En la playa nudista con la hermana de mi mujer

Javier, casado con Ana, menor que él, ve interrumpida sus paradisiacas vacaciones en Mallorca con la llegada de la hermana pequeña de Ana, la caprichosa Carolina, que lo trastocará todo

Cuando me casé con Ana, ella estaba recién licenciada. Fue el típico (y tópico) caso de enamoramiento profesor-alumna (y viceversa). A pesar de la diferencia de edad (le llevo 7 años), su familia me aceptó casi de inmediato. El hecho de ser una persona prudente y razonable y no un crápula, bala perdida o asaltacunas tuvo bastante que ver, como el refuerzo de ver que Ana y yo hayamos tenido siempre una estupenda relación: además de querernos, nos respetamos y compenetramos a la perfección.

Ana encontró pronto trabajo tras dejar la universidad (no en vano era la mejor de su promoción) y eso facilitó que nos mudáramos de barrio. A Ana le costó alejarse de sus padres, pero era a quien más le convenía porque le pillaba mucho mejor desde el nuevo barrio. Además, no dejó de llamarles a diario y de realizarles visitas casi todos los fines de semana. Y yo encantado, ya he dicho que mi relación con ellos es fabulosa.

Si tuviera que poner algún pero a lo nuestro diría que su negativa a tener hijos me frustra más de lo que querría. Ella es muy joven y con una carrera profesional por delante y eso se impone a mis deseos. Además, no es que se diga que soy muy maduro porque soy dado a dejarme arrastrar por imaginaciones y me engancho a cualquier saga por la tele o en las páginas de un libro. De todos modos, si se lo propuse es porque sentía que habíamos llegado a un punto de estabilidad suficiente como para planteárnoslo.

Pero bueno, dejando ese aspecto al margen (que además no tuvo nada que ver con lo que voy a relatar), todo iba sobre ruedas. Y más cuando este verano nos fuimos a Mallorca con los padres de Ana, que consiguieron un chollo espectacular para el mes de agosto. Ellos fueron quienes se encargaron de reservar un chalet en una privilegiada situación de la isla y al pagarlo encima a partes iguales casi ni nos enteramos de lo económico a cambio de tener a apenas cien metros de la playa y con todo tipo de lujos (jacuzzi, piscina, vistas espectaculares…), por lo que sobre todo los 15 primeros días fueron paradisiacos.

Hasta que llegó Carolina.

Carolina es la hermana pequeña de Ana y podría decirse que es su opuesta: si Ana mide escaso metro sesenta, Carolina sobrepasa el metro 70; si Ana es rubia, Carolina es castaña; si Ana es pálida, Carolina morena; si Ana es calmada, pacífica y obediente, Carolina es nerviosa, rebelde y belicosa; si Ana no da motivos de queja o preocupación a sus padres acatando y siguiendo sus directrices, Carolina pasa de ellos y parece que disfruta rechazando sus consejos…

Así, Carolina, al 2º año de iniciar la carrera, se fue de Erasmus a Alemania y había empalmado con su estancia vacacional en Dublín. Lo que iba a ser un semestre fuera, fueron al final dos. Y, para colmo, luego se largó de viaje de curso con sus compañeros al Caribe. Todo, absolutamente todo, pagado por sus padres, ya que con la excusa de sacar buenas notas podía hacer lo que le diera en gana, a pesar de que no era una hija fácil ni agradecida, ni mucho menos: desagradable en sus contestaciones, pasota, desordenada, incumplidora de las tareas del hogar, hermética con respecto a su intimidad… Claro que no se le pueden echar a ella las culpas cuando sus padres todo se lo permiten y todo se lo excusan. Lejos de castigarla en algunos desplantes desmesurados, creían contener ese temperamento otorgándole todo cuanto ella pedía: que si tarjeta de crédito, que si ilimitado saldo en el móvil, que si internet las 24 horas en su cuarto…

Desde que conozco a Ana, Carolina no sólo para mí ha sido su antítesis, sino que casi para mí era una extraterrestre en forma de adolescente perpetua buscando llamar la atención con sus modas viscerales (la última que recuerdo es vestir con ropa dos tallas más grandes a la suya, oscura, con cadenas a modo de cinturón, piercing partiéndole el labio…; lo que ella llamaba apariencia “gótica”) y buscando pasar desapercibida en casa (encerrada en su cuarto, largándose a la biblioteca para estudiar, negándose a comer con la familia en el comedor…).

No voy a negar que ese casi año y medio que apenas había sido vista por nosotros para mí no fuera un alivio, y eso que, paradójicamente, si bien a mí me pone de los nervios su carácter, ella en cambio siente una gran afinidad conmigo porque coincidimos en algunos gustos musicales y cinéfilos. Y porque yo no la trato con la complacencia de un niño pequeño, sino como alguien adulto.

El caso es que hasta nos extrañó que anunciara su llegada a Mallorca porque pensábamos que ella iría a su bola en Madrid. Su padre acudió al aeropuerto para recogerla y cuando llegó adoptó su mejor cara: simpática, afectuosa, sociable… Una pose que duró 5 minutos, el tiempo que tardó en enterarse de que había wifi por la casa. Nada más irse, sus padres se empeñaban en resaltar lo cambiada que estaba. No rebatí sus esperanzas, pero en lo único que les di la razón fue en el cambio operado en su físico: se fue con su acné e inseguridades físicas y había vuelto más mujer, más desarrollada, más segura de su cuerpo, más rotunda. Intuí el factor sexo como principal motivo del cambio (ya se sabe la fama del Erasmus: pasaporte al sexo ilimitado).

Volvimos, pues, a las rutinas con Carolina: choques constantes, todos pendientes de sus arbitrarias decisiones, cambios de planes constantes para adaptarnos a ella… Era como si se nos obligara a llevar corsé sin cabida a la protesta. Por suerte, convencí a Ana, que se puso de mi parte por suerte, para que esa dinámica sumisa no nos arrastrara. Y, de hecho, puede que incluso gracias a eso, Carolina, al 5º día de su llegada, comunicó que quería broncearse y pisó la playa por fin de día y con nosotros.

No pude evitar fijarme en hasta qué punto su cuerpo había cambiado: sus largas piernas estaban torneadas, lucía un culito respingón y llenito, su tripa estaba lisa, su pecho parecía un par de peras bien duritas… Si lograba su objetivo y cambiaba su pálido por el moreno, atraería un montón de miradas de admiración. Porque, al igual que Ana (y sus padres), de cara era una preciosidad: largas pestañas, nariz fina, labios bien marcados, rostro ovalado, largo flequillo tapando (excesivamente) su frente, melenita espesa y castaña con tirabuzones en sus puntas (no en vano el tiempo que le dedicaba a su pelo era exasperante)… Se me fueron los ojos en más de una ocasión hacia ella.


Dos días después de su primer contacto con la arena de la playa, Ana y sus padres se decidieron a visitar las islas en una especie de mini crucero que duraba un día. Mi pavor por los barcos me hizo librarme de lo que para mí sería una tortura y Carolina se echó para atrás en el último momento. Como el barco zarpaba muy pronto, después de despedirlos en el muelle, volví a casa y aún Carolina no se había despertado. Lógico, porque sus hábitos indicaban que como mínimo hasta las dos no se levantaba (lógico porque se quedaba hasta las tantas chateando). Me pareció una ocasión propicia para dedicarme un poco de tiempo para mí mismo. He de decir que Ana no quería hacerlo estando sus padres en la misma casa, con lo cual estaba a dos velas desde hacía demasiado tiempo. Quería desnudarme y dedicar un poco de atención a mi aburrido amigo.

A pesar de echar en falta material propicio para mi paja, pronto la necesidad y las fotos tiradas el primer día de playa a Carolina me fueron suficientes. De cara al espejo, de pie, mi mano derecha fue dejándose llevar por la palpitación de mi trozo de carne caliente y rígida que me iba pidiendo más y más velocidad. De hecho, hasta que no estuve masturbándome con mayor frecuencia no se me ocurrió recurrir a las fotos a la hermana de mi esposa, algo que me sorprendió bastante incluso a mí mismo.

En algún momento debí de abandonarme tanto que mis ojos se cerraron y mis gemidos arreciaron. Para mí Carolina no existía salvo en mis calenturientas fantasías por más que estuviera en el cuarto de al lado, hasta que un ruido en la puerta me sacó de ese viaje delicioso. Tardé en girarme de lo extasiado que estaba y cuando vi la puerta entreabierta, supe que Carolina había estado espiándome, puesto que yo había cerrado la puerta cuidadosamente. Esa convicción me fue suficiente para que una explosión de semen viscoso y denso saliera a borbotones impactando incluso en el espejo.

Aún con la calentura metida en mis huesos, salí al baño desnudo a por papel higiénico, arriesgándome a encontrarme con Carolina. Una parte de mí lo deseaba, pero otra se alivió al pasar por delante de la puerta cerrada de su habitación. A la vuelta, ya con el rollo en mi poder, me pareció oír algún gemido, pero no me atreví a abrir su puerta. Limpié el desaguisado, me puse el bañador, desayuné, bajé a la playa un par de horas y comí a mi aire. No vi a Carolina hasta después, a eso de las cuatro, cuando salió de su leonera preguntando por sus padres. Ya ni se acordaba de que salían en barco.

–¿Y cuándo llegarán?

Si no la conociera, pensé, parecería que le importa. Contesté que llegarían por la noche (eso me había dicho Ana, con quien había hablado a mediodía). Ella asintió y noté que me miró con más intensidad de la habitual (porque no suele sostener la mirada más de dos segundos). Si dijera que su mirada traslucía algún interés inusual mentiría porque la tenía de lado.

Pero Carolina consigue siempre sorprenderte. Poco después, me pidió que la llevara en coche a las calas.

–¿A las calas?

–Sí, quiero ir a una playa nudista.

Tragué saliva como pude, inquieto e incómodo.

–¿A una playa nudista?

–Sí, qué pasa, quiero probarlo…

–Si tus padres se enteran de que te he llevado a una playa nudista, me matan…

–No se van a enterar, ni mi hermana tampoco, te lo aseguro…

Su mirada era tan firme y resuelta que no había vuelta de hoja. La conocía lo suficiente como para saber que iría a una playa nudista, con o sin mi ayuda. Intenté por tanto maquillar la situación:

–Bueno, te llevo porque si no lo hago vas a ir de todas formas y así estaré más tranquilo de que no estés sola… ¿Cuándo salimos?

–En cinco minutos estoy lista, sólo me falta peinarme. Ve arrancando el coche.

Me dije que Carolina rara vez se había mostrado tan resuelta, al menos conmigo. Me extrañaba mucho esa salida porque podría ser caprichosa, pero sobre todo es muy tímida. En eso trataba de pensar para quitarme ideas raras de la cabeza como que cabía la posibilidad de ver a la hermana de mi mujer completamente desnuda.

Carolina apareció con un pantaloncito blanco corto y una camiseta que no le tapaba ni el ombligo. El pelo le caía por la espalda como un anuncio de acondicionador. Estaba preciosa. Ágilmente, ocupó el asiento del copiloto. Para no ir en silencio durante todo el trayecto, le pregunté:

–¿Quieres mirar a ver qué se cuece en este tipo de playas?

–Y tomar el sol –me dijo sin dejar de mirar al frente, oculta tras sus aparatosas y redondas gafas de sol.

–Pero si los pocos días que has venido a la playa te daba vergüenza quedarte en bikini…

–No me daba vergüenza, listo. Y además, esto es diferente, me parece más natural. Y soltó un discurso sobre el naturismo de aúpa.

Me asaltó una duda:

–¿Has hecho nudismo antes?

–No, nunca… ¿Y tú?

–¿Yo? Ni me lo había planteado…

–Ya verás cómo te gusta… –traté de no buscarle dobles intenciones a su afirmación, tras la cual noté que había fijado su vista en mí, aunque yo no aparté la mía de enfrente, de la carretera. Para romper la tensión que esa mirada me estaba causando, repuse:

–Que tú te quedes en pelota picada no quiere decir que yo lo haga, ¿eh?

–¿Aunque seas el único con ropa?

–Bueno, ya veremos si alguien no me acompaña… –le reté sin darme cuenta al tiempo que anuncié que el resto del trayecto habría que hacerlo a pie.

–Jo –protestó, volviendo a aparecer la adolescente caprichosa.

Ahí ya no hablamos porque teníamos que fijarnos bien dónde metíamos los pies entre tanta roca, mientras se nos ofrecían paisajes deslumbrantes y cristalinos. Poco a poco empezamos a frecuentar tramos con hombres y mujeres desnudos.

–¿Aquí? –le preguntaba, con nerviosismo creciente, pero ella negaba siempre, de modo que a la 4ª cala me dije que al final no se atrevería. Suspiré de alivio, aunque un resto de decepción volvió a asombrarme. De hecho, lo que le pregunté a continuación lo pronuncié un poco a la defensiva, con amargura:

–¿Nos volvemos a casa?

Ella me contestó con una repentina exclamación:

–¡Aquí, aquí sí me gusta!

Era una playa más pequeña y cobijada por una alta hilera de rocas. Apenas una pareja mayor se tostaba boca arriba en la arena, mientras un par de mujeres rubias (supongo que alemanas) de mediana edad estaban en el agua; en el extremo más alejado a nosotros, un par de gays conversaban sentados. Carolina dispuso su esterilla cerca de las rocas, en una zona más alejada del resto. Luego, encima, la toalla. Yo dejé la bolsa de playa, sin saber qué hacer.

Carolina se quitó la camiseta y a continuación el pantaloncito. A pesar del poco tiempo yendo a la playa, su piel se había bronceado ligeramente. Me fijé en sus firmes piernas, su estilizada figura, sin creerme aún que se atreviera a seguir. Yo me quité la camiseta, pero dispuesto a dejar ahí mi despelote. Mi bañador, que me llegaba casi a las rodillas, resultaba incongruente allí, pero no me importaba. Además, Carolina había frenado sus movimientos, mirándolo todo.

–Nadie nos hace caso, es genial.

–Claro, nadie nos va a obligar a quitarnos la ropa –le contesté, creyendo que estaba transmitiéndome una inquietud suya.

–¿No te vas a quitar eso? –dijo señalando mi bañador.

–¿Tú sí?

Y su respuesta fue llevarse las manos a la espalda, mirándome fijamente, como hasta entonces nunca había hecho, para desprenderse del cierre del sujetador, que cayó a su tripa, deslizándose del pecho izquierdo. A poco abro la boca del pasmo al ver sus pequeños y redondos pezones oscuros, unos botones elevados sin aureolas. Tragué saliva, pero el show no había terminado: se giró y bajó su braguita en movimientos cortos y pausados. Sus nalgas blancas iban mostrándose en todo su esplendor. Cuando llegaron a las rodillas, recuperé la noción de mí mismo y me obligué a desviar la vista porque no le quitaba ojo a la hermana de mi esposa. El esfuerzo fue supremo cuando se sentó. Mis ojos querían viajar a su entrepierna, pero mi mente me lo impedía.

–¡Qué bien sienta estar así! Ahora te toca a ti, Javi.

–Quita, quita –y me senté.

–Venga, va, que no te miro tu cosita –dijo juguetonamente, y de nuevo no reconocí esa actitud en ella.

–Ja.

La idea me tentaba, pero el pudor no era la única razón para no desnudarme: su streaptease me había puesto cachondo.

–¿Qué crees, que no se te nota la erección? –me leyó el pensamiento–. No voy a pensar nada raro, tranquilo. Yo también estoy excitada por la excitación, por eso tengo los pezones tan duros.

Mis ojos se clavaron, involuntariamente, en ellos. No sabía qué contestar, así que ella se me adelantó:

–Además, ya te he visto esta mañana…

–Está muy mal que te dediques a espiar, Carolina… –dije tratando de pretender algo parecido a la autoridad.

–Y que te masturbes a espaldas de mi hermana, ¿qué? Venga, que no le diré nada, no te preocupes.

–Te creo, te creo…

–Venga, quítate eso, que estás ridículo.

–Que no…

–Túmbate boca abajo, idiota, hasta que se te pase.

Me parecía de niño pequeño estar negándome y además, sus últimas frases estaban desprovistas de interés sexual alguno por mí, así que mi conciencia me permitió rendirme.

–Venga, va, pero no mires…

Y, sin contestarme, se volvió. Entonces miré hacia todas partes en la playa y vi que nadie nos prestaba atención, así que me bajé el bañador. Mi polla saltó como un resorte, cargada de líquidos preseminales. La tenía dura como una barra de metal, tanto que casi me dolía. Me tumbé boca bajo de inmediato, clavándola en la toalla de Carolina.

–Tienes un buen culito, cuñado.

Decidí seguirle el rollo:

–Y tú también, Carolina, te has desarrollado muy bien estos últimos meses.

Se rio y se olvidó de mí al tumbarse boca arriba. Sentirla cerca, aunque no mirara en ningún momento, impedía que mi erección bajase. Mi mente viajaba de tal modo que me hacía ponerme de pie para admirar ese bellezón completamente desnudo a mi lado.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que Carolina me sacó de mis calenturientas visiones:

–Cuñado, échame crema por la espalda, anda.

Justo en ese momento se giró. Quise protestar, pero no pude. Agarré el bote de crema solar y me incorporé. Vi que había dejado una buena mancha, además de que un hilo pegajoso unía la toalla con mi glande, brillante, al rojo vivo. Me recompuse un poco el mástil tratando de pasar desapercibido y exprimí el tubo sobre la enrojecida espalda de Carolina. No dejé de mirarle el culo en ningún momento. Mis movimientos eran lentos y dubitativos. Quería disfrutar de la tersura de aquella piel prohibida el máximo tiempo posible.

Me salió una voz ronca cuando le pregunté si quería que extendiese la crema por las piernas. Ella dijo que sí y me moví más atrás. Empecé por las pantorrillas, para ir subiendo paulatinamente por los muslos. Mi excitación poco a poco me impidió pensar con claridad. Bajaba por los lados y no me detenía cuando llegaba al límite de sus nalgas. De hecho, volví a soltar un poco de crema justo en su culo, y me permití el lujo de extenderla ahí. Carolina no sólo no se quejó, sino que emitió un gemido complacido. Me habría corrido ahí mismo de no haber tenido un poco de autocontrol.

Me costó parar, pero lo hice, volviendo a mi posición.

–Qué tonta, no te he echado yo a ti crema, y te puedes quemar –dijo incorporándose y llevando sus ojos claramente a mi polla, aunque sin hacer ningún comentario al respecto–. Quieres, ¿no?

–Gracias –, le contesté, al tiempo de tumbarme de nuevo boca abajo.

Sentí una corriente de electricidad cuando noté las suaves manos de Carolina sobre mi piel. Se me puso hasta la piel de gallina. Ella fue más al grano que yo. Pasó de los hombros a las costillas, luego más abajo, para acabar extendiéndome crema por el culo. Me salió un gemido.

–Javi, date la vuelta, que te extienda crema por delante –dijo con voz urgente, casi ronca.

–No…

–Tengo que volver a verte la polla, cuñado.

Ahí no pude negarme. Ella resopló y se mordió el labio inferior al ver cómo estaba de cachondo.

–Joder, qué rabo tienes. Qué suerte tiene Ana.

Y de repente, sin yo esperarlo, se abalanzó hacia ella y se tragó de golpe mi glande empapado.

–¡Carolina! ¡Hay gente!

Ella se incorporó para decir que le daba igual.

Aunque me fijé en que estábamos llamando (lógicamente) la atención, me dio igual. Tener a Carolina arrodillada chupándome la verga era algo indescriptible. De hecho, no iba a tardar en correrme y la avisé:

–Me voy a correr, Carol…

Ella no se apartó, sino que apretó sus labios aún más y entrechocó su lengua con mi frenillo. El espasmo que sentí me dobló por la mitad. Creo que hasta grité. Los siguientes chorros también me provocaron unas fuertes sacudidas. Y mientras, la hermana pequeña de mi mujer, seguía inmersa en su faena, sin desperdiciar una gota.

Cuando terminé de correrme, se inclinó hacia delante. Le vi por primera vez su coño, totalmente rasurado, brillando su vagina de la excitación. A continuación, se lanzó a mi boca, besándomela con pasión. Sentir mi semen no me importaba viniendo de los labios de los que venían. Estaba tan cachondo que no me importaba estar dándole el espectáculo a unos completos desconocidos, que no nos quitaban ojo.

De hecho, le metí un dedo y se lo introduje en su rajita. Estaba completamente empapada.

–Cómo te deseo, Javi.

No me costó arrancarle un sonoro orgasmo. Para entonces, mi polla se me había vuelto a poner dura.

–Fóllame. Fóllame aquí mismo.

–Carol, nos están mirando todos. Mira que si nos denuncian.

–O me follas ahora o no me follarás nunca.

No tenía que decírmelo dos veces. La besé con pasión y ella me devolvió el beso redoblando la intensidad de su lengua. El beso era tan cachondo que de por sí podría provocar que me corriera de nuevo. Fue ella quien tomó la iniciativa. Se puso sobre mí y llevó mi polla a su entrada. Estábamos ciegos de placer y ni nos importaba hacerlo a pelo, sin protección alguna. Poco a poco, iba entrando dentro de ella. ¡Dios, qué delicia de coño prieto!

–Agghh… Joder, llevo años deseando que me la metas y ni en mis mejores sueños pensaba que tenías un rabo así, hijoputa.

Me encantaba provocar esos insultos en Carolina. Cuando terminó de insertársela, inició la cabalgada. Yo me volvía loco chupando, besando, apretando y mordiendo sus pechitos. Alternaba, además, amasándole ese culo duro y delicioso:

–Sabes que te voy a follar más veces, ¿verdad?

–Joder, sí, fóllame siempre que quieras, fóllame aunque esté Ana delante.

Aunque debería haberme dolido ese comentario, no hizo sino arreciar mi frenesí. Cambié de postura y me puse encima de ella. Quería follarla frenéticamente y eso empecé a hacer. Carolina se retorcía de placer y de lujuria. Me anunció que se estaba corriendo al sentir la fricción de mi mástil en su clítoris y yo no tardé en acompañarla. Los dos gritamos al unísono en el polvo más morboso y excitante de nuestras vidas.

El sol se había puesto casi por completo y apenas quedaba la pareja de ancianos, que nos felicitaron cuando se fueron. Me hubiera vuelto a follar a Carolina, pero entonces sonó el móvil. Ana ya estaba de vuelta y me preguntaba dónde estaba.

–En la playa aún, con tu hermana. Ahora volvemos para recogeros.


Me gustaría poder decir que ahí se terminó nuestra relación prohibida, pero la carne es débil y Carolina es una guarra de campeonato…