansaba en la mesa, sino que reposaba en su entrepierna mientras me miraba. Una mirada vidriosa de deseo, vidriosa o… viciosa. Ahora ya la notaba todo el rato acariciándome, y yo disfrutaba de haberlo rendido. Su sonrisa ya no denotaba diversión, ahora era más la de un lobo mirando su presa, deseo, pasión, lujuria. Yo seguía sonriendo inocentemente y contoneándome, haciéndole desear más y más mi cuerpo acariciándome el cuello o el pelo descuidadamente.

Hasta que, habiendo ya pagado la consumición, me preparé para alzarme. Moví ligeramente la silla, abrí un poco las piernas y él pudo observar completamente mis muslos y mi minifalda abierta y alzada, mostrando mi sexo al aire mientras mi mirada estaba fija en él. Pude ver su sorpresa, su fuego. Mientras yo, casualmente, le comentaba a mi amiga que volvía al baño antes de marchar y me levantaba lentamente para que él me pudiera observar.

Entré al baño a retocarme los labios cuando sentí que la puerta se abría tras de mí. Dos musculosos brazo me tomaron, uno por la cintura, y el otro me atrapó las muñecas. Me forzó los brazos abajo y la mano de mi cintura bajó a mi entrepierna. Alzó la diminuta faldita y poseyó mi sexo con dos dedos. Yo le veía reflejado en el espejo, con una mirada de loco perdida en mis pechos. Yo sonreía y le dejaba hacer. Dejó mis muñecas para desabrocharse el pantalón y yo no traté de escapar, saqué un poco más mis nalgas y él me penetró de una sola estocada muy profundamente. Tenía un buen miembro, pero yo estaba ya húmeda y preparada y le recibí gustosa. Mi mano acariciaba su nuca entre gemiditos de placer y le pedía más y más. Él tenía su mirada perdida y me tomaba por la cintura mientras la otra mano estrujaba mis pechos.

No duró mucho, no podía durar mucho con tanta excitación, así que pronto noté cómo él me clavaba con fuerza y su polla palpitaba dentro de mí. Apreté fuerte mis nalgas contra él y exprimí bien su miembro mientras escupía su leche dentro de mí.

Se dejó relajar sobre mi espalda, ahora sus manos en mi cintura, mientras su miembro se desinflaba y se escurría de mí pese a que yo intentaba retenerlo con la presión de mis nalgas. Sólo dijo una palabra: “¡Dios!”, con un tono de admiración y sorpresa ante lo que acababa de hacer. En seguida, empezó a disculparse mientras se abrochaba los pantalones. Yo le sonreía mientras entraba en un cubículo y me aseaba. “Tranquilo, papito, pero ahorita mismo me vas a compensar y llevarme a tu casa o a un hotel y vas a saber lo que puedo hacer por ti con calma, además de… indemnizarme por esta precipitación” dije sonriendo, y tomándolo por la mano salimos del baño. Naturalmente, me despedí de mi amiga y nos fuimos a su casa, donde me demostró su generosidad. Pero eso es otra historia.

Besos perversos,

Sandra