En olor de santidad

La edificante historia de un santo varón enfrentado a su oscuro objeto de deseo.

EN OLOR DE SANTIDAD

Monseñor conducía agitado, envuelto en una nube de ansiedad, viendo pasar la ciudad a su alrededor como un decorado ajeno a sí mismo. Su revolucionada mente basculaba entre las vivas imágenes de la reciente misa en la catedral y el anhelado e inmediato encuentro que incitaba incontenibles sensaciones en su entrepierna. Procurando relajarse repasó el sermón que tan exitosa acogida había obtenido entre la feligresía, cuyo motivo central había sido –inevitable en estos tiempos- la santidad de la familia: había advertido sobre las amenazas que sobre ella se cernían, había denunciado la intolerable relajación de costumbres que imponía falsas modalidades de presuntas "familias" –ofensivas a los ojos del señor-, había condenado las aberrantes prácticas sexuales que fuera del sagrado vínculo conyugal rebajan al ser humano a un estadio de burda animalidad

Henchido de orgullo por la agudeza de su lacerante labia en la interminable labor encomendada por el Señor, Monseñor detuvo el automóvil ante el rojo semáforo y se fijó en la pareja de jovencitos que cruzaban el paso de peatones ante el morro de su Audi. Sus ojos repasaron libidinosos la delicada piel de los muslos que mostraba la escueta minifalda de la imitación del uniforme de colegiala –"mira cómo le gusta provocar a la putita", pensó al notar un primera punzada de excitación-, imaginándolos desembocar en un pequeño y pizpireto culito que permitiría traslucir una ajustada braguita adolescente o, quizás, uno de esos minúsculos tangas, apenas un cordón deslizándose entre las nalgas para unirse a un pequeño retazo de tela que señalaba más que ocultaba el triángulo del pubis. Inevitablemente, su bragueta se abombó a causa de la presión de una repentina erección.

Se fijó a continuación en el imberbe novio que sujetaba por la cintura a la chica e imaginó a ambos copulando entre el ardor y la inexperiencia juveniles, fantaseando consigo mismo introduciéndose entre ambos cuerpos bullentes de hormonas, metiendo su pene en la delicada, casi femenina boca de él y, bien lubricada, embestir el virginal ano de ella, rodeado de un ligero anillo de suave, casi transparente vello impregnado de un irresistible aroma… "¡Os iba a enseñar yo, par de guarrillos!"

El claxon del coche parado tras él sacó súbitamente a Monseñor de su ensoñación, que no se había percatado de la apertura del semáforo, y arrancó, procurando relajar su endurecido miembro: "Resérvate, Antonio. Mejor es lo que te espera. Hoy vas a darle su merecido a esa puta", se animó, sintonizando la Cope en la radio para distraer sus lúbricos pensamientos.

Entró en el vestíbulo del edificio y saludó serio y tranquilo al conserje, que le devolvió con amable discreción el saludo. Probablemente no le había reconocido, pensó Monseñor, vestido como estaba de calle sin el clergyman ni los hábitos de misa, tal y como solía aparecer en los medios, pero, en todo caso, la discreción era consustancial al funcionamiento de aquel bloque de apartamentos, de modo que aunque el conserje sí le hubiese reconocido nunca habría dado muestra de ello.

Discreción. Una palabra que había acompañado a su eminencia a lo largo de su fulgurante y exitosa carrera en el seno de la Iglesia. Desde sus ya lejanos años de estudio en el seminario, cuando su evidente atractivo y viril carisma le facilitaron tomar posesión de la mayoría de los culos de sus compañeros. Ninguno se le resistía. Cuando el joven Antonio María decidía clavar su verga en uno de aquellos velludos anos nada podía evitarlo. Un talento que continuó y se acrecentó una vez vistió la sotana. Su ascenso en el escalafón eclesial, dirigiendo parroquias de creciente importancia –la protección de que disfrutó desde importantes sectores dentro y fuera de la Iglesia siempre fueron poderosos-, vino en todo momento acompañado del constante disfrute de todo tipo de culos masculinos.

Hubo también, todo hay que decirlo, algún que otro esfínter femenino ensartado, hecho inevitable habida cuenta del revuelo que el atractivo párroco generaba siempre entre las mujeres de su feligresía, pero sus preferencias se inclinaba de manera incontestable hacia oscuros anillos de carne acompañados de colgantes atributos masculinos. Juveniles anos seleccionados entre aplicados catequistas, piadosos seminaristas o leales diáconos, y maduros esfínteres de comprometidos padres de familia siempre dispuestos a colaborar con la parroquia

Culos, culos, culos… siempre de otros, pues Monseñor era, por supuesto, un sodomizador activo, un hombre, un auténtico macho, y no uno de esos afeminados sodomitas a los que en el fondo despreciaba, achacándoles una debilidad intrínseca al carácter femenino que en el fondo, pensaba, subyacía en sus entrañas, redoblando con ello la sádica excitación que le poseía a la hora de penetrarlos.

Culos, culos, culos… un universo de culos había alojado la herramienta de Monseñor. Sin embargo, todos ellos, masculinos y femeninos, palidecieron en su interés desde la primera vez que penetró a un transexual. Un placer exquisito, una sensación sin parangón. Esas grandes y redondas nalgas femeninas abriéndose como una flor para mostrar el carnoso cráter desde el que se descuelga el saco testicular acompañado del pene, apuntando en la misma dirección que las hormonadas tetas. Sentir tu polla atravesando sus entrañas, agachada a cuatro patas delante de ti mientras tus manos sujetan sus glúteos que empujas con virulencia o sentada a horcajadas sobre tu abdomen, observando en un espejo como su miembro se balance, golpeando los muslos al ritmo circular de sus caderas mientras sus testículos sacuden los tuyos.

Sí, tras deleitarse con tal néctar los demás carnales placeres le dejaban frío, insatisfecho. En nada podían compararse a las sensaciones que experimentaba con aquellos híbridos seres. Y ninguno de ellos le había marcado como Iliana… en más de un sentido.

Aquella sesión junto a Benigno –pobre, sin las poderosas defensas del obispado había visto su reputación arruinada, su futuro en entredicho y su matrimonio en crisis-, aquel orgasmo violento, sísmico, cataclísmico provocado por el voraz esfínter de Iliana… Nunca había experimentado nada parecido. Necesitaba volver a sentirlo, apurar el cáliz del nefando pecado con aquel fascinante y demoníaco ser… ¡Y después vengarse de ella por la intolerable humillación a la que le había expuesto!

Extrayéndole de sus elucubraciones Susana abrió la puerta del apartamento, exhibiendo serena y confiada su belleza perfecta y un tanto glacial, vestida con una corta falda que permitía admirar sus largas piernas enfundadas en oscuras medias de seda y una liguera blusa cuyo desabotonado escote sugería el inicio del canalillo. Tras un parco saludo que evidenciaba la profesional seriedad con que ambos abordaban la situación, la rubia mujer guió a Monseñor hasta la habitación.

Allí, sobre la cama, aguardaba Iliana tumbada boca arriba con piernas y brazos extendidos y atados. Monseñor se detuvo junto al vano, con el vaso de whisky con hielo ofrecido por Susana, para admirar en toda su extensión el espléndido cuerpo de piel morena y brillante, recreándose unos instantes en el inerme pene que descansaba entre los muslos, antes de fijar la vista en el aparentemente inexpresivo rostro que le miraba con fijeza, sin mostrar sentimiento alguno, con una serenidad que el religioso, aunque contrariado por no hallar en sus ojos sorpresa o temor, no dejó de admirar.

"¡Al fin!", exclamó Monseñor, insinuando una sonrisa que no tenía nada de amable.