En las vacaciones de verano

Dos amigos que se ven por las vacaciones, y acaban siendo algo más.

Conocía a Roberto desde siempre. Éramos buenos amigos y nos veíamos en las vacaciones de verano, en el pueblo. Era muy deportista y siempre se lanzaba a todo. Algunos decían que era un poco borde, incluso agresivo, y un maleante; pero no era así. Era su forma de ser para aquellos que no le inspiraban confianza. Tenía aire despreocupado, nunca se alarmaba y aceptaba lo que venía de buen grado. Con 15 años le dejaban pasarse meses enteros solo en la casa de la familia, en el pueblo. Podía ir a donde él quisiera, pero prefería pasar las vacaciones allí.

Yo, en cambio, era un chico bastante tímido que practicaba distintos deportes, por hacer algo. Me gustaba el deporte por la sensación de que me hacía un cuerpo más fuerte y vigoroso, más que por hacerlo en sí mismo. En el pueblo aparte de ejercitar los músculos poco podías hacer. Así que Rober y yo no hacíamos otra cosa. Aun así, el siempre tuvo el cuerpo más musculoso. Era moreno y con unos ojos azules oscuro preciosos.

Quedábamos siempre desde por la mañana temprano para practicar algún deporte: nadar, artes marciales, futbol, baloncesto, patinar… También para ayudar a un vecino con tareas del campo, y ganar dinero de paso, o simplemente charlábamos de todo un poco. Veíamos la tele, jugábamos a la consola… lo normal.

Rober atraía todas las miradas de las chicas, pero él nunca les prestó atención. Tal vez era eso lo que más les gustaba. En un par de ocasiones me descubrí a mí mismo pensando: "jodeos, sólo tiene ojos para mí". Y era verdad, conmigo era más amable que con el resto de la gente, con la que a veces era bastante borde. El decía que había que ser así, pues o comes o te comen. Pero para mí siempre fue amabilidad. Era casi como si fuéramos hermanos. Nos lo contábamos todo.

Al cumplir 16 empezamos a hablar más en serio de lo de las pajas, las tías… todo ese rollo. Le pregunté muchas veces si le gustaba alguna, pero él decía que no. Yo le respondía con lo mismo. Nunca nos pajeábamos juntos, sólo hablábamos de ello. A veces él me tocaba en el culo o se acercaba a mi paquete en plan broma. A mí me daba vergüenza, pero a él no. Era algo normal entre colegas de toda la vida. Él intentaba que me soltara y fuera más atrevido y despreocupado.

A los 17 la cosa subió un poco más. Ese año estaba más atractivo que nunca. Tenía el pelo de punta y conseguía que se le quedara despeinado y moderno sin necesidad de gomina o algo así. Su piel era morena y era algo más alto que yo. También era más ancho de hombros. Él hacía artes marciales todo el año y trabajaba en talleres que necesitaban fuerza muscular. Eso hacía que tuviera una espalda ancha y unos brazos y pectorales fuertes, pero no como piedras. Ése era su mayor encanto, no parecía que se pasara horas en los gimnasios, era simplemente fuerte por naturaleza. Además sabía moverse con soltura, no con ese aire chulo y torpe de los típicos machitos de barrio. Tenía además una pequeña mata de pelo en el ombligo que provenía de su ingle, y muchos pelos negros en las axilas.

Mi cuerpo era más definido que fuerte, y las miradas de las chicas nunca iban dirigidas a mí, sino a él. No sólo su cuerpo maduró en ese año separados, también su mente, y empezó a hablarme de sexo con más frecuencia, como el típico adolescente; aunque no con esa chulería prepotente de muchos. Él afirmaba nunca haber estado con ninguna tía, pues ninguna merecía la pena; no físicamente, sino por su carácter. Le daba igual reconocer no haber besado nunca a nadie, y no tenía prisa por hacerlo.

Una vez, en el baño de su casa, íbamos a ducharnos después de haber trabajado en la casa de un vecino, que necesitaba ayuda para hacer un corral en su huerta y nos habíamos pasado el día cargando maderas y ladrillos y serrando tablas. Entonces surgió el comentario del tamaño del pene. Y yo, que solía bromear con él, no me quede atrás cuando dijo que la suya era enorme.

Empezó con que él la tenía más grande, que la mía era pequeña… Al final acabó cogiendo mi mano y la dirigió a su bóxer. Yo apartaba la mano rápidamente y él reía, despreocupado. Entonces acercó la suya a mi paquete y yo me encogí entre risas y vergüenza. Él seguía bromeando con que la tenía más grande. La verdad es que no necesitaba jurarlo, era bastante obvio. Su paquete era mucho más abultado que el mío. Entonces comentó que tanta tontería le había puesto cachondo. Yo no sabía si había entendido bien… ¿quería decir que pensar en tocarnos ahí le había puesto caliente? Nah… impresiones mías.

Sugirió que nos la peláramos allí mismo. Yo tenía algo de reparos pero él me dio una palmada en la espalda y le quitó importancia. Se sentó en el retrete y empezó a tocarse el paquete. Movió una silla que había y la puso delante de él tirando nuestra ropa, un tanto sudada, que había encima y haciendo un gesto para que me sentara. Lo hice. Acabamos con las pollas fuera, nos pajeamos. La suya era enorme. Era un poco más grande que la mía, y más gruesa sin duda. Tenía unos huevos el doble de grande que los míos, y creo que no pude reprimir un pequeño gesto de asombro. El sonrió. De vez en cuando decía cosas como: "imagina cómo gime esa tía mientras te la montas… mhh…".

Recuerdo que en varias ocasiones en lugar de pensar en una mujer me fijaba en su cuerpo y su enorme pene; a veces pensaba que él también se fijaba en el mío. Me encantó el olor a sudor que él emanaba. Al final sugirió pajearnos mutuamente, como si hubiera una tía ahí para hacérnoslo, a lo que yo me negué. Él rió y dijo que era normal entre amigos, que no había de que avergonzarse. Al final accedí. Rober se incorporó y levantó la tapa del váter. Empezamos a meneárnosla mutuamente alrededor del retrete, y él consiguió rápidamente que me corriera. Él hizo lo mismo más tarde, tras un intenso gemido que no se preocupo de ocultar. Me dejó impresionado su corrida, pues era más bien como si estuviera meando una masa blanca y viscosa. Era de suponer esa enorme descarga, pues sus huevos, como ya he mencionado, eran enormes. Me quedé mirando como un bobo como su lefa, espesa y abundante se fundía con la mía en el agua del váter, que ya apenas se distinguía en el agua. Parecía más bien pintura. Era impresionante.

Nos duchamos y salimos del baño, yo aún confundido por lo que acababa de pasar. Él dijo en un par de ocasiones lo a gusto que se sentía después de haberse "vaciado".

La historia se repitió un par de veces, más o menos en la misma situación, los dos ligeros de ropa y calientes. A la semana volvió a suceder, pero sólo jugábamos a la consola cuando Rober comentó que estaba caliente y se empezó a tocar el paquete. Hablaba de cómo sería una mamada y el sentir una boca ahí abajo. Sugirió inocentemente, casi en broma, que lo hiciéramos nosotros mismos. Yo le dije, intentando desviar una conversación algo "peligrosa", que había un montón de chicas en el pueblo que se la harían sin reparos, por ser él. Rober rió el comentario con ganas. No sé si porque sabía que estaba en lo cierto y le parecía interesante esa obviedad o porque creía que yo me confundía completamente. Casi parecía no ser consciente de su atractivo. Él me dijo que para eso necesitaba a alguien de confianza, que de ellas no se fiaba. Eso me alagó.

Al final acabamos chupándonosla el uno al otro, en plan 69, pues ninguno se decidía a empezar y yo sugerí hacerlo a la vez. Al principio con asco, luego me di cuenta de que me encantaba oírlo gemir. Su polla era enorme y me daban arcadas, por lo que se la chupé solo hasta la mitad, lentamente, hasta que mi boca se acostumbró a tener eso dentro y podía atreverme a tragar más. Sus huevos estaban llenos de una mata de pelo negra, que estaba húmeda a causa del sudor. Adoraba ese olor. Todo acabó con una espectacular corrida en la mejilla de cada uno, pues avisamos antes de terminar para dar tiempo a apartarse.

Repetíamos el ritual por lo menos dos veces por semana, y yo acabe sugiriéndole hacerlo casi cada día, a lo que el accedía encantado. Me di cuenta de que me sentía atraído por él, que cuando estaba sólo, él llenaba mi mente. Solía chupársela yo a él, mientras que Rober se limitaba a pajearme. A mí no me molestaba, me encantaba sentir su leche en mi boca, beberme su zumo de hombre… su leche y la de nadie más… La primera vez que lo hice, que me lo tragué, se quedó de piedra. Me había avisado con un "me corro" a pleno pulmón, e intentó apartarme de su pene, como hacia siempre; pero yo deseaba tragármelo y, olvidando que era algo entre amigos, que tenía sus límites, le aparté bruscamente la mano y hundí mi garganta en su polla, casi atragantándome con ella y con su lefa. Me bebí lo que pude y un poco se derramó por mis labios. Me limpié con la mano y le miré alarmado: me estaba mirando con cara de sorprendido, como si no se creyera lo que había hecho. Yo balbucee unas palabras sin sentido, que ya ni recuerdo; y él me besó, larga y apasionadamente. Yo casi intenté apartarlo pero me arrojo al suelo y al final comprendí y le abracé. Yo a él también le gustaba.

Pasamos mucho tiempo abrazados y besándonos. Él me dijo que nuca había pensado en mí de ese modo, que no entendía lo que le pasaba pero que no quería dar marcha atrás. Rober siempre iba hacia adelante, pasara lo que pasara. Yo asentí y le abracé. Ese día dormimos juntos. A nadie le extrañó, no era la primera vez que dormíamos bajo el mismo techo pero sí la primera vez que dormíamos en la misma cama.

Seguimos quedando cada día, para trabajar, hacer deporte, jugar y "jugar". Lo hacíamos en varios sitios, aunque nuestro lugar preferido era su casa, claro, donde estábamos más a gusto y podíamos hacer lo que quisiéramos. Desee que el verano no acabase nunca.