En la piscina
Mi mujer es el objeto de deseo de la comunidad de vecinos cuando usa la piscina compartida
Mi mujer y yo vivimos, solos, en una pequeña urbanización de las afueras de una gran ciudad. La componen cuatro casas, de dos pisos cada una, que comparten, en el centro de la urbanización, un espacio común con una piscina. Las casas están dispuestas en cruz, dos a dos. Hay un pequeño pasillo para que accedan los empleados, pero la entrada se hace normalmente desde el jardín de cada una de las casas, que tiene su propia puerta.
El reglamento de la urbanización es sencillo. Por las mañanas, la piscina es de uso común. De lunes a jueves, por las tardes, la piscina está asignada a cada una de las casas, que puede decidir o no utilizarla, y es libre de hacer lo que quiera, desde jugar al waterpolo a merendar. Nadie se va a meter en el uso, siempre que las instalaciones sigan perfectas. De viernes a domingo, las cuatro casas comparten el uso. Normalmente, son los más jóvenes los que la utilizan en ese periodo. Los adultos la usan en su turno de semana, para evitar follones. Los que de verdad son deportistas pasan por ella todas las mañanas.
Yo no era muy aficionado a la piscina. Mi mujer sí, la usaba todas las mañanas para hacer varios largos, que hacían que siguiera teniendo un cuerpazo a pesar de su edad. Verla enfundada en su bañador apretado de competición, con sus preciosas tetas aplastadas allí dentro, pero imposibles de disimular, me resultaba muy excitante. Tanto, que a veces acabábamos follando después de su baño, sobre todo cuando yo tenía tiempo para subir a contemplarla desde el piso de arriba. Seguir su culo perfecto mientras ella se deslizaba por el agua era un espectáculo impagable. Mi polla se levantaba al instante y seguía dura, los huevos cargados de leche, cuando ella llegaba.
Al cabo de un tiempo, descubrí que no era el único espectador. Alguien parecía haber percibido los horarios de natación de mi mujer, ya que podía ver perfectamente en la casa de nuestra izquierda una persiana que se levantaba exactamente a esa hora. Primero me enfurecí. Luego cambié de actitud, que se pudran de envidia al contemplar el cuerpo de mi diosa. Cuando vi que se levantaban dos persianas, una nueva en la casa de enfrente, me excité. Mis erecciones eran más potentes y los polvos cuando mi mujer volvía de la piscina cada vez más salvajes.
Llegaron los meses de verdadero calor y la piscina empezó a estar ocupada, también por las mañanas. El hijo de nuestros vecinos de la derecha (la casa que faltaba para completar el elenco) empezó a coincidir con mi mujer. Hace cuatro años, no le habría dado la menor importancia, un crío flaco y desgarbado. Ahora era un guapito musculado que compartía la piscina con ella. Y veía todas las mañanas sus pezones endurecidos, su cuerpo apretado, probablemente la forma de su coño bajo el bañador. Imagino que ella veía perfectamente el bulto de su polla. Yo, con la ayuda de los prismáticos, podía distinguirlo a las mil maravillas. Allí había un rabo de caballo, de los que no pasan desapercibidos para una mujer llena de deseo como la mía.
- Cómo ha crecido Pablito, ¿verdad? - le comenté a mi mujer, desayunando un sábado
- Si lo que quieres decir es que está hecho un pedazo de tío, tienes toda la razón
- Joder, ha empezado a nadar a la misma hora que tú
- ¿Estás celoso? - preguntó mirándome a los ojos, abriendo un poco la bata de seda con la que se vestía los fines de semana, para que yo pudiera apreciar sus tetas preciosas, libres de sujetados, grandes, con aquellas areolas que me ponían como un cerdo
- No - respondí tragando saliva
- ¿Seguro?
- Me pone cachondo saber que nadas junto a ese semental y que luego volverás a follar conmigo - confesé
- Eres lo peor… Cuéntame más… Porque seguro que hay más…
- ¿Qué quieres que te cuente, realidades o fantasías?
- Hmmm - tomó un sorbo de café, sin molestarse en cerrar la bata, que ahora no tapaba de ninguna manera sus tetas - Realidades, ¿qué tengo que saber?
- Te espían desde dos casas, la mayoría de las mañanas
- Nunca he conseguido verlos, pero me he fijado en las persianas. ¿Te molesta?
- Me excita pensar que se masturban mirándote
- Maridito, eres un pervertido
- ¿Te molesta a ti, preciosa?
Se levantó y vino hacia mí. Su cuerpo, cuidado por la piscina, era un espectáculo. Sus tetas redondas se bamboleaban delante de mi. Me hizo levantarme y me bajó el pantalón del pijama. Mi polla saltó como un resorte.
- Si a ti no te molesta, entonces también me excita a mí
Y empezó a devorar mi polla como una profesional. Es la reina de las mamadas. Sabe cómo comerme de la manera en la que más gozo y le encanta hacerlo. A cambio, solo tengo que tumbarla en la mesa de la cocina, separar sus piernas y comerme el pastel que más me gusta: su coño jugoso. El polvo de ese momento fue particularmente intenso. Descubrir que me gustaba que miraran a mi mujer había sido perturbador, pero ahora se abría un mundo de fantasías por delante. Sobre todo, porque sabía que mi mujer iba a cooperar conmigo.
Normalmente, nunca usábamos la piscina por las tardes. Ese miércoles, nuestro día, empezamos a ir. Ella cambió el bañador de competición por un bikini rosa brillante. Tomamos el sol, nos bañamos… Todo transcurría con normalidad, ventanas cubiertas por cortinas que hacían invisibles a quienes estaban detrás. Si nosotros no les veíamos, podíamos fingir que no nos veían.
Con naturalidad, mi mujer se tumbó boca abajo, se desabrochó el bikini y me pidió que esparciera la crema solar. Con la misma naturalidad, un rato después, se dio la vuelta, dejó caer el bikini y me pidió que repitiera la operación.
Dejé caer un buen chorro de crema en mis manos, parecía semen de una buena corrida. Ella bajó las gafas de sol y me sonrió. Posé mis manos en su barriga. Dio un saltito, porque la crema estaba fría, pero cuando mis manos llegaron a sus tetas, el frío había pasado.
Me vuelven loco las tetas de mi mujer. A ella le parecen grandes, a mí me parecen perfectas. Una talla 90 C a la que ha llegado con la edad, antes eran más pequeñas, un poco caídas para su gusto, deliciosamente naturales para el mío. Y allí estaba yo, manoseándolas con la excusa más natural del mundo. Sobándolas como un adolescente. Notando cómo ella se iba mojando. Mi empalme era ya patente. No era el pollón de Pablito, pero estaba realmente tieso.
Pablito también lo estaba. Desde la ventana de la habitación de sus padres, estaba contemplando el espectáculo. Tenía el pantalón de chándal a media pierna, junto con sus apretados Calvin Klein. No quería que nada estorbara su paja, lenta, reposada, soñando con poner sus manos donde estaban las mías. Su polla no bajaba de veinte centímetros empalmada y era el furor del primer curso de la Universidad. Aquella polla que no paraba de horadar coños jóvenes soñaba con el de mi mujer. Se corrió despacio, manchando sus manos de leche caliente y joven, vaciando en su fantasía sus huevos en la cara de mi mujer, arrodillada delante de él mendigando su semen.
Durante varias semanas, repetimos el juego, exhibiéndonos cada vez más. Un día tomamos el sol completamente desnudos. Finalmente, un día llevé mi cámara y le estuve haciendo varias fotos a mi mujer. Poco a poco, se iba desnudando para mí, ante el silencio de las ventanas. Ni un movimiento de cortina, ni un movimiento de persiana traicionaba a la audiencia. Pero, sentada contra la pared de su habitación, bajo la ventana, la boca de Silvia recibía la polla dura de su marido, que entraba y salía rítmicamente mientras contemplaba la escena tras la ventana hasta correrse en la boca de ella. La corrida fue tan descomunal que Silvia no pudo contener tanta leche y se le salió de la boca. El orgasmo de él coincidió con el final de la paja que se estaba haciendo mientras su marido la usaba. Hacía mucho tiempo que no se corrían a la vez.
Un sábado, fuimos por la tarde a la piscina, a la hora de uso común. No hicimos nada que llamara la atención. El cuerpo de mi mujer, sin embargo, llamaba la atención por sí solo, enfundada en el bikini negro que se había puesto. Cuando llegamos, solo estaba Silvia, bañándose con su hijo pequeño. La saludamos, nos tendimos en las tumbonas, esforzándonos por ser anodinos. Ella, rubita, treinta años, tetas pequeñas pero respingonas, no paraba de mirar para nosotros con disimulo. Probablemente recordaba la leche sabrosa de su marido llenándole la boca.
Al poco tiempo, llegó Pablito. Pablazo habría que llamarle, menudo Adonis. Y menuda manera de marcar polla. Se había puesto un bañador de competición que, básicamente, era una funda para su enorme rabo. Nos saludó muy afable y estuvimos un rato hablando con él. Nosotros en la tumbona, él de pie con su paquete un poco por encima de la línea de nuestra mirada. Creo que le había gustado que se la comiéramos allí mismo.
Los últimos en llegar fueron Ramón y María, los vecinos de la casa de la izquierda, la primera persiana que había visto levantada. Venían con ellos sus dos hijos adolescentes. Pronto, la piscina estuvo más que ocupada. Mi mujer hizo un amago de meterse en la piscina y pude ver todos los ojos pendientes de ella. Pendientes de su cuerpazo, pendientes de sus tetas. Mi polla levantó la tienda de campaña en un instante. No fui el único.
Mi mujer se agachó para hacerle una monería al niño de Silvia y este se agarró inocente a su bikini. Tiró de él y, por unos instantes, toda la piscina pudo gozar de la visión, tan próxima, de sus tetas. Silvia enrojeció como un tomate, riñendo al niño. Mi mujer se rió y le dijo que no era nada, que cómo iba a saber él que traía tan mal atados los tirantes. Se recolocó el bikini, se zambulló en la piscina y nadó dos largos, uno de ida y uno de vuelta, sintiéndose como una diosa entre las miradas.
Volvimos a casa después del baño y follamos como leones en nuestra habitación, con la persiana subida y la cortina corrida. Tal y como estaba la luz, no sabíamos si nos podían ver. Y no nos importaba, llevaban semanas mirándonos. Mi mujer se apoyó incluso en la ventana y empezó a contarme que nos estaban viendo, que se estaban masturbando, que habían empezado a follar entre ellos, transformando nuestra piscina de comunidad en una auténtica orgía… Me saqué la polla, la apoyé en su culo y sin necesidad de tocarme, empecé a correrme en su espalda, eyaculando como un cerdo.
El miércoles siguiente había luna llena. Decidimos jugar fuerte. Yo me quedaría en casa, vigilando lo que pasaba, completamente a oscuras. Mi mujer se bañaría desnuda a la luz de la luna. ¿Estaría atento nuestro público? Para asegurarnos, encendimos la luz de la habitación y ella salió, desnuda, a la terraza. Estuvo allí un buen rato, quien quisiera darse por enterado, había tenido su oportunidad.
Apagó la luz y bajó a la piscina, dejándome a mí en el cuerpo de guardia. Vi cómo las luces del piso de arriba en casa de Pablazo y de Silvia se apagaban. En casa de Ramón y Marta, la luz de la cocina, en el piso de abajo, seguía brillando con un tono parecido al de la luna. La luna, que teñía de plata a mi mujer mientras cruzaba el jardín, abriendo la puertecilla y pasando a la piscina. Caminó lentamente alrededor, se exhibía para mí, se exhibía para ellos.
Con mis prismáticos, podía ver perfectamente el vello púbico, que yo mismo había arreglado esa tarde para que pareciera la más sensual de las modelos. La luz de la luna hacía sus pechos preciosos, con la oscuridad de sus areolas bien marcada. Mi polla iba marcando el ritmo de mi pulso y mi mano lo seguía.
Sin hacer ruido, bajó a la piscina. Desde casa de Silvia, el espectáculo tenía que ser extraordinario, aquel culo soberbio mientras descendía los escalones lentamente. Al menos, así lo valoró el marido de Silvia, que la tenía aplastada contra la ventana del dormitorio mientras la penetraba con fuerza desde detrás. El frío del cristal hacía que los pezones de Silvia, enormes en comparación con sus tetitas, estuvieran duros como canicas. Su coño estaba inundado y lo único que evitaba que no gritara como una poseída ante aquella follada salvaje de su marido era el miedo a despertar a su hijo, que dormía plácidamente. Quizá recordaba aquellas tetas que había revelado a toda la urbanización.
Mi mujer se deslizó de espaldas por la piscina. Si yo podía ver sus tetas desde casa con la ayuda de mis prismáticos, cualquiera podía estar viéndolas desde su propia casa. Pablazo estaba usando el telescopio de su padre para no perderse detalle. Sus padres habían salido a cenar y él aprovechaba la posición ventajosa de la habitación para gozar de la vista de mi mujer. Esta vez, fantaseaba con que era un agente de policía y usaba su superioridad para que ella le entregara su sexo en comisaría. La aplastaba contra la mesa y la penetraba con dureza, recibiendo gemidos de gozo como recompensa.
Nadó un rato y cuando sintió que el espectáculo ya había durado bastante, salió de la piscina, como una auténtica Venus. Las gotas de agua, bajo la luz de la luna, parecían perlas. Era la más lasciva de las sirenas. Mi propia paja estaba en su mejor momento, notaba mis pelotas a punto de reventar, queriendo vaciar su leche. Pero estaba guardada para su regreso.
La vi mirar a un lado, sorprendida por un ruido. Solté mi polla, cogí con firmeza los prismáticos y dirigí mi mirada hacia el mismo lugar. Allí estaban Manuel y Miguel, los hijos adolescentes de Ramón y Marta. Delgados, fibrosos, sin el cuerpo de Pablazo. Pero equipados los dos con un buen aparato, que se habían estado meneando mientras espiaban a mi mujer. Ellos eran los primeros que habían transgredido la norma, todavía era miércoles. Pero sus pollas habían olvidado eso y los dos hermanos se habían deslizado desde su jardín hasta la parte oscura de nuestra zona común. Amparados por la tiniebla, con la pasmosa naturalidad de los hermanos que ya se han follado juntos a una de sus primas mayores, se bajaron el pantalón de deporte y estuvieron meneándosela hasta que mi mujer los descubrió y los hizo salir a la luz de la luna.
Mi erección en aquel momento era casi dolorosa de la excitación. ¡Los dos críos! Sumados, sus años no llegaban a los de mi mujer. Si sumábamos el calibre de sus pollas, la cifra se aproximaba más. Eso fue lo que pensó ella en aquel momento, por lo que me contó.
- Qué pollas preciosas tenéis, mironcetes
- Gracias - dijo Manu, el pequeño, cortadísimo
- ¿Le gustan? - dijo Miguel, más sobrado
- Mucho
- ¿Quiere probarlas? - preguntó Miguel, envalentonado
- Me parece que has visto mucho porno de MILFs, Miguelito
- No le defraudarán
- Correos para mí, ahora, y no le diré nada a vuestros padres. Hacedlo. ¡Quiero vuestra leche! Quiero ver cómo mancháis el suelo a lefazos… Vamos, correos
Conozco el poder de mi mujer cuando dice esas palabras. Es imposible resistirse. Se corrieron ellos, como fuentes poderosas, salpicando el césped como les habían ordenado.
Se corrió Silvia al recibir la descarga del semen de su marido, que inundó su coño como una manguera a presión. Se corrió Pablazo, manchando la pared de la habitación de sus padres por lo intenso del orgasmo. Me corrí yo, contra el cristal de la puerta de la terraza, salpicando de pesadas gotas lo que habría deseado que fuera la cara de mi mujer.
En su habitación, en la casa de la izquierda, Marta dormía plácidamente, agotada tras un largo día de trabajo. Junto a la ventana, Ramón se corrió en silencio, contemplando cómo sus hijos ofrecían su semen a la diosa de la luna, envidioso de su suerte...