En manos de Sheva de Róterdam I

Miguel ha invitado a una amiga adolescente de origen holandés, nueva en su grupo de amigos de la Sierra, a la piscina particular de su chalet. Las sorpresas irán sucediéndose.

Una tarde extraordinariamente calurosa de finales de julio del 91, sonaron dos timbrazos decididos en el telefonillo instalado en el hall de aquel chalet, situado en una urbanización residencial y algo apartada del centro de viviendas y de comercios de un pueblo de la Sierra de Madrid, llamado Z. Miguel interrumpió su siesta superficial, frente a la televisión que no estaba mirando, y se levantó del largo sofá, presuroso por abrir la puerta metálica, instalada en mitad de la tapia muy alta de piedra que rodeaba, en forma de rectángulo, el chalet donde su madre vivía todo el año. En unos azulejos de fondo oscuro, a la derecha de la puerta metálica, estaba, inscrito en letras mayúsculas, el nombre de la residencia: CHIMENEA DE ROCA . Una adolescente algo nerviosa pero sonriente, escuchó a Miguel saludarla por el telefonillo y darla acceso. Cuando Sheva de Róterdam se introdujo en Chimenea de Roca, le dio la sombra de una gran pasarela techada con una enredadera tupidísima de rododendros y muy frondosa, trazada en el suelo con losas de pizarra negra; pese a tener solo quince años recién cumplidos, Sheva tenía un físico muy llamativo y espectacular y según Jorge, el de Canarias, que había vivido una temporada en Fuerteventura y había vuelto al pueblo, y que era un amigo común de Sheva y Miguel, su cuerpo desnudo era capaz de ponérsela tiesa a un regimiento de elefantes, si la viesen.

Sheva de Róterdam era de origen holandés, nacida en una pequeña ciudad satélite del propio Róterdam, en el suroeste de Holanda; cosa que había contribuido a que los chicos lo convirtieran en su apellido y la llamaran ya siempre así. Había venido a Madrid con su familia, siendo ella muy pequeña, por motivos laborales de su padre, y ya casi no se acordaba del neerlandés aunque tenía un poco de acento al hablar español, casi imperceptible. Su pelo de un color claro pero no rubio y completamente liso, le caía hasta más de la mitad de la espalda. Pasando bajo la sombría pasarela de rododendros del chalet de Miguel, su cuerpo dejó de sudar. Aunque, había venido solo con un bañador rojo, muy ceñido a sus pechos redondos y mucho más aún a sus glúteos grandes, andando con unas chanclas desde su piso no muy lejano, toda su piel brillaba con su sudor.

En el hall del chalet, Miguel le dio dos besos. "¡Uuuuf, esta está como un queso Gouda!", pensó el joven de dieciséis años, un poco mayor que Sheva, y quiso pasar, aunque solo fuesen dos minutos, al baño para desahogarse. Pero no pudo, porque su amiga, nueva en el grupo de la Sierra, le pidió que le enseñara, a toda prisa, el chalet de su madre.

-¿Estás solo? -le preguntó.

-Sí, todas las tardes, hasta agosto. Mi madre trabaja hasta las ocho, incluso en verano. Llega a casa sobre las nueve, para cenar. Yo hago las cenas pero, a veces, Melian, mi hermana melliza, me ayuda. Y es que Melian ha salido hoy, ha bajado a Madrid a casa de su mejor amiga, una de su clase de karate. Va a dormir dos noches en su casa y ya no vuelve a Z hasta el viernes por la tarde noche.

-¡Aaaaah, muy bien! Estás de señor de la casa hasta por la noche -bromeó Sheva-. Entonces, luego te enseño algo, una cosa que te he traído -continuó la holandesa con cierto tono enigmático-. Pero, ahora, ¿me enseñas las medallas que te dieron el finde pasado? ¡Qué pena que ya haya acabado el Verano Deportivo aquí, en Z! ¡Se me ha pasado tan rápido! Tú, Miguel, estabas compitiendo como un loco contra los otros chicos de las otras urbanizaciones y contra los paletos del pueblo y, cuando te has querido dar cuenta, estabas recogiendo todos tus trofeos en la entrega de premios del domingo por la noche, la de después de los fuegos -concluyó Sheva, sonriendo divertida y, sobre todo, todavía profundamente impresionada al recordar lo ocurrido en la plaza del pueblo, delante de muchos vecinos de Z, la noche del último domingo.

-Pues, si quieres, vamos arriba, al segundo piso del chalet. Que mi madre ha colgado ya en la pared de su estudio mis dos medallas de ajedrez y creo que las copas de atletismo las ha puesto en la vitrina de cristal de su armario. Y así, de paso, ves un poco la casa.

Miguel dejó pasar primero a Sheva por la escalera. "Y, así, de paso, veo un poco tu culo", pensó el adolescente. Cuando lo vio delante suyo y a muy poca distancia de su rostro, subiendo despacio su dueña los escalones, se le hinchó la polla desbocadamente a los pocos segundos, por fortuna, oculta dentro sus shorts oscuros, hasta amenazarle con reventarse en sus calzoncillos y provocándole un dolor agudo en todo el tubo del pene. El ajustado bañador rojo que llevaba puesto su amiga, se introducía entre la raja muy honda de su culo y no le tapaba ni un diez por ciento de sus tersos e inmensos glúteos, que se balanceaban a escasos centímetros de los ojos del muy competitivo adolescente. Tales eran las nalgotas de la holandesa, que el bañador parecía un tanga; un minitanga rojo que se metía entre ellas, que apenas las tapaba y que, a cada paso, desaparecía más y más entre la raja honda que las separaba. "Con estas nalgas, aunque se ponga un bañador, siempre parecerá que lleva un tanga", pensó Miguel anonadado y erecto, cuando, por fin, llegaron al rellano final de la escalera principal de Chimenea de Roca.

-Venga, venga, enséñame tus medallas -le pidió Sheva eufórica, gritándole.

-Mira, estos son los dos bronces que gané al ajedrez. Quedé tercero en la clasificación de cadete individual y también quedamos terceros cadetes por equipos, con el resto de chicos de la urba, los de Mataespesa –Miguel señalaba dos medallas metalizadas y ocres, colgadas de su cordón en la pared de detrás de la gran mesa de caoba de su madre, en el despacho que ella utilizaba para terminar en casa el trabajo que se traía de Banesto y que tenía que ver con la bolsa de valores y con las inversiones que los clientes del banco realizaban en el IBEX y en otros índices europeos.

Su hijo ahora había empezado a pavonearse de lo bueno que era compitiendo contra los demás chicos en Z. Así que, Miguel, mientras la hinchazón de su pene disminuía paulatinamente, fue mostrando todas sus medallas y copas que, ese verano del 91, había ganado en Octavo Verano Deportivo del pueblo. La quinceañera holandesa le escuchaba sin parpadear y le miraba como si estuviese flotando seducida en el quinto limbo.

-Soy muy afortunada de tenerte como amigo –dijo Sheva, sinceramente, cuando Miguel finalizó su exhibición de éxitos deportivos.

El chico negó con un gesto de las manos, tampoco había que pasarse.

-Sí, sí, tengo mucha suerte –insistió la adolescente-. Así que, como me esperaba algo así, aunque de verdad no tanto, pues te había traído yo también algo para enseñarte a ti.

-Bueno, Sheva, no tenías que molestarte –dijo Miguel entre halagado y un poco sorprendido-. Pero ya que lo has traído, dime, ¿qué es? ¿Me has comprado algún cómic? O es algo más refrescante, para la piscina cuando nos bañemos después. ¿Has pillado unos Frigo Dedos en el quiosco del parque?

-No, no es nada refrescante –dijo la adolescente exuberante-. Te he traído para enseñarte mi cuerpo.

-¿Qué?

-¿Te gusta mi bañador rojo? –dijo Sheva, girándose y enseñándole a Miguel la estrecha y tirante tira del bañador que se metía entre sus nalgotas, hasta desaparecer, rápida e inmediatamente, casi al inicio de la raja interminable de su culo-. Es nuevo, me lo compré a finales de junio en El Corte Inglés, en Madrid.

-Sí, te queda bien –dijo Miguel y todavía no sabe cómo lo pudo decir, ante la visión impresionante del deslumbrante y enorme culo de la adolescente de pelo claro, largo y completamente liso-. Veo que te queda muy bien -le repitió Miguel embobado y casi esforzándose, para que Sheva no le viese verter su saliva por la comisura de su boca abierta.

-Pues ya no lo ves, que me quede tan bien. Ya no ves ni que me quede bien ni que me quede mal.

Y dicho esto, la adolescente se levantó firmemente los tirantes de su bañador rojo muy ceñido y se los quitó con decisión. Dejando caer el bañador al suelo, donde fue a reposar sobre las tablas de madera de roble del despacho, la atrevida quinceañera se quedó desnuda delante de Miguel, quien solo podía respirar sonoramente. Sheva, sonriente, se giraba una y otra vez delante de él, completamente en pelotas y con todo al aire, ofreciéndole, impasiblemente, sus manzanitas redondas y dulces, y su raja totalmente depilada, resaltada por la marca triangular y blanca que le había dejado su bañador ajustado, tras unas cuantas sesiones de sol en la piscina de su urbanización junto a la estación del tren, La Cerca de los Pinos. De esta forma, la raja de Sheva le pareció a Miguel mucho más larga y alta, casi como si le llegara a la chica hasta el ligeramente sobresaliente botoncito redondo de su ombligo, intensamente bronceado. Eso por delante, mientras que, en el intervalo de cinco segundos en el que la adolescente le enseñaba la parte posterior de su cuerpo, le ofreció, una y otra vez y hasta cansarse, a su amigo, el competitivo deportista, su culo formidable y enorme.

Miguel terminó por arrodillarse, lentamente, delante de la chica. Ella dejó de girarse y, entonces, dejó su raja cuidadosamente depilada a escasos centímetros de la cara del cadete ajedrecista y también atleta, quien empezó a darle besitos cortos en la rajita.

-Así no, tonto –le indicó la holandesa, intentando no reírse-. Me tienes que lamer la raja con la lengua.

Y Miguel, con las rodillas doliéndole e hincadas sobre las tablas de roble, frías y pulidas, del despacho donde su madre ordenaba las transacciones de las acciones de los mejores clientes del banco, le lamió el chichi a la adolescente durante casi quince minutos. Allí, en la soledad y el silencio imperturbable del piso de arriba de Chimenea de Roca, el sol inclemente del fin del mes de julio les quemó la piel, colándose a raudales a través de los grandes ventanales y haciendo sudar a Sheva de Róterdam, abundantemente, hasta que se le perlaron de gotas todas sus nalgotas. Pero, sobre todo, esa extraña luz inmortalizó a Miguel ante aquel tulipán, lamiéndole, pacientemente, su rajita.

(Este relato tiene una continuación y está dedicado a Elías).