En la carretera

Un joven, haciendo dedo en la carretera, descubre cómo aman los camioneros.

EN LA CARRETERA

Abejorro era un muchacho bastante normal hasta que llegaron las vacaciones de sus dieciocho años. En la escuela era apreciado por sus profesores y compañeros. Como es nadador y corredor, su cuerpo ha crecido muy bien proporcionado. Sus facciones, el hoyuelo en la pera, el cabello algo largo y desordenado, hacían que muchas compañeras estuvieran dispuestas a dejarse seducir. Pero él sabía muy bien lo que le gustaba y lo que no. Y aunque entre sus sueños estaban algunos varones de su colegio, se cuidó muy bien de darlo a conocer, ya que sabía muy bien que sería rechazado. Cuando terminó la enseñanza secundaria, se inscribió en la universidad para estudiar sociología. Sabía que no le sería fácil, porque los recursos eran escasos. Pero prefirió no pensar más en eso y salió a la Carretera Panamericana a hacer dedo. Así comenzarían unas vacaciones inolvidables, que cambiarían su vida para siempre.

Pero eso ocurriría más adelante. Ahora está sentado en un paradero mojado por la llovizna, intentando que algún vehículo lo lleve a algún destino. La noche ha caído y sólo de vez en cuando se ve un par de luces que anuncian la venida de algún camión. La ropa se le pega al cuerpo, incomodándola, por lo que decide quitarse la polera y esperar. El sueño le va venciendo. Por eso, cuando el siguiente camión pasa cerca de él, no alcanza a vestirse y sólo levanta el pulgar, sin demasiada esperanza. Por eso fue una sorpresa ver que el vehículo paraba un poco más allá y que la puerta se abría invitándolo a subir.

Arriba del camión dos hombres de unos cuarenta años lo esperaban. Ambos eran ligeramente gordos. El conductor llevaba un bigote rubio manchado de nicotina, mientras que el copiloto resaltaba por el vello que salía de su camisa escocesa entreabierta. Como tenían puesta la calefacción, ambos andaban con ropas ligeras.

-Oiga, amigo –le dijo el copiloto,- cómo se le ocurre andar a esta hora bajo el agua y con tan poca ropa.

-Es que la tenía mojada –dijo el muchacho, mostrando la polera empapada- y no quería mojar la que llevo en la mochila.

-Pero usted está empapado hasta los huesos –dijo el conductor quitando un segundo la vista de la carretera.- Será mejor que se cambie.

El camión era bastante espacioso, por lo que Abejorro podía maniobrar sin problemas. Tampoco puso reparos en sacarse la ropa, ya que de verdad estaba muy húmeda. Comenzó con los zapatos y los calcetines deportivos, quedando sólo con un tanga de color negro. El copiloto no quitaba los ojos del bien formado joven.

-Oiga –le dijo,- ese calzoncillo tan ajustado suyo no le incomoda.

Acostumbrado a los bóxers, no se imaginaba el utilizar algo tan pequeño.

-La verdad es que no –respondió el muchacho, quitándoselos lentamente y estrujando el agua en el piso del camión.

Luego, se dio vuelta para buscar algo en la mochila, mostrando sus asentaderas a ambos machos. Tal fue la distracción del chofer, que no se dio cuenta de una curva y tuvo que tomarla en forma muy cerrada, esquivando las señales del camino. Ante tan violento movimiento, Abejorro, que estaba en cuclillas, cayó sentado sobre el copiloto, que sólo atinó a reír. Rojo como un tomate, pidió disculpas y retornó a su asiento, olvidándose de que aún estaba desnudo. Además, la ropa dentro de la mochila también se había empapado, ya que la había dejado junto a un curso de agua, sin darse cuenta. Sin atreverse a explicar la situación, cogió su tanga para volver a ponérsela.

-Pero no haga tal cosa –le dijo el chofer,- que se va a resfriar usted.

-Es que no tengo más ropa seca.

-Tome, póngase mi chaqueta –le pasó el copiloto a Abejorro una prnda de mezclilla, sin mangas, con diversas manchas de grasa.

Un pesado silencio sobrevino entonces. Los tres varones se miraban de reojo, sin decir palabra alguna. En la radio, una canción decía algo de romper los prejuicios y entregarse.

-Sabe que nosotros vamos a parar a comer algo –dijo quien manejaba el camión.- Es un lugar seguro y, si explicamos su situación, capaz que no pongan problemas en dejarlo entrar.

Abejorro sentía el hambre taladrando su estómago, por lo que asintió con la cabeza baja. De pronto se vio en la oscuridad del camión absolutamente solo, viendo las luces del restorán. Dos minutos le parecieron una eternidad, hasta que Luis, el velludo copiloto, abrió la puerta del camión y le habló.

-Sabe que el camino está un poco mojado, así que lo voy a llevar yo para que no se moje sus pies. La desesperanza hizo que se dejara hacer.

Ya dentro, la música sonaba bastante fuerte. Habría en el restorán unos diez camioneros, todos frente a su pitcher de cerveza. Pronto, el vapor de un plato de porotos con una presa de carne flotando lo despertó de su sopor y comió con toda el alma.

-No se atragante –le dijo Mario, el chofer,- mire que después se nos indigesta.

De tanto apetito, olvidó el muchacho que estaba casi desnudo y que sólo un trapo de limpieza del camión cubría su sexo. Luego, una cerveza comenzó a reanimarlo. Claro que lo que no sabía Abejorro era que en ella habían disuelto los hombres un poderoso afrodisíaco para cruzar toros. Así que cuando su pene comenzó a inflamarse y latir, sólo trató de ocultarlo arrugando más el trapo.

Los dos hombres se miraron entre sí y, con un gesto, arrebataron el paño y subieron al joven sobre la mesa, de donde lo miraban todos los clientes y el dueño del local.

-A ver, pajarito, ya es hora de que comiences a cantar –le dijo entonces Luis, cambiando el tono amigable por uno mucho más violento.

Como Abejorro no entendía, se quedó estático, mirando a su alrededor. Ahí sintió algo que golpeaba sus piernas.

-Baila, pajarito –escuchó que le decía Mario, mientras hacía girar una fusta en sus manos.

La música ahora era queda, como un blues, y Abejorro comenzó a moverse al ritmo, contorneándose sexualmente. Comprendió que saldría mejor parado si lo hacía bien. Se deshizo de la chaqueta en eróticos movimientos y la arrojó a su propietario. Comprendió que lo hacía bien porque se formó un corro a su alrededor que lo avivaba. De pronto, la música cesó y Abejorro quedó quieto, ondulando su erección en medio del restorán. El silencio se hizo tenso, cuando sintió una lengua que le lamía el ano, un dedo que pellizcaba su pezón, un labio que mordía el lóbulo de su oreja, unos dientes que se cerraban sobre el dedo gordo de su pie izquierdo. Ya no sabía siquiera en qué posición se encontraba. De pronto, un ariete trató de abrir su culo virgen. Escuchó que pedían manteca de la cocina. Mientras, él se masturbaba frenéticamente. Miró por entre sus piernas y vio que lubricaban un dildo exageradamente grande. Pero la droga aún actuaba y abrió su culo lo más posible con ambas manos. El dolor y el placer se mezclaron dentro de él cuando fue taladrado. Luego, segurían los penes de sus amigos camioneros. Al final, ya desecho y chorreando semen de Luis y Mario por el culo, litros de esperma cayeron sobre todo su cuerpo, mientras eyaculaba como nunca en su vida lo había hecho.

Al día siguiente, se encontró solo en el restorán, desnudo, con una buena cantidad de dinero sobre él y una carta donde le incitaban a tomar el camino de la prostitución. Ahí supo cómo pagaría su carrera universitaria y, vistiendo ropas ya secas, salió el camino para tomar el bus a Santiago, teniendo junto a él una dirección para comenzar su nueva vida.

abejorrocaliente@yahoo.com