En la piel y más hondo 2
Ambos comprenden por instinto que su complicidad esta prohibida, es de cristal y quebradiza y deben defenderla con disimulo. Tratando de poner nombre a lo que pensaban que era nuevo.
Cada minuto de la noche pasaba se les antojaba ahora como un estado onírico de embriaguez. Era como si un velo, un telón nebuloso compuesto por sentimientos, amor y erotismo, cubrían las horas pasadas. Era asombroso, irritante, evidente.
En aquellos momentos, los días que habían vivido les parecían incompletos, malogrados por la torpeza: muy incompleto aquel encuentro, con su pasado, con lo que, brevemente, se había creado entre ellos. ¿Qué, en realidad? Las palabras para nombrarlo acudían pretenciosas, modestas y molestas: cariño, deseo, atracción, celos… Gozar del sexo, amistad…
La movediza perennidad de aquellas visiones expresaba mucho mejor lo que, indefiniblemente, les había acercado. Voces que ni entendemos nos advierten de lo que no entendemos y nos matan.
Se dedicaron cada uno a lo suyo. Al principio, se consideraban relativamente felices: vale decir contestos. Una felicidad falseada. ¿Cada cual obtuvo el beneficio que buscaba? ¿Acabaron agradeciendo los servicios prestados: nada más? Es la diferencia entre la necesidad y el gusto, entre el peligro y el deleite.
En la distancia que les separaba aun viviendo en la misma ciudad, cuando se evocaban con mucha intensidad, tanto, que aun sentían su primer orgasmo. Se encontraban tan plenos después del reclamo de sus cuerpos que les daba apuro dormir. Que les daba apuro desperdiciar un tiempo tan hermoso, con el presagio de que quizás no pueda durar mucho… O el apuro de que no se vulva a repetir… Que gafe y que asqueroso soy.
Porque en aquellos días donde no se produjo ningún encuentro casual entre ellos, en la rutina de las excursiones de sus días, cada uno consciente sin saberlo el otro, expresaban un sentimiento o cualquier interioridad, que se empequeñecía con exteriorizarlos. Cuya hazaña y único fin, al haber llegado ahí, era guardárselo para sí mismos.
En sus vidas aun pesaban las tres palabras pronunciadas por Andrés. Y su sonrisa. Creían que podían inspirar entre ellos emociones más fuertes, más decididas, más individualizadas que las que en realidad inspiran. Ninguno llegaba a sospechar que despertaba en el otro, que sentimientos comunes, nebulosos, inconcretos y nada arrebatados ni impetuosos: ni en contra ni a favor. Les bastaba con creer o convencerse a sí mismos de que era incomprensible que hubiera algo más de lo que hubo. Único consuelo que les quedaba era recrearse en ello. Disfrutaban con esa diversión ilusionada y peligrosa de adivinar, de vez en cuando, de imaginarse lo que buscan y lo que quieren; del juego de calcular sus reacciones. Porque tienen conciencia de su debilidad.
En eso consistía su afirmación: en ser solo un reflejo, que errada mas jodida y que imbéciles.
Los días presentes transcurrieron entre claro-oscuros.
Había intentado dormir, apenas unas horas, desde que se había marchado Nicolás. Le costó conciliar el sueño. El torbellino de sentimientos que luchaban por prevalecer en su pecho le obligaba a revolverse en la cama con una sonrisa pertinaz que le hacía estirar la comisura de los labios. Debía de ser delito sentirse así de feliz.
La sensación de bienestar era tan intensa que no sabía qué hacer consigo mismo. Se tumbo de lado con la mejilla derecha apoyada en las manos. En el otro lado de la cama había estado tumbado Nicolás.
Sin embargo, si acabo renunciando en apariencia a esa actitud, fue sobre todo para ahorrarse la insistencia de unas preguntas a las que no quería responder. En ese momento no tenían sentido, era una invasión directa a su futuro: las distancias, las leyes oblicuas y perversas del cariño.
Al fin el sueño le venció, regocijándose en recibir esa sonrisa que le brillaba, que le gritaba capaz de latir por siempre con la precisión de las mareas mientras él viviera, por unas horas, para alimentarla con la desconsolada maquina de su menoría y de su culpa. Antes de dormirse del todo, aseguro que no iría a primera hora al instituto, se sentía cansado, se encontraba tan… todo.
De regreso a casa, Nicolás apena era consciente de lo que le pasaba: aturdido y sacudido. –Palabra elogiable en ese momento-. Contra todo pronóstico, aun no daba cerdito a lo que le había pasado desde la calamidad de esconderse en el armario, a lo que le había conducido esa tarde.
A esa primera hora de la noche aun no se daba cuenta de lo que era; hecho andar, no sabía muy bien hacia donde, más deprisa que de costumbre, no para alejarse de lo sucedido pues él mismo era la prueba de la realidad. Diciéndose a sí mismo sin mover los labios, o eso pensó, que quizás la vida… -Miro alrededor con minuciosidad.-… Que el mundo habría sido un lugar mejor con él, que el mundo tenía que ser un lugar mejor con él, que el mundo iba a ser un lugar mejor con él, que el mundo era un lugar mejor con él.
Porque esa noche, a su manera, los dos eran más juiciosos de lo que pretendían demostrar.
Todo le parecía estupendo, todo le parecía ahora más fácil de sobrellevar. No porque los problemas hubiesen desaparecido, sino porque por primera vez tenía el convencimiento de que su mundo no estaba desmoronándose, de que podía enfrentarse e cualquier dificultad que se le presentarse por el camino.
Y pensar que en un solo día, veinticuatro simples horas, pueden marca tal diferencia. Ayer, a la misma hora, se despertaba en el pecho encogido. Despertaba a una soledad que no se veía capaz de ignorar. Ahora en cambio, casi podía sentir físicamente las caricias de Andrés en su piel. Físicamente no era, en realidad, la palabra más precisa, o más bien era de palabra demasiado limitada.
Ya en casa, con una cena ligera, en una actitud retraída y ensimismada, apenas presto atención a la programación de la tele. Tras acostarse se juro a si mismo que no lo haría; que no volvería a verle, no quería recordarle así, tal y como era cuando lo amaba más que a nadie, cuando sentía que no era nada más que la mejor parte de sí mismo, pero no lograba cerrar los ojos a tiempo, mientras pensaba al escuchar el remoto, candoroso eco de su propia voz lejana e infantil, con palabras fervientes y entregadas
En el recuerdo, Andrés se acercaba a él, andando despacito, y se paraba a su lado. Entonces su risa completa, riendo las cejas, riendo los ojos, riendo los labios. Cuando volvía a mirarle, y le sonreía otra vez, y le esperaba apoyado en el marco de la puerta del cuarto de baño, o dentro de la ducha con la puerta de la mampara entreabierta.
Entre sabanas Nicolás intentaba desesperadamente manipular esa imagen, superponer otro ceño fruncido sobre la limpieza tersa de la frente, otros ojos turbios sobre la blancura que circunda aquella mirada color avellana, otra boca fina sobre la frescura de los labios entreabiertos, piezas sueltas pero complementarias que deberían ir encajando a la perfección en cada rasgo del rostro de Andrés, porque le pertenecía con más intensidad, con más razón, que la candida viveza de esa sonrisa que tanto le atormentaba y que sin embargo nunca conseguiría borrar del todo.
A partir de esa noche los dos tratarían de aparentar una serenidad que no sentían; un estado convencionalmente de delicada apariencia para captar la menos suspicacia posible entre los demás.
Ninguno de los dos podía comportarse como si se sintieran culpables, acechándoles, no podían permitírselo porque les correspondía disfrutar la intensidad de lo vivido, el triunfo de lo irrefutable, no de una satisfacción sino de un deseo. Ya que en el regreso de los días y en sus encuentros sucesivos, cada uno adoptara la actitud más inteligente a su alcance, consintiendo en aprender a vivir con ello.
Los dos lo tenían claro, el secreto estaba en saber utilizar la fuerza en su propio beneficio. Haciéndose creer que es el suyo, por descontado. En la profunda y absoluta ignorancia de todo, la manera preferida para hacerse visible, del amor. El olvido de lo que creímos saber. Y a ellos, les esperaba, la inauguración de un mundo frágil que desearíamos eterno…
Así había empezado todo, apurando la crueldad de los termómetros, su implacable designio de anticipar el verano. A Nicolás los primeros calores lo aplatanaba mucho y una apatía se apoderaba de cada musculo de su cuerpo, cada pensamiento se ralentizaba estrujándolo con el esfuerzo.
A Nicolás, apenas si le había cambiado la vida desde el encuentro con Andrés, se sentía cómodo en ella. Y lo mejor que llevaba era la aceptación de los primeros días. ¡Eso sí! Se sentía más extraño que nunca, percibía su recelo, ya que en le medida de lo posible intentaba no alimentar su memoria. Intentaba encarecidamente concentrarse en alguna tarea, obtener de cualquier ocupación donde llenar su tiempo el antídoto para alejar de su mente el escarceo sexual, pero sobre todo la persona de Andrés.
Cumplió fielmente con esa norma forzándose y esforzándose hasta perderse en tareas del colegio: deberes, trabajos, estudios. Divirtiéndose con sus amigos incluido Matías, ya que su cercanía no le influía negativamente recordándole a…
Lo consiguió y se acostumbro. Otro factor que jugo a su ventaja fue que durante esos días el punto de encuentro para todo había sido su casa. Gracias a esa distancia cómoda y reparadora le sirvió de un momentáneo bálsamo para su espíritu.
Creyó que ya había pasado lo peor de las dudas, del tiempo del…, de la pasividad envenenada, de los violentos bandazos de la indecisión, de darle vueltas a la cabeza una y otra vez en pensamientos sujetos por alfileres sin llegar a nada. De estrujarse el corazón. Ahora tenía planes, la indiferencia de sus propios sentimientos, un propósito al que aferrarse con el grado de esperanza o de desesperación, que pudiera ser preciso en cada momento para poder olvidar. No lo que sucedió, sino, a la persona con la que sucedió.
Pero la realidad, que es perezosa y se resiste a mudarse de casa lo iba acechando en cada esquina llego a dirigir con éxito sus propios sentimientos, en cada uno de esos momentos críticos, intensos, irreversibles, había sido consciente de todos sus movimientos, había meditado sus pasos, sus razones, las ventajas y los riesgos de sus apuestas. Tenía mucho que perder, lo que mas temía era el daño que le podían hacer y ocasionar.
A veces su orgullo escondido, apaciguado, apelando a la rutina, le subía por la garganta, le quemaba el paladar y le gritaba en su propia lengua que lo que tenia no era suficiente, que recordara, que se esforzara, que siguiera adelante. Pero no se fiaba del fruto de esos arrebatos desiguales, de esa impotencia activa, de la ambición de poseerlo cuantas veces quisiera, de tener algo más que un simple polvo rápido, torpe, incompleto. Atolondrarse cuando sonara el móvil sabiendo que era él. La certeza de un tiempo compartido con Andrés, la vida vivida y a la vez le muerte suprema. Quería enamorarse hasta la trancas del chico que más le gustaba, pero como joven cabal que era, esos caballos desbocados los tenia bien amarrados por sus riendas. Quería a ese ser perturbador, diferente del mundo en que vivía. Magia. Ilusión.
No fue capaz de sostener por mucho tiempo el vigor artillero de sus sueños heroicos. La realidad era fea, muy fea, y la vida, mas mísera aun.
Se sentía confuso y sin duda un tanto desgraciado. Así mismo, indignado consigo mismo por su ambigua actitud, su cobardía, su ineptitud para cortar por lo sano y devolverse su libertad y su dignidad de aquel chico que lo convertía en rehén de su indecisión; por no afrontar principalmente y sin engaños de una vez por todas que había sido simplemente una atracción física, la complacencia de dos cuerpos, un acto espontaneo para desahogarse. ¿No estaría mintiéndose, poniéndose a prueba sin que hubiera nada que demostrar ni que superar? ¿No sería esto también autoflagelación? ¿Cómo cortar sin decapitarse, sin perder la cabeza?
Nicolás no está equivocado; lo que sentía por Andrés era muy fuerte. Cada vez que intentaba justificarse, su corazón, se sublevaba, le reprochaba que pretendiera amputarlo. ¿Qué hacer? ¿Qué podía ser ese amor erigido sobre el sacrilegio, sin nobleza ni bendición?
Se dice que el olvido y la esperanza son las muletas sobre las que caminamos.
Al levantarse al día siguiente, Andrés, se sentía desbordado de poder, rebosaba una energía peligrosa. Tras aquel episodio los pensamientos de Andrés se centraron durante un tiempo en Nicolás. En parte se debía a que Nicolás no le era indiferente a él, y en parte a que estaba más vivo que los otros…, y era además distinto a todos.
Para Andrés, el amigo de si hermano, era un mundo inexplorado en todos y cada uno de los conceptos y sentimientos. Y eso en parte le excitaba y le atraía, pero a la vez le causaba un efecto contrario. Era un binomio. Evocaba su realidad, imaginaba los cambios que produciría en el rostro de Nicolás a una velocidad vertiginosa, el brillo ardiente de sus ojos, aquella mirada que le traspasaba. Y sus manos…, las manos separadas del joven. Estaban vivas, las veía como dos seres vivos, independientes, pequeñas, duras de dedos planos… Manos fuertes, dotadas de una viveza cegadora y satánica.
Se fundió en sentimientos más oscuros, más complejos, una nostalgia indefinible, profundísima y grave, de un tiempo que todavía no había dejado de pasar. En la suma de todos esos días, había pasado casi una semana, su estado de amino se había convertido en una montaña rusa, un miedo activo le revolvía de vez en cuando el estomago. Pero lo que peor llevaba entre esos días era el dominio de su conciencia: dominio de los incorpóreo, lo imposible. De lo indeciso y lo secreto.
Se sentía extraño ante esta circunstancia, consciente de sus recelos sin saber cómo combatirlos, y su monologo se volvía cada vez más confuso. Andrés no había tenido nunca pareja, se había acostado con pocos chicos, o mejor dicho, sus relaciones podían enmascararse en masturbaciones mutuas. Pero ninguno de ellos le había gustado de verdad, ninguno como él, encima era imposible.
La intensidad de las horas compartidas que aun no habían terminado del todo le escocía en la piel, en los ojos y ablandaban cada uno de sus músculos, cada gota de su sangre, cada magullado pliegue de su menoría.
Sin saber cómo, la fascinación por Nicolás siguió aumentando. Se sentía contrariado, exasperado. Ignorante de lo que sentía y pensaba Nicolás. Esperaba que no se lo tomara como un idilio; un encaprichamientos, como algo casual y esporádico, como un calentón de una tarde. El simple hecho que lo denominase y lo clasificara de esa manera le remordía la conciencia. Como algo pasajero, sin pensar en el mañana, sin pensar en nada. Necesitaba convencerse, temer algún tipo de conciencia de que no tuviera este tipo de opinión. Que contrariedad, que complacencia.
Actuaba guiado por el instinto. Anhelando volver acariciar su cuerpo. Esos gestos lo electrificaban, le hacía que se sintiera poderoso por un instante; pero al recordarlos luego se quedaba anonadado.
Su rostro despertó en Andrés recuerdos deliciosos, ideas que había desterrado a la fuerza. Un dolor dulce le encogió el corazón; el mismo dolor, la misma felicidad que la había causado recordar los labios de Nicolás sobre los suyos. ¿Cómo podía un beso y una mirada afectarlo de un modo tan extraño? Comprendió que había un misterio insondable, una fuerza desatada en su interior.
¿Qué era lo que le estaba mutando? ¿Por qué, de vez en cuando, se reprochaba ser alguien sensato? ¿Debía lo correcto primar sobre la sinceridad? ¿Para qué sirve el amor sino para usurpar sortilegios y sacrificios, para rebelarse contra lo prohibido, para obedecer a la propia fijación, a su propia desmesura…? No daba pie con bola.
Un silencio sideral se sustraía a los rumores de su cabeza, estaba como suspenso en una infinita nada, con el cuerpo de Nicolás como única referencia. Estaba trampeando, traicionando. Hacía demasiado tiempo que le gustaba, ahora, después de haberse acostado juntos lanzaba señales de auxilio. Entendió que no podría soportarlo, no podía verlo deambular por la casa acompañado a su hermano, juntos estudiando puerta por puerta, juntos en amistad, juntos…
Porque cada vez que se encontraran, cada vez que se cruzaran, que estuviera solo esperando a su hermano. ¿De qué manera actuar? Cuando se diera cuenta que lo suyo era imposible; tan incomparable a la descabellada idea de meterse o esconderse dentro de su armario; le arrebataría un trozo de su ser; se desmoronaría, como en cualquier momento podría hacerlo el frágil revoque del yeso que oculta la palabra revelada.
El deseo era un abismo terrible que se abría a sus pies y le invitaba a dar un salto y perderse en las profundidades.
¿Qué cosas se pregunta? Los interrogantes siguen ahí, una duda solo es sustituida por otra. Pero la vida continúa y lo envuelve. Se imagina que se dirige hacia algo desconocido que le va a aportar nuevas e inquietantes fuerzas para crecer.
A veces su recuerdo dominante era el miedo. Ni siquiera se atrevía a exponer algo que es verdad a personas que no le conocen en absoluto.
Sus días fueron adquiriendo una estabilidad modesta y progresiva, un hábito de serenidad, casi un ritual que por fin se extendió también a su ánimo. Poco a poco se recupero de la perturbación emocional de aquella velada. No intentaba averiguar el motivo de esa reacción. Aun así, la causa palpitaba justo debajo de su mente consciente.
Todos, incluido su hermano, Nicolás, sus amigos eran ajenos a esos pensamientos, había un vacio entre él y los demás. No comprendía que lo que sentía era la llamarada de la naturaleza a la puerta cerrada de la inocencia
Caía la oscuridad y empezaba a arrastrarse las horas con su carga de recuerdos, temores, arrepentimientos y fantasmas.
Nicolás sabia que tarde o temprano tendría que enfrentarse a ello, coger al toro por los cuernos, dejarse de tonterías y saber el lugar que ocupaba. No podía esconderse definitivamente, por muy que le pesara, y la situación le fuera incomoda. Seguía siendo el mejor amigo de Matías, de lo sucedido no podía borrar nada, se había dado cuenta que la vida continuaba sin alterar un ápice las vidas de los demás. Tenía una certeza absoluta, que Matías no sospechaba, no estaba al tanto que él, su mejor amigo, y su hermano, se habían acostado juntos. Por eso su única obligación en estos momentos era no levantar ninguna sospecha, pues había llegado a la conclusión de que aquel revolcón tenía el mismo futuro que la duración de un orgasmo.
Rehuir, no podía, en el momento que cruzara la puerta de la casa de Matías le vendría toda la historia entera, a la cabeza. Lo mismo que un mazazo. Se explico lo inexplicable: un día u otro el manotazo le estaría esperando, le aguardaba detrás de la puerta.
El día llego, los fantasmas de otros tiempos se agitaron furiosos al verle entrar. Se fueron pronto, afortunadamente, y con ellos se llevaron los recuerdos desvencijados y amargos que prefería no encarar.
Todos tenemos adentro una insospechada reserva de fortaleza que emerge cuando la vida nos pone a prueba.
Desde aquel acontecimiento no había existido ningún tipo de encuentro entre ellos: de tanteos y desatinos y falsos rudimentos del goce. Porque al abrir Matías la puerta de su casa cediéndole el paso hacia el recibidor de la entrada, Nicolás, se detuvo unos segundos alzando la vista hacia lo alto de la escalera donde se encontraba la habitación de Andrés que lo absorbía como un imán.
Parado en el primer peldaño de la escalera se esforzó por sobreponerse a la maraña de sensaciones que le asaltaban, notando la tensión en todos sus músculos. A medida que subía cada peldaño iba ingresando en un nivel de existencia donde nada importaba, salvo la infusión de goce que fermentaba en si cuerpo. Oleaje de caricias etéreas.
Al entrar los dos amigos la poca luz que quedaba en la habitación, les envolvió el presentimiento del anochecer y la lluvia.
De inmediato los dos se pusieron a estudiar; bueno: uno a estudiar, el otro, los ojos puestos en la página del libro pero su mente…
En la habitación de enfrente Andrés estaba hablando por el móvil apoyado en el marco de la ventana sin figurarse que Nicolás se encontraba en su casa. Por la ventana se oía el jardín oscuro, la ondulación del viento, sonaba un bisbiseo de teclados, y era la lluvia. Se acerco al cristal sin dejar de hablar por el móvil, delgado límite entre los radiadores y el mundo, entre la habitación concreta y el exterior oscuro, interminable.
Al colgar el móvil, se aproximan desde la habitación de enfrente retazos de una conversación cuyas voces conoce. Risas y palabras sueltas, intercambiadas. Le pellizco la boca del estomago, podía poner rostro a las voces, lo que no podía prever era si estaba preparado para enfrentarse a su procedencia. La mano quieta sobre el picaporte de la puerta de su habitación sin atreverse abrirla desgranaba unos recuerdos que volvían a él con una inaudita precisión, su tierna e inesperada voz le aletargaba. Tenía la sensación de que una espesa crecida le estaba arrastrando a cámara lenta. Se le seco la garganta. Se arriesgo a salir convencido de no encontrase con Nicolás, pero a la vez pretendía hacer notar su presencia lanzando una señal para que el otro lo captase.
Sabía que a partir de ahora, y mientras, Nicolás estuviera bajo el mismo techo no podría estudiar. Así que bajo a la cocina a por agua. Al salir dio un pequeño portazo al cerrar su puerta para poner en sobre aviso al otro. A Matías ese pequeño ruido inoportuno le paso desapercibido, en cambio a Nicolás le puso en tensión todos los nervios de su cuerpo, a partir de ese momento dejo de concentrarse en lo que estaba haciendo; sin saber Andrés, mientras bajaba las escaleras, que el resultado había sido el previsto. Los pensamientos de Nicolás se concentraban en esa situación tan incómoda. Empezaba a no gustarle las cosas que estaban ocurriendo, las ideas que le nacían en su cabeza como flores venenosas… había prometido; había jurado. Curiosamente, los escrúpulos le oprimían la garganta sin ahogarle. Se estaba dejando tentar por un malicioso placer. ¿En qué avispero se estaba metiendo? ¿Por qué, de repente, habían dejado los juramentos de tener valor para él? Su única tarea ahora mismo era rezar para que no se abriera la puerta apareciendo tras ella Andrés.
De nuevo en su habitación, sentado sobre la cama dando pequeños sorbos de agua de una pequeña botella que jugaba entre sus manos, Andrés se dijo a si mismo que lo peor era que después de dos largas semanas su corazón seguía tan rebelde, tan dolorosamente dividido, como el primer día.
Había tomado una decisión muy distinta de la que había dictado todas sus fuerzas. Ni siquiera sabía que había dado con la solución al dilema. Pero en su fuero interno había llegado a la conclusión de que la vida era infinitamente más importante y valiosa que cualquier consideración. Arrancaría la felicidad de las fauces del destino.
Allí mismo urdió un plan, de por si chapucero, de momento era con lo único que podía contar: Consistía en estar alerta cuando se marcharan para abordarlo con cualquier pretexto en el rellano de la escalera; la escusa podía ser tan simple como tener que devolverle cualquier libro.
Hasta llegar a ese descabellado punto lo tenía bastante claro y controlado, a partir de ahí improvisaría sobre la marcha.
No tenía ninguna posible certeza de la posible reacción de Nicolás, todo estaba suspenso en una infinita nada que junto con la espera progresivamente su nerviosismo iba aumentando.
La idea era tan inverosímil como evidente la irremediable atracción que sentía por Nicolás.
En eso andaba cavilando hasta que la voz de su hermano lo reclamo a través de la puerta de enfrente, insistiendo y reclamándolo por tercera vez.
Hizo acopio de toda su valentía, se dijo para sí mismo que ahí se presentaba parte del plan, improvisado por su hermano.
No llamo, en un acto de confianza abrió la puerta de habitación de su hermano exponiéndose a las consecuencias. Todo ocurrió en cuestión de segundos, Nicolás ante su sorpresa de ver ante sí la reclamada presencia del chico que mas deseaba le echo una mirada que le acosaría toda la vida; esa mirada de derrota capaz de ahogar cualquier juramento, una mirada que se echa una sola vez en la existencia pues, detrás o mas allá de ella no queda nada… y queda todo. Supo que lo dirigía; que aquellos ojos, que le habían fascinado y aterrado, arrullado y prevenido, amado y conmovido, jamás volverían a posarse sobre él.
Entro Andrés acercándose hacia la mesa de estudio donde se encontraban. En el brevísimo instante en el cual su mirada lo envolvió, parpadeaban sus ojos, mientras pasaba junto a él con un disfraz de adulto, el vacio de su alma logro succionar cada detalle de su brillante hermosura. Un buen pedazo triunfal de virilidad, para cotejarla después y eclipsar por completo su prototipo.
Entre ellos, como único saludo fueron unas sonrisas inequívocamente forzadas, chorreaba miedo por sus caras como si se les acabaran de enjuagar. Ambos se estremecían de expectación, una sorpresa de inquietud mezclada con emoción.
Andrés estuvo el tiempo justo de aclararles algunas dudas; salió de una habitación para guarecerse en la suya que ni siquiera tuvo la molestia de cerrar la puerta; aparentemente a salvo, esa incursión en la habitación de su hermano le producía un bienestar difuso pero tangible. Se entretuvo jugando con el ordenador.
Oyó a través de su puerta entreabierta movimientos que simulaban que habían terminado de estudiar, se puso alerta, tenía que actuar, llevar a cabo la estrategia que había planeado.
Al salir los tres coincidieron en el rellano del pasillo, a cada uno le aguardaba su cometido. Delante de Andrés estaba la persona que le hacía desear ver, saber y sentir…, incluso vivir. Un débil gesto en sus labios dibujó una sonrisa de ironía por lo que acababa de pensar.
Andrés llamo a Nicolás reteniéndolo unos instantes a su lado, en la distancia que marca el tiempo, llevaba en la mano un libro, sabiendo dosificar su inseguridad. Ahora ya no puede echarse atrás. Nicolás en cambio quería fingir indiferencia, quería dar un tono de naturalidad al encuentro. Se oyó respirar hondo y le alargo el libro. Nicolás lo miro con sus ojos arrullados y conmovidos como si no le hubiera escuchado. Acaso ni siquiera veía el libro, parpadeo, Andrés tembló.
Su mano se deslizo desde el libro y se aventuro por la muñeca de Nicolás, retirando el brazo con viveza. “¿De qué tienes miedo?” –Se pregunto Nicolás para sí mismo.
Andrés hablo. ¡Aquella voz! Ya sin temblores, se le iba afianzando, asegurando, clara, poderosa, soberana. Su mano volvió acercarse a la suya; no la rechazo.
Se conformaba con vivirla a distancia; un poco como si fuera un espejismo, temía que desapareciera al intentar acercarse a ella.
De repente Nicolás, esa emoción impersonal que lo unía a Andrés se tronco en un sentimiento dolorosamente personal. También Andrés lo noto. El vínculo pasado se había roto. Había entrado algo nuevo en su relación. Algo en su interior alzo el vuelo avergonzado y casi atemorizado. Era como Adán en el paraíso, consciente por primera vez de sí mismo y avergonzado ante el señor a causa de su desnudez.
Hay fingimientos que nos delatan desde el principio. Por mucho que ocultemos nuestro juego, es algo que se transparente mal que nos pese…
Los ojos pueden mentir, la mirada no; la de Nicolás estaba decidida. Por mucho que se diera la vuelta, su onda expansiva le alcanzaba, le rodeaba. ¿Por qué yo?, gritaba en su fuero interno. ¿Por qué le acosaba de tal modo, de lejos, sin decir palabra…? Andrés se estaba moviendo en un terreno que no dominaba, eso era seguro. Había algo errático en Nicolás. Solo superaba su belleza esa pena que ocultaba tras el destello de sus ojos y el caritativo estiramiento de su sonrisa.
Nicolás empequeñecido conservaba el libro en su poder. Levanto los ojos hacia sus ojos. ¡Dios mío, sus ojos! Irresistibles. ¿Cómo hacia para saturar los suyos, ocupar su lugar, pasar por el tamiz cada uno de sus pensamientos, interceptar la mano de sus ocurrencias…? Y sin embargo, a pesar de su indiscreción, no podía impedir admitir que era el mayor acierto de la belleza. Durante un momento de flaqueza, recordó, ojos tan radiantes que ni siquiera era necesario encender la luz en la habitación para ver con claridad en lo más hondo de sus cosas calladas, en lo más secreto de sus debilidades reprimidas… Se sentía turbado.
Unas simples gracias sonó de la voz débil y suave de Nicolás.
No fue más que un golpe intimidatorio, un acto reflejo, lograron encajar bien, sin apenas hacerse daño. Acto seguido, ya satisfechos al parecer, los dos amigos se alejaron. No hubo humillación; sintieron como una ráfaga de aire fresco barría sus corazones de todas las inseguridades que les había asaltado durante los últimos tiempos.
Ambos comprendían por instinto que su complicidad estaba prohibida, era de cristal, traslucida y quebradiza y debían defenderla con permanente disimulo.
Lo que aun no tenia nombre recupero su expresión normal.
Ya en casa, Nicolás, apenas podía dar crédito a lo que había ocurrido hacia apenas unas horas. Ni remotamente se la habría pasado por la cabeza que hiciera algo tan arriesgado y con qué valentía. Estaba agradecido, emocionado, indiferente. Pero sobre todo perdido mientras manoseaba el libro excusa de su roce clandestino.
Insisto que ante una secuencia de esta índole, uno tiene el derecho alimentar pequeñas paranoias razonables, que tan poco alimento necesitan.
Se quedo menos inquieto que asombrado, con la cabeza repleta de interrogantes huecos y sobre todo, signos de admiración que es de las peores cosas que le puede pasar a la cabeza humana.
Eso sirvió de detonante para que lo sucedido esa tarde fueran cruzando por su cabeza como cegadores relámpagos. Cualquiera de ellos le llenaba de nostalgia y gratitud e iban resplandeciendo, uno tras otro, aunque sin acabar de creerse que todo hubiera sucedido de verdad. Pero en su cerebro rebosante y nublado se insinuaba un pensamiento delicadamente relacionado con esa idea. Y es que uno estaba acostumbrado a los fracasos. A no gustar al otro. A competir con otros más… mas todo que Nicolás. Obviamente pensó, Andrés no seria para él. Innegable e indiscutiblemente era gay… Las miradas, algunas palabras, los gestos de libertad que se había tomado no le hicieron sospechar… ¿Y lo del otro día?
Los sentimientos de Nicolás por Andrés estaba claros, pero ¿y los de Andrés? No quería convertirse en una mera atracción sexual, un tenerlo al alcance de la mano hasta que se cansara y encontrara otro que le volviera a despertar un instinto renovado, especial, singular. No se conformaba con ser la sombra poderosa de un gran seductor. Nicolás se ha parado a pensar, convencido y conmovido que Andrés en un ser prodigioso, de esos que saben convertir la vida en una montaña rusa de vértigos excitantes y risueños. Él, aun así, tiene miedo de que le hagan daño, de sucumbir al hechizo de un joven fácil de amar, difícil de olvidar. Nunca se ha enamorado. Se pregunta cuánto tiempo duraría, cuando se cansaría: ¿Pronto? ¿Tarde? ¿Nunca? ¿Ya? ¿Llegaríamos al final?
Todavía prendado de la escena. Un mundo triste donde las ensoñaciones triunfan sobre la realidad. Donde los elocuentes se vuelven mudos y sus voces son reemplazadas por signos; un lugar en el que un amante se convierte en fugitivo. En su mente había fabulado mil formas distintas.
Ese pudor es, por lo mismo, un pudor teñido de vida, de energía aprisionada, cargado de tan secreta emoción que le hace temblar. El silencio a veces suena como una sombra, y es el terror. Uno no entra en las tinieblas con el temor de que nunca saldrá. Debe ser la hora de la muerte, lo más profundo de la noche.
¿Por qué limitarse a la modesta caricia enmascarada que ya habían intentado?
Las edades perdidas del otro, sin embargo y de momento, no les pertenece; no conocen la materia prima de sus nostalgias.
La verdad era que Andrés no conocía mucho a Nicolás. Aquella tarde tuvo la sensación de encontrarse frente a una perfecta combinación de sentimientos que para ambos aun estaban macerados en lo más profundos de sus almas. Andrés veía en su historia, también la de más complicidad hasta el momento, acariciaba la idea de que aquella corta aventura representaba un giro crucial en su vida. ¿Y por qué no?, en la vida de Nicolás. Así fue en definitiva, el giro que se produjo en el sentido correcto.
Como una corriente subterránea que afloraba de trecho en trecho, por la propia violencia de su caudal, y por su actitud, y por alcanzar una felicidad compartida decidió que tenía que ponerse en contacto con Nicolás, pretextando que no podía esperar más tiempo sin arriesgarse a perderlo para siempre o en cambio a rellenar sus espacios en blanco.
Pero era imposible, después de lo ocurrido no poder reunir el valor para hacerlo, se le habían renovado las fuerzas, las reservas de esperanzas e ilusión.
Dos opciones le iban correteando por la mente y a las dos le iba dando forma; a las dos las iba combinado de coordenadas en una larga lista de pros y contras, para elegir cuál sería la mejor opción sin llegar a precipitase en su decisión.
La que más posibilidades de aceptación tenia era el móvil, un sms, donde en un margen de cien caracteres se resumía en versión reducida una decisión; el otro era un correo electrónico.
Entro en una red social tan de moda hoy día, los tres compartían la misma. Entro en la página, en su perfil y clico el perfil de su hermano que lo tenía agregado. Entro en la pestaña de amigos desplegándose una larga lista en su pantalla. Sin perder tiempo fue directamente a por quien buscaba. No tardo en dar con Nicolás, clico su nombre y entro en su perfil y su suerte se vio recompensada, anoto en un papel la dirección de correos.
El plan era sencillo y se había desenvuelto sin complicaciones.
Una de las cosas importantes ya la tenía, ahora venia lo más difícil. Cerró todas las ventanas de la red social y abrió el programa para escribir y mandar el correo.
Ante la pantalla en blanco con el puntero parpadeando a la espera se sentía como si se hubiera disuelto solo en la superficie de las cosas. Estaba preocupado y más que eso, confuso, indeciso, enfermo de responsabilidad. Nunca había dispuesto de un margen tan exiguo para meditar sobre el acierto o el error de una decisión. No podía contar con nadie, no podía pedirle ayuda o consejo a nadie. Y sobre todo no sabía cómo darle forma a todas las palabras que necesitaba escribir. No sabía cómo expresar lo que por primera vez le costaba tanto y le era tan difícil exteriorizar. Se le bloqueaban las palabras tartamudeándole en su mente.
A lo largo del fin de semana hubo cuatro o cinco intentos que todos acabaron en la papelera de reciclaje. Sin embargo, por fin, la noche del domingo, aunque no estuviera dispuesto a admitir ese verbo ni siquiera mientras hablaba consigo mismo delante de la pantalla del ordenador la tarea de escribirle mansamente se convirtió en placentera y fluida. Al acabar, leyó por encima una serie de líneas oscuras y horizontales que apenas corrigió. En el encabezamiento le pidió disculpas por su atrevimiento y el mal trago que le hizo pasar la otra tarde; al final firmó con su nombre. Clico la pestaña de enviar. Su decisión estaba enviada. Quizás ni siquiera existan verdaderos motivos para tener miedo, se dijo con decisión para sí mismo.
Hasta el día siguiente por la noche Nicolás no leyó el mensaje de correo escrito por Andrés; en su página comprobó que todos los correos eran de amigos excepto uno cuyo asunto titulaba: “Saludos” al lado una dirección de correos nueva pero reconocible.
Al abrirlo dio un respingo al ver el nombre de quien firmaba. Los ojos se le abrieron como platos y un escalofrió le araño la espalda de arriba abajo produciéndole una ola de calor que le enrojeció las mejillas. En un involuntario acto reflejo miro atrás hacia la puerta asegurándose que permanecía cerrada y se encontraba solo. Empezó a leer con precaución y detenimiento con el ceño fruncido y el estomago lleno de alas de mariposas aquel escrito que no esperaba; resoplo un momento como si no pudiera seguir forcejeando con tanto aire en su cuerpo, una sensación que solía acompañar al asombro y se quedaba atascado en cada una de las profundas líneas que leía. Tres o cuatro veces releyó el correo sin dar cerdito a lo que aparecía delante de sus ojos expuesto en la pantalla de su ordenador. Apunto la dirección de Andrés en una hoja de papel, apago el ordenador y se acostó. Esta noche no podía contestarle.
Reencuentro, fascinante y victorioso. Se alegro, pero aquel sentimiento sincero iba acompañado de una sensación rara, una espacie de… incomprensión. Se preguntaba si aquello había sido fruto de una decisión o de un accidente; se sentía inquieto, triste, intrigado, atormentado por unos sentimientos contradictorios que aun hoy le costaban explicar.
Pero el forzado regreso a una normalidad de distancias y cortesía le llevo a tomar la decisión de contestarle al día siguiente por la noche, poniéndose a la tarea. A la respuesta de este correo, se inicio entre ellos, cada vez con más frecuencia toda una serie de intercambios hasta convertirse en uno diario. Hasta que en uno de los últimos correos propusieron quedar para chatear por el Messenger.
Después de los intercambios y durante un tiempo, se conformaban con hacerse los encontradizos en los pasillos de las ondas cibernéticas. Al principio sus conversaciones eran triviales, ligeras, centradas en amplios aspectos de sus vidas que aparentemente cada uno tenía conocimiento del otro. A veces no era más que la sonrisa del gato de Alicia, como una aparición, sin más cuerpo ni sustancia que una boca apenas abierta. Poco a poco, sin embargo, a medida que ganaban confianza, sus conversaciones se fueron volviendo mas intimas, y empezaron a tocar asuntos tales como: las relaciones humanas, el desengaño, la felicidad, incluso ellos mismos, para los que ambos desplegaban ojos parabólicos.
Ambos notaron que el eje de sus vidas cambiaba súbitamente de hemisferio, no se lo confesaron al otro hasta mucho tiempo más tarde.
Una noche, en una de sus habituales y asiduas charlas lo inevitable sucedió:
¿Cómo trataría un huracán a una mariposa? –Le escribió Andrés a Nicolás.
No me gustaría ser la mariposa. –Respondió Nicolás-. Creo que no saldría bien parada.
La envolvería con su fuerza, la protegería. –Le contesto Andrés.
Mucha fantasía veo en tu respuesta. Pero a la vez es una respuesta con doble sentido, me da la impresión que parece la moraleja de una fabula.
¿Se puede echar de menos a una persona que circunstancialmente no conoces? –Le escribió maledicentemente Andrés por su parte.
Creo que sí. –Tardo algunos segundos en devolverle la respuesta-. A mí me ha pasado.
Después de unos tanteos aparece escrito en la pantalla de Nicolás:
Yo poseo sus sueños y él me posee a mí…
¿Qué has hecho para gustarme tanto a mí, niño travieso? –Se aventura a escribir en un alarde de valentía. Duda en enviar lo escrito, sin saber muy bien para qué. Obro con consecuencia, presiono la tecla, lo mando.
¿Quedamos, por favor, los dos solos para vernos, hablar y tomar algo? –Nicolás noto que era una petición escrita atropelladamente, con prisa, con faltas de ortografía.
Sus corazones carecían de referencia en esos momentos.
Al día siguiente quedaron a media tarde en una cafetería que ambos conocían bien, la propuso Andrés, ya que Nicolás ante el azoramiento y el ímpetu que le había escrito la petición de verse, la mente se le quedo en blanco si atinar ningún lugar donde poder tomar algo y hablar tranquilamente.
Él había estado algunas veces, era un local agradable y tranquilo, las veces que había estado le daba la sensación que la gente que lo frecuentaba le parecía de más edad que la suya. Era un pequeño detalle sin importancia.
Durante todo el día intento pensar lo menos posible en la cita con Adres; no era que no tuviera ilusión, todo lo contrario, cuando mas pensaba en la cita, mas vueltas le daba a todo y el nerviosismo se iba apoderando de su cuerpo sin dar una a derechas.
Tal vez no había razón para tanto nerviosismo, ambos habían disfrutado de un par de encuentros cortos pero intensos; si a Nicolás había algo que le corroía la conciencia y necesitaba alguna prueba definitiva de ello la pudo obtener la noche pasada.
En cambio Andrés le estuvo gobernando durante todo el día una creciente sensación de irrealidad; sin poderlo creer después de todo este tiempo de dudas, de encuentros clandestinos y tramposos, con todas las charlas por el Messenger, que por fin su deseo de volver a verlo a solas estaba a punto de cumplirse.
Nicolás llego a la cita antes que Andrés, -los motivos cada lector se los puede imaginar, ¿Quién no ha estado en una situación similar?-, para ganar tiempo dio un par de vueltas por la acera dándose cuenta que estaba haciendo un poco el imbécil. Decidió entrar. El local se encontraba bastante vacio así que le dio opción de elegir mesa. Pido un refresco, no se paró a pensar si era de mala educación no esperar Andrés, pero su estomago era un pellizco de nervios.
Movido por un turbio deseo volvía con frecuencia la cabeza hacia todos los lados por temor a desvelar sus intenciones, que, por otra parte, no alcanzaba a explicarse a si mismo; los pensamientos que acudían a su mente eran rudimentarios, extemporáneos, incluso llego al disparatado convencimiento que su presencia allí no tenía el menor sentido pero era necesaria para algo que ignoraba.
Andrés entro en la cafetería recayó de seguida en la presencia sentada de Nicolás. Aparentaba una serenidad que no tenia disimulada con una permanente sonrisa eufórica en los labios, un sabor dulce e intenso le inundo el paladar en un instante, un sabor tan delicioso que nunca sería capaz de describirlo. Nicolás al verlo acercarse a la mesa le sacudió un vendaval capaz de barrer el polvo gris de sus pesadillas, una salida triunfal de fuegos artificiales explotando dentro de su cuerpo.
Todo eso cabía de repente ente las dos nerviosas almas.
Andrés pidió otro refresco. No se pudieron saludar como hubieran querido. Empezaron una conversación ligera y alegre, un reconocerse en los ojos del otro.
Era la primera vez desde que se conocían que sus gestos, sus palabras y sus silencios resultaban tan naturales. Les daba la impresión de no tener nada que adivinar, nada que entender. Sus vidas y sus sentimientos poseían para cada uno de ellos la limpidez de esas vidrieras del cielo.
Se adivinaba entre ellos una complicidad antigua, de otros días y otras noches, en su risa, en su manera de mirarse, en la naturalidad con la que Andrés rozaba el brazo de Nicolás con la mano que se deslizaba por la superficie de la mesa, mientras intentaba explicarle o intentaba interrumpirle, y la serenidad con la que Nicolás la dejaba allí, sin apartarla, mientras, casi imperceptiblemente, se le iba erizando la piel.
Quizá fuera por razones similares que Nicolás apartara la vista cada vez que le miraba: para ocultar la presión de su timidez. Saberse ser acariciado por los ojos de Andrés: tiernos, misteriosos, impuros, indiferentes, umbríos… Estaba cargado de nervios e inocencia, cohibido y abrumado ante lo desconocido, pues se había convertido en un descubrimiento, en una vida paralela a la suya sin que nadie tuviese derecho a entrar excepto Andrés.
Andrés en su fuero interno era consciente y pudo comprobar la admiración que despertaba hacia Nicolás. Le hizo crecerse por dentro, ya que era una señal factible que jugaba a su ventaja.
Después los dos callaron para encontrarse en los ojos del otro, se miraron para comprobar si estaban sintiendo efectos similares. Nicolás se había puesto colorado, suponía que no hacía más que devolverle su propio reflejo. Nicolás pregunto para superar no la incomodidad, sino su timidez y su actitud estúpida. Se les fueron aclarando la tez y superando su turbación. Los ojos de uno se asieron a los ojos del otro, decididos a no soltarlos.
- ¿Eres bastante tímido? –Observo Andrés mirándole con ufanía y ternura-. Mucho más en persona que por internet, es curioso.
Lo miro enfrentándose a esos ojos que empezaban a conocerlo bien. Se mordió los labios y movió de un lado a otro la cabeza afirmativamente.
- Estoy un poco nervioso. Bueno, un muy nervioso. –Aclaro mirándole aun, le sonreían los ojos-. La verdad es que… es la primera vez… de todo. –Hablo en un tono más íntimo; se le notaba que quería aligerar el mal trago.
El gesto de la mano de Andrés apretando la suya le reconcomio unas lagrimas por dentro.
- Yo también lo soy. Aunque no lo aparente. A la larga, resulta agotador. Y acaba siendo un duro castigo… No te creas, tampoco yo tengo… Para mí también es la primera vez que siento algo especial por otra persona. –Se encogió de hombros. Continuaba mirándolo como para subrayar su explicación.
La mano de Andrés como la de un taumaturgo apretaba aun la suya, tan poderosa, tan convincente, tan sosegadora, le persuadió de que nada sucedía, de que había llegado ya a donde se le esperaba… de que todo estaba como debía estar y donde debían estar.
- No puedo acostumbrarme a estar sin ti. Aunque solo fuese una tarde. –Andrés era consciente de su osadía, su boca llena de deseo, de miedo, de anticipación.
Nicolás se sintió acariciado hasta el alma. Se abandono hasta un punto desconocido; hasta tal punto que le hubiera gustado besarle.
Lo vio cruzar los dedos, triturarlos, nervioso y descolocado y agradecido, como una colegiala esperando con desazón su turno para pasar a la pizarra. Andrés en cambio le ofrecía la cómoda intranscendencia de una conversación propia de dos amantes primerizos.
Con todo esto Nicolás aun se sentía incapaz de replicar, las palabras no llegaron a su boca: como al azúcar en el agua, se diluían en algún lugar incierto de su cerebro. Sintió un vértigo estomacal tratando de asimilar las palabras dichas por Andrés delante de su persona. Era toda una declaración de afectos y estima en toda regla. La primera declaración abierta de su vida cogiéndolo desprevenido, conmovido; si bien no las tenía todas consigo que Andrés pudiera dar ese gran paso, de pronto, comienza a darse cuenta de que podía estar enamorado de él, que no solo quería utilizar su cuerpo que todo no se reducía a una simple atracción física de cepillarse a otro muchacho y luego se te he visto no me acuerdo; y descubría, para sorpresa suya, que ese conocimiento le agradaba.
Andrés lo miraba esperando una respuesta a su insinuación, a su proposición, a la consolidación de algo que aun estaba por empezar de parte de los dos. De pronto se sintió intimidado por el silencio de Nicolás. Por cuestión de segundos se abrió un abismo tocando en desgracia una realidad de cuerpo y espíritu que parecía engullirlos a los dos.
Hasta que los labios de Nicolás se abrieron en la sonrisa más sorprendente, misteriosa, fascinante y asombrosa que jamás vio Andrés en otro chico, dejando aflorar de forma consciente y voluntaria una repuesta sin palabras que había reprimido. Ahí empezó todo. Este “todo” duro unos segundos, pero, como suele ocurrir en estas ocasiones, los segundos se hicieron eternos. La realidad se imponía.
Sonrieron con candor. Lo oído encajaba limpiamente en sus previsiones, pero palpar la certeza con su contundencia fue como sentir un soplo de aire fresco en sus almas. Sin embargo, no era el momento de perderse en sensaciones, sino de seguir progresando.
Decidieron marcharse de la cafetería. Necesitaban estar solos, inaugurar unos rituales que constituyan los únicos momentos de complicidad personal entre Andrés y Nicolás.
Caminaron por las aceras, casi a última hora de la tarde, el ambiente era agradable. Sus pasos les condujeron sin ser conscientes del rumbo ni del destino hacia el parque.
Llegaron a un lugar frondoso del parque, se recostaron en el respaldo de un banco reguardado por la maleza.
No pensé que fuera así. Me alegra que existan cosas sencillas y hermosas en la vida. Lo único que hay que hacer es salir a buscarlas. –Dijo Nicolás. Su mirada era la de un inspirado-. ¡Cuánto tiempo he soñado…! –Empezó a decirle al oído. Andrés no le permitió seguir hablando. Le beso en la boca, fue un beso ardiente y triste, que Nicolás avivo deslizando las manos hasta su nuca.
¿Cómo supiste que…? –Le pregunto por curiosidad Nicolás.- Bueno, aquella tarde. ¿Por qué te la jugaste?
Lo dejo entre ver. Lo intuyo en la profundidad de su mirada, en su voz rotunda.
Supe que habías estado observándome, contemplando mi deambular errático por la habitación, parapetado desde tu refugio, absorbiendo el contoneo de mi cuerpo y a la cadencia lenta de mis movimientos. –Insinuó divertido en voz baja.- Por eso tarde tanto en… A parte de eso, tu descabellada idea me confirmo lo que llevaba sospechando desde hacia tiempo. Eso solo hizo confirmar y aumentar mis deseos por ti. Vamos, que me gustas desde… - Se quedo pensando para confirmar un dato que los dos sabían.-…desde las primeras miradas y lo nervioso que te ponías al verme.
Creía que no te dabas cuenta. –Nicolás rio ruborizado. Defendiéndose, desconcertado.
Me había tasado, había calibrado las formas de mi silueta y las líneas de mi rostro. –Rumiaba Nicolás para sí mismo la sorpresa.-
Me había estudiado con ojo certero de quien conoce con exactitud lo que le gusta y está acostumbrado alcanzar sus objetivos con la inmediatez que dicta su deseo. Y resolvió demostrarlo. Nunca había percibido algo así en ningún otro chico, nunca se creyó capaz de despertar en nadie una atracción de sensaciones y sentimientos tan fuertes.
Durante las evocaciones y esquemas a que se había consagrado, había ido eliminando poco a poco todo rasgo superfluo, y apilando capa tras capa de traslucida visión había conformado la última imagen: su desnudez.
- Estaba ensimismado, no hay demasiadas maravillas que llamen mi atención, si es que queda alguna después de ver lo que vi desde mi escondite. –El subconsciente por una vez lo traiciono y esta reflexión en voz alta de Nicolás pillo Andrés desprevenido.-
Andrés se rio alagado por las palabras piropeadas de Nicolás. Sintió una agitación muy especial, un deseo de besarle acompañado y agradecido, responsable. Se contuvo. ¿Dónde venía ese cariño pulcro y delicado, como el que se manifiesta a un niño que se ama? Cada movimiento de sus labios que emitían las palabras, cada gesto, por mínimo e imperceptible que fuera le parecía un trance de inconsciencia, una extraña ceguera, un olvido se sí, una vibrante precisión del hallazgo, proyectado y proyectándose; una sensación presente y razonable, sorpresiva y excluyente del resto. Por tanto, se dio cuenta, que la atracción que sentía por Nicolás había dado paso a otro sentimiento más fuerte: se estaba enamorando.
No hay ningún secreto en esta maravilla que tú dices. –Se excuso haciendo un gesto con las manos abarcando todo su cuerpo.- Además ya lo conoces, para ti no hay nada que esconder. –La mirada era desafiante, retadora, explicita.
Para mí, el primer descubrimiento me supo a poco. –Pronuncio esta frase con un tono denso y oscuro, acercándose a Andrés y bajando la voz.
Habrán muchísimas ocasiones para descubrir nuestras maravillas. –Sonrió seductoramente, como si fuera una invitación real.
Se mantuvieron las miradas incapaces de romperla ninguno de los dos. Pareció pasar una eternidad hasta que sus labios se encontraron; contuvieron el impulso de tocarse; esa libertad se la concedieron en cambio a sus lenguas. Era distinto, desconocido, temible. Quizás un exceso de emoción. Podría tratarse del nerviosismo del principiante, el no saber donde tocar y como. Lo cierto era que Nicolas no había temblado tanto como en este día. Dos chico: el beso, el lugar, la calle, el ser vistos; el secreto del goce haría imposible el secreto y letal el goce.
El tacto de su piel, una contra la otra, les paralizaba todavía más. De repente sus mentes se pusieron a dar vueltas a lo que vendría a continuación, lo que sucedería a los besos, a las caricias en este mundo. A la palabra esperada por ambos.
Hubo una tegua que aprovecho Nicolás para apuntar:
Es decir que, desde que nací, no ha habido un solo segundo en que tu no hayas estado en este mundo.
Si, eso parece. –Replico Andrés un tanto conformista a la observación.
Naci en un mundo en que tú ya estabas.
Nico no entiendo a donde quieres llegar. –Era la primera vez que le llamaba Nico. Frunció las cejas con aire de apuro.- A mí, en este momento, me es totalmente desconocido un mundo en el que tú no estés. –Recalco.- Ni siquiera sé si existe o no.
Uno enfrente del otro, Andrés se colocó entre las piernas de Nicolás, sus sexos uno muy cerca del otro.
- No te preocupes. Aunque yo desaparezca, el mundo seguiría existiendo. –Aclaro Nicolás mordazmente para fastidiarlo.-
Le beso para acallar sus tonterías.
Eso ni se te ocurra volverlo a decir.- Espetó Andrés reprochándoselo duramente mientras le cogía el rostro entre sus manos. Volviéndolo a besar-
Te quiero. –Una sonrisa triunfal afloro en los labios de Nicolás, mientras sus piernas temblaban como las de un títere.
Los primeros besos son inolvidables. Sellan un momento, lo hacen eternamente real. El beso de dos jóvenes que se aman es una fuerza de potencia inaudita e incomprensible. Sus formas era el himno de castidad de la arcilla, suave y fragante y musical.
Abandonaron el encuentro clandestino con algo distinto pegado a la piel. Algo que carecía de nombre, algo nuevo. Caminaron despacio por las calles ajenas al tiempo, a su tiempo, mientras intentaban encontrar una etiqueta para aquella sensación, sin preocuparse e indiferentes de comprobar la posibilidad de toparse con alguna presencia indeseada al torcer cualquier esquina. Ningún signo externo les hacia aparentemente distintos, excepto la satisfacción por lo sucedido y haberse conocido y tenido, ansiedad ante lo que aun les aguarda y el fin que lo mueve.
El tiempo se condenso en un abrazo centrípeto, la cara interna de sus brazos rodeaban las espaldas como una órbita. Los corazones oprimidos mientras se llenaban de besos. Ya no existen palabras con las que despedirse.