En el lecho conyugal
Un matrimonio, hombre y mujer (en España hay que especificarlo) tendidos en el lecho. ¿En qué piensan?.
ÉL:
¿Qué le digo para justificar que mañana tampoco vendré a cenar?. Puede que sean los remordimientos, pero las últimas veces me pareció que me dirigía una mirada pensativa cuando pretexté la enésima reunión de trabajo. ¿Sospechará algo?. No creo, pero tengo que tener mucho cuidado. ELLA no se merece que la engañe, pero no puedo evitarlo. La quiero, pero después de casi diez años de matrimonio, sentir de nuevo la excitación de la conquista, la primicia del descubrimiento de otro cuerpo femenino, me ha devuelto a los años de mi juventud.
El pensamiento de que todo sucedió por casualidad, y que no fui yo quién tomó la iniciativa, no pasa de ser una excusa, que me evita la mayor parte de la mala conciencia. Pero pude haberme marchado del piso de Luz, antes de llegar a y me quedé. No voy a engañarme a mí mismo: la verdad es que llevaba mucho tiempo deseándola, aunque en abstracto, sin pasar nunca de las miradas hambrientas a su cuerpo joven, miradas que no creía que ella hubiera advertido aunque luego supe que sí. Como ahora sé que la atracción fue mutua desde el primer momento.
Por más que, casualidad fue que tuviera que acudir solo a la cena anual de la empresa antes de las vacaciones de Navidad: Jorgito amaneció con unas décimas de temperatura, nada importante, pero ELLA decidió quedarse en casa a cuidarle. No, de nuevo me estoy mintiendo: de no haber ocurrido aquella noche, habría sucedido en cualquier otra oportunidad: yo la habría buscado, ahora lo sé.
Fui yo quién tomó la iniciativa de sentarme a su lado, y la de bailar con ella casi en exclusiva, con la excusa de que "ambos éramos los únicos sin pareja". Y yo el que se ofreció a llevarla a su casa, con un casi olvidado hormigueo de anticipación en el bajo vientre, cuando me dijo que estaba un poco mareada.
Tuve oportunidad de irme, una vez que la dejé tendida en su cama, después de limitarme a quitarle los zapatos. Pero me quedé contemplando sus formas ceñidas por aquel vestido negro de fiesta, y el inicio de sus muslos, que habían quedado al descubierto (aunque si hubiera hecho intención de dejarla, probablemente me lo habría impedido).
Después de que ella me pidiera que descorriera el cierre en la parte trasera de la prenda, pude haberme marchado. No lo hice. Por el contrario, me detuve a admirar su espalda, al descubierto hasta algo más abajo de la cinturilla de sus braguitas blancas, sin perder detalle de la ligera depresión de su columna vertebral, ni de los dos hoyuelos a ambos lados, casi en el inicio de la hendidura entre sus nalgas, con un loco deseo de sentir su piel en la yema de mis dedos. Y quedarme allí, absorto en la contemplación de su cuerpo, selló mi suerte.
Fui yo el que se ofreció a ayudarla a que se quitara el vestido "que es una pena que se arrugue". Y cuando ella se lo subió hasta la cintura primero, y elevó los brazos después, pude advertir que no quedaba ya ni sombra de su aparente embriaguez, pero yo estaba más allá del bien y del mal; mi deseo se había llevado todo pensamiento que no fuera el de perderme en aquella piel joven. Y su tardío gesto de pudor, cubriéndose los senos con los brazos cuando quedó prácticamente desnuda, solo consiguió enervarme aún más.
Al principio, hurtó el rostro a mis intentos de besarla, con ojos asustados como los de un pajarillo, pero cedió finalmente, y poco después, sus manos se habían posado en mi nuca, dejando campo libre a mis dedos sobre sus pechos de seda.
Todo se vuelve una nebulosa en mi evocación de lo que siguió a partir de ese momento. Recuerdo retazos, como si se hubiera tratado de un sueño: su cuerpo desnudo entre mis brazos, en la penumbra de su dormitorio. Sus jadeos excitados cuando mis manos fueron al encuentro de su sexo. El tacto de sus pezones entre mis labios. Sus piernas abrazadas en torno a mi cintura, mientras yo me perdía en la profundidad de sus ojos y su boca. Mi virilidad invadiendo su interior, con el mismo ardor de mis veinte años, recobrados en aquel instante. Y sus caricias en mis mejillas, y la promesa que intuí en sus ojos brillantes. Y su entrega sin condiciones ni reservas, y su placer, que tomé como un regalo.
Después No puso ninguna objeción cuando le propuse encontrarnos el siguiente miércoles en un hotel discreto que yo conocía de mis años mozos. Y poco a poco nuestras citas, inicialmente muy espaciadas, se han convertido en semanales, y aún nos parece interminable el tiempo que media entre cada una de ellas.
¡Mañana la veré!. Y de nuevo ocurrirá el milagro del encuentro de nuestros cuerpos
He de dejar de pensar en esto, es ya muy tarde.
Tengo que acordarme de ingresar en la cuenta bancaria, no vaya a ser que devuelvan el recibo de la hipoteca. Jorgito necesita ropa nueva, ¡cómo ha crecido desde la primavera!. (Por cierto, tengo que mirar la agenda, no se me vaya a pasar nuestro aniversario, como el año anterior) .
Me parece que ELLA aún no se durmió. No para de revolverse entre las sábanas.
ELLA:
¿Qué hago mañana para comer?. ¿Habrá hecho el ingreso para atender el recibo de la hipoteca?. He de recordárselo, no vaya a ser que se le haya olvidado. Mañana sin falta voy a mirar ropa para Jorgito. Y de paso, compraré ese conjunto de braguita y sujetador rojos que vi la semana pasada.
¡Si él supiera!. Tengo que ser discreta, no me perdonaría herirle. Es un buen hombre, y sé que me quiere, pero al cabo de nueve años y once meses de matrimonio, con él todo es previsible. Y echaba de menos la excitación de sentirme admirada, necesitaba ver de nuevo el deseo en unos ojos masculinos.
Mañana es miércoles, y sé que es el día de su reunión semanal de ventas. Mi hermana está ignorante de todo, le digo que voy al gimnasio; ella se encarga de recoger a Jorgito de la guardería, y le tiene en su casa hasta que voy a buscarle.
El hecho de que una mujer felizmente casada se entregara a una infidelidad, siempre me había parecido indigno. ¡Qué poco sabía yo que a veces la vida decide por ti, y te conduce a una situación que no buscaste, pero a la que es muy difícil resistirse!.
Porque yo no busqué que Marta me citara a comer en aquel restaurante, y no puedo dejar de pensar que de haberlo hecho en otro sitio, nada de esto hubiera ocurrido. Tampoco fue mi culpa que a ella le surgiera un compromiso en el trabajo, y que me llamara excusándose cuando era tarde para hacer otra cosa que encargar algo al camarero, que ya ni me preguntaba si había decidido el menú.
Fue entonces cuando le vi. Maduro, bien vestido, con un aire de seguridad que fue lo primero que llamó mi atención. Bueno, lo segundo, porque antes me impresionaron sus facciones varoniles, y sus manos. Siempre me fijo en las manos de las personas. Eran grandes, aunque la largura de sus dedos perfectamente manicurados, las hacía elegantes, no toscas. El pelo corto, intensamente negro como sus ojos, con unas pinceladas de blanco en las sienes. Y no llevaba alianza, tan solo un discreto anillo con una pequeña piedra verde engastada.
Nuestras miradas se cruzaron, y retiré rápidamente la vista, un poco avergonzada de que me hubiera sorprendido. Y a partir de aquel momento, cada vez que levantaba la vista hacia él, encontraba siempre los carbones de sus ojos prendidos en los míos.
Yo había solicitado ya la cuenta, y estaba completamente decidida a marcharme. Sola. Fue entonces cuando él impartió unas rápidas instrucciones al camarero, y de alguna manera SUPE que le estaba hablando de mí. Mi corazón comenzó a golpear como un tambor dentro del pecho. Me invadió la extraña sensación de que algo importante iba a suceder, una especie de premonición que pobló mi vientre de aleteos de mariposas. Mi suerte estaba echada, lo supe en aquel momento, mi previsible y ordenada existencia iba a cambiar, y no me importó. Todo se borró de mi mente: tenía de nuevo diecinueve años, mi vida volvía a ser una página en blanco, y esta vez no aparté la vista, y mantuve su mirada.
Sonrió levemente, y su sonrisa me derritió por dentro. Maldije al camarero cuando se interpuso entre nosotros, mostrándole una botella, que él debió aprobar. Contemplé como llenaba dos copas, la devolvía al cubo con hielo y se retiraba.
Se me paró el corazón cuando se levantó y vino hacia mí, y me invadió el discreto halo del aroma de su loción. Y entonces oí su profunda voz por primera vez, solicitando mi permiso para sentarse a mi mesa.
La siguiente hora pasó como en un sueño. Apenas probé el champagne, pero estaba igualmente embriagada por su presencia, pendiente de los elegantes gestos de sus manos, con las que subrayaba en ocasiones sus palabras, e hipnotizada por aquella mirada de azabache clavada permanentemente en mis ojos.
No recuerdo apenas nada de aquella conversación. Solo que en un determinado momento tomó mi mano y se la llevó a los labios, quemando mi piel con el leve roce de sus labios y que me humedecí como una colegiala en su primera cita amorosa.
Me dejé conducir como en sueños al interior de un carísimo Bentley, cuya puerta sostuvo abierta galantemente mientras me acomodaba en el asiento de fragante cuero blanco.
Poco después me vi, como desligada de mi cuerpo, sentada en otro sillón de cuero, este del inmenso salón de su casa, con otra copa de champagne en la mano, que no pude probar. En un momento determinado, retiró con suavidad la copa de entre mis dedos agarrotados. Tiró de mi mano dulcemente, obligándome a ponerme en pie, y me pidió que me desnudara para él. Y lo hizo de modo que sentí que tomaba la visión de mi cuerpo como un impagable regalo.
No dudé, estaba más allá del pudor, y sentía mi cabeza como vacía. Aunque no, realmente estaba llena. De su mirada, que se tornó admirativa cuando toda mi ropa quedó amontonada en el suelo. Y entonces, sus dedos recorrieron la totalidad de mi piel, como una leve caricia que me provocaba escalofríos, un suave roce que me causaba un ansia desconocida, una opresión en el pecho que me impulsaba a sollozar, aunque era alegría el sentimiento que me embargaba, y una ola incontenible de deseo, como nunca antes había experimentado.
Mi siguiente recuerdo es el de su cuerpo desnudo sobre el mío, su masculinidad erguida colmando mi interior, y sus labios que susurraban en mi oído palabras de amor, que incrementaban aún más la fiebre que me consumía.
Mi orgasmo fue, no violento como una ola que todo lo arrolla, sino más bien como la sucesión de pequeñas ondas que llegan a la playa. Lenta, muy lentamente, me fue conduciendo a la cima del placer más intenso que había conocido, y que parecía no tener fin.
Después, cuando todo hubo concluido, permaneció abrazado a mí durante mucho tiempo, acariciando mis mejillas y besando mis cabellos, mientras su boca expresaba en mi oído la felicidad que le había proporcionado, y me rogaba que no desapareciera de su vida.
No sé que ha visto en mí, y hace semanas ya que he dejado de preguntármelo. De seguro que podría conseguir cualquier mujer que se le antojara, pero de entre todas me ha elegido a mí. Y me siento de nuevo viva, admirada y amada .
Son ya las dos de la madrugada, y creo que ÉL está despierto. No hace más que dar vueltas en la cama.
AMBOS, AL UNISONO
- ¿No puedes dormir, cariño?.