En la oficina (2)

Ella le devuelve el favor (para ti)

La oficina 2

Después del primer encuentro habían coincidido en varios lugares y de diversas formas. Sus saludos, con un casto beso en la mejilla no decían nada, y para ellos era todo.

Esos días de normalidad solo habían tensado más las cuerdas del placer. Se conocían cada gesto, cada mirada… A veces, cuando el lugar se prestaba, se tomaban las manos y entrelazaban los dedos, primero suavemente y luego con lujuria. Mucha gente se tomaba de las manos, pero cuando esas manos son el apéndice de dos cuerpos que se desean pueden sentirse muchas cosas.

Ese día era distinto, la hora de salida llegaba y Adriana debía quedarse en la oficina por pedido de su jefe. André lo sabía y no pensaba alejarse de esa mujer que le movía el alma y el cuerpo.

Cuando todos se retiraron André espero en su oficina. Nada.

Desesperado de que todo fuera una elucubración de su cerebro se levantó y fue hasta el escritorio de Adriana… soledad. Sólo su chaqueta sobre el respaldo de la silla le informaba que ella estaba en algún lugar, pero no en el que él tenía para ella entre sus brazos.

La buscó en varios lugares sin dar con ella, hasta que un sonido lejano le iluminó el rostro: la fotocopiadora.

Caminó lentamente hasta el pequeño cuarto que albergaba dicha máquina, no porque no le urgiera llegar, sino porque temía que todo fuera mentira. La encontró trabajando, nada fuera de lugar. Ella no lo esperaba, y ni siquiera volvió la vista al escucharlo entrar. Un poco desilusionado comenzó a retirarse del lugar cuando ella, sin volver la mirada le dijo: te debo algo André.

El se acercó a su cuerpo, la tomó de sus caderas y le susurró al oído que nada le debía, que todo lo hacía por complacerla. Su cara se echó de lado y hacia atrás y sus bocas se encontraron en un beso lleno de pasión. Las manos de él rodearon todo su cuerpo y la estrujaron con locura, tocando sus pechos sobre la blusa, sus caderas, su abdomen

Ella se volvió y comenzó a besar su cuello, le quitó la corbata y como en u juego rodeo las manos de él unidas en su espalda: no lo ató, pero el comprendió el juego y la dejó hacer.

Abrió los botones de su camisa y cada espacio de su velludo pecho se fue llenando de besos y lamidas. Cuando se agotaron los botones de la camisa, desabrochó el cinturón y le bajó lentamente el cinturón. Sus anchas y velludas piernas recibieron el mismo tratamiento de rey.

Ella pasó la lengua por los bordes del bóxer que él usaba. Le daba suaves mordiscos en la protuberancia que amenazaba romper la tela, y a veces se iba a su espalda y mordía sus nalgas.

En uno de esos viajes posteriores, y mientras le besaba esa parte de la baja espalda tan sensible a las caricias, comenzó a bajarle el último resguardo de tela de sus intimidades. Los besos de ella se extendieron por todas las nalgas de él, mientras sus femeninas manos le daban vuelta a todo su cuerpo y tomaban aquel miembro que temblaba de placer.

Con sus uñas comenzó a recorrer la espalda de André, una espalda que se le hacía ancha contra sus deliciosas manos, y que comenzaba a perlarse del suave sudor de la excitación.

Ella se arrodilló frente a él y enterró su nariz entre los vellos púbicos de él. Su aroma de hombre la embriagaba, y con sus manos apretaba con furia su rostro contra su cuerpo. Su lengua comenzó a probar cada centímetro de André, y su boca se apoderó de ese miembro palpitante que rozaba sus mejillas. André seguía con sus manos a la espalda, ya la corbata había caído al suelo, pero le gustaba sentirse entregado a aquella deliciosa hembra.

Sentía que era engullido por una diosa cada vez que su pena, hinchado y henchido de placer, ingresaba a lo profundo de la garganta de Adriana. Sentía las uñas de ella en sus nalgas y sus muslos, y deseaba que las enterrara con furia en su cuerpo para que quedara una marca de ese instante de placer.

Cuando ella tomó su pene, húmedo con su saliva, y lo puso entre sus grandes y suaves pechos, él sabía que su perdición estaba cerca. Ella sostenía sus pechos unidos, anidando su falo con fuerza. El comenzó a mover sus caderas entre ellos, ayudado por la humedad que aquella deliciosa boca había dejado en él, y comenzó a sentir el galopar salvaje de los caballos del Apocalipsis.

Cuando Adriana comenzó a cazar con sus labios el glande de André, cada vez que este empujaba con sus caderas, ya no pudo más. Desde la base de su pene comenzó a subir con furia el icor de dioses ancestrales, su semen rebalsó su glande y estalló contra la boca de ella. Gotas de este cayeron sobre sus pechos, sus mejillas y su boca, estas últimas sólo para ser engullidas por la sedienta boca que las provocó.

Sus piernas flaquearon y tuvo que usar sus manos, liberadas de la mística atadura, para sostenerse del muble de la fotocopiadora. Cuando Adriana terminó de limpiar su pene, cayó de rodillas frente a ella, metió su cara entre su cuello y descansó dejando que su aroma de mujer le llenara la cabeza de ilusiones.

Sólo para ti guapa.