En fiestas

Reencuentros veraniegos.

EN FIESTAS

Paula ríe con la fuerza de sus diecinueve años recién cumplidos y la alegría salvaje que proporcionan un curso finalizado con éxito y la promesa de un verano infinito por delante. La juventud es la fuente de la inmortalidad, o eso podría pensarse viéndola girar al son de la música estridente y pachanguera con que una orquestita anima las fiestas pueblerinas de ese principio de julio. Es alta y delgada, un potrillo desgarbado y torpe de largas piernas enfundadas en vaqueros de cintura baja y brazos finos como juncos que emergen de una camiseta sin mangas desde la que un ceñudo Tío Sam te exige que te alistes en el ejército americano. Al final del baile recupera su vaso y se lo pasa por el cuello y las mejillas para refrescar la piel húmeda de sudor y cansancio antes de reintegrarse al corro que forman sus amigas, respondiendo a empujones a sus burlas por el interés que muestra en ella –es la tercera vez que la invita esa noche- su reciente pareja de baile. Repasa las caras que forman el círculo de risas y se alegra de volver a verlas: amigas desde la infancia la mayoría de ellas, los estudios universitarios en unos casos o el trabajo en otros las han desperdigado por todos los rincones del país; a algunas no las ve desde las navidades, a otras incluso desde el verano pasado, y dentro de unas semanas volverán a separarse pero, de momento, las vacaciones se extienden aparentemente interminables ante ellas, están de fiesta y la vida es maravillosa.

Paula sale bruscamente de su ensueño cuando una mano se agita ante su cara y Ana le llama pasmada, cómo no, berreando en su oído. Anita es, desde que Paula puede recordar y como diría Forrest Gump, su "muy mejor amiga". Prácticamente inseparables durante toda su niñez y adolescencia, sus familias se habían acostumbrado a que entrasen sin llamar en cualquiera de las casas, preguntando alegremente por la merienda, e incluso asumían que se habían peleado cuando una de ellas aparecía sola. Morena, menuda y brutalmente extrovertida, Ana ha sido una constante en su vida hasta el último septiembre y durante estos meses de ausencia en ocasiones llegó a extrañarla tanto que casi le dolía. Paula no puede evitar sonreír al ver a la inquieta Ana bailotear ante sus ojos, con los cortos rizos negros pegados a la frente por el sudor, como un muñeco sorpresa que salta de su caja al abrir la tapa. En los pies luce, al igual que Paula, sus "archifamosas y superenvidiadas correquetecagas". Las "correquetecagas", bautizadas así por ellas mismas, no eran más que unas zapatillas de lona, baratas y de colores chillones, que se podían encontrar en cualquier zapatería de barrio. Durante años, y al comienzo de cada verano, se compraban varios pares cada una para destrozarlos durante las vacaciones; además, como calzaban el mismo número, se cambiaban entre ellas las zapatillas, de tal forma que ninguna tenía dos ejemplares del mismo color. Ahora mismo, Ana lleva una amarilla y otra verde, mientras que Paula calza un color azul celeste en el pie izquierdo y un rabioso naranja en el derecho.

  • Mueve ese culito, Pecas- Ana tira de ella, intentando que se una a su enloquecida danza.

Pecas ha sido el apodo y la cruz de Paula desde siempre. Esas dichosas manchitas son un adorno perenne en su nariz y sus pómulos, y la mínima exposición al sol provoca que se extiendan por su pecho y espalda como una plaga. Su piel es tan blanca como morena la de Ana, y mientras a ésta le bastan unos días de sol para adquirir un hermoso bronceado, ella sólo consigue un leve tono tostado después de pasar por las molestas etapas previas de quemarse y pelarse.

  • No me llames así, bichejo- contesta, propinando un suave puñetazo en el brazo de su amiga.

  • Y ¿porqué no? Si cada año tienes más- Ana le devuelve el golpe, burlona.

  • ¿Ya os estáis peleando?- La voz de Silvia interrumpe la incipiente refriega.

  • Empezó ella- Protesta Paula, sonriendo a la prima de su amiga.

  • No, fue ella- Naturalmente, Ana no iba a quedarse callada.

  • Que no, que ella me llamó Pecas.

  • Bueno, niñas, basta ya. Que parecéis crías- Silvia las regaña igual que ha hecho siempre, aparentando enfado pero con la risa aleteando en los ojos.

La prima Silvia siempre fue su pariente favorita, aunque en realidad sólo era prima de Ana. Es bastante mayor que ellas, debe rondar los treinta y cinco o treinta y seis años, pero desde que eran pequeñas siempre ha ejercido primero de canguro y luego de confidente y paño de lágrimas de las dos amigas. Cuando tenían cinco o seis años, a Silvia no le importaba cargar con ambas mocosas y llevárselas a pasar la tarde al río, o quedarse con ellas mientras sus padres salían de noche, a pesar de que ella, que entonces debía tener unos veinte o veintidós años, seguramente podía encontrar cosas mucho más interesantes que hacer. Les enseñó a hacer sombras chinescas a la luz de una linterna, cuando se cortaba la electricidad durante las noches de tormenta y ellas corrían a refugiarse en su cama, aterrorizadas. También el beso esquimal, nariz con nariz, y el beso de vaca, un lametazo largo y pesado que las dejaba con las mejillas empapadas de saliva y retorciéndose de risa. Más adelante aprendieron de ella a maquillarse e imitaron su forma de vestir, probándose su ropa a escondidas, cuando ella no estaba. También fue Silvia quien les ayudó a superar sus primeros chascos amorosos y quién resolvió sus dudas adolescentes sobre el misterioso mundo del sexo, lo que les evitó la dura tarea de planteárselas a sus respectivas madres.

Paula quiere mucho a las dos primas, pero a Silvia, sobre todo, la admira: cardióloga de cierto prestigio en un gran hospital de Madrid, viajera empedernida y ferozmente independiente, éste es el primer año que regresa al pueblo después de tres veranos consecutivos sacrificando sus vacaciones como voluntaria de Médicos Sin Fronteras en distintos puntos del globo. Cuando sea mayor quiero ser como tú, le decía a veces Paula bromeando, y lo cierto es que ya estaba en camino; al principio del camino –sólo había terminado primero de Medicina-, pero por algo hay que empezar, y estos días se siente especialmente libre, después de haber abandonado a un novio mayor que ella, cariñoso pero algo pesado, que terminó por ahuyentarla a base de hacer cábalas sobre hipotecas, niños y futuro.

Los últimos bises de la orquesta dispersan a las juerguistas que, remolonas, se niegan a dar por finalizada la noche. Entre quejas, el grupo abandona el campo de festejos, en busca de los coches que al principio de la noche tuvieron que aparcar desperdigados por todo el pueblo. Anita, melosa, trata de camelar a su prima para que les permita continuar la fiesta en el caserón familiar que ha terminado de rehabilitar recientemente y donde atesora, como todas saben, un mueble-bar bien provisto y una asombrosa colección de CD (música para abuelas, suele burlarse Ana). Aunque la casa es para Silvia una especie de santuario, termina por ceder, en parte porque ella tampoco quiere irse a dormir y en parte por no seguir soportando los insistentes "porfaporfaporfaporfa" con que Ana la acribilla. Así que le da las llaves (Ana tiene el coche allí mismo y ella tuvo que aparcar a las afueras), con la promesa de que no romperán nada antes de que ella llegue, y se va a buscar su coche, caminando sola hacia las afueras.

Paula la alcanza corriendo, con la excusa de no dejarla ir sola, aunque en realidad no se perdería ni loca esta oportunidad de estar a solas con su ídolo, después de tanto tiempo. Se coge de su brazo acosándola a preguntas, sobre medicina y sobre chicos; Silvia habla mucho sobre medicina y poco sobre chicos, enlaza su brazo alrededor de la cintura de Paula y le devuelve el cuestionario sentimental, que Paula responde con confianza, desahogándose abrazada a su amiga. Cuando llegan al campo donde Silvia ha dejado su coche aparcado a la orilla del río, las chicas ríen a carcajadas y Paula se abraza con tal fuerza a Silvia que estorba su paso. No se separa de ella ni cuando ésta intenta revolverse para sacar las llaves.

  • Pero niña, déjame un poquito de espacio.

  • No, que hace frío.

  • Cuentista.

Paula se aprieta contra Silvia, hunde la cara en su cuello y le susurra al oído:

  • Tita, te he echado mucho de menos.

  • Yo también, preciosa

Silvia le levanta la cabeza sonriendo y, de repente, pega su boca a la de la joven. A Paula el beso le pilla desprevenida. Más tarde, durante las horas insomnes en las que dará mil vueltas a los acontecimientos de la noche, se preguntará una y otra vez si fue ella quién provocó el equívoco, quien dio pie con sus zalamerías a que Silvia pensara que la propia Paula era quien deseaba el encuentro. Pero eso será más tarde; en el ahora, la prima de su mejor amiga la ciñe fuertemente por la cintura y su lengua curiosa se desliza entre sus labios. Y aunque Paula nunca ha considerado seriamente una relación lésbica -sería absurdo negar algunas fantasías en noches solitarias-, su cuerpo reacciona pegándose al de la otra mujer. Paula entreabre los dientes, ofreciéndose, y la lengua de Silvia la invade con dulzura, mientras sus manos le acarician la espalda. Paula rodea con sus brazos la nuca de su amiga, ladea la cabeza y responde al beso, enredando su lengua con la otra, permitiendo que la intrusa recorra su boca dejando en su camino un leve sabor a menta y vodka.

Los dedos de Silvia le levantan el borde de la camiseta y recorren su cintura suavemente entre las caderas antes de subir por su espalda, provocando un escalofrío en la espina dorsal de la chica, que lame los labios de la otra como si fueran un helado, antes de darse cuenta de que le está subiendo la camiseta; entonces alza los brazos sumisamente, dejándose desnudar y volviendo a pegarse a los labios de Silvia tan pronto como puede. Ésta le besa las mejillas, le lame la barbilla, desliza sus labios por su cuello, obligándola a echarse hacia atrás mientras le quita el sostén, hasta que queda tendida sobre el capó, con los pezones apuntando al cielo, duros y erguidos por el frío del metal y el calor de su piel.

Silvia explora el cuerpo entregado, sin despegar los labios de la piel ni los dedos de los costados, en una caricia suave y lenta que se desplaza desde la axila a la cadera y a la inversa mientras, bajo ella, Paula cierra los ojos y suspira quedamente cuando nota, primero, el aliento cálido, y luego, el roce húmedo de la lengua sobre el pezón izquierdo. Todas sus terminaciones nerviosas, todos sus sentidos, parecen haberse agudizado: oye, más que siente, el chasquido de los labios de su amiga sobre sus pechos menudos y el tap-tap-tap de los botones de latón de sus vaqueros al ser desabrochados; levanta las caderas para ayudar cuando Silvia tira de ellos y se los baja hasta los tobillos, entreteniéndose lo justo para descalzarla antes de quitárselos.

A la luz de la luna llena, el cuerpo delgado de Paula es una mancha oscura en la que sólo destacan las braguitas amarillas y que la boca de Silvia recorre a picotazos mientras sus dedos juegan con el elástico de la prenda de algodón. Muy despacio, la mujer le acaricia las ingles, allí donde los muslos se unen con el tronco y la sensibilidad está a flor de piel, y alcanza la zona perineal, que presiona suavemente, arrancando un gemido a la chica. Silvia mueve su mano entre los muslos de Paula sobre la tela ya húmeda, hundiéndola un poco e irritando el sensibilizado sexo de la joven, que responde con otro gemido, esta vez más largo y agudo. La besa para tranquilizarla, introduce los dedos bajo la cintura de las bragas y hunde la mano entre las piernas de la joven, que se separan inconscientemente para recibirla, dejando resbalar lentamente el dedo medio a lo largo del surco, hasta que la palma de la mano cubre el pubis; entonces cierra la mano sobre el sexo mojado y caliente, animada por los suspiros crecientes de Paula, y aprieta con delicadeza la carne tierna varias veces, mientras mordisquea y lame los pechos de su compañera, que se arquea, elevando el torso, para aumentar el contacto.

Las bragas se deslizan por las piernas de la chica, y vuelan a la noche mientras Silvia besa las plantas de sus pies antes de separárselos y observar detenidamente su sexo depilado.

  • Pareces una cría. Vaya moda.

Con los ojos de Silvia clavados en su vulva abierta y húmeda, Paula no puede evitar sentirse bastante vulnerable y expuesta, un poquito sucia… e irremediablemente cachonda, para qué negarlo. Sobre todo cuando su amiga le chupa los dedos del pie izquierdo uno a uno, sin prisa, antes de comenzar a lamer su pierna desde el tobillo, siempre subiendo y dejando sobre la piel el rastro húmedo de un caracol libidinoso y cruelmente lento, que se demora deliberadamente en la carne tierna de la pantorrilla o en el hueco hipersensible de la corva. Cuando llega por fin al muslo, Paula ya ha empezado a suspirar hace rato, acariciándose los pechos, con los ojos cerrados y la frente bañada en sudor. La lengua de Silvia se desliza más despacio que nunca, recreándose en la piel suave y tersa, antes de que sus manos empujen hacia fuera las rodillas de su amiga, obligándola a abrirse al máximo; luego le separa con los dedos los labios y recorre con la lengua el surco muy despacio, de abajo arriba. Paula responde con un gemido largo y prolongado a la caricia, que se repite larga y lenta, sin variaciones, una y otra vez, desde el orificio vaginal hasta el clítoris, arrasándolo todo a su paso, secando la vulva húmeda y empapándola en saliva al mismo tiempo.

Paula se deja invadir, se abre como una flor a la boca de Silvia, que besa su sexo como hizo con su boca, ahora explorándolo con su lengua, ahora absorbiendo con sus labios los de ella. Abre los ojos y mira la cabeza morena cuyo pelo se desparrama sobre sus caderas y cuya lengua hurga con desvergüenza en lo más intimo de su ser; va a decirle que la quiere, que ya no quiere ser como ella y que sólo quiere ser suya, cuando dos dedos se insertan profundamente en su vagina. Cierra nuevamente los párpados, abandonándose a las sensaciones provocadas por los intrusos que culebrean en su interior girando y retorciéndose, pedaleando en íntimo contacto con las membranas cálidas y húmedas.

Silvia se yergue y mira a la joven sonriendo; sin detener la penetración que efectúa con la mano derecha apoya la izquierda en el abdomen, utilizando el pulgar para masturbar con movimientos circulares el clítoris de la chica, que ya ha perdido todo rastro de compostura y grita una y otra vez "fóllame" mientras su cabeza se mueve de un lado a otro. Sabiendo que está a punto, Silvia se inclina de nuevo y captura el clítoris con los labios, chupándolo, mamándolo como un pequeño pezón mientras sus dedos se mueven abiertos en v dentro de su amiga, castigando las paredes de la vagina con su roce intenso e incesante.

El orgasmo se inicia, brutal, en las ingles inundadas de Paula; asciende como un haz de luz por su espina dorsal y su estómago contraído y escapa por su garganta; todos sus músculos se contraen, desde las plantas de los pies hasta la nuca. El placer la inunda y ella se deja llevar, con un grito largo y sostenido, consciente únicamente del tropel de sensaciones provocadas por su amiga. El río canta y Paula grita, la luna brilla y Silvia sonríe, con la barbilla empapada en su amiga.

Paula se deja resbalar al suelo desde el capó y se abraza a la otra mujer, aún con las piernas temblando; la besa con pasión, recogiendo su propia humedad de los labios de su amiga y notando como sus pezones aún erectos se hunden en los pechos de ella. Acaricia sus nalgas por encima del vaquero y busca con su boca el cuello de Silvia, lamiendo y succionando como un cachorro, entre las carcajadas de la otra.

  • ¡Para! ¡Despacio, que me vas a hacer un chupetón!

Las manos de Paula buscan entonces los botones de la blusa, abriéndola apresuradamente antes de deslizar a zarpazos los tirantes del sujetador por los hombros de su amiga y bajárselo hasta la cintura. Si los pechos de Paula son pequeños y erguidos, los de Silvia son grandes, pesados y firmes, rematados por amplias areolas morenas en las que destacan, o casi no lo hacen en realidad, dos pequeños botones. Paula los levanta suavemente con las palmas de las manos, sopesándolos antes de decidirse a besarlos, primero suavemente y después con más energía, utilizando la lengua y los dientes para castigar los pezones, puede que con demasiado entusiasmo, porque Silvia suelta un quejido.

  • ¡Ay! Con cuidado cielo, que no son chicles.

Paula vuelve entonces a por la boca de su amiga que, cogida por sorpresa, da un traspié y cae de culo sobre la hierba, muerta de risa. La joven se deja caer sobre ella de rodillas, con una pierna a cada lado del cuerpo de Silvia, sujeta sus muñecas contra el suelo y enreda su lengua con la de su víctima, obligándola a callarse. Tras un beso prolongado, Paula desciende por el pecho de la mujer, rozándolo apenas con la punta de la nariz antes de lamer delicadamente el hueco entre los senos y provocar un escalofrío en la espalda de Silvia. Después mueve la lengua a lo largo de la curva del pecho izquierdo, ascendiendo hasta el pezón, que recorre en círculos con la punta. Encantada con el efecto que produce -el pezón parece crecer bajo su lengua-, la chica lo estira con los labios y lo mordisquea con suavidad mientras aplasta el otro pecho con la palma de su mano y cierra los dedos en torno a él, apretándolo y magreándolo con delicadeza.

Las dos figuras femeninas parecen una sola - tal vez a ellas les gustaría serlo- en la penumbra: una completamente desnuda, más joven, pálida y delgada, con la cara entre los muslos de otra mayor y más rotunda, de formas más redondeadas, que acaricia el pelo de su compañera susurrando "mi niña, mi niña". Paula, arrodillada, lame aplicadamente el sexo de Silvia, con el ceño fruncido en un gesto de concentración habitual en ella cuando se enfrenta a un tema que no domina. Empezó con prisas, bajando en un mismo gesto los pantalones y las bragas de su amiga y besuqueando aceleradamente sus partes íntimas. Ahora, más tranquila, pasa la lengua por el surco de Silvia con calma, sin prisas, disfrutando de su sabor y de los ruiditos que escapan de la garganta de su compañera, que se las ha arreglado para girar bajo ella hasta tener el culo de Paula al alcance de su mano; acunada por sus propios gemidos y los suaves chasquidos de la lengua de la chica en su sexo, Silvia acaricia perezosamente la curva de las nalgas. Cuando alcanza el orgasmo, su amiga no se aparta, sino que sigue lamiendo, secándola, como si no quisiera separarse de ella. Al final, es la propia Silvia la que tiene que apartar la cabeza de Paula de su cuerpo, entre carcajadas, como si fuera un perrito caprichoso que no quiere soltar su juguete.

Paula se acurruca sobre su pecho, mimosa, besándola en el cuello, intentando postergar la marcha; pero sus amigas las estarán echando de menos y, mientras recompone su atuendo, Silvia contempla con ternura el cuerpo flaco que busca su ropa, desparramada por todo el prado. Demasiado joven, quizá, o ella demasiado vieja, o puede que no. Tal vez la pelirroja esté dispuesta a intentarlo, a dejarse querer, y entonces ella… quién sabe. El tiempo lo dirá