En medio de los dos

Jamás me había pasado por la mente estar con dos hombres al mismo tiempo, y en esos momentos Felipe llegó por detrás y entre ambos me aprisionaron. El olor del vino derramado en los cuerpos me embriagaba un poco, y no dije nada. Los dejé hacer a ambos, y me condujeron a la recámara.

EN MEDIO DE LOS DOS, YO.

Mario y yo fuimos a tomar unos tragos al departamento de Felipe, un amigo de él, para relajarnos de las tensiones producidas por una intensa jornada de estudios en la escuela. Era viernes y al otro día no teníamos planes, así que podíamos quedarnos hasta muy tarde.

Felipe resultó un agradable anfitrión, obsequioso y amable. Sus padres tenían algo de dinero, y podían pagarle la renta de un departamento situado cerca de la escuela, no demasiado grande pero sí bastante acogedor. Igual que Mario, Felipe era muy alto, de 1.83 según contó. Los dos se mostraban fornidos, de espaldas anchas y brazos y piernas fuertes y bien torneadas. Yo apenas llegaba al metro sesenta y cinco y poseía una complexión mediana, no desproporcionada pero escasamente ejercitada.

Si bien sus físicos se parecían, ambos eran totalmente diferentes. A Mario le distinguía la piel morena, con esa chispa de negritud que acentuaba sus rasgos fuertes, los labios sensuales, los pómulos marcados, y los ojos verdes que ilustraban un mestizaje elegante; Felipe, en cambio, tenía la piel clara y unos mechones dorados, una cara afilada y unos labios finos. Entre la música y las copas empezaron a tratar de demostrar quién era más fuerte, y se pusieron a jugar vencidas. Sus brazos hinchados de venas temblaban por el esfuerzo concentrado.

La primera ronda la ganó Mario, y yo celebré al igual que él ruidosamente. Era mi hombre. Yo era el depositario de su masculinidad, su amor secreto, Pero nadie en la escuela lo sabía, y hasta ahora sigo creyendo que nadie en la casa de huéspedes donde vivíamos lo supo.

Felipe instó un segundo round de vencidas. Se arremangó la camisa y tendió el brazo. Esta vez fue el ganador, y nos tomamos el resto de las copas a su salud y servimos nuevas bebidas. Herido por el amor propio, Mario lo retó para romper el empate.

En la mesita de centro sus brazos y los vasos llenos de líquido vibraban: los dos colosos, uno de mármol café claro y el otro blanco sacaban la casta y empeñaban todo su esfuerzo en vencerse uno al otro: Por unos momentos Felipe pareció repetir el triunfo, pero Mario se sobrepuso y evitó una rápida derrota. Los brazos y los rostros de ambos temblaban. Fue Mario el que, en un esfuerzo sobrehumano, metió toda la herencia de su raza y abatió el brazo de Felipe. Con todo y mesa y vasos. El líquido nos mojó a todos, y además a Mario le cayó el recipiente de los hielos encima.

Empapados y riéndonos, empezamos a limpiar. Nada se había roto. Felipe trajo unos trapos de cocina y una toalla para que Mario se secara un poco. Se quitó la camisa y yo solícito le ayudé a tallarse con la toalla. Felipe notó algo y nos miró entre sorprendido y curioso. Yo llevé la toalla al baño, y al regresar noté como los dos me miraban con una sonrisa maliciosa y divertida. Supuse que algo habían estado hablando de mí pero no reparé demasiado en ello. Felipe se había quitado también la camisa y se había desabotonado el jeans, por lo que me quedé mirándolo. Un hilillo de vellos suaves, de tonos castaño claro, bajaba por su vientre hasta perderse bajo la línea de su pantalón.

El notó que lo estaba viendo, y yo traté de disimular. Me sentí de pronto nervioso, y tomé los vasos y los llevé a la pequeña cocina para lavarlos. En eso estaba cuando sentí la presencia de Felipe, que se colocó detrás de mí, y con voz suave me dijo: ¿quieres que te ayude? No, dije, no. Yo los lavo. Pero él insistió y rozó con sus partes mi trasero. Yo sentí una descarga eléctrica correr por todo mi cuerpo, pero traté de mantenerme ecuánime. Ya me dijo Mario… repuso él. ¿Qué te dijo? Le pregunté. Enrojeció un poco, y titubeando repuso: puesss… todo. No sé que te dijo, le contesté, y volví a la sala. En esos momentos Mario se quitaba el pantalón mojado, quedándose en un bóxer negro que le quedaba estupendamente, pero que también estaba empapado por el vino.

Traía unas gotas todavía sobre el vientre, que yo sacudí con la mano, que él retuvo y me dijo: ven. Me tomó y me acarició la espalda, pero yo le dije que Felipe estaba ahí, y arguyó: No hay cuento con Felipe. Es más, me preguntó si podrías… hacerlo con él también… Yo me sorprendí, pues jamás me había pasado por la mente estar con dos hombres al mismo tiempo, y en esos momentos Felipe llegó por detrás y entre ambos me aprisionaron. El olor del vino derramado en los cuerpos me embriagaba un poco, y no dije nada. Los dejé hacer a ambos, y me condujeron a la recámara. Entramos a una habitación en penumbra, apenas iluminada por una lamparita suave que no alcanzaba a disipar las tinieblas.

Entre los dos me desnudaron, lenta y cadenciosamente. Mientras uno me quitaba la camisa el otro me despojaba del pantalón. Felipe parecía el más ansioso, y me besaba los costados, me estrujaba y lamía los glúteos mientras deslizaba mis prendas hacia abajo. Mario me besaba las mejillas y los labios, los ojos cerrados, mordisqueaba las orejas, las manos, mientras yo iba sintiendo como crecía el deseo en mi interior. Tenía a dos hombres conmigo, dispuestos a realizar una experiencia única.

Me tendí sobre la cama con Mario, que seguía acariciándome, y advertí que Felipe terminaba por quitarse el pantalón, y después un calzón blanco ajustado. En la suave atmósfera levemente iluminada su verga descomunal relucía, brillante y blanca, emergiendo de una mata de vellos ligeramente oscuros. Su piel resaltaba a la luz de la lámpara. Mario en cambio se opacaba un poco, y aunque se había quitado el bóxer su sexo se perdía en las sombras.

Claro que yo ya conocía su macizo miembro y tenía grabado en la memoria cada vena hinchada de aquel tronco de roble oscuro. Conocía el olor intenso de sus ingles y el sabor dulce de su semen, y sobre todo había probado cuán profundo podía penetrarme. Pero el miembro de Felipe era una cosa misteriosa y nueva, Más larga y delgada que la de Mario, con un glande menos grueso pero más agudo, más incisivo. Me colocaron en cuatro, Mario enfrente y Felipe detrás. Mario me dio su gruesa verga en la boca, ya con unas gotas de líquido preseminal brillando en su pulida superficie. Sus manos me aferraron por los hombros y su pelvis empujaba su miembro hacia mi garganta. Felipe mordisqueaba y lamía mis nalgas firmes y redondas, y de vez en cuando deslizaba sus dedos grandes sobre mi orificio, en tanto que Mario jugueteaba con mi espalda y mis cabellos. Felipe se detuvo un momento y dijo: enseguida vengo.

Cuando volvió traía un poco de vino en un vaso, que derramó sobre mi espalda y mis glúteos. Una inenarrable sensación de frescura me invadió, mientras él bebía las gotas que resbalaban por mi piel. Era algo grandioso y sorprendente que yo no había experimentado nunca, como el hecho de encontrarme con aquel par de gigantes follándome al unísono. Mario embestía por el frente, y sus manos acariciaban la base de su tronco y mis labios, pasaban por sus grandes bolas y luego iban a mis hombros y mi pelo, gozando con lo que yo hacía. Mis dientes y mi lengua jugaban con su cabeza como si se tratara de un caramelo. En una de esas; Mario se inclinó y con sus enormes dedos asió mi trasero y se introdujo por mi culo. Así quedó enganchado unos segundos, mientras yo acusaba algo de dolor. Luego Felipe metió uno de los suyos, y yo percibí la quemante sensación de sus gruesos dedos hurgando a la par en mi trasero. Felipe entró y salió, preparando el asalto.

Sus dedos se movían vibrantes mientras el de Mario se sostenía quieto, curvado sobre su cueva. Felipe apoyó la punta de su mástil directamente en mi orificio y Mario retiró su dedo. Sentí la presión que Felipe hacía para penetrar. No lo consiguió al primer intento, y entonces vertió unas gotas de vino. Con ese líquido como lubricante jugueteó unos segundos, humedeciendo mi esfínter y produciéndome una oleada de frescura, y de pronto sentí que se alojaba dentro de mí. Fue una penetración aguda, rápida, cálida y fresca. Como quiera que sea, la invasión hizo que mi cuerpo se tensara un poco, y mis labios apretaron la verga de Mario que emitió un gruñido de satisfacción.

Pero lo mejor todavía estaba por venir. Felipe echó el cuerpo atrás y luego volvió con más brío hasta introducirse completamente. Su miembro llegó hasta no sé donde, pero yo lo sentí tan profundo que mi cuerpo vibró involuntariamente. Y luego otra vez. Y otra. Qué manera de joder. Rápido y profundo. A su largueza añadía la forma esbelta y puntiaguda de su glande, lo que felicitaba conquistar nuevas profundidades en cada embate. Y cada vez yo me precipitaba sobre el cuerpo de Mario, atragantándome con ese enorme trozo de carne suyo que exploraba mi garganta. El volumen y grosor de Mario apenas cabía en mi boca y la saeta de Felipe ensartaba mi culo con fuerza. Sus bolas colgantes chocaban contra mis muslos, mientras yo sostenía las de Mario en mi mano.

Uno por delante y otro por detrás encontraron algún modo de coordinar sus movimientos y uno me lanzaba sobre el otro. Yo era una bola que ora caía ensartado en un mástil y luego en el otro. Iba de una sensación a otra como en un viaje irreal, alucinante y delicioso. Qué manera de coger la de estos machos jóvenes, briosos y fuertes. Mario fue el primero que terminó, exhalando un largo quejido de placer. Su polla lanzó fuertes chorros de leche que inundaron mi boca, derramándose por las comisuras de los labios, prendiéndose a sus vellos oscuros, corriendo por entre sus dedos que intentaban contener el blanco río fecundo. No me cabía tanto semen. Felipe seguía sin embargo dándome, hundida su daga hasta la empuñadura. Yo estaba a punto y empecé a pajearme, atravesado aún por esa lanza que no cedía.

Aquello era demasiado para mí, y me vine casi enseguida. Mis espasmos fueron placenteros como nunca, mientras que Felipe, contagiado por el éxtasis nuestro apuró su vaivén, y pronto emitió un rugido, a punto de despeñarse en el abismo del placer. Su clímax fue increíble: sus gemidos y sus contracciones parecían inacabables, sus dientes se marcaron sobre mi hombro, trasmitiéndome toda su energía, haciendo que mi cuerpo volviera a estremecerse.

Agitados y sudorosos, los tres, nos derrumbamos uno sobre el otro, y seguimos acariciándonos durante largo rato. Sí, aquella fue mi primera y única experiencia con dos hombres simultáneamente. Y si me preguntan, volvería a hacerlo.