En el hospital: caso verídico (1)

La escena narrada sucedió de verdad hace pocas semanas en un hospital mexicano.

Éste es un caso real: a mediados de junio de 2006 me diagnosticaron una leucemia muy complicada de tratar y me he pasado cuatro meses y medio entrando y saliendo de hospitales, luchando por mi vida, y me estoy recuperando poco a poco. Allí han sucedido escenas como la que leerás a continuación.

Me llamó Jimena: "Pasaré esta noche contigo". Yo estaba internado en el hospital, sometido a una de las quimioterapias, compartiendo habitación con otras dos personas, las camas separadas apenas por una cortina no totalmente opaca. Iba a ser incómodo para ella, pues debería dormir sentada en una silla.

Llegó cerca de las ocho de la noche. Como acostumbra, iba vestida con un pantalón entallado, que fijaba sus nalgas firmes y bien formadas. Una blusa también pegada al cuerpo remarcaba sus senos. Bajo su conducta aparentemente seria asomaba la mirada lasciva, indicadora inequívoca de que venía buscando guerra esa noche... y yo estaba también deseoso de entrar en combate. Cuando nos vimos nos saludamos cordialmente pero ninguno de los dos insinuó nada: la fiesta vendría después.

Las enfermeras entraban y salían del cuarto. El Gran Hospital, a las ocho o las nueve de la noche, siempre es un hervidero: gente que va al baño, tomas de temperatura y de presión, algún médico de guardia que asoma la cabeza...

Conversamos en voz baja durante un rato en el cuarto, cené alguna cosa y luego, para no molestar a los vecinos con nuestra charla, nos fuimos a caminar por el pasillo de más de cincuenta metros de largo por el que se distribuyen las habitaciones destinadas a enfermos hematológicos. Seguimos hablando de los temas más diversos ante la mirada curiosa de las enfermeras y de una que otra doctora tan guapa como entrometida. La ayudé a terminar un trabajo que tenía pendiente. A eso de la media noche volvimos a mi cama para que nuevamente me tomaran temperatura y presión y salimos a caminar de vuelta.

Entre la una y la una y media de la madrugada El Gran Hospital se duerme: los doctores descansan en su cubículo y las enfermeras, que acaban de cenar, roncan plácidamente también. De esa hora a las cuatro de la mañana no hay lugar para emergencias: un paciente puede morir y, si está solo en la habitación, nadie se dará cuenta hasta que, a las cinco y media o seis de la mañana, entre la enfermera para tomarle la temperatura y lo encuentre frío.

Jimena y yo volvimos a la habitación cerca de la una: mis dos compañeros de cuarto y sus respectivos acompañantes descansaban. Oído alerta esperamos a que el silencio reinara en todo el piso.

¿Quieres un masajito con crema hidratante?- susurré a mi amiga.

Sí, me encantaría.

Saqué una botellita de Lubriderm, ella se puso de espaldas a mí y le levanté la blusa, le desabroché el sostén. Vertí crema sobre su espalda y la empecé a acariciar suavemente. Recorrí sus hombros, su espalda; me puse más crema y mis manos alcanzaron su vientre, su ombligo, y poco a poco subí hasta sus senos. Los pezones estaban firmes ya, respondiendo a mis caricias. Por si las dudas, yo seguía con los oídos en alerta, no fuera que alguna de las enfermeras, anormalmente despierta, irrumpiera en la habitación. Jimena suspiró discretamente, reprimiéndose. Una de sus manos reptó entre el pantalón y la piel del vientre, y empezó a masturbarse. Se giró hacia mí y me mostró esa mirada lasciva, de teibolera, que tiene cuando se excita. Como pudo se desabrochó el pantalón, se lo bajó ligeramente junto con su tanga y me mostró su pubis con vellos muy cortos mientras se seguía masturbando. Acarició mis nalgas: poco a poco se acercó a mi pene ya totalmente erecto. Lo tocó con la mano que le quedaba libre y empezó a masturbarme también, mientras ella seguía jugando con su clítoris. Mientras, yo jugaba con sus pechos, con su cuello, disfrutaba tomando sus nalgas firmes. No dejábamos de entendernos con los ojos: los mensajes iban desde "Me encantas, sigue" a "Mantén los sentidos alerta, no nos vayan a sorprender".

El juego duró quince, tal vez veinte minutos: cuando le susurré que yo quería terminar se agachó sin dejar de masturbarse para tomar mi descarga en sus senos, en su cuello. Me dejé ir, y ella me recibió entre jadeos que no podían convertirse en gritos: su clítoris también se estaba vaciando.

Tras un par de minutos de descanso, Jimena se reincorporó. La limpié con un pañuelo desechable. De sus ojos desaparecía poco a poco la lascivia, que iba siendo reemplazada por una mirada tierna y satisfecha. El sostén quedó pronto abrochado de nuevo; la tanga, el pantalón y la blusa volvieron a su lugar. Yo me sentía relajado y muy contento: habíamos corrido riesgos, pero nadie, ni mis compañeros de cuarto, se había percatado.

Ésta fue la primera de las escenas eróticas que protagonicé en el hospital: no sería la última...