En poder de Rainier (fragmento)

Traducción del correspondiente fragmento obtenido gratuitamente en la web de PF. Sesión de látigo

En poder de Rainier (fragmento)


Titulo original: In Rainier's Grasp

Autor: Reece Gabriel (c) Copyright 2002, reservados todos los derechos

Traducido por GGG, abril 2002

De la NUEVA novela Bellezas Cautivas

Las manos de Meena estaban encadenadas encima de su cabeza. Ahora estaba desnuda, los restos hechos trizas de sus pantalones yacían juntos a sus pies. Las cadenas forzaban el voluptuoso cuerpo de Meena hasta los límites de su resistencia. Estaba de puntillas y la estructura de caja torácica resultaba visible bajo los pesados globos de sus pechos. Una fina capa de sudor la cubría ya desde la cabeza hasta los dedos de los pies. Sus ojos brillaban ante lo que la esperaba, rebosantes de una mezcla de miedo y deseo. Era como un animal, un brillante animal hembra. Shayla estaba sentada en la esquina de la habitación, observando. Era poco más que una cueva oscura, realmente, con un techo de piedra del que colgaban cadenas, varios juegos de ellas, a todo lo largo desde la lejana pared hasta la gruesa puerta sin ventanas. Según Rainier estas paredes eran a prueba de sonidos, de manera que no se oiría ningún grito. La silla que le había dado era de roble sin pulir y había varios sitios donde se le clavaban astillas en la carne. El suelo, también de piedra, era como hielo para sus pies desnudos. Era esta sutil desnudez, aún con la ropa puesta, lo que más enervaba a Shayla. Aunque Rainier estaba resultando un perfecto caballero, atendiendo cada una de sus necesidades, no se podía negar el hecho de que ella era un chica, lo mismo que Meena. Una chica cuya ropa podía quitarse, y también su libertad, y todo a la menor palabra o gesto de él o de cualquier otro hombre de aquel extraño, sombrío edificio.

Por alguna razón los pensamientos de Shayla volvieron a las otras, a las mujeres del club Girly Girl (Chica de Revista), las dulces y excitantes señoras que se habían pellizcado y masturbado para las cámaras, las chicas que tenían nombres de mascotas, de animales domésticos. Kitten (Gatita) y Honey (Miel) y Sweet Cheeks (Dulces Mejillas). También Candy (Bombón), la chica del pelo corto que el director deseaba tan terriblemente, la que había estado en el lugar llamado el Camp (campamento) y que nunca hablaba excepto cuando se le hablaba, ni siquiera cuando le estaban pellizcando los pezones con pinzas de madera con muelle y embistiendo su raja desnuda con un consolador sobredimensionado.

¿Qué estarían haciendo ahora? se preguntaba. ¿Estarían bailando todavía, sirviendo con sus escasos atuendos del club Girly Girl, o estarían desnudas, sobre sus espaldas, o de rodillas en la sala VIP? Y aún más, ¿qué hacían y cómo pasaban el tiempo y qué era la vida para ellas que se las podía hacer que se arrastraran a una orden de un hombre o que lamieran la parte de arriba de sus botas con lengua ansiosa y lamedora? ¿Estaban locas o era coacción -- el tipo de coacción que sin duda tenía controladas a Meena y las otras, las chicas extranjeras con sus brazaletes y abalorios y sus collares de metal?

Shayla se agarró al borde de la silla, la madera pinchando su piel fría y húmeda mientras observaba. Rainier estaba ahora sin camisa, dando vueltas alrededor de la chica, provocándolas y mofándose de las dos -- no solo de la cautiva Meena sino también de ella misma. Era increíble, sus músculos como el acero, definidos y moldeados no por horas de gimnasio como los de Max, sino por la vida. La vida real. Bajo su pecho izquierdo había una cicatriz, larga y desigual. Una segunda empezaba en el hombro izquierdo y serpenteaba bajo su axila. No había ni un gramo de grasa en aquel hombre, ni siquiera donde sus caderas se encontraban con los laterales de su estómago, en ese sitio donde la mayoría de los hombres tienen amorosas agarraderas si no grandes rollos de grasa. Pero eran los ojos los que la impresionaban más; rápidos y salvajes, con la expresión de cobras enroscadas detrás de una piedra, mientras andaba alrededor de la chica, tocándola con insolencia, aleatoriamente, con el pequeño y fino látigo apretado en su puño todo el tiempo. Shayla podía decir que le estaba haciendo sentirlo a Meena, íntimamente, mientras afirmaba su poder sobre ella, antes de usarlo con ella. En pie delante de ella ahora, puso las manos sobre sus pechos. Sus toques eran livianos, pero no había posible confusión en la posesividad que había tras ellos. Meena gimió cuando le chasqueó los pezones con el látigo, uno cada vez, luego trazó una línea por debajo de su vientre. Meena gimoteaba su rendición para cuando el alcanzó el calor de su entrepierna. "No te corras," le ordenó, mientras poseía su abertura con el mango del látigo.

Meena se estremeció, gritos de placer se mezclaban con su agonía.

Jugó con ella un rato, luego la dejó colgando, sacudiendo la cabeza, con los ojos vueltos hacia el techo de piedra, las caderas ondulando, cada pulgada de ella cautiva, ansiando las atenciones del hombre, sin importar su rudeza.

"Por favor, amo," gritó lastimeramente, cuando la empuñadura en forma de dardo se retiró de entre sus piernas. "No pares."

"Suplícalo, esclava."

Meena se estremeció. "Te lo suplico, amo," dijo entre dientes. "Viólame otra vez con tu látigo."

Rainier se lo negó, administrándole en su lugar un fuerte golpe en la pantorrilla, provocándole un gemido de dolor. "¿Te atreves a poner tu placer por encima del mío?

"No, amo. Busco solamente tu placer," se corrigió. "Te suplico, amo, flagélame los pechos para tu placer."

"Lo haré, esclava," prometió oscuramente. "Lo haré."

Shayla se mordió el labio. Iba a ocurrir y no podía soportar verlo. Y si se daba la vuelta, Rainier podía disgustarse, incluso enfadarse. Aún más, ¿cómo podía retirar el ojo cobarde de la sentencia que ella misma había impuesto a la pechugona Meena?

Además, ¿no era la chica una esclava, una extranjera nacida en una cultura inexplicable y totalmente diferente de la suya propia? ¿Y no había ya en ella señales, cicatrices que se habían hecho evidentes a través de sus muslos y espalda en el momento en que Rainier había rasgado su endeble atuendo? ¿Y no eran sus señales indicadoras de un largo ciclo de abusos, algunas heridas rojas y recientes y otras oscuras y difusas?

"Shayla," dijo Rainier mientras deslizaba la punta del látigo a través del carrillo empapado en lágrimas de Meena hasta sus labios abiertos. "Me gustaría que contaras para mí. Llegaremos hasta diez."

Meena besó el látigo ansiosamente, luego se lo metió en la boca, recorriendo con la punta de la lengua arriba y abajo el extremo afilado del artilugio que estaba a punto de azotar su cuerpo desnudo e indefenso.

"Por favor," suplicó Shayla, luchando lo mejor que podía con la extraña urgencia de rasgarse su propio vestido para poder estar también desnuda. "No me obligues a hacerlo."

"La elección es tuya," le informó Rainier, golpeando el látigo en el muslo carnoso de Meena. "Cuenta o no cuentes. Pero no pararé hasta que oiga que tus labios pronuncian toda la cuenta."

Shayla gruñó para sus adentros. Otra vez le estaba chantajeando, utilizando la tortura de la chica como medio para conseguir su colaboración. Sin esperar su decisión, Rainier echó atrás el brazo y trazó una rebanada a través del vientre redondeado de Meena.

"¡Uno!" gritó Shayla como si le hubiera golpeado a ella.

El golpe había destrozado los nervios de Shayla. Quería enterrar la cabeza en las manos pero no había tiempo.

"¡Dos!" contó.

Este abrasó la parte superior de los muslos, aterrizando directamente sobre el sexo de la chica. Meena chilló.

"¡Tres! ¡Por favor, basta!" suplicó Shayla.

Rainier la ignoró, estrellando un latigazo que cruzó las tetas de Meena. Una señal empezó a dibujarse inmediatamente de un globo al otro, trazando una línea entre sus pezones. Los chillidos de Meena se fundieron en un gemido bajo. Sus ojos se volvieron hacia el techo. Ahora estaba en otro sitio, lejos de allí.

Por su propia iniciativa, la mano de Shayla se deslizó hacia abajo, por la parte interna de los muslos, subió por debajo del vestido hasta que sus dedos estuvieron profundamente introducidos en su sexo palpitante. Con la otra mano pellizcó y retorció un descarado y anhelante pezón, entre las uñas largas y rojas.

Ansiosa, observó, temiendo e implorando lo que vendría. Los golpes cuarto y quinto cruzaron cada uno de los pechos, abrasándolos de uno en uno. Shayla gimió cada vez que uno de ellos se estrelló. El sexto rebanó la carne del muslo izquierdo de Meena, el séptimo se estrelló en el derecho. El octavo y el noveno se dirigieron a las nalgas. El décimo señaló la espalda. Y luego se acabó.

El pecho de Shayla iba casi tan rápido como el de su castigada hermana del alma. Se había deslizado en su asiento, avanzando las piernas bien separadas para permitir mejor acceso masturbatorio. Dejó de preocuparse de lo que Rainier pudiera ver y que pudiera tomarse fácilmente como prueba de que ella era como las otras, que se encendía ante el dolor y la humillación, se excitaba solo con el pensamiento de ser subyugada como una hembra en manos de machos dominantes y despiadados.

"Más," se oyó murmurar a sí misma. "Enséñame más."

Rainier levantó a Shayla en sus brazos. "Estás totalmente intoxicada," le dijo, "mi pequeña chica reportera."

Ella restregó su cabeza contra su hombro. "Soy tu chica," musitó. "Eso es cierto."

Él dijo algo que no entendió. Lo único que le importaba era que la estaba acunando, esta fuerte, exótica bestia humana, protegiéndola, reteniéndola y sujetándola. No se podía hablar de fuerza ahora, nada de rapto. Estaba donde le correspondía. En poder de Rainier. Bajo su soberanía.

Le miró, intentando decir estas y otras cosas, aunque lo que salió de su boca parecía un galimatías. Lo siguiente que supo es que estaban en el aire y ella estaba fatigada, exhausta de una manera que nunca antes se había encontrado. Un remolino de emoción. Fantasmas, familiares que había conocido desde que su madre les había abandonado a ella y a su padre cuando era una chiquilla, fantasmas que gritaron todo lo alto que pudieron después de la muerte cruel, inesperada de él, y junto a ellos otros nuevos, desconocidos e irreconocibles.

"No me dejes," se oyó gritar y luego todo se volvió negro, la inconsciencia la envolvió como una sábana lanzada sobre los nervios desnudos y abiertos.