En la residencia

Un acercamiento arriesgado a Toño.

Nota:

La relación entre Roberto y Toño comenzó en el relato Al final del verano y esta es la continuación de Hijo del amante .

Sinopsis:

Roberto y Toño se conocen accidentalmente al final de su veraneo en una playa del sur. Un flechazo instantáneo les une pero deben partir ya a sus respectivas ciudades, Madrid y Plasencia y, sin estar demasiado alejados, se sienten separados.

Sus deseos de convivir, hacen que Roberto proponga a Toño trabajar en Madrid, lo cual afectará a éste sumergiéndolo en un mar de dudas pues, habiendo vivido siempre en el seno de una familia sobreprotectora, se ve solo ante un mundo que desconoce y le aterroriza, hasta el punto de huir a escondidas.

Roberto, armado de valor por la pasión que siente, lo deja todo para ir a buscarlo, pero encuentra a un Toño que no sabe cómo vencer sus temores. Encerrados en un callejón sin salida al que no saben abrirle una puerta, deciden separarse.

EN LA RESIDENCIA

Salí de la oficina del hotel tras despedirme de mis compañeros y volví a casa andando y cabizbajo. Me inundaban todas aquellas preguntas para las que no tenía respuestas y, por mucho que quisiera ordenar mis ideas o dejarlas a un lado por un tiempo, volvían a mí como las incesantes olas de un temporal del que no podía ponerme a salvo.

Unos cuantos días de descanso en casa por orden de mi propio jefe, y sin tener que pedir una baja por la depresión que no podía vencer, no iban a ser la solución a nada. Solucionar, pensé, era actuar; pero, ¿de qué forma? Había vuelto a hablar con Toño solo para decirle que había llegado bien a Madrid y, aunque me dijo que se sentía más tranquilo así, capté su frustración ―la misma que la mía― en su voz débil y temblorosa.

Más me dolía saber que él sufría que ocultarle mi propio sufrimiento para hacerle la situación más llevadera. Quedándome encerrado en casa no iba a conseguir nada más que hundirme en aquella terrible tempestad y, en tan poco tiempo, solo días, no se iba a solucionar semejante problema.

Decidí descansar un buen rato y, sobre las cinco de la tarde, salí de casa sin rumbo fijo; a perderme por aquellas calles que tanto aterrorizaban a mi grandullón. Recorriendo el mismo trayecto que cuando paseamos por primera vez, me volví en la bocacalle de Preciados para mirar el reloj de la Puerta del Sol y, viéndome escondido en casa oyendo solo las campanadas de fin de año, tuve que darme la vuelta. Un hombre de mediana edad estaba arreglando algo en la fachada de una tienda de modas que acababa de abrir sus puertas. Pensé inmediatamente en mi amigo Paul, que tan mal reaccionó al creer a Toño un simple gigoló, y decidí hacerle una visita.

Como siempre, al cruzar el umbral de su negocio, salió a mi encuentro solícito:

―¡Maricón! ―exclamó antes de besarme―. Con esa cara y esos ojos del llanto de la amargura, no se viene a visitar a un amigo. Dejo a Gloria a cargo del chiringuito y te vienes al bar conmigo a embriagar esas penas. ¡Ay, si lo sabía yo!

―Nos hemos equivocado, Paul ―le comenté ya saliendo―. Yo por forzar una situación y tú por tus prejuicios. Dicho de otra forma, Antonio da una impresión equivocada de quién es.

―¿Qué me dices? ―dudó.

―Te digo simplemente que nos hemos equivocado y, es tan difícil para mí explicártelo, que lo que me gustaría, de momento, es que borres esa imagen de sacacuartos que percibiste de él. Te aseguro que me sentí engañado. Pensé lo que tú pensaste de él. No es así.

―¡Anda, coño! Y yo metiéndome donde no me llaman… ¡Cuenta, cuenta! No es que yo quiera saber nada que no me incumba, y tú lo sabes bien, pero si puedo ayudarte en algo, ¿quién mejor que tu amiga la bruja Paul para… aclarar tu futuro?

―No estoy para bromas ―contesté entre risas―. La verdad es que si he venido a verte es porque necesito una impresión desde afuera. Al menos, me haces sonreír. Antes, por supuesto, voy a aclararte lo que ha pasado con Antonio… Luego, haces de bruja Lola todo lo quieras.

―¡Oj! ¡Ese es mi papel, querido! ¡Mira, se me vuelven los ojos! Y si te vienes luego a la trastienda, te enciendo dos velas verdes y vemos lo que nos dice el Tarot, que eso no falla, como que me gusta un forro visto. ¡Ay! ¡Muerta me quedaba yo bocabajo con un par de antonios como ese encima! ¡Anda, que te puedes quejar de novio!

Suavizó sus ademanes cuando entramos en la cafetería más cercana, pedimos un par de cafés y nos sentamos en una mesa un tanto apartada.

―Yo que tú ―dijo al oír mi historia―, me plantaba allí ya, en la puerta de la mansión esa de los Fajardo, y le cantaba dos buenas serenatas con una tuna salmantina. ¡Ya me entiendes! Ya verías si se le hace el coño pepsicola y te lo traes a casa… ¡Está divino de la muerte como para perderlo, churra! ¡Qué buena percha!

―No es tan fácil, Paul. Nada es fácil en esta relación con alguien como Toño. Bromas aparte… ¿qué harías tú?

―¿Yo? ―cambió radicalmente sus ademanes―. A ver… Ya sabes que no soy como tú, Roberto. ¡Yo soy muy puta, hijo!

―Serás lo que seas, Paul, pero los toros se ven de otra forma desde la barrera y sé que tú tienes buena vista.

―Tú te mereces algo serio ―sentenció sin bromas―. Un hombre guapo y bien dotado como ese. Si es verdad todo eso que me has contado… Creo que ni tú ni él debéis dejaros asustar por un mal rollo pasajero. ¿Que le da miedo Madrid? ¿Que en Plasencia no tiene uno donde caerse muerto? ¡Coño! ¡Llévatelo a Mazagón y trabajáis juntos en lo que sea! Al él no le asustaba la playa, ¿verdad? Pues ya puedes ir tú perdiéndole el susto a dejar tu trabajo en el hotel y a cogerlo de una oreja para trabajar donde no le dé miedo. ¡El pobre mío! A lo que veo, no ve otra salida que venirse a Madrid… y tú no te sacrificas ni esto por él. ¡Anda y llévatelo a darle cariño a un pueblecito a medio camino y sin cobertura! ¡Ya me entiendes!

―¿Quieres decir que ni Madrid ni Plasencia? ¿Que nos vayamos a un sitio neutral, o algo así?

―¡Venga, Robespierre! ―asestó―. Un pequeño soborno, a veces, es una buena vaselina, pero no te traigas a la criatura de provincias aquí y pon de tu parte. ¿A que no me vas a hacer caso? ¡Es lo más cómodo! Yo no lo dejaba para mañana…

Por supuesto, las bromas de mi amigo había que saber interpretarlas, pero me estaba hablando con la suficiente claridad como para hacerme sentir aún más culpable. Tenía toda la razón. Le estaba pidiendo a mi grandullón que abandonase su casa y su vida regalada para trabajar en un lugar que le aterraba y yo no estaba cediendo lo más mínimo.

―¡Pide dos copas! ―concluí―. No son para emborracharme y olvidar; son para celebrar esto los dos. Has visto en un momento lo que yo no he visto ni con la «empatía necesaria». Voy a hacerte caso.

―¡Hombre! ―exclamó levantándose―. Por lo menos no soy un simple agujero donde meterla. Me enjuagaré la boca con menta para no espantar a los clientes.

Paul, quizá sin darse cuenta, me había trazado el plan a seguir. Podía pedirle a Toño que abandonara su casa para poder estar juntos, pero necesitaba antes averiguar si estaría dispuesto a vivir y trabajar en otra ciudad que no fuese Madrid. Si lo que verdaderamente le ocurría era que no quería (o no podía) dejar Plasencia, el plan no iba a servir para nada.

Hablé con él por la tarde, casi de noche, como si acabara de llegar de mi trabajo. No dije nada de hacer una videoconferencia y tampoco él lo insinuó:

―¿Qué has hecho hoy?

―Nada ―contestó tranquilo―. Casi nunca hago nada aunque sí me voy un rato a la plaza…

―He estado pensando, ¿sabes?… Bueno, no es fácil ni barato, pero me gustaría ir a verte; cuando pueda.

―¿Otra vez? ―comentó con ilusión―. Ya sabes que esto no tiene salida, Roberto. No sé si sería mejor dejar de vernos… Incluso dejar de llamarnos.

Creí que no iba a poder seguir la conversación y hubiera colgado en ese mismo instante. Pero de alguna forma tenía que averiguar si estaba dispuesto a compartir su vida conmigo en un lugar que no fuese Madrid. Tuve que improvisar:

―¡Escúchame, Toño! Si yo trabajara ahí no íbamos a poder vivir juntos. Tú mismo me advertiste de que allí se sabe todo.

―Claro que se sabe todo. Y si se sabe todo, lo sabrían mis padres. No sé si eso sería una buena idea. Tampoco sé si reaccionarían muy bien.

―Pero… ―inquirí―. ¿Y si en vez de ser en Plasencia fuera en otra ciudad? ¿También sentirías ese miedo?

―¡No! ―exclamó seguro―. ¿Qué estás diciendo? ¿No me conociste en Mazagón? He ido con mis padres a muchos sitios y he salido solo a dar paseos. ¡Eso ya lo sabes!

―Con tus padres sí, pero solo no lo sé. Supongamos que pudiéramos irnos a vivir juntos y trabajar a… Albacete, por ejemplo.

―No tiene nada que ver, cari ―respondió entre risitas―. Nunca he hablado de que me dé miedo a salir sin mis padres. ¡Es Madrid! ¡Ya te lo he dicho! No puedo…

―Por eso ―insistí―. Supongamos que tenemos trabajo en… Segovia. ¿Crees que estarías bien?

―¡Pues claro! ―exclamó―. ¿Tienes esos trabajos?

―No, no es eso. Lo único que quiero es que, si estás conmigo, estés a gusto; y para eso deberíamos vivir fuera de Madrid, ¿no?

―Pero… ¡vamos a ver! ¿Tienes esos trabajos?

―No los tengo, pero los podría tener. Imagina que me comprometo en Segovia, como te he dicho, y luego te asustas.

―Te repito que no. No has entendido bien, Roberto. ¡Es Madrid! Solo de pensar en una ciudad como Segovia me tranquilizo.

―¿De verdad? ―improvisé ilusionado―. Voy a buscar trabajo para los dos. No sé dónde, pero necesito estar seguro de lo que hacemos.

―Verás, cari… ―bajó un tanto la voz―. Mi padre no va a decir nada porque me vaya a Toledo, Ciudad Real, Salamanca o Santander, y a mí, sinceramente, me gustaría mucho desaparecer de aquí. Si buscas algo, por favor, sí te pido que me lo digas antes.

―Olvídate de Madrid, ¿vale? Te consultaré cualquier cosa antes de comprometerme a nada. Si es así…

―Oye… ―carraspeó―. ¿Cuándo se te ha ocurrido esto? ¿Vas a abandonar tu puesto en el hotel? ¡Lo ganas muy bien! No quiero interferir en tu trabajo.

―Yo tampoco quiero cambiar tu vida. Estoy hablando de lo que ya hablamos; de tenerte y que me puedas tener. Si el obstáculo es Madrid…

―¿Lo dices en serio? ¡Yo quiero estar contigo! ―gimió.

Tuve que consolarlo un poco y esperar a que se normalizara para poder seguir hablando. Después de aquellos comentarios, ni él ni yo nos sentíamos como antes.

Finalmente, le advertí de que iba a buscar la forma de estar juntos. Hablaba muy seguro de sí mismo excepto si se nombraba la Capital. Me prometí solucionar aquel problema y, antes de irme a la cama, hice mis organigramas para aclarar ideas. Tenía que volver al hotel por la mañana.

El jueves desperté antes de tiempo con mis pensamientos puestos en Toño, como me ocurrió cuando nos conocimos. Me vinieron dudas que tuve que ir apartando una a una porque él mismo me había repetido hasta la saciedad que no sabía qué iba a hacer sin mí y yo me veía convirtiéndome en un infeliz después de haberlo tenido a mi lado unos días.

Al verme entrar en la oficina, Carolina se levantó disimulando el temor que la asaltaba al verme allí, como si nada hubiera pasado. Se me acercó y habló en voz baja para que nadie la oyera:

―Te veo mejor. No puedes disimular tus sentimientos, así que… si necesitas ayuda, me lo dices.

―Puede ser ―susurré―. Creo que debería haber sido claro contigo y contarte lo que estaba viviendo. Sabes que algo no ha ido bien, pero no sabes qué. A la hora del desayuno te lo cuento.

―¿Crees que no sé nada de nada? ―preguntó convincente y misteriosa―. Luego hablamos y te diré cuatro cosas.

Fueron dos horas de trabajo espantosas. Quise cumplir con mis deberes como siempre y mi mente se trasladaba a aquellas calles que recorrí con Toño. Don Santos, nuestro jefe, no apareció para nada y no supo que yo había ido al hotel ni pudo comprobar que estaba algo mejor. Mi idea no era la de quedarme a trabajar, sino la de volver el lunes.

―Imaginaba algo así ―dijo Carolina cuando le resumí mi problema―. Es raro que ese chico diga que le asusta la ciudad aunque, según veo, me parece sincero. A mí me importas tú, desde luego, y si él es parte de tu felicidad… ¿Qué puedo hacer por ti?

―Verás… Sabes que no quiero que entre mi padre en mis asuntos laborales. Conoces bien a don Santos y a los otros. Quizá sabrías si hay forma de que me trasladaran a un hotel en otro lugar de España.

―¿Qué? ―exclamó sonoramente y bajó la voz―. ¿Pretendes dejarnos? Eres el catalizador de esta oficina y lo sabes de sobra. Vas a hacer feliz a tu amigo y nos vas a dejar muy solos.

―Os podríais apañar bien sin mí. No me siento imprescindible aquí.

―Pues lo eres, ¿sabes? Otra cosa distinta es que me niegue a echarte una mano. Sé cómo entrarle a don Santos y a don Carlos para obtener datos. Ahora bien, no pienses que os van a admitir así como así…

―¿Hablas de los dos?

―¡Claro! ―dijo despreocupada ofreciéndome un cigarrillo―. Si hay alguna vacante en los nuevos hoteles, la primera en saberlo seré yo; te lo aseguro. Y, entre otros, hay puestos de administración y de cocina. Del examen de admisión sí que no os libra nadie. Supongo que Antonio tendrá una buena experiencia…

―Eso es lo más difícil, Carolina ―me quejé―. Es absolutamente impresionante en la cocina y no tiene currículum porque es muy joven… ¡Pregúntale a don Modesto, que lo tuvo en la suya dos horas! Quería colocarlo en el restaurante de Princesa y él se asustó.

―¿Cómo, cómo? ―inquirió―. ¿Qué es eso de que don Modesto lo quería llevar a Princesa? Allí no entra un cualquiera.

―¡Pues claro! Es lo único que puede demostrar. Quizá, una recomendación…

―¡Ni lo dudes! ―sentenció―. Si eso es así, dame sus datos y déjame a mí hacer. Hay hoteles nuevos en provincias mejores que este, ¿lo sabes?

―No sé cómo voy a agradecerte esto. A lo mejor, lo que pretendo hacer es una locura. No lo digo porque vaya a arrepentirme, sino que cambiar… me cuesta.

―¡Tú sabrás! Cuando lo has decidido así es porque es la solución. Sé de sobra que puedes con esto y podrás con lo que sea.

―Hay algo más… ―farfullé―. No es que le dé importancia, pero don Modesto dijo que iba a hablar con mi padre y, eso ya no me gusta tanto.

―¿Por qué? ―preguntó asombrada―. Tu padre no entra en tus asuntos. Si tuviera que entrar… Déjame moverlo y veremos qué se puede hacer. Lo peor que puede pasar es que no haya plazas hasta dentro de un tiempo. Hay hoteles y restaurantes cuya apertura está prevista para antes de la Semana Santa. No sé cuándo es «antes». Ya lo sabré.

Carolina volvió contenta a su puesto y yo salí de allí dando unos paseos para no encerrarme en casa temprano. Tenía que hablar con Toño nuevamente, una vez que había novedades. Según su reacción, sabría si eso era posible. Lo llamé cuando llegué a casa, sobre el mediodía:

―¿Imaginas por qué te llamo a esta hora?

―¡Ni idea! ―contestó intrigado―. Lo que sé es que me llamas desde tu casa. ¿Qué haces ahí?

―Es un poco largo de explicar y no viene al cuento. Lo importante es que hay novedades. ―Esperé un momento porque lo oí exclamar de alegría―. Creo que puedo encontrar trabajo para los dos… ¡Espera! No te adelantes. Lo que no sé todavía es ni dónde ni cuándo. No es imposible.

―¡Qué alegría, Berto! ―balbuceó―. No importa cuándo. Voy a hablar con mis padres para que se vayan haciendo a la idea otra vez. No les pareció mal que me fuera a trabajar a Madrid, pero sí que se extrañaron de que me volviera.

―Tú sabrás, Toño. No los conozco. Tampoco sé cuándo podría ser. Te digo lo mismo que la otra vez: no tienes por qué pedirles permiso para irte a trabajar, sino decirles que te vas. ¿No es así?

―¡Claro! ―contestó contento―. Les gustará que consiga algo. Al menos, así me lo dijeron.

A Toño ya le había cambiado el tono de voz que oí un día antes y, en esa llamada, volví a oír la chispa que siempre había tenido. Sonreí al colgar. No había dudas sobre su seguridad.

No almorcé en casa y volví pronto para descansar un poco más. Tendría que distraerme con mis juegos para mantener la cabeza ocupada en otras cosas.

Cuando encendí el PC, después de algún tiempo, comprobé que él había estado navegando para ver los horarios de trenes de aquel fatídico lunes. Ese dato ya no tenía importancia, sino que me aseguraba lo ocurrido. Las dudas volvían por momentos y, simplemente pensando en sus últimas palabras, sus gestos, su mirada y sus caricias, me olvidaba de ellas.

Pasó el mes de octubre sin que nos diéramos cuenta y, acercándonos ya a la fiesta de Todos los Santos, vi que tendría muchos días libres: desde la tarde del viernes a la del martes día uno.

Estaba ya en casa el jueves ―era de noche hacía bastante tiempo porque oscurecía a las seis― y me dispuse a jugar un rato antes de llamar a Toño para anunciarle que quizá podría ir a Plasencia esos días de fiesta. Me preparé para jugar y, no había empezado, cuando sonó el teléfono. Miré quién llamaba. Era él.

―¡Dime, Toño! ¿Pasa algo?

―Si te refieres a algo malo… ¡no!

―¿Entonces…? Pensaba llamarte a las ocho; como siempre.

―He comentado mis planes con mis padres hace un momento, ¿sabes? Mi padre es poco expresivo, pero mi madre no. Les ha gustado la idea y, cuando me han preguntado y les he contado que tú me buscarías ese trabajo…

―¡Eh, espera, espera! Esto es nuevo… ¿Les has hablado de mí?

―¡Sí!  ¿Por qué no? Les he dicho la verdad, nada más que la verdad, pero no toda la verdad, ¿comprendes?

―Claro que sí ―comenté expectante―. Si no les parezco un estorbo en tu vida…

―¿Qué dices? ―exclamó―. No sé qué se les pasa por la cabeza pero les gusta la idea. Ahora quieren conocerte.

―¿Conocerme? ―me tembló la voz―. ¿Es un requisito indispensable?

―¡Anda ya! No es requisito ni nada parecido. Les he hablado de ti y del hotel y eso… y me han dicho que, si vas a venir, les gustaría conocerte. ¡Nada más!

―Bueno ―le dije conforme―. Mientras no tenga que pasar un examen…

―¡Bah! ¡Nada de eso! Les he dicho que tal vez vengas para hablar de trabajo y me han dicho que estás invitado a quedarte en casa cuando quieras.

―¿Invitado? ―proferí asustado―. ¡No, no, déjame de esos compromisos!

―El Parador es muy caro, ¿no?; y no quiero que te vayas a cualquier hostal. Si te quedas aquí podremos estar todo el tiempo juntos.

―Eso es un compromiso ―enfaticé cada sílaba.

―¿No vas a creerme? ―gimió―. ¿Cómo voy a decirte que vengas a casa si no estoy seguro de que vas a estar muy bien?

―¡Me metes en unos líos!

No; no me ilusionaba nada verme dentro de la boca del lobo y explorado minuciosamente ―sobre todo por su padre―. Todo lo que me aclaró Toño sobre su casa era creíble y aceptable, desde luego, pero no me veía como invitado en la «residencia de los Fajardo». Ahora bien, si eso podía ser un paso más para nosotros, no estaba dispuesto a echarme atrás:

―¡Vale! ―claudiqué―. No hace falta que me des más detalles. Voy mañana por la tarde y no tengo reserva…

Me pareció que daba saltos de alegría, esperé unos instantes e hicimos planes. Podría estar allí al día siguiente; sobre las ocho. Apenas pude dormir aquella noche de pensar lo que podría pasar en su casa. Tenía que confiar en todo lo que me había contado porque no me pareció una fantasía, sino algo serio. Por supuesto, siempre estaba a tiempo de quitarme de en medio si veía algún tipo de encerrona.

Esa mañana del viernes en la oficina tuve bastante tiempo de hablar con Carolina. Me aseguró que ya se había enterado de algo pero, hasta que no lo supiera seguro, no pensaba decirme nada. Sí me dio una pista… Podríamos tener un puesto de trabajo en el sur. Un buen lugar, pensé. Siempre había percibido que las capitales de Andalucía eran alegres y mucho más tranquilas que Madrid. Por supuesto, ese dato casi sin importancia para ella, lo tenía para mí. Sabía que solo había hoteles en Sevilla, Jerez y Málaga… Tendría que ser una de esas tres ciudades. Decidí no comentarle nada a Toño.

Volví a casa con tiempo casi después del almuerzo y, ya preparado todo lo que iba a llevarme, llamé a Toño para decirle que salía de viaje. Iba a tener que conducir toda la tarde y, con seguridad, más de la mitad del trayecto lo haría de noche. Como no sabía dónde estaba su casa, me dijo que me esperaba en la Fuente de San Nicolás. Miré sonriente su pisapapeles. Solo de pensar a dónde iba, se me soltó el vientre…

El viaje se me hizo corto. Puse como acompañamiento algo de música electrónica ambiental ―a la que Toño era muy aficionado― y, la verdad es que descubrí que era muy relajante.

Cuando crucé el puente sobre el Jerte respiré profundamente. Tan solo unas calles más adelante estaría él esperándome. Un pensamiento fugaz y estresante me vino a la cabeza: ¿Por qué tenía que enfrentarme a una situación tan innecesaria como hablar con sus padres?

En cuanto entré en la plaza lo vi junto a la fuente mirando con atención hacia mi coche. ¡Estaba tan bello! Se había cortado aún más el pelo, bastante, y casi no tenía flequillo. Llevaba una ropa mucho más informal. Paré a un lado con cuidado y corrió hacia la puerta derecha para abrirla y sentarse a mi lado:

―¡Cari! ―exclamó entre susurros al cerrar―. ¡Qué alegría de verte otra vez aquí!

―¡Mi Toño! ―musité mirándolo fijamente―. ¿No vas a besarme?

―¡No, no! Aquí no. Da la vuelta ahí y sal por donde has venido. Mi casa no está lejos.

Ese encuentro tan frío, al que estábamos obligados, me puso algo nervioso. Ni siquiera me atreví a mover mi mano de la palanca de cambios para ponerla en su pierna. Recorrimos unas calles, conforme me iba indicando, con un cruce de miradas que lo decía todo. Me di cuenta de que no me importaba ninguna otra cosa si podía tenerlo siempre a mi lado.

En cierto momento, en una calle algo más ancha, me hizo señas y me indicó dónde debería pararme. Era la puerta de unas antiguas cocheras de una casa palaciega muy grande. Sacó un mando a distancia y la abrió:

―Entra. Estás en tu casa.

Me sentí mal cuando atravesamos el oscuro garaje hacia un arco que daba a un pasillo de piedra, como el de un castillo, muy bien iluminado y con decoración añeja exquisita, que acababa en unas escaleras cortas que subían al entresuelo. La verdad es que me sentí como en el Parador: ¡Su casa era un monumento!

Salieron a nuestro encuentro dos chicas con uniforme que me dieron la bienvenida, y una de ellas tomó mi bolsa de viaje. Pocos pasos más adelante, con una mirada y un gesto sensual, me indicó que lo siguiera. Atravesamos un amplio salón de estilo castellano, alfombras mullidas y lujosas, y techos artesonados. Entrando luego por una puerta entreabierta rematada en arco conopial ―como el de los castillos góticos―, pasamos adentro.

En una sala bastante más pequeña, encontré a su padre sentado en un sillón frente al televisor y a su madre haciendo punto ―supe que eran ellos al instante―. Toño entró muy contento:

―¡Mamá! ¡Papá! ―dijo―. Ya está aquí mi amigo.

Ambos me miraron sorprendidos y sonrientes y su padre, don Antonio, apagó el enorme panel de TV y se levantó a saludarme:

―¡Roberto! ―exclamó tendiéndome la mano―. Encantado de conocerle. Mi hijo me ha hablado muy bien de usted.

―Igualmente ―contesté con cortesía al estrecharle la mano―. Encantado.

―¡Pase! ―continuó cuando saludé a su madre que, según las costumbres, no se levantó ni me tendió la mano―. ¡Pase y siéntese, hombre! Pediré que nos traigan algún refresco… ¡Vendrá cansado!

―¡Papá! ―protestó Toño―. ¿Por qué le hablas de usted? Me suena raro.

―¡Calla y avisa a Sofi, niño! ―le indicó―. A las personas, cuando se las conoce, hay que guardarles un respeto ―espetó y se dirigió a mí señalándome un asiento:―. Siéntate cómodamente. Estás en tu casa. ¿Qué tal ese viaje?

Tuvimos una conversación larga y formal ―inane o un tanto versallesca, diría yo―, que me dio una idea de cómo eran. Por supuesto, fueron muy amables y corteses, cosa que chocaba mucho con el tratamiento que creí que tenían hacia su hijo. Evidentemente, no iban a ser bruscos con él estando yo presente. Toño permaneció callado y mirándome de vez en cuando con cierto entusiasmo hasta que se levantó su madre:

―No debemos entretener a Roberto, Toño ―se dirigió a su hijo cariñosamente―. Subid al dormitorio, que querrá asearse un poco y ponerse cómodo. Ya se ha preparado la habitación. Muéstrale dónde tiene el baño, las toallas… A las nueve y media se servirá la cena.

Nos despedimos con la misma cortesía y, mirando a Toño con cierto disgusto, comenzamos a subir unas amplias escaleras. Ya en el pasillo de arriba, no muy lejos, abrió una bonita puerta de madera y me hizo un gesto para que entrara:

―¡Nuestra habitación!

―¿La nuestra? ―proferí.

―¡No pensarás que vas a dormir solo en un cuarto de invitados! Aquí tienes la luz, esa es tu cama y allí está el baño… ―Me miró muy serio mientras cerraba la puerta―. Ahora ya estamos solos; tú y yo.

Me eché en sus brazos abrazándolo con fuerzas y aferrándome a sus espaldas casi sin sentido. Se separó un poco de mí, sonrió levemente y puso sus labios sobre los míos. No hubo un beso largo ni demasiado apasionado. Parecía preferir mirarme de cerca y, pensándolo bien, era lo que más me apetecía: contemplarlo.

Enseguida, tendiéndome la mano, me llevó a ver el baño, que era increíblemente lujoso. Recordé cuando había estado en mi humilde piso de Madrid. Yo no necesitaba mucho más. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza preguntarle cómo era su casa.

―No es mi casa, Roberto ―aclaró llevándome hasta un pequeño sofá―. Es la casa de mis padres. Yo prefiero vivir en un sitio como el tuyo; contigo, claro.

―Decías que mi piso es muy frío ―comenté cuando nos sentamos―. Tienes un dormitorio enorme. No es que aquí se esté mal, sino que es todo tan grande…

―¿Como yo? ―bromeó―. Ahora no vayas a temer que entre alguien por esa puerta. Si estás tú aquí, nadie va a entrar sin llamar.

―Eso significa…

―Significa que, estando en nuestro dormitorio, no hay que temer nada. Puede besar a su novio ―rio.

Caímos hacia atrás quedando cómodamente recostados y, acariciándonos la cabeza y los cabellos, intercambiamos unos besos cortos y deliciosos. Su otra mano se posó sobre mi pierna y apreté la mía en su cintura. Cuando la subió hasta mi miembro abultado, la dejó allí haciendo unas leves caricias:

―Esto no va a ser una aventura ―aseguró―. Vamos a compartir estos días como se nos antoje y, cuando ya sepas algo de trabajo y de dónde ir, empezará lo mejor. ¡Estoy deseando!

―Yo también. ―Acaricié superficialmente su cabeza de cabellos muy cortos―. El día que te tenga para siempre no me lo voy a creer.

―Ya me tienes.

Quiso bajarme la portañuela y meter la mano. La cogí con cuidado y le hablé en susurros:

―No creo que sea una buena idea, Toño. Mejor esperar a después de la cena. Hay mucho tiempo para nosotros, ¿no?

―¡Verdad! ―asintió y echó su cabeza en mi hombro―. Mientras estemos abajo será mejor ser prudentes. No me parece que vayan a sospechar nada, es que, con solo mirarte…

―Por eso ―concluí levantándome despacio―. Se acerca la hora de la cena y me gustaría cambiarme. Actuaremos como simples amigos; eso no es un problema. Por la noche, como dices que no corremos riesgo aquí, todo será distinto.

Me indicó dónde estaba todo. Habían puesto un juego de toallas para mí. Comencé a desnudarme en el baño mientras hablábamos.

―Si vas a quedarte ahí mirando ―comenté― me voy a sentir un poco raro.

―¿Quieres que me duche contigo?

―No lo sé. Si pensabas ducharte, mejor juntos; tardaremos menos tiempo, pero hay que dejar los deseos para luego, creo.

―Claro que sí ―dijo entusiasmado tirando de su ropa―. Vamos a ponernos guapos, como tú dices. Podemos dar un paseo tras la cena.

Cumplimos lo pactado. Aunque nos duchamos juntos y nos enjabonamos uno al otro, reprimimos nuestros deseos de tenernos. Poco después, abriendo un ropero enorme que casi se convertía en un vestidor, nos pusimos ropas algo más formales; a su estilo.

Bajamos las escaleras uno junto al otro, ceremoniosamente, y vimos a su madre, doña Julia, esperándonos con agrado:

―Pasad al gabinete, Toño ―nos dijo―. Se ha servido un vino de la casa y alguna cosa de aperitivo. Papá llegará enseguida.

Nos acompañó hasta otra estancia con una mesa pequeña y redonda a un lado, donde había algunos platos con cecina, chacinas y migas; y dos botellas. La mesilla estaba rodeada de pequeños sillones, como para mantener una tertulia. Nos sentamos en sendos asientos cercanos, muy cómodos, y Sofi ―una de las chicas―, me preguntó si bebía; antes de servirnos. Hice un gesto de aprobación.

Toño me hizo un ademán muy curioso. Entendí, sin dudas, que no debería empezar a tomar nada. Supuse que había que espera a su padre, y así fue.

El protocolo de la cena estaba perfectamente medido. Don Antonio era extremadamente riguroso. Tomamos una copa con algunas viandas exquisitas ―y unas migas deliciosas―  mientras preparaban la mesa. La conversación fue pasando al terreno de lo personal. El padre tenía terrenos y varias industrias de productos de la tierra ―bodegas de vino y fábricas de pimentón de la Vera, entre otras― y me vi obligado a comentarle quién era mi familia y a qué se dedicaba.

Era el momento de contar la verdad y nada más que la verdad, pero no toda. Le hablé de mis padres y de su participación en la cadena de hostelería, no muy grande pero sí muy selecta y… ya puestos, les dije que ellos vivían en el barrio de Salamanca y yo tenía mi propia vivienda en La Latina. Al conocer a Toño en Mazagón habíamos hecho una buena amistad y ese era el motivo de interesarme por él y su trabajo.

En cierto momento, frunció el ceño asombrado. Dijo que tal vez conocía a mi padre por estar bastante relacionado con el mundo de la hostelería. Poco tiempo después, llegada la hora, nos hicieron pasar a la mesa.

Me pareció una cena de pedida de mano, la verdad. Lo que se habló, sin embargo, le aclaró que yo era un joven serio y mi familia era un tanto acomodada; posiblemente, lo que quería saber. Se sintió satisfecho.

Tras sentarnos a una larga mesa muy bien montada, hasta dos camareras nos sirvieron, y otra, asomada al resquicio de una puerta, parecía dar la señal para que se sirviera el siguiente plato cuando todos acababan el último. En un estricto orden, Don Antonio la presidía en un extremo, con su esposa a la izquierda y conmigo a su derecha, como invitado, y Toño a mi lado, como anfitrión. Hizo sonar una campanilla para empezar.

Fue una cena deliciosa, bien preparada y servida, con platos no muy abundantes. Tomamos un entrante, un primer y un segundo plato y un postre de la tierra.

―¿Todo bien, Roberto? ―me preguntó don Antonio casi a los postres―. Este hijo mío se empeña en andar entre fogones, que no es lo mío ni lo que yo quisiera para él, pero su tío… ―Miró severo a su esposa―, le ha enseñado todo eso que le gusta. Si es oficio digno para una vida digna…

―¡Sin duda, don Antonio! ―comenté―. Es un excelente cocinero aunque sea joven y no tenga estudios superiores. Su tío… como usted dice, le ha transmitido muy buenos conocimientos y él, hace el resto. Muchos cocineros actuales se convierten en verdaderos artistas creativos y gente destacada o de mucha fama. Quizá algún día su hijo pueda tener su propio restaurante; no me cabe la menor duda.

―Si fuera así ―contestó mirando a Toño con recelo―, yo mismo le ayudaría a poner su negocio… Económicamente, quiero decir. De momento, lo mejor es que empiece desde abajo, ¿no crees?

―Hmm ―asentí sin hablar por tener la boca llena.

Acabada la cena, nadie se levantó hasta que lo hizo don Antonio; y todos le seguimos a la sala de la TV:

―Sería menester ―me dijo por el camino― que, si también tienes costumbre de salir por la noche, dieseis una vuelta por el centro. Desde luego, esta es una bella ciudad de las que hay que ver de día. Toño te llevará a dar unos paseos.

―Sin duda ―contesté parándome en la puerta a una señal de Toño―. Daremos unos paseos hasta no muy tarde.

―Él sabe la hora a la que tiene que estar aquí ―aclaró―. Haremos caso omiso de las normas por tener tan agradable huésped… ¡Será un placer!

Toño me miró extrañado. Poco después, cuando salimos a la calle, me aseguró que era la primera vez que su padre lo dejaba salir sin horario de vuelta:

―Debes haberle caído muy bien, Roberto ―me dijo―. No me ha dado las llaves, desde luego, pero sí me ha dado cien euros para que no tengas que pagar nada.

―¿Eso cómo va a ser? ―gruñí―. Guarda esos cien pavos para cuando te hagan falta; y guárdalos bien por si te registran. ¡En una caja de zapatos!

―¡No! Ya buscaré un sitio seguro. La muchacha me repasa la ropa y me limpia los calzados. No es buen lugar.

Hubo momentos de aquella noche, en aquellos paseos, en que estuve a punto de asaltarlo y besarlo. Deseé que llegara la hora de dormir… y llegó.

Al volver a la casa, antes de las doce, nos esperaba Carmelo, otro de los sirvientes, que comentó algo que no entendí hasta que habló Toño:

―Déjelo, Carmelo. Yo mismo prepararé el cola-cao . Puede cerrar y retirarse. Buenas noches.

Y después de bebernos una taza no muy grande de chocolate caliente en unas cocinas fantásticas, subimos las escaleras mirándonos con deseo. Su mano se aferró a mi cuello en cuanto cerró la puerta del dormitorio. Había llegado la hora que tanto habíamos esperado los dos.

Después de encender las lamparillas de la cama, apagó la luz de la habitación y, con movimientos insinuantes, señaló la que sería la mía:

―Ponte cómodo y nos echamos en esa, cari. Si la deshacemos demasiado, podemos dormir en la mía.

―Dormiremos donde tú digas ―contesté ya desnudándome―. Lo primero es lo primero, grandullón. Voy a hacerte todo lo feliz que no te he hecho en este tiempo. A ver ese cuerpo deseado.

―Enséñame el tuyo. Sácatela. ―ironizó―. Cuando te dé el primer chupetón vas a desear que pare.

―Eso no te lo crees ni tú. Si dormimos poco esta noche, ya lo recuperaremos otro día.

Observé sus movimientos cuando se bajaba los pantalones y me dejaba ir viendo sus piernas y sus calzoncillos. Se los sacó quedando descalzo sobre la alfombra con sus calcetines y tirando de la camiseta para quitársela por encima de la cabeza, mostrando así su cuerpo apetecible.

En ningún momento dejó de observarme y tuvo que comprobar que ya estaba empalmado;  desde que entramos en la habitación. Casi me daba vergüenza de verme el bulto que tenía.

Señaló la cama para que me echara en ella por mi lado y se sentó por el suyo. Al estar juntos, rozándonos, movió sus dedos directamente a mi ombligo, los dejó caer por mi vientre y entraron en mis calzoncillos tocándomela con suavidad.

―Échate ―susurró―. Voy a quitártelos yo. Quiero chupártela como siempre.

Me dejé caer en la almohada sin perder de vista sus ojos de mirada libidinosa y, antes de que me diera cuenta, la sacó y agachó su cabeza para dejar que su lengua se perdiera entre mis piernas. Comenzó a chupar con tiento, como para abrir boca, y no pude evitar aspirar profundamente agarrándome a su cabeza de corto pelo con una mano.

―¡Qué bien lo haces! ―exclamé con la vista perdida en el artesonado y sujetando su cabeza―. Si sigues así, vamos a tener que hacer un descanso…

No contestó; siguió así. Y mis entrañas comenzaron a entrar en ebullición. Puse la otra mano también en su cabeza, apreciando el calor de su cuero cabelludo y dejándome llevar por sus movimientos suaves:

―¡Sigue! ―musité―. Tú sigue ahora, y ya verás lo que te espera. Con esa boca hablándome, besándome y mamando así, ¿cómo no voy a volver? ¡Sigue, cari, sigue! No aguanto porque eres perfecto. Tendré que recuperarme para darte lo que me pides. ¡Sigue, por Dios! Me vas a volver del revés como a un calcetín…

No me dio tiempo a decir más nada. Con un lamento tras otro, me fui encogiendo e incorporándome un poco más en cada latigazo que solté en su boca. Dos últimos temblores, me dejaron jadeando mientras retiró un poco su cabeza entre mis manos con la boca llena y me guiñó un ojo.

Tiró de un antiguo urinal de porcelana que había bajo la cama y dejó caer, poco a poco, todo lo que yo había soltado. Mirándome luego con picardía, lamió lo que quedaba en las comisuras de sus labios, lo paladeó y lo tragó:

―¡Qué rico estás! ―dijo como incrédulo―. Esto es el alimento de mi vida. Supongo que comprendes por qué no quiero perderte.

―¡Claro! A mí me das la vida con estos chupetones, gamberro. Ahora quiero dártela yo a ti. Aquí no queda la cosa.

―Acepto ―musitó echándose a mi lado―. Todo tuyo; y que sea por siempre.

Bajando sus calzoncillos, y perdiéndome por cada rincón de su cuerpo, quise comprender por qué me gustaba tanto… No tanto, sino sin límites. Sabía de sobra que ningún otro cuerpo ante mis ojos me iba a despertar como el suyo y ninguna voz, como la suya, me iba a hacer sentir tan despierto. Algo parecido le estaba pasando a él conmigo; y eso ya no tenía remedio.

Quise darle la bienvenida a mi lado besando sus huevos velludos y todo lo que los rodeaba. Hasta que, emulándolo en cierta forma, se la chupé sin prisas y sin aspavientos. Su cuerpo comenzó a retorcerse; sus piernas se encogieron para apretar con sus muslos mi cabeza; sus pies, enfundados en los calcetines, golpearon repetidamente mis brazos; sus manos se posaron sobre mis cabellos sudorosos para mesarlos. El placer apareció:

―Eres mi dios ―dijo entrecortadamente―. No vas a obligarme a perderte de vista. Chúpala toda; hasta el fondo. No pienso dejársela ver a nadie si no eres tú. ¡Sigue, sigue así! Creo que me viene una ración extra para ti. ¡Ah, ah!

Sabía que me iba a regalar su «medio litro» de leche caliente y, si era el momento oportuno, quizá un poco más.

―¡Ya me viene, cari! ―susurró entre jadeos saltando en la cama―. ¡Ya voy! ¡Toma! Soy todo tuyo. ¡Tuyo! ¡Cómeme todo!

Debió quedarse vacío por dentro. Tuve que dejar escapar gran parte de su leche como en ebullición; y cuando se relajó sobre las sábanas respirando agitadamente, levanté la vista para deleitarme con la suya, vi el urinal allí al lado y dejé salir despacio un chorro denso de su semen, que fue cayendo hasta mezclarse con el mío. Dejé una pequeña parte en mi boca, lo miré, saboreé y tragué:

―Si llego a acordarme de esto, no me tomo el cola-cao de antes. Prefiero este biberón.

―¿Va a quedarse todo en esto? ―preguntó mientras me colocaba a su lado―. Me ha sabido a poco.

―Es poco, sí ―le dije pegando mi boca a la suya―. Todo está reservado para ti.

―Pues ya sabes que, en cuanto te recuperes, quiero otra ración; como si fuera un vampiro. Todo lo mío también está reservado para ti.

―Tengo una fantasía de risa ―ironicé―. Me siento como follando con un ser divino en su castillo encantado. Si me hubieran dicho que me iba a pasar esto, no me lo hubiera creído.

―¿Y esa es tu fantasía? Ya tienes a tu ser «divino» en su castillo. Solo falta esperar un poco y follar. ¡Es real!

―¡No, no me refiero a eso! ―dije entre risas entrecortadas―. A estas alturas del año, solo falta que estuviera la noche de tormenta y tú, apoyado ahí en las piedras de la ventana, viendo llover, me ibas a tener dentro entre relámpagos y truenos.

―¡Me gusta! ―coqueteó―. Llover, no llueve, pero la ventana sí está ahí; y me gustaría mirar afuera y a oscuras como dices… ¿Cuándo, cuándo?

―Espera a que se llene el depósito, cariño. ¡Ya verás! Estoy seguro de que el tuyo ya se ha repuesto.

Nuestra conversación, durante algunos minutos, se fue por otros derroteros. Me habló de castillos, de casas embrujadas, de misterios en la noche, de la noche de difuntos… hasta recordar unos versos que declamó en voz baja mientras me acariciaba:

«¡Ah! Mármoles que mis manos

pulieron con tanto afán,

mañana os contemplarán

los absortos sevillanos;

y al mirar de este panteón

las gigantes proporciones,

tendrán las generaciones

la nuestra en veneración.»

―Pero… ―balbuceé descolocado―, ¿qué versos son esos?

―Este año hacen el Don Juan Tenorio de Zorrilla en el teatro Alkazar , aquí al lado. Me sé algunos versos…

―¡Ya! Pero por qué hablas ahora de mármoles, de sevillanos, de que vendrán…

―¡He recordado estos versos! ―exclamó levantándose algo para mirarme de cerca―. Seguro que ni siquiera has leído la obra.

―Algo he leído, sí. No la recuerdo tan bien.

―Me gusta Sevilla ―dijo helándome los huesos―. Ojalá pudiéramos ir allí algún día, de vacaciones, ¿no?

No quise seguir esa conversación. Oí en aquellos versos algo premonitorio. La alusión a Sevilla no me pareció una coincidencia.

Y la noche, dentro de un tremendo silencio, siguió su curso. No voy a detallarlo todo aquí y ahora. Aquellos días, en «la residencia de los Fajardo», salió de nosotros el verdadero amor. Los dos comprendimos que aunque no hubiera sexo no íbamos a poder vivir el uno sin el otro. Así me lo dijo y así se lo aseguré.