En el lobby de aquel cine...

...conocí a quien sería mi primera vez.

En el lobby de aquel cine

Leonardo se sentó al borde de la cama, vestido nada más con unos blancos calzoncillos y una amplia sonrisa y prendió un cigarrillo. Le dio una profunda calada y expulsó el humo como si estuviera deshaciéndose de un gran peso, como si estuviera librándose de una carga. No acostumbraba fumar. No lo hacía desde la adolescencia, pero esa noche bien lo valía. Esa noche era especial pues se le había cumplido una de sus fantasías. Se sentía feliz.

Entre fumada y fumada, Leonardo se terminó el cigarro y se tiró de espaldas a recordar lo vivido. Desde hacía unos meses, por su mente había estado rondando la idea de tener sexo con un hombre, idea que se acentuó luego de leer un gran número de candentes relatos y ver cantidad de ardientes fotos en Internet. Las razones o los motivos escapaban de su entendimiento. Una homosexualidad reprimida, una bisexualidad tardía o mera curiosidad, no estaba seguro. No lo sabía y tampoco le importaba mucho saberlo. Lo único que para él contaba era tener la oportunidad de llevar a la realidad todas esas imágenes que atiborraban su cabeza cada que su mano recorría con desesperación su erecto pene al tiempo que sus ojos viajaban por los párrafos de aquellas lujuriosas historias de sexo entre machos. Y esa oportunidad, para su fortuna, finalmente se había presentado. Ahora ya no eran suposiciones y dudas sino recuerdos lo que ocupaba su pensamiento. Recuerdos que de repente, al acordarse también de una promesa, se dispuso a compartir.

Como impulsado por resortes, Leonardo se puso de pie y corrió a encender la laptop que descansaba sobre el escritorio de aquel oscuro cuarto de hotel. La luz que desprendió el monitor le iluminó el torso, moreno y cubierto de una fina capa de vello. Mientras que la máquina terminaba de cargarse, él acarició suavemente su pecho, como nunca antes lo había hecho, con deseo, como si fuera el de alguien más. Esa noche se sentía atractivo. Esa noche se gustaba más que nunca y tenía ganas de complacerse. Apretó con dos dedos su pezón derecho y un leve gemido escapó de entre sus labios. Continuó estrujando la tetilla y pronto su miembro reaccionó y comenzó a crecer bajo de sus calzoncillos. Con su mano libre y con las memorias de esa tarde estimulándole la mente, lo acarició por encima de la tela. Bajó un poco el elástico y dejó fuera la cabeza, algo mojada. Recogió una gota de lubricante con la yema y la repartió por todo el glande para después sacar el resto y empezar a lentamente masturbarse.

Sus dedos repasaban el endurecido tronco, con paciencia, imaginando que no era su verga la que estimulaban sino la de aquel que conociera hacía apenas unas horas y que su mano era en realidad su ano, al que aquel chico atravesaba una y otra vez haciéndolo gozar de nuevo. Poco a poco fue aumentando el ritmo de su paja. Cerró los ojos y con la mano que antes pellizcara su pezón buscó entre sus nalgas ese orificio apenas ultrajado. Lo surcó por unos segundos, y cuando se decidió a enterrarle un par de dedos… se acordó que tenía un mensaje que escribir.

Suspendiendo su autosatisfacción, se sentó frente al ordenador y abrió el explorador de Internet para enseguida conducirse hasta su cuenta de correo y por medio de las letras compartirle su emoción a edoardo, un autor de TODORELATOS al que ya antes le había compartido sus inquietudes, dudas y deseos y con quien había establecido contacto luego de dedicarle un comentario con motivo de uno de sus relatos. De aquello habían transcurrido ya seis meses y la confianza que existía entre ambos, a pesar de nunca haberse visto, era grande, de buenos amigos. En uno de los primeros mails , Leonardo le había prometido a edoardo contarle con lujo de detalles si algún día llegaba a liarse con un hombre, como lo soñaba cada que navegaba por la red devorando historias e imágenes que calmaran por momentos la ansiedad de ser precisamente un sueño. Se lo había prometido, pero ahora que por fin había sucedido no era por esa promesa que quería contárselo sino por el afecto que con todo y la distancia los unía. Porque necesitaba compartir la felicidad que lo invadía con alguien que la entendiera, con alguien capaz de contagiarse de ella. Dibujando en su mente las escenas, con la polla de fuera aún erecta, comenzó a relatar sus experiencias.

Luís Eduardo:

Sé que acabo de escribirte hace dos días y que aún no has respondido a ese mensaje, pero quiero, NECESITO contarte lo que me ocurrió esta misma tarde. Es que estoy tan emocionado, que quiero compartir contigo mi alegría. ¿Recuerdas mi deseo de tener sexo con un hombre? ¡Claro que lo recuerdas! ¿Cómo no lo vas a recordar si hemos hablado de ello en variadas ocasiones? Pues bueno, hace apenas unas horas… No lo vas a creer, pero… ¡cumplí mi fantasía! ¡Sí, estuve con un hombre! ¡Estuve con un hombre y fue mejor de lo que había pensado! Me siento como un adolescente después de su primera vez, pero de verdad estoy feliz. ¿Sabes? Todas esas dudas, todos esos miedos han quedado atrás y finalmente experimenté todo eso de lo que hemos platicado. Pero bueno, creo que será mejor que empiece a contarte cómo se dieron las cosas o no voy a acabar. ¡Ay, Eduardo! Nada más de acordarme

Primero que nada, debes saber que no estoy en mi ciudad. Ya te había comentado que la simple posibilidad de que alguien conocido pudiera enterarse me impedía visitar algún sitio gay, ¿no? Estoy en la capital, en el DF, por eso es que me atreví a buscar uno de esos cines porno de los que tanto hablan en los relatos, dónde se supone que puedes tener sexo sin ningún tipo de compromiso. Bueno, eso de atreverme fue sólo a medias porque en cuanto entré… En fin, no me quiero adelantar.

Navegando por Internet, averigüe la dirección de un lugar al que aseguraban sólo asisten gentes limpias y educadas. Sé que suena estúpido, pero necesitaba darme valor y ese detalle tan tonto me ayudó. Total que después de salir del congreso al que la escuela en la que trabajo me envió, tomé un taxi que me condujo hasta el sitio indicado. Fue algo complicado dar con el cine, la verdad, porque se encuentra escondido en una plaza comercial algo olvidada y para colmo está disfrazado de video club, pero al final lo encontré, pagué mi boleto y entré, honestamente, algo asustado de lo que podría pasar.

Lo primero que vi fue un pequeño recibidor con dos sillones, una máquina de café y otra de condones, algo así como el lobby. Los cojines eran de piel. Nunca me han gustado, pero igual me senté a pensar un rato. Detrás de una cortina negra tan gastada como la pintura de los muros se apreciaba un reflejo que seguro provenía de la pantalla. Se escuchaban los gemidos de la película. Luego de respirar profundo, me puse de pie y me asomé como tratando de pasar desapercibido. El filme mostraba a una morena siendo sodomizada al mismo tiempo por un rubio y un latino, ambos dueños de descomunales penes. No sé si tú has ido a uno de esos cines, pero… ¿por qué proyectan porno heterosexual si se supone que los hombres que visitan ese tipo de lugares buscan sexo, precisamente, con otros hombres? ¿No sería más coherente que pusieran porno gay? En fin. Separé un poquito la cortina, y en cuanto vi a esa mujer jadeando de fingido placer regresé a sentarme al sillón. No sé si fue el imaginar que alguien con semejante monstruo entre las piernas pudiera penetrarme, pero el caso es que a final de cuentas no pasé del corredor.

Sintiéndome un idiota, por no animarme a dar el siguiente y definitivo paso, me dispuse a marcharme cuando en eso, un jovencito apareció de detrás de la cortina. Según él tenía veinticinco, pero a lo mucho le calculo veintidós. Llevaba pelo corto y algo alborotado, lentes y ropa informal. Era delgado, algo bajito y de rostro… agradable, sobre todo por la sonrisa, sincera y contagiosa. No sé por qué, pero cuando me preguntó qué hacía ahí sentado, mostrándome sus algo separados dientes, me sentí más calmado, como si estuviera enfrente de un viejo amigo. Me quedé mirándolo por un rato, sin hablar. Al ver que no le contestaba, se sentó a mi lado e insistió en averiguar los motivos de mi presencia en el lugar.

– ¿Por qué estás aquí sentado? – inquirió hablándome de tú, como no prestando atención a que evidentemente yo era mayor –. ¿Siempre no te atreviste a pasar?

– No, la verdad no – le respondí algo avergonzado.

– Y… ¿se puede saber por qué? ¿No te gustan las películas porno? A mí la verdad es que no, sólo vine por… curiosidad. He escuchado de estos lugares y de lo que pasa en ellos, y tenía ganas de comprobarlo, pero la verdad es que no hay nada bueno. Está casi vacío. Nada más hay un par de tipos malencarados y algo… ocupados – apuntó soltando una carcajada a la que me fue imposible no imitar –. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad? ¡Ocupados! – reiteró haciendo una mueca con su boca, como simulando una mamada –. Pero bueno, no me has dicho por qué no te pasaste. ¿Acaso también es tu primera vez? ¿Estás nervioso? ¿Te gustan los hombres o sólo el porno? Porque a mí sí me gustan. Los hombres, ¡eh!, no el porno. También me gustan las mujeres, pero no me vas a negar que una verga es una verga y… ¡Qué tonto soy! Otra vez no te dejé contarme por qué estás aquí sentado. ¡Perdóname! Vas a creer que soy un maleducado, pero la verdad es que yo no soy así. En condiciones normales casi no hablo, a veces hasta me preguntan si no soy mudo o retrasado, pero hoy ando alegre. ¿Cómo no estarlo después de una botella entera de tequila? – otra carcajada –. No estoy borracho, ¡no! Se necesita más que eso para que se me suba, pero sí ando alegre. Y cuando estoy alegre me da por hablar todo lo que no hablo en mis cinco sentidos. Creo que ya lo notaste – una carcajada más –. Pero bueno, ya que no vas a meterte a ver la película ni a algo más, ¿por qué no vamos a tomarnos un café? Para ver si se me corta la alegría – venga la cuarta carcajada –. ¿Qué me dices? ¿Eh? Sirve que ahora sí me cuentas lo que por hablar y hablar no te dejé. ¿Vamos? – me cuestionó acariciando mi mejilla.

Aquel roce para él pareció algo de lo más normal, pero para mí… Para mí. Quizá lo más lógico, lo más sensato al ver lo loco que estaba aquel chico y lo fácil que se le hizo tocarme a pesar de ni siquiera conocerme habría sido negarme, mas había algo en su sonrisa, en su mirada que me inspiraba confianza y accedí.

– Está bien, vamos – le dije y salimos de aquel cine en busca de un café.

Entramos a uno llamado "El otro lado". Irónico, ¿no? Era como si la vida supiera de antemano lo que ocurriría. Y una parte de mí sentía como si todos lo supieran, como si todos estuvieran enterados de lo que haría, mucho antes de yo siquiera imaginarlo. Porque déjame decirte que no acepté salir con él esperando sucediera algo más. Si tomé su invitación fue porque algo me dijo que en él podía confiar, que a él podía contarle todo sin miedo a recibir burlas o críticas. Algo así como tenerte a ti pero en persona, para que me entiendas. Total que ahí sentado frente a aquel muchacho veinte años menor que yo, me sentía observado. Pero ¿sabes qué? No me importó. Otro día quizá me habría marchado a la primera miradita sospechosa que alguien me echara, pero no esta tarde. La forma tan despreocupada y familiar en que él me hablaba sin siquiera haberle dicho yo mi nombre, fue como un escape a la rutina que me hizo olvidarme de todo por al menos un momento.

– Yo no soy de aquí – me siguió diciendo ya algo menos acelerado, luego de tomarse casi un litro de café bien cargado –, vine a registrar algunos cuentos. Estoy por entrar a un grupo cultural que publica una revista en la que participo con un par de artículos, y me piden un trabajo de ingreso. Pienso presentarles una recopilación de mis relatos, para que se espanten los muy persignados pues algunos son eróticos – las carcajadas regresaron –, pero no quiero que se los vayan a volar. No es que sean la octava maravilla, pero conociendo a esos cabrones… Pude haberlo hecho en mi ciudad, pero me lo habrían tardado más y mejor decidí venir hasta acá, así servía que me distraía un poco. No me gusta el DF, mucho menos el acento que aquí tiene la gente, pero bueno. Unas vacacioncitas, ¡son unas vacacioncitas! ¿No lo crees?

– Sí, creo que sí. Pero dime una cosa: ¿por qué tomaste tanto? – pregunté sacando a relucir mi vena de padre preocupado –. Dices que no estás borracho, y te creo, como dices, sólo se te ve un poco alegre, pero igual creo que tanto alcohol puede hacerte daño. ¿Te pasa algo? ¿No pudiste registrar tus cuentos o algo así?

– No, no es eso – afirmó con un tono melancólico que me dieron ganas de abrazarlo –. Lo que pasa es que esta ciudad me trae muchos recuerdos. Por eso no me gusta, a pesar de que me fascinan las grandes ciudades. Aquí viví muchas cosas que ya nunca serán, pero en fin. No quiero hablar de eso que ahorita pido me cambien el café por vodka. Mejor… Mejor dime de una vez por todas que hacías sentado en el lobby de aquel cine. Antes de que otra vez me de por hablar – le volvieron las carcajadas.

– Fui a ese cine porque… ¡Por mera curiosidad! – mentí, aún cuando quería decirle la verdad. Después de todo, una parte de mí continuaba sintiendo algo de temor.

– No te creo – señaló mirándome a los ojos, como buscando intimidarme –. Nadie va a ese tipo de lugares por curiosidad. ¿Por qué no me cuentas la verdad? ¿Fuiste buscando sexo? ¡Vamos! ¡Cuéntame! ¡Que no te de pena! Mira que yo ya te dije que me encanta la verga – la carcajada contagiosa.

– Bueno, la verdad es que… sí – confesé sonriendo de ladito, como un niño antes de llevar a cabo una de sus travesuras –. Soy casado, ¿sabes? Pero desde hace un tiempo, sin yo así quererlo, he sentido las ganas de acostarme con un hombre. Vivo en Puebla, y allá nunca me atrevería a buscar alguno, pero aquí, estando lejos de la gente que conozco y me conoce, pensé que era un buen momento para hacerlo. Ya sabes tú cómo terminó.

– ¡Ah! ¡Tampoco eres de aquí! – exclamó como si mi lugar de origen fuera lo más impresionante que le hubiera dicho –. Con razón no tienes acento de chilango – un trago de café y una carcajada más –. Y bueno, ¿por qué a final de cuentas te rajaste? ¿Te entró el remordimiento?

– No, no fue eso. Lo que pasa es que tuve algo de miedo. ¿Sabes? Nunca he estado con un hombre y, luego de ver el tamaño de los actores de la película, me aterrorizó la idea de que alguno como esos pudiera… ¡Tú sabes! No es fácil, ni siquiera sé cómo abordar a otro hombre o cómo… Creo que después de todo me seguiré quedando en las ideas. Además, ¿quién querría acostarse con un viejo como yo? – solté antes de darle un trago a mi café, esfumándose por un segundo la libertad y la seguridad que sintiera al entrar en aquel establecimiento, con él.

– ¡Yo querría! – aseguró tomando mi mano, inyectándome una chispa que me viajo por todo el cuerpo hasta apagarse en mi entrepierna haciendo reaccionar mi falo.

Como ya te había dicho, si acepté la invitación de aquel muchacho no fue esperando que ocurriera algo más, pero al sentir el roce de sus dedos en los míos… no pude evitar sufrir una erección. Y así como así, la confianza regresó.

– ¡Yo querría! – insistió apretándome ahora con ambas manos –. Aunque tú lo digas, no eres viejo. ¡Y tampoco feo! Por lo menos a mí me pareces atractivo. ¿Quieres que te diga algo? Cuando te vi sentado en aquel sillón, con tu bigotito, tu pequeña pancita y tu cara de asustado me dieron ganas de… En mis cinco sentidos soy muy tímido, pero gracias a Dios andaba happy y me animé a acercarme. Yo tampoco se cómo abordar a un hombre, siempre es el otro quién lo hace, pero ya que estamos aquí, ya que tú tienes miedo de uno grande y yo, yo la verdad lo tengo chico, ¿por qué no… nos conocemos más a fondo? ¿Qué me dices?

El saber que sus dimensiones no eran las monstruosidades de aquellos dos en la pantalla, y el escucharle decir que defectos como mi barriga cuarentona le resultaban atractivos me excitó más de lo que estaba ya. Él me miraba esperando respuesta, pero yo era incapaz de articular palabra. No por miedo ni por arrepentimiento sino porque mi cabeza era un mar de imágenes obscenas que no le permitían a mi garganta emitir sonido alguno de tan atrayentes, de tan lujuriosas y calientes las escenas. Por pensar a ese chico encima de mí, me era imposible decirle que sí.

– ¿Por qué te quedas callado? ¿Acaso soy yo el que no te gusta? ¿Te parezco demasiado joven, o muy bajo? ¡Respóndeme! – exigió algo irritado por mi silencio –. O… ¿quieres que se lo pregunte a él? – inquirió y al poco tiempo sentí su pie sobre mi endurecido miembro, sobándolo con descaro por debajo de la mesa y por encima de la ropa, y yo sin contestar –. ¡Qué rico! – expresó chupándose los labios –. ¿Todo esto es para mí? ¿Todo esto me voy a comer? Porque, a juzgar por lo hinchado que lo tienes, creo que tu respuesta es sí, ¿o me equivoco?

– No – me limité a decir en ese delicioso cosquilleo que su planta provocaba.

– Pues entonces, paguemos la cuenta y vayámonos a mi hotel – propuso terminándose el café y dejando un billete al lado de la taza –. Que al cabo está aquí cerca – apuntó poniéndose de pie, como si estuviera ansioso de follar conmigo.

– Pues… ¡vamos! – acordé acomodando mi erección antes de incorporarme yo también.

Te juro que estaba tan emocionado, que ni siquiera me opuse a que él pagara. Mi excitación era tan grande que no sentí las once cuadras que caminamos para llegar a dónde se hospedaba. Pero a la par de mí excitación estaba mi nerviosismo, por estar a punto de pisar nuevos terrenos, por no saber qué me esperaba. ¡Cómo sería! Al entrar a su habitación, me senté sobre la cama con las manos en los muslos y la mirada en el piso, y le notifiqué mi turbación.

– ¿Sabes? Aún tengo algo de miedo – confesé deshaciéndome de los zapatos.

– No tienes por qué – aseveró hincándose a mis espaldas, comenzando a darme un masaje en los hombros que de verdad me tranquilizó –. No soy un experto en sexo, pero trataré de que te la pases de lo mejor – prometió al tiempo que se prendía de mi cuello y yo me ponía a temblar como una quinceañera, en parte por lo que vendría en parte por el beso.

Sus labios se posaron justo debajo de mi nuca y de ahí se movieron hacia un lado y hacia el otro, subiendo de vez en cuando a mi barbilla, amenazando con seguirse hasta mi boca, algo que afortunada o desafortunadamente, según se vea, nunca sucedió. Su lengua se dedicó a ensalivarme el cuello mientras que sus manos fueron abriendo de mi camisa uno a uno los botones, para después acariciarme el pecho y pellizcarme un pezón. Luego el otro. Y de mi garganta, el primer gemido.

– Lo ves, no hay nada que temer. Es como hacerlo con una mujer – afirmó pasándose a mi oreja –. Bueno, con una mujer que tiene esto – me apretó la verga y soltó una leve carcajada. Y a partir de ese momento la total relajación. Puro gozo y placer.

Y ya más ambientando, desabroché mis pantalones y bajé mi bóxer. Tomé sus manos, que habían regresado a mis tetillas, y las llevé a mi polla. Él le dio ligeros apretones y después empezó a masturbarme, lenta pero firmemente, sin dejar de besarme el cuello y las orejas. Estuvimos así por un tiempo, con sus dedos subiendo y bajando por mi excitación, hasta que propuso pasar al siguiente nivel.

– ¿Quieres que te la mame? – me interrogó al oído y todo el cuerpo me tembló.

– Sí – le contesté y enseguida lo tuve hincado frente a mí, con la cara entre mis piernas, con la lengua merodeando la punta de mi verga.

Tardó unos segundos en empezar con la felación. Surcó mi palpitante pene con sus dedos, moviéndolos de arriba abajo y sin tocarlo y no fue hasta que me notó desesperado que finalmente atrapó el humedecido glande con sus labios, para repasarlo con su lengua unos instantes y después irse bajando hasta tenerla toda dentro, y ahí dejarla por un rato, mimándola con su cálida garganta de una forma que tuve que esforzarme para no correrme. Pero de nada me sirvió, enseguida se puso a mamármela como un loco y me fue imposible contenerme más. Le avisé de mi próxima venida, pero él siguió mamando y recibió mi semen en su boca, tragándose hasta la última gota, cosa que terminó de enloquecerme.

En cuanto de mi miembro salió el último disparo, lo obligué a ponerse de pie y lo lancé a la cama para arrancarle la ropa y comenzar a besarle todo el cuerpo. Su piel sabía distinta a la de una mujer, sus pezones tenían otro sabor y… Y debajo del ombligo no había un vacío sino algo duro y tibio que, con algo de miedo debo de admitir, acaricié en un principio con torpeza.

Después fui agarrando confianza y creo que se la meneé rico, porque su respiración se aceleró y me rogó me detuviera. Creí que querría que le devolviera el favorcito, pero afortunadamente, porque la idea de hacerle sexo oral a un hombre aún me causa algo de problemas, no sé, no me siento capaz de llevar yo la batuta, me pidió que sacara del bolsillo de su pantalón el condón que había tomado de la máquina que había en el cine. Así lo hice. Y luego de encontrarlo rompí la envoltura y lo desenrollé sobre su miembro, sabiendo lo que a continuación vendría, sintiéndome entre nervioso y excitado.

Sin decir palabra, me acostó boca abajo y me colocó una almohada debajo. Fue subiendo a besos por mis piernas hasta que llegó a mi culo. Lo besó también, un glúteo y el otro, cada centímetro, cada vello. Después me separó las nalgas y me estremecí al sentir como entre ellas me soplaba. Pero fue peor el sobresalto cuando su lengua se posó en mi ano. El placer que experimenté fue tan grande que, a pesar de haber terminado hacía apenas unos segundos, la polla se me puso dura. Y con cada lengüetazo que siguió, con el primer, segundo y tercer dedo que introdujo y agitó dentro de mí, cada poro de mi cuerpo me acompañaba en mis jadeos. El miedo había pasado. Lo quería dentro. Necesitaba que me penetrara de una vez por todas y como pude se lo dije, entre suspiros y gemidos lo pedí.

Entonces se puso en cuatro sobre mí. Y mientras la punta de su verga buscaba el orificio que le ofrecía alojamiento, sus dientes mordisqueándome la oreja. Cuando el glande se acomodó a la perfección entre mis glúteos, dejó caer su peso en mi espalda y con ambas manos se ayudó para finalmente atravesarme. No sé si fue el que no lo tuviera descomunal, el que había hecho un buen trabajo de dilatación o la emoción de ver cumplido mi deseo, pero no sentí molestia alguna. Enseguida de la cabeza me fue entrando el tronco y en un instante, ¡no podía creerlo!, me tenía enculado. Sus testículos me rozaban en las nalgas, su insipiente barba picándome en la espalda e inició el mete y saca, con paciencia, dilatando también la duración del gozo.

Su miembro entraba y salía, a veces a velocidad a veces lento, a veces suave a veces rudo, pero siempre clavándose yo no sé dónde que me retorcía del gusto. Creo que tú sabes más de eso que yo, pero conforme aquel chamaco me follaba, sensaciones muy distintas a las que se tienen al ser tú el que penetra se apoderaron de mi cuerpo, invadiéndome unas ganas terribles de jalármela. Y él, como si me hubiera leído la mente, se levantó un poco para que yo pudiera ponerme en cuatro y, sin él dejar de cabalgarme, masturbarme libremente.

Así, mientras su polla vencía a mis esfínteres y me abría el culo para enterrarse dentro, ahí en ese lugar que con cada estocada mandaba una descarga de placer a mi cerebro, yo me hacía una paja y meneaba la cadera, para acompañar sus movimientos. Él estaba hincado, y para dármela más fuerte me cogía de la cintura, pero conforme el ritmo fue aumentando y el clímax se acercaba, se dejó caer sobre mi espalda y sustituyó mi mano con la suya. Al tiempo que no paraba de metérmela, me la chaqueteó con tal ansia que pronto estuve a punto. Con su endurecido miembro taladrando mis adentros e incrementándome el placer, exploté por segunda vez manchando las sábanas con el orgasmo más intenso de mi vida. A los pocos segundos, él también se vino. A pesar de que el condón evitó que me bañara con su semen, pude sentir sus espasmos contenidos por el látex. Luego nos derrumbamos y empezamos a reír a carcajadas. ¡Cómo dos niños felices!

Estuvimos acostados sin decirnos nada, nada más sonriéndonos alrededor de veinte minutos. Después me puse la poca ropa que me había quitado y me dispuse a abandonar el cuarto, no sin antes agradecerle lo vivido.

– ¡Gracias! – exclamé acercándome a la puerta –. Me gusto mucho lo que hicimos. De verdad.

– Ya ves, y tú que tenías miedo – comentó dirigiéndose hacia mí.

– Sí. ¡Qué tonto! – solté girando la perilla.

– A mí también me gustó mucho. Siendo honesto, no suelo disfrutar del sexo ocasional, pero tú tienes algo que… ¿Por qué no me das el número de tu celular? Tal vez te llame y repitamos la ocasión – sugirió pegándose a mi cuerpo –. Quizá para la otra, el cogido sea yo – murmuró sobando mi entrepierna.

– Está bien, pero con una condición – sentencié apartándolo pues ya sentía que se me volvía a parar, y pensé que por el momento había sido suficiente.

– La que quieras – afirmó acercándose de nuevo.

– ¿Cómo te llamas? – inquirí en un tono ya más serio –. Me gustaría saber el nombre del primero con el que lo hice, jeje. Para no pensar que fue un desconocido.

– Este… Jorge. ¡Me llamo Jorge! – declaró muy divertido –. Y ahora que ya sabes mi nombre, venga para acá ese número.

Jorge, como en ese momento supe se llamaba, corrió por una pluma y se escribió mi número en el brazo. Entonces sí nos despedimos. Salí del cuarto plantándole un último beso en la frente y manoseándome él, travieso, el paquete. Después me fui para mi hotel y ahora aquí me tienes, contándote con lujo de detalles lo ocurrido, tal como lo prometí en mis primeros mails . No sé si vaya a llamarme, si en verdad disfrutó tanto como yo o si… Prefiero no pensar. Estoy tan… ¡feliz!, que no quiero arruinarlo dando vuelo a mi cerebro. Me cuesta trabajo expresar todo lo que siento, pero sé que tú me entiendes, por eso quise escribirte de inmediato y compartir contigo lo que me pasó. Y bueno, me despido porque creo que esta vez sí me extendí.

¡Que pases una excelente noche, amigo mío! Te mando un beso y un abrazo, y nos leemos luego. Hasta pronto y… ¡gracias por estar ahí!

Leonardo.

Luego de darle clic a enviar , Leonardo apagó su laptop y se dejó caer sobre la cama. Haber redactado para edoardo todo lo vivido con aquel risueño chico lo había excitado sobremanera. Su verga estaba tan dura como cuando él lo penetraba, como si estuviera otra vez pasando. La envolvió con la derecha y empezó a masajearla. Primero se fue lento, como lo hiciera antes de comenzar a escribirle a su amigo el mensaje, y después sus dedos viajaban por su erección como si quisieran desgastarla. Con la izquierda cogió un pequeño tubo de crema que dormitaba solitario en el buró. Separó las piernas y levantó un poco la cadera. Acomodó el cilíndrico objeto entre sus nalgas, y justo cuando se disponía a introducírselo… el ring-ring del celular lo interrumpió. Pensó en no contestar y seguir con lo suyo hasta correrse, pero la posibilidad de que fuera Jorge quién marcaba lo animó a hacer lo contrario. Deteniéndose en su paja, y con la esperanza de dormir acompañado, tomó la llamada.

– ¿Bueno? ¿Jorge? – preguntó confiando que era él.

– No. Soy Eduardo – le respondieron desde el otro lado.

– ¿Eduardo? – inquirió Leonardo algo confundido, intentando recordar a quién conocía con ese nombre y jamás pasándole por la cabeza la idea de que pudiera tratarse de ese a quien minutos atrás le escribiera contándole todo.

– Sí, Eduardo. Acabo de leer tu correo y no pude contener las ganas de llamarte.

– Pero… ¿De dónde sacaste mi número?

– ¿De verdad no te lo imaginas?

– No me digas que… ¡¿No?! ¡¿De verdad?!

– ¡Sí! ¡¿Puedes creerlo?! Yo aún no. ¡Estoy… emocionado, maravillado!

– Pero… ¿Cómo es posible?

– No lo sé. Coincidencias de la vida, supongo.

– Pero… Tú me dijiste que te llamabas Jorge.

– Lo sé. Perdóname, por favor. Lo que pasa es que creí que luego de volver cada uno a su ciudad no volveríamos a encontrarnos y pensé que sería mejor decirte un nombre falso, para que no hubiera conexión o algo así. Sí me perdonas, ¿verdad? Digo, detalle insignificante.

– ¡Claro que te perdono! Pero… Es que… ¡No lo puedo creer!

– Yo tampoco, pero dejémonos de explicaciones. Olvídate de las preguntas y los peros y dime: ¿qué estabas haciendo?

– Jejeje. ¿Tú qué crees?

– ¡Pillín!

– Bueno, es que escribir lo que pasó me puso mal y… ¡tú no me llamabas!

– Pues tú tampoco me buscaste, pero bueno. Ya lo hice, ya te llamé. ¿Por qué no te aguantas un poquito? ¿Por qué en lugar de desperdiciar tu rico semen no lo guardas para mí?

– ¿Te lo vas a beber todo?

– Toooooooooodo. ¡Te voy a dejar seco!

– Entonces creo que sí me espero, jejeje.

– Dijiste que te hospedabas en La Casa del Abuelo , ¿cierto?

– Sí, eso dije. Me sorprende que me hayas puesto atención.

– Pues con lo caliente que me tenías fue algo difícil, pero ya ves. Dame unos minutos y enseguida estoy contigo. No ando muy lejos.

– De acuerdo. Pero nada más apúrate, que no se cuánto tiempo me pueda aguantar.

– OK.

– Te espero aquí, entonces. Adiós.

– ¡Oye!

– ¿Sí?

– Te quiero – declaró Eduardo para inmediatamente después colgar.

Leonardo se conmovió al punto de las lágrimas con esa última y sencilla frase. No tuvo oportunidad de responder, pero ya habría tiempo cuando Él estuviera enfrente, cuando ahora sí lo llamara por su nombre. No comprendía cómo fue que sus destinos habían coincidido ni cómo fue que gozaron uno del otro sin saber quiénes eran en verdad. No podía explicárselo, pero entendía que hay cosas que no se explican, que sólo se viven. El hecho de que ese con quien cumpliera su fantasía se tratara del mismo a quien le abriera meses atrás el corazón hacía que su felicidad fuera más grande. Aparte de eso, nada era importante. Ni el dónde ni el cómo ni el por qué. Se levantó de la cama y se vistió. Se roció unas gotas de perfume, se acomodó el cabello y esperó a que Él llegara.

Minutos después, finalmente tocaron a la puerta. El corazón de Leonardo dio un saltó al su mano coger la perilla, y al girarla y descubrir del otro lado del umbral a quien cuya apariencia tantas veces trató de adivinar y con quien compartiera más que una tarde sin ninguno de los dos saberlo… Eduardo entró en la habitación. La puerta se cerró, sus miradas se cruzaron. Se sonrieron mutuamente y sin decir palabra se abrazaron. Con fuerza, clavándose las costillas de uno en el pecho del otro, expresando todo lo que sus bocas no podían. Permanecieron unidos por un breve lapso interminable que fortaleció su amistad más que todos los correos escritos a lo largo de seis meses. Después de todo, el estar frente a frente resultó importante.

Al separarse, sus miradas volvieron a cruzarse y sin aún decir palabra fueron sus labios los que se juntaron. Se besaron en un beso de sincero y profundo afecto. En un beso de amigos