En el Gran Arcano

Trish conoce a Steven en una disco y allí mismo lo seduce... Todo parece afirmar que jamás volverán a verse, pero una lista de hechos desafortunados hará que sus caminos se tuerzan, se encuentren y finalmente, se hagan uno. (Relato romántico con las más que obligatorias escenas hot :)

Me equivoqué y sin querer mandé este relato a "Fetichismo" (cualquiera)….

Este relato va en la categoría "Gays"… Sorry

EN EL GRAN ARCANO

El alcohol parecía derramarse como agua o gotear como miel. La atmósfera estaba saturada del aroma de los cigarrillos rellenos con hierbas mágicas y la música retumbaba, cacofónica y metálica, contra los muros de la discoteca más concurrida de la Arkham Avenue. El Gran Arcano. Allí pasaban la velada los más jóvenes, mientras que los hombres maduros escogían Azathot o Gourmandises.

Un monumento a la juventud y a la inmadurez parecía ser aquel chico que, sentado sobre una de las plataformas, sostenía en una mano un trago con ron y en la otra, un cigarrillo. Pero, como bien sabían los cuatro muchachos que bailaban cerca de él y que conocían muy íntimamente cada tierno recoveco de su bien inmaduro cuerpo...:

Trish Dufoure tenía dieciocho años recién cumplidos. Era trigueño, sus ojos eran de un confuso color gris azulado, su nariz era respingada y poseía unos apetitosos y femeninos labios que sabía utilizar para realizar las más nobles labores. Había ingresado a la universidad de Ciencias Económicas hacía tres meses, por presión de su anciano padre adoptivo, que anhelaba más que nada en el mundo que el bebé que había prácticamente recogido de la basura se dedicara a administrar la compañía de préstamos y seguros gracias a la que amasaba toda aquella fortuna de cifras astronómicas. Sólo eso sabía Danny Lowenthall.

Trish había cumplido los dieciocho hacía exactamente tres semanas. Como regalo de cumpleaños, Kevin Stunt lo había llevado a su departamento y se lo había follado en todas las posiciones posibles...

A Trish Dufoure le gustaban los batidos de fresa. Eso era lo único de lo que se acordaba Tim Grey, el más alto de los cinco y el que tenía la mayor graduación de alcohol en sangre.

Cuando Trish decía que no, en realidad quería decir que sí. Lo que sucedía era que Trish era uno de esos mocosos que lo pasan de maravilla provocándole a los hombres. Frank Dallas había padecido aquellas provocaciones en carne propia.

Steven Müller no conocía a Trish. Era nuevo en la ciudad: había llegado hacía apenas unos meses para comenzar a enseñar inteligencia artificial en la Universidad Regional de Hades. Steven tenía veinticinco años, pelo negro algo ondulado y unos bonitos ojos miel que durante las clases ocultaba detrás de unas gafas delgadas que le permitían ver claramente las pantallas de los ordenadores. Antes, Steven vivía en Dunamer, una ciudad tranquila, quizás demasiado. Allí había terminado sus estudios de ingeniería robótica y el mismo día de su graduación le habían ofrecido aquel prometedor puesto de trabajo en Hades. Había aceptado al instante, pues no había nada que lo atase a esa ciudad. Absolutamente nada.

Sí... quizás Steven habría deseado que en Dunamer hubiese existido algo importante por lo cual quedarse. Pero la dura realidad era que había estado tan perdido entre ordenadores y robots, que jamás había tenido tiempo para nada más. Lo lamentaba profundamente y por eso ahora, cuando los años perdidos le reclamaban un poquito frente al espejo y otro poquito entre las sábanas, se encontraba allí, en aquella disco gay de la Arkham Avenue.

Steven no era mal parecido, pero tenía el autoestima por los suelos. Y Trish odiaba a esas personas...

Cuando el cigarrillo se le acabó, Trish suspiró profundamente y le dedicó toda su atención al ron. Suspiró otra vez. Era sábado, y el lunes tenía un examen de algoritmos y otro de contabilidad. Ninguno de los cuatro chicos que estaban allí sabía que Trish estudiaba dos carreras al mismo tiempo. En realidad, ni siquiera sus padres lo sabían. Ingeniería en sistemas, que era lo que de verdad le gustaba, y... lo otro, la economía. Sólo Tim estaba con él en clases, en el curso de geografía espacial, y sabía que Trish era muy inteligente.

Cuando se levantó para ir a buscar otro trago, Steven se lo quedó mirando por un momento, pero en seguida apartó la mirada, porque... era imposible que un golfo como ese estudiara en la universidad de Hades, ¿verdad?

Steven sonrió. Entonces... ¿cómo podía ser que el profesor de inteligencia artificial de ese instituto estuviese en el mismo lugar que ese golfo?

La respuesta era una sola: sexo.

En el caso de Steven, ya iban a cumplirse cuatro meses de abstinencia. Con respecto a Trish, esa abstinencia era de sólo una semana.

La última vez que Steven había tenido sexo (o, como él le llamaba secretamente: "hacer el amor") había sido en Hades, con un alumno del último año de la carrera de ingeniería industrial. El chico no quería nada serio, como bien había dejado claro luego del orgasmo. Para Steven había sido una experiencia amarga, porque el chico de verdad le gustaba. Y ahora su estupidez le pasaba la factura, transmutada en su inseguridad y sus bajas expectativas. Pero él había acudido a ese lugar para ponerle fin a esa abstinencia de una vez por todas y no le importaba mucho con quien fuera. Lo único que necesitaba era un cuerpo y... eyacular.

No conocía muy bien los códigos con los que jugaban en ese sitio, pero no era idiota y advertía, casi con reverencia, los gestos que se obsequiaban unos a otros para invitaciones tan sencillas como bailar o cosas más atrevidas. Con todo eso, Steven ya sabía dónde estaba el cuarto oscuro.

Trish pidió un primavera. Y como la concentración del alcohol no era tan alta, terminó acabándoselo de tres sorbos. Aburrido, barrió con los ojos la pista de baile en busca de algo o alguien que le sacudiese el aburrimiento y quizás algo más. Sus amigos, o mejor dicho, sus conocidos (porque no podía darles el título de amigos a cuatro hijos de puta que aprovechaban la menor oportunidad para tirárselo) estaban bailando y habían invitado a otro chico más que Trish no conocía. Era bastante guapo: alto y moreno, y la ropa que llevaba delineaba a la perfección sus prometedores y masculinos contornos.

¿Quién era ese dios? ¿De dónde había salido?

Trish se relamió los labios, dejo el vaso sobre la barra y se dirigió hacia donde estaban sus amigos (o sus conocidos).

-Estás bien bueno... -susurró una voz al oído de Steven, mientras unos brazos delgados pero fibrosos se le enredaban en torno a la cintura. Dio un respingo y se volteó apenas, para al menos ver el rostro del chico que se había atrevido a abordarle... ¡Era el golfo!

-Hola... -saludó Steven, sorprendiéndose del color de esos ojos aguados por el alcohol, esos ojos que su preconsciente decía conocer, pero que su sistema no alcanzaba a registrar. El dueño de esos ojos le tomó de las manos, lo apartó del grupo de chicos, y lo arrastró hasta la mitad de la pista.

-¡Baila conmigo! -exigió el golfo, con una sonrisa de 220 volts. Steven se dejó llevar por él hasta que, quedando en medio de la multitud de jóvenes hombres, éste comenzó a restregarse contra él, rodeándole el cuello y meneando las caderas.

Steven no se lo podía creer. Jamás nadie se había atrevido a atacarlo de esa forma, a insinuársele tan descaradamente. No. El chico no se le estaba insinuando: ya estaba en ON.

On fire.

Estaba aturdido. Las imágenes parpadeaban frente a él como en diapositivas por culpa de las luces multicolores que danzaban al ritmo de la música y habría deseado poder contemplar a ese chico en toda su perfecta, libidinosa y ebria totalidad. Se relamía y mordía los labios, ofreciéndoselos sin reservas y se había acoplado a su cuerpo como lo habrían hecho dos piezas de un mismo dispositivo.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó al oído, tal como había hecho con él minutos antes.

-¡Trish! -le respondió, gritando-. ¿Y tú?

-¡Steven!

Cuando la música cesó y todo el Gran Arcano se vio de pronto completamente a oscuras, hubo apenas un segundo de perplejo silencio antes de que comenzaran los gritos y los insultos. Entonces se escuchó que alguien decía que había llegado la policía a inspeccionar por culpa de una denuncia de drogas.

¡Claro que se vendían drogas! ¿Es que acaso hacía falta que alguien lo denunciara?

Bueno, la verdad era que sí. Los policías de Hades preferían mil veces jugar al póker y tomar cerveza a que tener que ir a la Arkham Avenue a registrar una disco gay. Al menos los policías hetero.

Todos los presentes salieron del lugar en avalancha. Algunos lo hicieron por las puertas de emergencia y otros, seguramente los que se sintieron más en peligro, rompieron las ventanas del cuarto oscuro y saltaron hacia la calle.

Los amigos (o conocidos) de Trish estaban ya en frente del cine porno Pirateon cuando Steven pasó por su lado para ver si Trish estaba entre ellos. Con el ajetreo, la presa se le había escabullido de entre sus garras. Abatido, caminó desganadamente, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. Miró el reloj: las tres de la mañana.

Hacía dos horas se habían cumplido los cuatro meses.


Trish le dio otra calada a su cigarrillo y cerró su libro acerca de puertos y protocolos. Frunció el ceño y cuando oyó los tacos que su anciana madre adoptiva aún usaba a pesar de su avanzada edad, lo escondió bajo la almohada.

-Vamos a Floshton, ¿vienes, cariño? -preguntó ella, luego de abrir la puerta sin siquiera llamar, como hacía siempre, cosa que a Trish lo ponía de los nervios.

-No, mamá... tengo que estudiar.

-Bien... ¿Quieres algo?

-Jarabe para la tos. Y pañuelos de papel.

-Mnn... mira que mañana tienes turno con el médico, amor.

-Sí, mamá...

La mujer lo contempló con una sonrisa arrobada y, sin siquiera quejarse de que la habitación apestaba a tabaco (cosa que era bastante obvia y lo era desde que Trish tenía quince años), se acercó y lo besó.

Cuando su madre salió de la habitación, se pasó la mano por la mejilla para limpiarse los restos del pegajoso carmín de labios...

Suspiró. Había aprobado con nueve el examen de algoritmos, pero con apenas un seis el de contabilidad. Estaba preocupado e intelectualmente agotado.

Hacía media hora había consultado sus nuevos horarios del cuatrimestre y había descubierto, para su horror, que los lunes y jueves se le superponía la última clase de economía con la primera de ingeniería. Si no lograba encontrar una solución esa semana, debería elegir entre una de las dos.

Cuando oyó el rugido del motor del auto de sus padres, Trish buscó su celular y marcó el número de la universidad técnica de Hades, la UTH. Pidió que lo comunicaran con el pabellón de ingeniería y robótica, y cuando una gangosa voz le respondió con un escueto "buenas tardes", Trish, educadamente, comenzó:

-Buenas tardes, señor. Soy estudiante de ingeniería en sistemas y me gustaría saber qué horarios disponibles hay para cursar la materia de inteligencia artificial.

-Lunes y jueves a las seis de la tarde.

-Tengo ese horario -replicó Trish-, pero no puedo asistir. Estoy trabajando a esa hora -mintió.

-Mnn... es ése o el de la noche.

-Curso a la noche. Y trabajo a la mañana.

-Uff... bueno, no hay más horarios. Pero un profesor nuevo ha formado un taller para los que quieren entrar en la carrera de reparación y soporte el siguiente cuatrimestre, tal vez te sirva...

-Bien, ¿a qué hora es?

-Martes y viernes a las cinco, piso quince, salón omega. Tienes que mandarle un e-mail para que te guarde un sitio, anota la dirección...

-Sí.

"profsmuller@uth.com"

-Perfecto. Muchas gracias.

Steven estaba leyendo un artículo acerca de wardriving, cuando oyó que le había llegado un correo electrónico. Dejó la revista sobre el sofá y se sentó frente a la computadora. Los únicos e-mails que recibía eran publicidades de páginas pornográficas gay y ofertas de productos electrónicos. Levantó las cejas. El correo había llegado a su casilla de la UTH.

Recibido: Jueves, 19 de septiembre de 2106, 22:30 hs.

De «trishy_du4@nebiros.com»

Asunto: Taller de IA

Profesor Smuller:

Me llamo Trishelle Dufoure y estoy en la carrera de ingeniería en sistemas, con orientación a la robótica. He elegido cursar IA este año, pero, como también trabajo, tengo los horarios algo apretados. No puedo cursar los lunes y jueves a las seis, pero me dijeron que usted ha organizado un taller para los que quieren cursar la tecnicatura. Por eso me gustaría saber si los temas son los mismos y que, por favor, me reservara un asiento.

Desde ya, muchas gracias.

Trishelle Dufoure

Steven terminó de leer el e-mail, algo confundido. Leyó nuevamente el nombre de aquel estudiante... ¿Trishelle? ¿Ese era un nombre de chica o de chico?

No lo sabía, pero la redacción le pareció demasiado cuidada como pare que fuese de un varón. Le hizo gracia que la chica (o el chico) hubiese confundido su apellido (Müller) con "Smuller" a causa de la dirección de correo electrónico.

Rápidamente tecleó una amistosa respuesta.

Trishelle:

Lamento decirte que en este taller de inteligencia artificial no verás todos los temas que necesitas saber y que te tomarán en el examen. Este curso tiene como objetivo sólo ser un nivelador de conocimientos teóricos muy básicos para los estudiantes de la tecnicatura. Si aún quieres presentarte, puedo reservarte un lugar, por supuesto, pero te repito: el programa del taller es muy limitado con respecto a la asignatura de tu carrera.

Iba a despedirse allí, pero, sin saber muy bien por qué y el significado que el destinatario pudiese darle, agregó, como quien no quiere la cosa, una última oración muy ambigua:

Tal vez si te presentas al taller y no tienes dificultades con los contenidos teóricos, podríamos arreglar algo para que puedas presentarte al examen.

No especificó a qué podría referirse con ese "algo", pero la recién terminada experiencia como alumno aún permanecía fresca.

P.D.: Por cierto, mi nombre es Steven Müller :)


Eran las cinco y diez de la tarde y Trish estaba dentro del elevador que le llevaría al taller de IA. Se había entretenido en la clase de seguridad informática, husmeando un nuevo sistema de accesos y autenticación llamado Menelaus. Apretó el botón del quince y aguardó.

Cuando estuvo frente a la puerta del salón omega, llamó un par de veces hasta que oyó la voz del profesor que dijo "adelante".

-Buenas tardes -saludó, zarandeando la mochila sobre su hombro, para que no se le cayera. El profesor, que estaba con la mirada en la pantalla que tenía sobre su escritorio, alzó los ojos para responderle, pero entonces...

-Ho... la -farfulló Steven, al ver allí, en carne y hueso, al chico que aquella noche en el Gran Arcano se le había ofrecido con una sobredosis de descaro en su sistema y bastante alcohol en la sangre. Era el mismo, no le cabía la menor duda. Trishelle Dufoure era un hombre; un hombre de ojos confusamente claros, que parecían cambiar de color como aquellas joyas proféticas que anunciaban la lluvia, cabello castaño claro y lacio, piel muy blanca con algunas pecas y una boca que hacía los manjares de quien osara probarla...-. A-adelante -agregó Steven.

Trish abrió los ojos como platos cuando vio que su profesor de inteligencia artificial era nada más y nada menos que el hombre que había estado a punto de tirarse el fin de semana pasado. Luego de salir de El Gran Arcano lo había visto buscándolo con la mirada, pero entonces habían llegado Tim y los demás (sus conocidos) y lo habían arrastrado a Pirateon, un cine porno donde, según dijeron, se lo pasarían de escándalo. Y cumplieron... claro.

Trish vio el nerviosismo y la alarma en los ojos miel del profesor. Con una sonrisa, relajó el gesto y se dirigió hacia la clase, eligiendo una banca en la primera fila.

Su profesor de inteligencia artificial había resultado ser homosexual. Un gran descubrimiento que prometía ser más que alentador.


Cuando terminó la clase, Steven apagó su ordenador y cortó la red de energía eléctrica privada del salón. Vio que Trish estaba ganando tiempo echándole un ojo a sus notas, aguardando que el resto de los alumnos se fueran. Finalmente, tal como era su intención, se quedaron allí solos.

-Profesor Müller -exclamó Trish, acercándose a su escritorio. Steven no levantó la mirada de su teléfono móvil.

-Sí. Dime.

-Usted me dijo en el e-mail que no me alcanzaría con estas clases para poder aprobar el examen...

-Sí, es verdad. La asignatura de la carrera es mucho más amplia -explicó Steven, intentando no mirarlo a los ojos, por el simple hecho de que el hacerlo le hacía sentirse transportado a aquella noche que deseaba olvidar. Si seguía así se cumplirían cinco meses...

-Y también me dijo que si no tenía problemas con estos temas, podríamos "arreglar algo para que pudiera presentarme al examen".

Steven lo recordaba, pero lo que no podía recordar era qué había querido decir con eso, si es que hubiese querido decir algo.

-Ehm... sí, puedes pedir permiso al decano para cambiar la asignatura por otra... ¿no? Así no pierdes la cursada... O puedes ir a clases particulares al Centro de Capacitación de la UTH.

-¿Usted enseña allí? -preguntó Trish.

-No, pero tu profesor de IA sí.

Steven guardó el portátil en su maletín y se puso el saco, dispuesto a salir. Pero entonces, Trish, cuya mochila todavía estaba sobre la banca, le impidió el paso hacia la salida, parándose frente a él y apoyándose sobre la puerta cerrada. Steven se paró en seco.

-¿Qué edad tiene, profesor Müller? -canturreó Trish, haciendo bailar las sílabas entre sus labios como si fueran una melodía de cristal. Steven sintió que una sacudida caliente le alarmaba los cinco sentidos en menos de un segundo.

-V-veinticinco -respondió, porque no tuvo tiempo de devolverle un argumento bien pensado.

-Es muy joven -susurró Trish, con una sonrisa ladina.

-¿Qué quieres? -replicó Steven, frunciendo las cejas, sin dejar que los nervios lo dominaran-. ¿Vas a contar lo que sucedió en el Gran Arcano?

Le tocó a Trish torcer el ceño. ¿Es que acaso parecía tan desvergonzado?

-¡No! -negó, con turbada convicción. Suspiró, sonrió. Steven permanecía a la escucha-. Profesor Müller... ¿Da usted clases particulares?

-Oh...

Steven no se lo esperaba. En vez de intentar extorsionarle, el chico le pedía que lo tomara como alumno.

-¿Quieres que te prepare para el examen de inteligencia artificial? -inquirió Steven, suavemente. Trish alargó una mano y le tomó la corbata, jugando a estrujarla y enrollarla entre sus dedos, obligándolo a acercarse más. Se pasó la lengua por los labios sensualmente y Steven tragó saliva, nervioso.

-Sí... ¿Cuándo podría ser la primera clase? No quiero atrasarme con los temas más importantes... -susurró, sin soltarle, respirando sobre su boca.

El aliento de Trish olía a chicle y lo único en que Steven podía pensar ahora era en concretar algo de lo que no había podido suceder en El Gran Arcano, aquel sábado... lo que fuera.

-El curso empezó la semana pasada... no han avanzado mucho -contestó, perdiéndose en la profundidad de esos ojos que le contemplaban, traviesos y astutos.

-Pero ya te dije que no quiero atrasarme, Steven -objetó Trish, y Steven se mordió el labio al oír el sonido su nombre, fragante a chicle y a excitante clandestinidad...

-Bueno... eh... ¿Cuándo te viene bien? -musitó, mientras Trish aproximaba más su rostro.

-¿Qué tal ahora? -sus narices se rozaron apenas y las respiraciones se confundieron, cálidas y húmedas...

-¿Ahora? -repitió Steven, con la voz entrecortada. Trish le soltó la corbata y fue deslizando la mano por su pecho. Alzó el otro brazo. Muy delicadamente le rodeó los hombros.

-Sí, ahora... ¿qué te parece? -Trish se recargó completamente sobre la puerta y con su brazo derecho fue empujándolo hasta que Steven se vio sobre él, junto a él, mucho más cerca de lo que lo había tenido aquella noche, en la disco... Sus labios se rozaron.

-Perfecto...

Steven soltó el maletín, dejándolo caer al suelo. Trish lo envolvió con sus dos brazos y él le pasó uno alrededor de la espalda y otro, de la cintura. Su boca tenía un exquisito sabor a frutilla y descubrió que era el mejor beso de sus veinticinco años. Caliente, húmedo, sabroso, apasionado. La hora y media de tortura que había pasado frente a esa clase, intentando no mirarle, ahora no significaba nada. Ahora que lo tenía allí, sólo para él, nada le importaba. Le pasó la mano bajo la camiseta, acariciando la espalda desnuda, y la fue bajando hasta llegar al trasero, de donde empujó para acercarlo más a él y que sus entrepiernas se encontraran.

-Ahh...

Steven se sobresaltó y Trish ahogó un grito: un sonido agudo y constante anunciaba que ya eran las siete de la tarde. Voces y pasos apresurados se oyeron detrás de la puerta. Los alumnos salían en estampida. Steven se separó de Trish, y este último se apresuró a buscar su mochila. Se miraron a los ojos, alarmados. Steven todavía sentía las oleadas de placer y la erección en sus pantalones era más que evidente. Trish la contempló, entre ávido y asustado. Lamentando no poder aprovechar aquello que había logrado provocar, se colgó la mochila al hombro y se dirigió hacia la puerta. Steven le miraba, aún temblando del estupor.

-¿Vamos... profesor?


-¿Subes o no? -le preguntó Steven, abriéndole la puerta del copiloto. Trish, se sonrió, divertido por el caballeroso gesto.

-No soy una mujer -replicó, socarrón. Steven se sintió incómodo. Se preguntaba si resultaba evidente que era poco menos que un novato en eso de las relaciones amorosas. El hecho de que Trish lo notara le hacía sentirse abochornado y estúpido.

-Y que lo digas... -farfulló, abrochándose el cinturón. Dejó caer un último suspiro, y puso en marcha el auto.

-¿Vives muy lejos? -le preguntó Trish, bajando el espejito y peinándose con los dedos.

"Demasiada confianza", pensó Steven al verle.

-A quince minutos.

-¿Cuánto me cobrarás las clases?

Steven no se lo había pensado. Jamás había dado clases particulares.

-Ehm...

Y tampoco sabía si haría bien en cobrarle, luego de lo que había pasado. Ese era uno de aquellos momentos incómodos en los que no sabía qué hacer o decir. Por suerte, Trish se le adelantó:

-¿Está bien treinta reinas la hora?

-¿Treinta una hora? Es mucho. Dejemos en treinta las dos horas.

Trish sonrió.

-OK.

Cuando Steven se detuvo frente al semáforo, Trish aprovechó y le apoyó la mano en la pierna. Él la contempló por un momento y luego volvió a acelerar. Todo estaba bien, mientras no la moviera de allí.


Steven vivía en un complejo de casas, algunas de dos plantas. La suya era de sólo un piso, pero en compensación tenía un pequeño jardín trasero que el anterior inquilino había llenado de flores. Como la casa había permanecido varios meses deshabitada, algunas habían muerto. Otras, gracias a las lluvias, habían logrado sobrevivir a duras penas. Ni bien hubo llegado, Steven se encargó de que no se secasen. Jamás había tenido un jardín.

A Trish le sorprendió la limpieza y el orden de la casa. Increíble que allí viviese un hombre soltero.

-¿Vives solo?

-Sí, claro -afirmó Steven, sorprendido por la pregunta.

-Bueno, y yo qué sé -rió, encogiéndose de hombros-. Tienes veinticinco años, podrías estar casado.

-¿Casado? -repitió Steven. Su sorpresa iba en aumento-. Oye, no sé si te habrás dado cuenta, pero... soy gay -exclamó, con retintín y gesticulando con las manos.

-Ja, ¿y qué hay con eso? -replicó Trish, dejando la mochila sobre el sofá-. Muchos gay se casan y tienen hijos...

-No me atrae la idea... -contestó, quitándose el abrigo. ¿Casarse? Jamás había pensado realmente en hacerlo. Bueno, no con una mujer. Casarse con un hombre... esa idea sí que le resultaba interesante y hasta graciosa.

-¿De qué te ríes? -le preguntó Trish, viéndole atentamente.

-De nada... ¿Quieres tomar algo o comenzamos ya con la clase?


Trish había resultado ser muy inteligente y de entendimiento rápido. Razonaba con celeridad, tenía una memoria envidiablemente audaz y recordaba conceptos, cifras, fórmulas y unidades con precisa exactitud. No obstante, con el paso de las semanas, Steven lo notaba más y más cansado. Sabía (o creía saber) que el chico trabajaba por las mañanas, pero nunca le había preguntado dónde o en qué.

Ese jueves, mientras Steven preparaba el café, Trish se había quedado dormido con la cabeza entre los brazos. Steven suspiró y decidió no despertarlo. Sabía que era probable que se enojara con él luego por no haberlo hecho, pero no le importaba. Quería que descansara, quería que estuviera bien y... quería que se quedara allí. Se mordió el labio. Desde hacía días le acuciaba una leve sospecha, una sospecha molesta, como una piedrita en el zapato. Era el temor a lo desconocido, porque de cariño y de sexo, pero del amor... sólo conocía teorías. Se había enamorado, por supuesto, pero estaba al tanto de que no se podía conocer el amor de verdad sólo contemplando a un chico de lejos. Para saborear el amor, tocarlo, descubrir qué lo hacía tan especial y tan vital, tan precioso y tan necesario como la vida misma, era menester entregarse a él y dejarse llevar, dejarse arrastrar. Era preciso correr riesgos, porque el que no arriesga no gana.

Dejó la taza de café sobre la mesa y, sin hacer ruido, se sentó al lado de Trish. Estaba con los ojos cerrados y los labios levemente separados para poder respirar. Steven deseó por un momento ser un insecto muy pequeño y poder pasear por esos labios de seda y por las blanquísimas e impolutas perlas que eran sus dientes... balancearse por su lengua, por su garganta y finalmente... ser engullido.

Con el paso de las semanas, Steven se había enamorado de Trish.

Al principio había intentado negárselo, interponiendo ante sus sentimientos los siete años que le aventajaba y que mientras Trish era un alumno, él era su profesor. Semanas después, ni eso le había impedido fantasear con él. Soñaba que lo besaba, que lo acariciaba, que se lo llevaba a la cama. Despertaba abrazando la almohada, deseando poder estar allí con él, e insultando su cobardía y su falta de habilidad para flirtear o seducirlo. Antes podría haberlo hecho, pero ahora que los sentimientos se habían vuelto tan profundos y complicados, le resultaba terriblemente difícil sino imposible.

Trish dijo algo entre sueños y Steven sonrió en medio de su contemplación. Tal vez si había suerte... se quedaría a dormir con él. Decidido, Steven se puso de pie, pero el ruido que hizo la silla causó que Trish comenzara a despertarse.

-Mngh, ¿qué hora es? -preguntó, adormilado.

-Las once -respondió Steven, nerviosamente. En realidad eran las diez y media.

-Las once... no... ¿me llevas a casa? -pidió-. Estoy muy cansado. No, deja. Tomaré un taxi -comenzó a revolver en sus bolsillos y sacó dos billetes. Se los extendió-. Toma. Muchas gracias, Steven.

Él los miró, inquieto. Los tomó, se acercó a él, y se los metió en el bolsillo trasero del jean.

-Estaba pensando... en que... tal vez, si tú quieres... -balbuceó. Trish alzó las cejas... y de pronto, comprendió.

-¿Qué cosa? -susurró, arrimándose provocativamente. Steven suspiró de nerviosismo.

-Si tal vez... querrías pasar la noche aquí... conmigo.

Dijo aquello rápidamente, como queriendo deshacerse de las palabras. Trish le sonrió.

-De acuerdo -respondió, aproximándose más a él.

Todo el cuerpo de Steven pareció gemir de pura satisfacción. Envolvió a Trish con sus brazos y buscó su boca con un anhelo y un deseo largamente postergados. Sosteniéndolo así y sin dejar de besarlo, se dirigió con él hacia la habitación. Encendió la luz, pero luego se dio cuenta de que no era necesaria y volvió a manotear el interruptor, fallando las primeras veces. Entraba suficiente luminosidad por la ventana, gracias a los faroles de la calle. La suficiente luz como para saber dónde se encontraba Trish, para no errarle al cierre de los jeans, para tumbarlo con destreza sobre la cama y lanzarse ardorosamente sobre él sin hacerle daño.

Iba a llevárselo a la cama no podía estar más nervioso... Le quitó la camiseta y su piel quedó perfectamente desnuda, muy blanca y con los hombros llenos de unas pecas que Steven intentó borrar con la lengua. Le bajó los pantalones muy lentamente, descubriendo con fervoroso placer cada centímetro de piel, cada lunar, cada vello, uno más rubio que el otro... Cuando finalmente llegó a los tobillos, volvió a subir de nuevo, separándole las piernas con delicadeza, hundiendo el rostro entre esos muslos suaves, besándolos y mordiéndolos, hallando una fragancia prohibida y extasiante, sensual y tan enloquecedora que amenazaba con hacerle perder la razón de un momento a otro...

Trish se estremeció cuando la lengua de Steven, sedosa y juguetona, comenzó a hacerle cosquillas por los pliegues de la entrepierna, mientras con las manos le acariciaba el pecho y el vientre. Steven era un amante extrañamente afectuoso. Parecía sólo disfrutar rindiéndole culto a su cuerpo, recorriéndolo y examinándolo con los cinco sentidos... gusto, tacto, visión, olfato y oído... Steven parecía ser fanático del gusto... Trish jamás había estado con nadie que le hubiese tratado con tanta devoción y entrega como aquella noche lo hizo Steven...

Trish quería devolverle todas esas atenciones con un poco de sexo oral, pero Steven estaba tan concentrado en su cuerpo que simplemente no logró encontrar el momento adecuado. Steven no dejaba de gozar de él y hacerlo gozar ni un solo instante. El único momento en que se apartó fue cuando se inclinó hacia la mesita de noche para tomar el lubricante y el preservativo. Y también fue el único momento en que Trish pudo bajar de la nube de placeres para compartirlos con él. Le quitó el condón de la mano y, sosteniendo la punta, lo fue desenrollando sobre toda la extensión del pene, listo para la batalla. Tomó la botella de lubricante y derramó una generosa cantidad sobre su mano y su propio sexo.

Trish le aferró el miembro y comenzó un lento movimiento de ir y venir, empapándole con el lubricante y excitándolo más. Steven jadeó, cerró los ojos y a ciegas buscó el pene de Trish, para hacer lo mismo con él. Comenzaron un húmedo ritual de masturbación mutua, mientras la música de sus respiraciones y los jadeos desobedecían las órdenes de los corazones, que aceleraron su labor y comenzaron a bombear sangre frenéticamente. Steven dejó escapar un jadeo estrangulado y Trish se preparó para recibirle. Abrió la boca, y un prolongado suspiro acompañó la inigualable sensación de lenta y delicada penetración.

Steven abrió los ojos, casi con miedo. Aquello no era un sueño y el cuerpo sudoroso y caliente que estaba bajo el suyo era el de Trish. Era Trish quien gemía, era Trish quien sacudía sus caderas desesperadamente para que toda su carne se hundiera en él, era Trish el dueño de esas manos que se mantenían aferradas a sus muslos, mientras las embestidas se hacían más rápidas y certeras en su sublime labor de golpear la próstata... Eso no era un sueño... Era Trish al fin y cuando le llegó el orgasmo no tuvo miedo de abrir los ojos para contemplarlo en medio del éxtasis, con el rostro sonrojado, los ojos aguados y la boca abierta en un sollozo ronco y celestial. Steven salió presurosamente y eyaculó un poco en el condón y otro poco sobre las sábanas. Trish contempló con magnífico asombro los abundante hilillos de semen.

-Qué reservas... -comentó. Steven sonrió y volvió a derramar su atención en él. Trish lo vio inclinarse otra vez hacia su entrepierna. Comenzó a lamer su miembro, desde la base hasta la punta, succionándola ávidamente y barriéndola con la lengua. Trish no tardó en eyacular también y esa fue la primera vez que Steven probó el semen de otro-. Oye... escúpelo -apremió Trish, jadeando, pero Steven rió y abrió la boca, mostrándole que ya no había nada qué escupir-. Oh, Steven...

-Sabes rico -susurró, sorprendiéndose luego de sus propias y descaradas palabras. Trish lo miró con indulgencia y Steven le sonrió y le acarició el rostro, todavía húmedo y ardiente. Se inclinó hacia él para besarlo-. Me gustas -le reveló-. Te quiero.

Trish se quedó paralizado.

-¿Q-qué? -objetó débilmente.

-Mngh... He dicho que te quiero -repitió Steven, sin miedo y agregó con una sonrisa ladina-: y quiero a hacerte el amor otra vez. Tengo más para darte...

Trish decidió que ya era suficiente. Apoyó las manos en su pecho, para apartarlo.

¿Hacer el amor?

-Oye, Steven... no... esto no... -farfulló, confundido. Steven no percibió el peligro, seguía demasiado absorto-. Esto... no ha sido lo que tú piensas...

Levantó la mirada.

-¿Qué? -musitó, acongojado-. ¿Qué quieres decir?

-Que yo... yo no... Steven...

-No te intereso -declaró él, con la voz quebrada. ¿Por qué? ¿Qué sucedía? ¿A dónde había ido a parar el Trish de hacía unos minutos... ese Trish que se perdía entre el oleaje sexual de sus besos y sus caricias? Entonces Steven descubrió que lo único por lo que Trish había aceptado quedarse era eso, el sexo. No había nada más-. Sólo querías echar un polvo... ¿no?

Trish suspiró.

-Sí -y la palabra cayó como miles de puñaladas sobre su corazón dolorido y su cuerpo satisfecho.

-Era lo mismo que querías en el Gran Arcano: sexo, ¿verdad?

-Sí.

Trish se levantó de la cama y comenzó a vestirse rápidamente, poniéndose la ropa sobre el cuerpo aún cubierto de sudor. Steven lo observó mientras se vestía, rogando que todo fuera una pesadilla... que él nunca se había acostado con Trish, que en verdad estaba durmiendo allí en su cama y que pronto debería levantarse para ir a trabajar... Pero no sucedió, porque la cruda realidad se desdibujaba frente a sus ojos.

-Vete -le dijo. Trish se volvió hacia él.

-Por supuesto, ¿pensabas que me iba a quedar a dormir aquí?

Metió la mano en el bolsillo del jean y extendió los dos billetes que Steven había guardado allí.

-Esto es tuyo -exclamó, blandiendo el dinero-. Muchas gracias por las clases, Steven.

-Trish...

-Sí.

-Yo ya estoy grande para las fiestas, Trish. Quiero algo serio y esto de hacerme el galán nunca me salió bien. Dime, ¿alguna vez has tenido pareja?

Trish se paró en seco.

-No. Ni tampoco me interesa tenerla.


El cuatrimestre había terminado y Steven no pudo evitar alegrarse cuando verificó en los registros que Trish había aprobado satisfactoriamente el examen de inteligencia artificial. Ya no acudiría más al taller, ni a su casa y Steven debería haberse sentido aliviado, pero simplemente, estaba muy lejos de poder olvidarse de él. Trish le había enseñado el paraíso por una preciosa media hora, pero él todavía soñaba con él, que se entregaba a sus caricias y a sus besos, que le pedía perdón y le suplicaba que le hiciera el amor. Y ahí era cuando Steven se despertaba sobresaltado... daba vueltas por la cama e intentaba volver a dormirse...

Sus palabras le acompañaban día y noche.

"No. Ni tampoco me interesa tenerla."

¿Por qué había dicho eso Trish? ¿Bajo qué reglas se regía su corazón, que se negaba ante un sincero ofrecimiento de amor desinteresado y sexo de primera?

Porque Steven lo seguía amando y sentía que si las cosas seguían así, acabaría perdiendo la poca cordura que le quedaba...

Decidió hablar con él y cuando el reloj dio las cuatro se dirigió hacia la salida del salón de geografía espacial, que era la asignatura que debía estar cursando en aquellos momentos, según los registros oficiales.

-¡Oye...! -exclamó, dirigiéndose a un chico alto y rubio. Era Tim Grey, uno de los "amigos" de Trish.

-¿Sí, profesor? -inquirió el chico, algo sorprendido.

-Mnn, ¿no sabes si Trish ha venido hoy? -susurró, algo incómodo por la obviedad que la pregunta ponía de manifiesto.

-No, ha faltado ayer y hoy...

-¿Tienes idea el motivo?

-Sí... su madre ha muerto.


Trish siempre había sabido que sus padres no eran sus padres. Nunca se lo habían dicho directamente, pero cuando uno percibe que las cosas son diferentes, es que de verdad tiene que haber algo raro. Y eso de que tu madre tenga de ochenta años cuando tú apenas tienes dieciocho... bueno, eso es algo que definitivamente llamaba la atención de muchos. Obviamente, no era necesario decirles a esos "muchos" que aquel chico pálido, rubio y de ojos claros no era hijo legítimo del señor Francis Dufoure.

Él había perdido toda su juventud intentando hacer dinero. Sí, lo había logrado (menos mal), pero cuando alguien le preguntó el día de su cumpleaños número cincuenta quien iba a hacerse cargo de la empresa cuando él estirara la pata, no pudo responder nada más que "¡ups!".

Bueno, sí, él y Martha habían intentado tener hijos y era evidente que algo en algunos de los dos no funcionaba como debía. Les propusieron costosos tratamientos, pero Martha ya era demasiado mayor y además tenía una enfermedad congénita cuyo nombre (largo y además en otro idioma) jamás recordaría. Por eso, un frío día de invierno, Francis se puso su mejor traje de Armani y levantó a su mujer a las seis de la mañana. Cuando ella le preguntó a dónde iban, él simplemente respondió con un escueto y malhumorado: ya lo verás. Por un momento, Martha pensó que iba a cumplir su promesa de cumplir un doble asesinato (o doble suicidio, dependiendo de dónde se lo mirase) si la compañía no lograba superar el jodido déficit de la crisis cíclica de aquellos años. Pero no. Martha lloró de la emoción cuando en el orfanato le entregaron un bebé muy pequeño y muy blanco como un algodón de azúcar, con un par de ojos celestes que parecían cuentas de cristal y con unas finísimas hebras doradas en su cabecita aterciopelada.

Martha siempre había amado a Trish, mientras que su padre sólo lo veía como la persona que debía evitar que su dinero acabase en manos de las carmelitas descalzas o en los casinos de Luxor cuando él se quedara ciego o postrado en una silla de ruedas. Siempre había pensado que viviría menos que su mujer. Se había equivocado. Ahora sería él el que tendría que "soportar" al mocoso, como si Trish necesitara de alguien que lo soportase. Nada más lejos, porque Trish siempre había sido autosuficiente en todo menos en el dinero, por supuesto, y eso, obviamente, era lo que nunca le faltaba.

Martha siempre había sido muy sobre protectora con Trish, malcriándolo hasta la exuberancia, porque, dada su edad y lo tan anhelado que había sido aquel hijo, parecía más abuela que madre. Había sido las dos cosas y a la vez, ninguna. Había sido madre, abuela, compañera y amiga. Había aceptado la homosexualidad del hijo como quien descubre un jazmín en medio de un campo de rosas.

-Tú también tendrás que adoptar un niño -había dicho un día durante el desayuno. Entonces Francis Dufoure había golpeado la mesa con el puño y volcado la taza del café. No había dicho nada, pero desde día la tensión de la relación entre padre e hijo había aumentado sin control...

Y ahora que su madre, la única persona que había amado, estaba muerta, Trish se sentía irremediablemente perdido y a la deriva. Su padre era un extraño. Su madre, un cadáver. Sus amigos, unos chicos que sólo andaban con él porque le tenían ganas. No tenía nada ni nadie que valiese la pena.

Excepto...

Excepto Steven.

No... no podía volver con Steven después de lo que le había dicho, después de haberlo tratado con el mismo desprecio con el que lo trataba a él su padre. Él debía casarse con alguna chica simpática, tener hijos y vivir infeliz por el resto de sus días. ¿Verdad? ¿Qué más podía pedirle a la vida? Ella le había quitado a sus padres biológicos cuando ni siquiera podía respirar por su cuenta, había estado dos meses en una incubadora, seis en un orfanato y dieciocho años en una mansión, rodeado de lujos, comodidades y mafiosos. Digamos que la mala y la buena suerte habían quedado en un perfecto empate...


Eran las tres de la tarde y Trish tenía hambre. Había comido un sándwich durante el entierro, pero luego lo había vomitado allí sobre el pasto, para la vergüenza de su padre, la risa de los mafiosos y el asco del cura, que al parecer sabía que Trish era homosexual.

-¿A dónde vas? -oyó que decía la voz de su padre, mordazmente.

-A llevarle algo de comer a Tri... al joven, señor -respondió Paulo, el mayordomo, un muchacho de treinticuatro años, muy educado, andar encorvado y experto en la cocina.

-No le lleves nada, que se la aguante por hacer el ridículo en frente de todos los mérivos -los mérivos eran los mafiosos. Trish sollozó amargamente, porque de verdad tenía hambre. Tendría que esperar a que su padre se fuera para salir de la habitación o que Paulo volviese con la comida. Se arrebujó entre las sábanas, sin dejar de llorar y temblar a causa de la fiebre.

Oyó su teléfono celular, en el que sonaba una de las melodías que pasaban en El Gran Arcano los sábados por la noche. A pesar de la fiebre y el agotamiento, se levantó y revolvió la mochila. Era Tim.

-Hola... -contestó, con la voz ronca.

-Trish, oye, disculpa que te llame, pero creo que el profesor ese que te da clases está yendo para tu casa...

-¿Qué!? -gritó Trish-. ¿¡Qué cosa?

-Bueno... lo siento... él me preguntó si habías ido a clases -explicó Tim, incómodo-, le dije que no... y le conté lo de tu madre. Estaba muy preocupado por ti y me dijo que iría a verte...

-¡Idiota! ¿Le diste mi dirección?!

-No, pero todos nuestros datos están en los registros...

-Oh, no...

Trish se sobresaltó al oír un grito que venía desde la sala, en la planta baja. Era la voz de su padre.

-No... no, no, no...

Tiró el celular sobre la cama y salió de la habitación sin siquiera vestirse...

-¡LE HE DICHO QUE AQUÍ NO VIVE NINGÚN ESTUDIANTE DE INGENIERÍA EN SISTEMAS! ¡MI HIJO ESTUDIA ECONOMÍA! ¡AHORA LÁRGUESE DE AQUÍ!

-Trish... -susurró Steven al verlo allí, al pie de la escalera. El chico se veía patéticamente mal. Llevaba puestos unos pantalones de pijama, tenía el torso desnudo e iba descalzo. Su pelo, siempre impecablemente peinado, estaba desordenado y sucio y sus ojos, siempre vivos, brillantes y astutos, lucían enrojecidos, hinchados y enmarcados por unas profundas ojeras-. ¡Trish! ¿Cómo estás? -exclamó, desesperado, corriendo hacia él.

-¿A DÓNDE CREE QUE VA!? -vociferó el anciano Francis Dufoure. Steven no le hizo caso: fue hasta Trish y lo abrazó fuerte y posesivamente, hasta cortarle la respiración. El chico sollozó entre sus brazos... eso era lo que necesitaba: contención, cariño... amor-. ¡¿QUÉ SIGNIFICA ESTO, TRISHELLE!?

-Suéltame, por favor... -le susurró al oído-. Vete, Steven...

-No, Trish... quiero ver cómo estás, quiero estar contigo, déjame abrazarte.

-¡LE HE DICHO QUE SE LARGUE, MARICA DESVERGONZADO!

Oh.

Entonces ahí yacía la raíz del problema.

Steven lo comprendió todo. Se deshizo muy a regañadientes del cuerpo de Trish y se enfrentó cara a cara con el anciano:

-¡Deje de armar escándalo, señor, que sólo hace el ridículo!

Francis Dufoure se quedó mudo. Nunca nadie le había gritado y menos un "marica desvergonzado". Con tanto alboroto, al salón ya habían llegado el mayordomo y las criadas.

-¡Ofelia, llama a la policía!

Steven tiró de Trish, para aproximarlo más a su cuerpo.

-Observe bien esto, señor... -exclamó y, pegándose a Trish, le estrechó la cintura con una mano, lo tomó del cuello con la otra y lo besó profundamente en la boca. Trish se había vuelto mantequilla entre sus manos. Se encontraba débil, mareado y por sobre todas las cosas, desesperado.

-Anda, diles... -dijo Steven, aprovechando el turbio silencio que se había apoderado del salón y la horripilante perplejidad de todos los presentes, incluyendo al anciano-, diles a todos ellos cómo gemías mientras estabas en mi cama

-¡CÁLLATE! -gritó Trish, con toda la potencia de su garganta, sacando fuerzas y dándole un empujón. Steven sólo se tambaleó. Sonrió, y Trish comenzó a llorar desconsoladamente-. ¡VETE DE AQUÍ, DÉJAME EN PAZ! ¡LÁRGATE!

-Adiós, entonces -dijo Steven y Trish se sobresalto al oír la honda angustia presente en sus palabras-. Recuerda siempre que te quiero, Trish.

Y se fue.

Y Trish subió las escaleras corriendo, para encerrarse de nuevo en su habitación.

Cuando se despertó de nuevo tenía tanta hambre que sentía náuseas. Eran las nueve de la noche y no había comido nada desde el día anterior, teniendo en cuenta que la última comida la había vomitado. Se dio vuelta sobre la cama y le silbó la panza cuando le llegó a la nariz un aroma apetitoso. Sobre su escritorio había una bandeja repleta de comida. Paulo la había dejado allí mientras él dormía. En los platos había pescado frito, papas, ensalada, pan, arroz y flan. Trish comenzó a comer glotonamente. Un trozo de pescado, un tenedor lleno de papas, varias cucharadas de arroz, un bocado de pan, más papas, más pan... Cuando terminó de comer, vio que debajo del plato del flan había una carta. Era la cuidada caligrafía de Paulo.

Trishelle:

De verdad lamento mucho lo que ha sucedido hoy en la tarde. Como el joven preguntó por ti diciendo tu nombre, le dejé pasar sin más. Pensé que se trataba de algún amigo tuyo y veo que no me equivoqué. El joven parecía muy preocupado por y si me lo permites, me gustaría decirte que has actuado como un perfecto idiota al echarlo de esa forma. Muchos quisiéramos tener la suerte de encontrar un hombre así, ¿sabes, mocoso idiota?

Toma este consejo como de alguien que te aprecia sinceramente: vete de aquí. Sé mejor que nadie que los asuntos de tu familia no me incumben, pero también sé muchas cosas que de verdad no quisiera saber. Cosas con respecto a la mafia de los mérivos y a los negocios de tu padre. Por eso te repito, Trish, vete. Vete con ese joven, que estoy seguro de que va a estar feliz de recibirte.

Rogándole a Dios por tu felicidad, me despido.

Paulo.

P.D.: te dejo una copia de la llave de la puerta de empleados, por las dudas.

Trish abrió los ojos como platos y se guardó la carta en el bolsillo. No pudo evitar esbozar una sonrisita al leer allí eso que había querido oír de Paulo desde que le había sorprendido mirando un desfile de modas masculino. Cuando Trish le preguntaba si era gay, Paulo se reía y le llenaba de golosinas.

Miró el reloj: las nueve y veinte. Era viernes y Trish sabía que los mérivos organizaban sus reuniones esos días. Su padre no podía estar en casa. Se mordió el labio. Paulo ponía en riesgo su trabajo ayudándole de esa forma. Por suerte, su padre no sabía que ellos dos se llevaban bien.

Trish se levantó de la silla de un salto y recorrió su habitación con la mirada. Abrió el ropero y sacó de allí una mochila. Sin preocuparse por doblarlos, fue metiendo allí algunos jeans, camisetas, medias y un abrigo. Suspiró con desesperación y buscó la maleta que había llevado al viaje de egresados del último año de la secundaria. La llenó sólo de ropa y de libros. En la mochila guardó cuidadosamente su ordenador portátil, el cargador del celular, el módem inalámbrico y la pequeña Nintendo Seashore. La consola sólo tenía un joystick, pero se dijo que podría comprar otro. A Steven le gustaban los videojuegos...

Cuando ya tenía la mochila sobre la espalda, la maleta llena y estaba dispuesto a salir de su dormitorio, Trish se preguntó si podía ser posible que estuviese equivocándose. ¿Cómo sabía que Steven le daría cobijo en su casa, después de la horrible forma en que lo había tratado?

Decidió que era tiempo de tragarse su ridículo orgullo y pedir perdón por los errores cometidos. Sin más, salió de la habitación. No se molestó en cerrar la puerta.

La mansión estaba a oscuras, tal como lo estaba desde hacía tres noches, desde que internaran a su madre en la clínica por culpa del derrame cerebral. La mansión estaba de luto, pero cuando llegó a la cocina, vio una pequeña luz y con ella, el perfil de Paulo. El hombre levantó la mirada del libro que había estado leyendo y contempló, triunfante y orgulloso, al Trish que estaba a punto de mandar a la mierda toda aquella parafernalia de lujos, apariencias, dinero y heterosexualidad. Con lágrimas en los ojos, pero con la sonrisa todavía patente, lo abrazó fuertemente y le revolvió el cabello.

-Bueno, vete, vamos... -apremió, pero Trish no le soltaba. Estaba sollozando.

-Gracias -le susurró.

-Oye, no me manches el uniforme.

Trish levantó la cabeza y le entregó un papelito.

-La dirección de la casa de Steven -le dijo-. Memorízala.

-Muy bien. Ahora vete, anda...

Entonces volvió a tomar la valija y se dispuso a salir por la puerta de servicio. Pero se dio la vuelta. Paulo seguía allí de pie, sonriente. Trish corrió hacia él y, sin remilgos, se inclinó y le dio un pico. El mayordomo se quedó de piedra.

-Me habría acostado contigo si hubiese tenido chance -le susurró en los labios. Paulo abrió los ojos como platos.

-Demonio... -farfulló-. ¡Vete de aquí, largo! ¡Desvergonzado! -exclamó, pero Trish sabía que no estaba enfadado.

-¡Adiós, Paulo! ¡Gracias! -y volvió a tomar su equipaje y salió corriendo de allí.

La noche estaba fresca y húmeda. No llovía aún, pero Trish se imaginó que el aguacero no tardaría en caer. Como vivía en un barrio privado, tuvo que salir de allí caminando para lograr llegar a la avenida y tomar un taxi. El primer trueno se oyó por encima del incesante tránsito y la lluvia cayó sobre él intempestivamente, empapándole al instante. Por suerte, sus pertenencias estaban a buen recaudo en su mochila.

El taxi pasó a las diez y cinco. Trish lo detuvo con señas desesperadas y el automóvil se detuvo unos metros más adelante.

-¿A dónde te llevo, chico?

-A la calle Dhumas Nest al tres mil doscientos.

Steven estaba corrigiendo los trabajo prácticos de su curso, cuando oyó que sonaba el timbre una, dos, tres veces. ¿Quién diablos sería a esas horas?

Se levantó del ordenador y se dirigió hacia la puerta.

-Diga...

-Steven, soy yo... -susurró una voz muy suave y lastimera. Una voz que Steven amaba, a pesar de todo-. ¿Me abres?

Steven abrió la puerta, lentamente. No sabía qué pensar.

-¿Qué sucede, Trish? -preguntó, sin rencores ni resentimientos. Comenzó a preocuparse. El chico estaba empapado de pies a cabeza, temblaba de frío y... traía consigo una mochila y una valija. ¿Qué estaba sucediendo?

-Yo... quiero... -farfulló. Steven se mordió el labio, nervioso. Alzó las cejas-. He venido porque... -alzó los ojos y Steven los vio, profundos, azules, inundados y cargados de desesperación y palabras que no se dignaban a salir-... porque quiero que... me hagas el amor, otra vez... -rogó, y de esos ojos amados brotaron dos lágrimas, gruesas y cargadas de angustia, como si el aspecto deplorable de su dueño y la congoja de su súplica no fueran suficientes para sacudir todas las fibras de Steven y hacerle estremecer. Tiró con fuerza del brazo de Trish y lo metió a la casa, cerrando la puerta de un golpe. Lo estrechó entre sus fornidos brazos e hizo que soltara la valija y la mochila. Trish obedeció, presa de una repentina euforia casi narcótica. Gimió de puro desasosiego. De repente se sentía tan dolorosamente excitado que pensó que se desmayaría. Alzó el rostro y buscó la boca de Steven, paseando febrilmente sus manos por sus flancos y luego, por su pecho y su vientre.

-¿Estás burlándote de mí? -replicó Steven, deseando poder despertar de aquel sueño o aquella pesadilla.

-No -gimoteó Trish, acariciándole con ardor por encima de la ropa-. Por favor... -chilló, y los ojos miel y los azules se encontraron de nuevo, como asustados, en medio de las lágrimas y los espasmos-, llévame a la cama -entreabrió la boca y fue bordeando con ella los labios de Steven hasta que éste decidió corresponderle el beso en toda su intensidad. Le tomó el rostro con la manos y lo besó con la boca abierta, con hambre, como si quisiera comérselo entero y engullirlo sin más. Trish le ofreció su lengua y él la chupó golosamente, disfrutando de las exquisitas sensaciones y del sabor salobre que viajaba por su saliva. Trish le atrapó el labio inferior y lo succionó con ansias, muerto de ganas de que esa boca y esa lengua volvieran a perderse por su cuerpo, vistiendo su piel con un húmedo traje de besos.

Trish sintió el sexo de Steven, despierto y duro por encima de la ropa. Arrebatado, jugó a masajear ese objeto de placer carnal que ya había probado, pero del que sospechaba que no se cansaría jamás.

-Vamos... -susurró, con una risita medio ahogada-, mira cómo estás ya...

El pantalón de Steven no tenía cierre, sino tres botones. Cuando Trish encontró el primero, lo desabrochó e hizo lo mismo con sus compañeros. Empujó a Steven al sofá, que cayó sentado sobre él con un ruido sordo. Se lanzó hacia su entrepierna, deslizando el jean y la ropa interior sólo lo estrictamente necesario. Ahí estaba el sexo de Steven, lo que Trish deseaba con frenética locura. Tenía un tamaño generoso y además era grueso. Cuando lo aferró, le costó comenzar...: Steven estaba circuncidado. Se preguntó cómo podía ser que no lo hubiese advertido antes. Se lamió la palma de la mano y volvió a tomar el pene. Steven se estremeció y jadeó: Trish aún tenía las manos frías. No le importó. Simplemente suspiró... y se dejó llevar.

Trish abrió la boca, sosteniendo el miembro desde la base, y lo fue abarcando lentamente entre sus labios, lamiéndolo largamente y llenándolo de saliva para hacer que se deslizara mejor en su mano. Steven cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Por reflejo, se descubrió enredando los dedos entre las mechas mojadas de Trish, muy lacias y suaves... pero muy mojadas...

-Trish, espera -susurró, entrecortadamente, intentado apartarlo por los hombros. El chico alzó la mirada, con el glande entre los labios y Steve sintió que una oleada tórrida y brutal lo sacudía desde lo más profundo de su ser-. Te resfriarás... -se levantó del sofá, se subió apenas los jeans y alzó a Trish en brazos. Fue con él hacia el dormitorio y lo recostó suavemente sobre la cama. Trish estaba acalorado y a la vez perplejo. Vio cómo Steven sacaba de un cajón un toallón de color gris y se acercaba a él nuevamente.

-Desnúdate -exigió. Trish se mordió los labios. Se quitó las zapatillas, el suéter, la camiseta, se bajó los pantalones, pero finalmente alzó las caderas para que fuera Steven quien le sacara la última prenda, la que ocultaba el último trozo de piel, de cuerpo, tan anhelante como el de Steven...

Se sentó sobre la cama y le besó con delicadeza el sexo, por encima de la ropa interior. Hizo que se recostara y cuando lo tuvo así, perfecta y preciosamente desnudo, fue secando con la toalla todos los rincones de su cuerpo pálido, delgado pero fibroso. Frotó el cabello con ahínco y se detuvo cuando sintió de nuevo que le tironeaba de los pantalones.

-Por favor... -gimió Trish, rogándole que lo tomara de una vez por todas-. Steven...

-¿Sólo quieres sexo? -preguntó él, seriamente, mas con el fuego abrasándole los sentidos y el corazón.

-No... te quiero a ti, quiero estar contigo... ¡perdóname, Steve!

Steven se estremeció y descubrió que eso que le bajaba por las mejillas eran lágrimas, tan reales, tibias y saladas como lo habían sido las de Trish.

-Entonces... ¿por qué me has rechazado en dos oportunidades? -inquirió, acariciándole los labios con una mano y secándose el rostro con la otra.

-Por mi padre -respondió Trish, ahogándose con su propio llanto-. No soy su hijo legítimo, pero jamás dejó que me faltara nada. Quiere que me case con alguna de las hijas de los mafiosos de Mériva y asuma el cargo de supremo. Tenía miedo, Steve...

-Vaya... -susurró Steven, atónito-. Pero dime, ¿cómo es que tu padre piensa que estudias ciencias económicas? -quiso saber, frunciendo apenas el ceño. Trish esbozó una sonrisa débil.

-Estudio ambas cosas, sistemas y economía.

Steven se quedó mudo.

-¿De verdad? -objetó, incrédulo.

-Sí.

-Dios... -ahora todo tenía sentido. Las clases particulares, el agotamiento, todo-. Eres muy... inteligente -alabó, aún sorprendido. Pero Trish negó con la cabeza y cerró los ojos con desazón.

-No -negó-. Si fuera inteligente, haría mucho tiempo que hubiese dejado de ser la marioneta de mi padre. Si fuera inteligente... me habría librado de él y ahora... sería feliz contigo.

Steven decidió no agregar nada más. Se derrumbó sobre él y Trish lo rodeó con brazos y piernas, dejándolo atrapado en medio de una jaula ardiente, húmeda y deseable.

-Quiero que me folles de nuevo -suspiró en su oído. Steven se irguió y lo contempló largamente.

-Y yo quiero hacértelo, pero tengo miedo de que luego huyas, como lo hiciste aquella noche.

-¡No voy a huir! -exclamó Trish, con desesperada convicción-. Me escapé de casa porque quiero... vivir contigo, Steve, ¿puedo quedarme aquí?

Sonrió.

-Claro que puedes -respondió él, suavemente, abriéndole las piernas delicadamente. Trish se relamió y las separó más, invitándole a poseerle, alzando las caderas para mostrarle cuán ansioso estaba-. Pero tendrás que pagarme alquiler... -susurró, acariciando la entrada con el glande, deliciosamente caliente. Trish gimió y se revolvió de gusto.

-No traigo efectivo -se lamentó, con un puchero-. ¿De qué otra forma podría pagarte? -agregó, rodeándole la cintura con las piernas. Steven dejó caer una risa traviesa.

-Con esto me basta y me sobra...

De un pequeño golpe intentó penetrarlo, pero Trish todavía no estaba lo suficientemente preparado. Enfebrecido, Steven se inclinó hacia la mesita y sacó el lubricante. Mojó sus dedos y con ellos fue abriéndose paso por su cuerpo, con lentitud... Era la primera vez que hacía tal cosa y lo encontró asquerosamente delicioso y excitante. Era un acto íntimo, mucho más de lo que podían llegar a ser la penetración y coito.

-Vamos -pidió Trish.

Entonces Steven volvió a ubicarse frente a su entrada y empujó las caderas hacia adelante. Trish lo recibió dándole la bienvenida; una bienvenida caliente y viscosa, estrecha pero profunda. Cerró los ojos, disfrutando de la sensación de estrangulamiento y ahogo que le obsequiaba el estar completamente enterrado en esa cueva maravillosa...

-¡Te quiero! -rugió Steven, embistiendo con pasión y premura.

-Ah... Steve -sollozó Trish, totalmente perdido en el placer-. Yo t-también... ¡t-te quiero...!

Steven le tomó de las piernas y las colocó sobre sus hombros. De esa forma, pudo inclinarse hacia él y besarlo en medio del orgasmo. Trish jadeó cuando, por culpa de los besos y la violencia del clímax que se aproximaba, la respiración se le quedó estancada por algún recoveco de las vías respiratorias... cuando por fin pudo recobrar el aire, emitió un gemido, áspero, profundo y orgásmico.

-Steven... oh, por Dios... Steve -jadeó, temblando, agitado. Él se escabulló cuerpo afuera y dejó que el semen se derramara sobre las sábanas. Rió, también con la respiración entrecortada y los sentidos revolucionados.

-¿Vas a quedarte a dormir? ¿O te me escaparás de nuevo? -replicó, más en broma que en serio, comenzando a masturbarlo con un ritmo lento y oscilante. Trish le contempló con una sonrisa satisfecha y glotona.

-Mnn... ya te he pagado el alquiler de esta semana, ¿verdad? Steven asintió, sonriendo. Se levantó de la cama y apagó la luz.

-Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras...