En el espacio nadie puede oír tus gemidos

Cuando tu vida depende de tu compañero, cuando ambos estáis atrapados en una nave interestelar, cuando un alienígena quiere aparearse contigo, es entonces cuando te das cuenta que en el espacio nadie puede oír tus gemidos. Ni tus gritos.

*-En el espacio nadie puede oír tus gemidos-*

Susie resbaló hasta quedar sentada, apoyada en el mamparo de proa de la sala de víveres. Colocó junto a ella el rifle de positrones cuyo extremo aún estaba al rojo vivo. Se limpió con un jirón de su camiseta la grasa negruzca que cubría su cara y que irritaba sus ojos. El dolor punzante de su costado derecho volvió a hacerse presente, así como el de su rodilla izquierda, cuya hinchazón la preocupaba más.

A su lado, el teniente Siezes, todavía desnudo, sólo ataviado con un par de botas anti-gravitatorias y un paño que cubría sus genitales, también se apoyó en el mamparo aunque permaneció de pie. También su cuerpo evidenciaba numerosas heridas y contusiones pero era difícil distinguirlas entre la grasa negruzca que resbalaba por su piel, mezclándose con sudor y sangre reseca. Todavía empuñaba la pistola láser en una mano con dedos tan crispados que el arma se agitaba como una hoja meciéndose al viento.

Joder —murmuró el teniente, sin mirar a la mujer, con la vista fija en el extremo oscuro del corredor iluminado por luces rojas estroboscópicas.

Ese bicho por poco me agarra. Suerte que estabas detrás.

El teniente soltó una risa aguda.

Le reventé el puto cuello, o lo que fuese esa parte que unía el torso con la cabeza. Ni se enteró.

Ambos se pasaron el dorso de la mano por la frente para limpiar los regueros de sudor que les bajaban hasta las cejas. El sofocante calor, unido a un atmósfera enrarecida les hacía enrojecer y respirar con dificultad.

Un sonido ululante se oyó lejano, creando ecos a través de los pasillos oscuros y geométricos. Los dos se giraron hacia los lados, alerta. Susie atrapó el rifle entre sus manos, el teniente alzó la pistola.

Es el mecanismo de purificación de aire —siseó en voz baja el teniente.

Susie se mordió el labio inferior, negó con la cabeza y apretó el rifle contra sus pechos.

El bicho lo inutilizó. Fue lo primero que hizo. Cuando Sara fue a repararlo, comenzó la carnicería —tragó saliva y se humedeció el labio superior, saboreando la grasa negruzca que aún quedaba bajo su nariz—. Eso no es el purificador.

Sólo había un bicho —insistió el teniente, mirando ceñudo hacia Susie.

Sólo vimos a uno —corrigió ella. Usó el rifle como bastón para levantarse. La rodilla hinchada le envió espasmos de dolor agudo y al incorporarse no pudo evitar soltar un quejido sordo. Rebuscó bajo su elástico de su braga y encontró dos comprimidos de regeneración; uno se lo tendió al teniente, el suyo lo tragó de un bocado—. Es el mismo sonido que escuchamos, también Sara pensó que era el purificador y fue la primera en caer.

¿Hay más cosas como esa sueltas en la nave?

Susie cerró los ojos y usó el pulgar e índice para limpiarse los párpados de grasa. Luego, en respuesta a la pregunta del teniente, desactivó el seguro del rifle y pulsó el botón de carga. Un zumbido cada vez más agudo surgió de la culata del arma.

Eso parece. ¿Vamos?

El teniente la miró con expresión risueña.

Estás loca. Mi unidad ha sido exterminada por un solo bicho de esos. Tu tripulación está repartida en trozos por toda la nave. Por poco pierdo una pierna y tú tienes... tenías ―se corrigió― la rodilla inutilizada. ¿Y quieres ir a por él? Yo me vuelvo a mi nave. Tú puedes hacer lo que quieras.

Susie mantuvo su mirada unos instantes para luego escupir una mezcla de sangre y mucosas entre las botas anti-gravitatorias del teniente.

¿Vas a rajarte ahora, teniente Siezes, oficial de combate?

Ese bicho nos va a descuartizar, loca.

Eso lo dirás tú. Yo sé algo que tú no sabes y que inclinará la balanza a nuestro favor.

¿Qué?

Esos bichos quieren aparearse. Antes de que vuestra nave apareciese, antes de que Sara fuese devorada, ese bicho la violó.

No jodas. Ni siquiera es humano.

No me preguntes cómo funcionan. Pero yo vi cómo le clavaba algo en el coño. Algo largo, grueso, untado de lubricante. Esos bichos están salidos, enfermos.

Y tú quieres convertirte en su reclamo.

Tengo algo que quieren, sí. Y tú estarás esperándolo.

Deliras. Estás más enferma que esos bichos. No razonas. Ni siquiera sabemos si hay más ¿Acaso no has visto su estatura, sus garras, sus dientes?

Susie se encaró con el teniente y avanzó hasta presionar su pecho contra el de él. El calor sofocante que iba aumentando en la nave propiciaba que sus cuerpos sudasen y brillasen bajo las luces estroboscópicas como si estuviesen enfundados en plástico.

Óyeme bien, soldadito cobarde. Si tenemos la más mínima oportunidad de salir de esta puñetera nave y llegar a la tuya, será cargándonos antes a ese bicho. Sabe perfectamente que tú y yo estamos atrapados y adónde queremos ir. Pero tenemos una ventaja contra él, o sea, yo. ¿Se te ocurre otra forma de salir con vida de esta jodienda?

El teniente sorbió por la nariz sin dejar de mirar a la hembra que se pegaba a él. Susie era una mujer en todos los sentidos, no solo en valentía o estupidez; también estaba dotada de curvas opulentas bien visibles: únicamente unas bragas sucias de grasa y una camiseta de tirantes ceñida a sus pechos cubrían sus atributos. Pero no era eso lo que provocaba que el miembro viril del teniente comenzase a hincharse sino la expresión decidida e intrépida que arrojaban unos ojos verdes, enmarcados en un cabello pardusco que caía alborotado sobre sus hombros.

Sigues loca, mujer. Loca de remate.

Susie sonrió y su sonrisa terminó por desarmar al teniente. El miembro empalmado tropezó contra el abdomen de la mujer y cuando Susie acercó sus labios a los de él y atrapó entre sus dientes la carne rosada del labio inferior, el corazón del teniente bombeó sangre a un ritmo enloquecido, destinando todas las fuerzas de reserva de su cuerpo a un solo propósito.

La cuestión es esta, soldadito —jadeó Susie empuñando el miembro endurecido del teniente bajo el paño. Bajo la tela intuía un miembro de proporciones respetables— ¿Estarás a la altura cuando el bicho quiera follarme?

El teniente no necesitó de más acicates. Tomó a Susie del cuello y apretó su boca contra la de ella para comerle los labios con ansia. Ambos respiraron con dificultad por la nariz mientras sus lenguas se entrelazaban, deslizándose entre salivas densas. Susie no soltaba el rifle láser ni tampoco el pene de dureza granítica. Aplastó sus pechos contra el del teniente Siezes, de pronto sentía la urgente necesidad de aliviar la picazón extrema que brotaba de sus pezones. Pero cuando la mano del teniente descendió hacia el triángulo ígneo situado entre sus piernas, tuvo que apartarle de un empujón.

Quieto, mi soldadito, quieto.

Susie fijó su mirada en la del teniente. Se obligó a serenarse. Un bicho alienígena había devorado a toda la tripulación y diezmado un batallón de soldados. Sólo quedaban ellos con vida y, ante la cobardía de aquel soldado más propenso a salir por piernas que enfrentarse al bicho no le había quedado otra opción que estimular su hombría por el método más expeditivo: apelando a su deseo primigenio de apareamiento. El mismo que parecía mover la mente del bicho.

¿Estás conmigo? —preguntó Susie, evitando mirar el miembro erecto.

El teniente se mordió el labio inferior mientras echaba un vistazo pormenorizado al bello cuerpo de la hembra. De la hendidura bien visible en las bragas parecían emanar vapores espirituosos, los pezones arañaban la tela como tuercas esperando ser desenroscadas. Él no parecía tener reparos en fotografiar con la mirada cada palmo de piel desnuda. Estaba claro lo que esperaba recibir como premio si conseguían salir con vida de aquella ratonera.

Vamos a reventar a ese jodido bicho, sí.

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La criatura estaba confundida. Y si comprendiese el significado de la sorpresa, si su mente asimilase el significado del estupor, también se sentiría estupefacta.

Pero no era eso lo que impelía a la criatura a caminar por aquellos corredores metálicos desconocidos. Sólo una motivación impulsaba aquel poderoso cuerpo recubierto de quitina de un negro tan extremo que, a voluntad, podía incluso absorber todo fotón de luz disperso a su alrededor. Literalmente, la criatura podía crear oscuridad a su paso.

La perpetuación de la especie. Eso era lo que infería a la criatura la motivación suficiente para seguir en un entorno tan hostil como desconocido, habitado por seres que no dudarían en eliminarla si les diese la oportunidad.

Los corredores eran estrechos y estaban cuajados de frecuentes obstáculos que dificultaban su avance. Además, sus sentidos se reducían a un sónar térmico que le ofrecía una imagen imprecisa a causa del sofocante ambiente de la nave y una rudimentaria visión que captaba impulsos eléctricos.

Si se dejase llevar por el sentimiento de venganza, la criatura ya habría dado cuenta del último par de seres que quedaban en la nave. Pero no podía, los necesitaba. Al menos a uno de ellos, el de proporciones más menudas. Desconocía el cómo pero entendía que aquel ser albergaba dentro de su cuerpo la posibilidad de engendrar.

Su compañero también lo supo en cuanto tuvo cerca a uno de esos seres. Y consiguió retener el tiempo suficiente al ser para inyectar su carga de material genético. Él estaba cerca, consiguió ver cuál era el conducto (tras probar varios) que aquellos seres poseían para recibir el material genético. Pero era la primera vez que se relacionaban con esos seres y no lo habían probado antes. Y tampoco sabían que el cuerpo de aquellos seres era sumamente frágil, como los suyos si no dispusiesen de la coraza de quitina que cubría por entero sus cuerpos. Al menos eran nutritivos.

La ironía tampoco tenía cabida en la mente de la criatura, pero si pudiese entenderla, quizá le pareciese gracioso el largo y solitario viaje interestelar que su compañero y él habían realizado. Cientos de galaxias recorridas, miles de mundos hollados, escudriñados en busca de otros seres de su misma especie u otros que les permitiesen perpetuarse. Y, cuando, al fin encontraban unos seres compatibles, capaces de proporcionar descendencia y proveerles de una posibilidad de esparcir su simiente, resulta que eran seres inteligentes y violentos, reacios a dejarse fecundar.

De modo que la criatura, sin acusar desgaste por la tensión de la caza, sin el acicate del miedo, con el sólo propósito de diseminar su material genético en el único ser disponible que quedaba en la nave, se encaminó hacia donde se hallaban. Los tenía bien localizados. Debía ser extremadamente cuidadoso en el acercamiento. El acecho y la sorpresa era su única baza aparte de su camuflaje. Y también debía prestar el suficiente cuidado en el endeble cuerpo del ser cuando la inyectase su material. Había que ser muy cuidadoso, muy cauteloso.

Pero también debía tener cuidado con el otro ser. Ese no tenía la capacidad de engendrar, pero era más grande y robusto. Y era el que había acabado con su compañero. Debía tener especial cuidado con él. Ese era el primero del que debía encargarse.

También había que tener precaución con los objetos que portaban. Esos seres, aun provistos de cuerpos endebles, poseían armas. Y eran efectivas a distancia, por lo que debía redoblar su cautela.

La criatura comprendía que sólo le quedaba una oportunidad. Y había que aprovecharla.

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La pareja eligió la sala de enfermería debido a lo diáfano del entorno. Era una sala grande, una de las más grandes de la nave (así debía ser por las leyes de cirugía y salud de los cargueros interestelares). Las paredes estaban revestidas de aluminio anodizado y una única mesa metálica de operaciones, situada en el centro de la sala, permitía tener una visión de conjunto en todas las direcciones. Además, era la única sala provista de un generador autónomo de energía y, por ello, los grandes focos dispuestos sobre la mesa emitían una luz intensa que proporcionaba una iluminación extrema.

Una cámara frigorífica, empotrada en la pared frente a la mesa, estaba destinada a albergar muestras biológicas y bolsas de suero, sangre, proto-órganos y repuestos biónicos. Fue el escondite elegido por el teniente Siezes. Algo que habían aprendido de la criatura alienígena que había exterminado la tripulación y el batallón de soldados era que uno de sus sentidos era el rastreo térmico. Enfriando su temperatura corporal, el teniente Siezes confiaba en pasar desapercibido para poder sorprender al bicho por detrás cuando se abalanzase sobre Susie para violarla. Mantenía la puerta de la cámara frigorífica entornada, lo suficiente para permitir que el frío extremo del interior se mezclase con el abusivo calor del exterior y, de esa forma, impedir su muerte por congelación.

La mujer se hallaba sentada sobre la mesa de operaciones, con el rifle escondido bajo la mesa. Mantenía las piernas separadas, las manos sobre el borde de la mesa, los dedos rozando la culata del arma. Poco la importaba su desnudez total ni que el teniente, controlando la mesa desde la puerta entornada tuviese acceso visual completo a su cuerpo. Precisamente su desnudez era uno de los reclamos de la trampa, quería provocar a la criatura, si ello podía ser posible. Y, aunque el pensamiento fuese lejano y totalmente fuera de lugar, disfrutaba imaginando la mirada del hombre atenta a sus curvas, recorriendo su anatomía de arriba a abajo sin descanso, deteniéndose sobre sus pechos y sobre el sexo casi oculto entre sus manos. Se sabía deseada y débiles pero persistentes punzadas de lujuria avivaban sus pensamientos. Con frecuencia se sorprendía imaginando al teniente saliendo de la sala y abalanzándose sobre ella, sin importar el peligro que acechaba en la nave. El deseo de mantener sexo con el teniente volvía una y otra vez y a veces se maldecía al darse cuenta que sus dedos se alejaban del rifle para acercarse a la hendidura entre sus piernas en busca de alivio.

El teniente era incapaz de soportar la vista de aquel espectáculo sin poder participar. Se mantenía tenso, con el arma entre sus manos. El frío intenso de la cámara frigorífica incidía sobre todo en su cuello y espalda y, aunque se había cubierto con varias mantas térmicas, notaba como la escarcha y el hielo se iban acumulando alrededor de él, convirtiendo la condensación de su aliento en diminutas chispas de hielo que se le clavaban en la cara como alfileres. Pero, aunque por fuera se estuviese congelando, por dentro un ardor intenso le consumía viendo cómo Susie se tocaba.

La mujer posaba con creciente frecuencia sus dedos sobre el horno que rugía entre sus piernas. Con cada roce su cuerpo se estremecía y un espasmo de placer le tensaba la espalda. Pero, al cabo de tímidos escarceos, los dedos volvían al borde de la mesa, listos para agarrar el rifle. Debía mantenerse alerta, era su vida la que estaba en juego. Sin embargo, la llamada del deseo se avivaba a cada segundo, los latidos del corazón de la mujer se volvían más atronadores, las fantasías más detalladas. Suspiros de impaciencia surgían de los labios de Susie. Ansiaba sentirse tocada, acariciada, estrechada. En su imaginación, el teniente Siezes la sujetaba de las caderas mientras restregaba el miembro por la abertura de su sexo. Los dedos de la mujer, carentes de cualquier control ni sujetos al peligro que acechaba, ya no tenían reparo alguno en separar los labios para acariciar el interior pulsátil. Los jugos discurrían sin control, ya abierto el grifo. Manaban en regueros que fluían entre las nalgas comprimidas, convirtiéndose en un charco translúcido que iba aumentando de tamaño. Además, el ambiente sofocante de la nave, debido al purificador de aire inutilizado, provocaba que Susie sudase sin descanso, aumentando su temperatura corporal, creando brillos y enrojecimientos intensos en su piel.

«Me está mirando», no dejaba de pensar la mujer. «Sus ojos están fijos en cada detalle de mi cuerpo, captando los temblores de mis pechos, oyendo el chasquido de mis dedos al chapotear». La mujer no distinguía la cara del teniente a través de la fina rendija de la cámara frigorífica, solo una banda vertical de oscuridad por la que a veces escapaba un aliento escarchado. Pero eso la bastaba para imaginarse al teniente asir su miembro con la otra mano. Ese miembro que ella retuvo entre sus dedos antes, por el que notaba la sangre discurrir con fuerza, sintiendo los poderosos y rápidos latidos del corazón masculino manteniendo erecto el pene. Susie se disgustó consigo misma por haber soltado el miembro. Ahora solo pensaba en tenerlo de nuevo entre sus manos y acariciarlo entero, empuñarlo y agitarlo, clavárselo y sintiendo el calor emanando del glande rosado.

La mujer ni se dio cuenta del internamiento de uno de sus dedos en el interior de su feminidad. El dedo discurrió lubricado hasta el nudillo, presionando la pared superior. El pulgar tampoco pudo contenerse e imprimió firmes rozamientos sobre el extremo superior de los labios, sobre el bulbo erecto que sobresalía del capuchón. Un sonoro quejido reverberó por la sala. Era la llamada del deseo, la llama del placer ansiando ser compartido, la lujuria convertida en carne, el discurrir de néctares manando del coño de una hembra.

El teniente Siezes parpadeaba con cada vez menor frecuencia. Los carámbanos de hielo se creaban con rapidez inusitada sobre su cara, formándose bajo su nariz y barbilla. La pistola ya no temblaba en su mano. Ni siquiera sentía los dedos, había olvidado siquiera que la empuñaba. Se mantenía ajeno a cualquier otro estímulo que no fuese el ver a la mujer dándose placer. El frío entorpecía sus movimientos, imprimía una suerte de lentitud paulatina. Restregaba su miembro con frenesí; era la única parte de su cuerpo de la que surgían nubes de calor.

Los jadeos de Susie inundaron la sala de enfermería, rebotando en las paredes metálicas. La mujer, ya completamente entregada a su placer, apartó la otra mano del borde de la mesa, lejos del rifle, y apoyó el codo detrás de ella para poder inclinarse y acceder más profundamente a su interior. El tímido escarceo inicial en su sexo se convirtió en un furioso agitar, presionar y frotar en el clítoris, accediendo a la vez con varios dedos al interior jugoso de su sexo. La masturbación ocupaba cada pensamiento de Susie y su respirar apresurado y quejidos roncos acompañaban el tumultuoso acto sexual. Lejos quedaba cualquier resquicio de preocupación, de tensión ante el peligro. Solo ella, su imaginación y unas manos entregadas por completo a desenterrar placeres.

Ninguno de los humanos se dio cuenta de la enorme mancha de oscuridad que ocultaba una de las esquinas de la sala de enfermería. La criatura, con su camuflaje de coraza de quitina de negro extremo eliminaba cada fotón de luz y era virtualmente invisible en aquel halo de negrura.

Solo una nube negra, un fantasma de tinta china deshilachada por la que asomaban tres pares de miembros.

Permanecía quieta, atenta al extraño comportamiento del ser tumbado sobre la mesa metálica.

Y le fascinaba. No entendía el cómo ni el por qué, pero la criatura estaba fascinada. Miraba embelesada el espectáculo de sexo solitario. Una danza que parecía realizarse con los miembros inferiores contraídos y penetrándose con rapidez.

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La criatura ignoraba qué significaba el sexo. Hacía eones, su especie también se reproducía intercambiando material genético con otros miembros. No existía una diferencia de género ya que cada individuo disponía de la capacidad de procrear. Sin embargo, su compañero y él habían perdido aquel recurso biológico tras miles y miles de años de soledad, eran casi tan viejos como el tiempo. Además, el intercambio genético no producía ningún sentimiento placentero, era más bien un impulso producto del instinto, acuciado por las hormonas.

La criatura, eso sí, entendía que el ser que se retorcía sobre la mesa de metal experimentaba un placer intenso. Captaba los estallidos eléctricos naciendo del interior de la cabeza, repartiéndose por todo el cuerpo a través de la espina dorsal, provocando la contracción de centenas de músculos bajo la piel, condensándose como nubes estelares entre las extremidades inferiores.

Su otro sentido, el rastreador térmico, vibraba ofreciendo una imagen cuajada de tonos rojos y violetas, intensificándose hasta el granate sobre la zona superior del abdomen del ser y entre el nacimiento de sus piernas Toda la sala estaba teñida bajo el espectro de la luz roja (excepto una banda de azul intenso que manaba de una sala contigua).

De entre el trío de extremidades inferiores de la criatura, su órgano intercambiador de material genético estaba listo para el enlace. Había alcanzado su longitud máxima y el fluido genético en forma de néctar untuoso afloraba en el extremo.

Y, aunque tuviese al ser junto a ella, la criatura se resistía a fecundarla. La fascinación de aquella danza de extremidades enloquecidas donde unas se separaban y otras accedían al interior del torso, impedía a la criatura moverse.

Quizá así fuese como esos seres se reprodujesen. La especie de la criatura nunca necesitó de danzas de auto-cortejo aunque, a través de sus largos viajes conociese a otras especies que sí lo practicasen.

Pero ninguna danza era tan atrayente e imaginativa como la de estos seres.

Sin embargo, por hermosa y sugerente que fuese aquella danza, la criatura debía fecundar al ser. Su órgano intercambiador estaba preparado, su material genético listo para ser inyectado. Y no percibía ningún rastro, ni térmico ni eléctrico, del otro ser. Debía completar su propósito.

Y solo esperaba que aquel ser se mostrase algo más predispuesto que el otro al que su compañero intentó fecundar.

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Los berridos de Susie afloraban de su garganta sin descanso, reverberando por la sala, poniendo banda sonora a su placer.

Con las piernas alzadas y encogidas, separados los muslos y las manos sobre su sexo, la mujer no cesaba de introducir varios dedos en su interior mientras su otra mano recorría su torso sudoroso.

El miembro del teniente Siezes ocupaba toda su imaginación. Poseída por el falo erecto del soldado se veía a sí misma agitada por los empellones, removiéndose sus pechos en frenéticas sacudidas mientras ella avivaba la penetración clavando las uñas en las nalgas tensas del soldado.

Incluso le parecía sentir el tubo de carne ardiente acceder a su interior. Largo y grueso, separaba sus paredes interiores en su avance para alcanzar su destino. Aquel pene horadaba su feminidad, tensando sus paredes internas, dilatando su vagina para acomodarse al grosor de la carne tubular.

De la garganta de la mujer surgió un chillido emocionado producto del inmenso placer que su imaginación y sus dedos la proporcionaban.

Todo su cuerpo se balanceaba adelante y atrás, al ritmo de las violentas embestidas de un teniente Siezes poseído de una lujuria inhumana.

Susie estaba entusiasmada. Incluso le parecía sentir el aliento ardiente del teniente sobre su cuello, lamiendo la fina piel de la garganta, bajando por su torso y succionando la piel de sus pechos, pellizcando sus pezones hinchados.

Pero, cuando notó como sus dos pezones realmente estaban siendo mordisqueados a la vez, se dio cuenta que algo no iba bien.

Abrió los ojos y se encontró inmersa en una oscuridad como nunca antes había visto, de un negro tan absoluto que hasta las luces que iluminaba la sala de enfermería palidecían como estrellas lejanas.

Lo supo. De pronto comprendió el acusado dolor que brotaba de su sexo, el imponente órgano horadando su interior y dilatando sus paredes, el origen de aquellos pellizcos que aplastaban sus pechos.

Gritó aterrorizada.

La criatura intensificó la profundidad de la penetración, accediendo hasta el límite del sexo femenino. La hembra sintió el extremo del órgano presionando hasta las mismas vísceras, desgarrando, infligiendo un dolor inhumano.

Susie reaccionó con rapidez. Encogió las piernas y golpeó con los pies hacia la oscuridad. Se topó con una coraza de tacto rugoso bañada en excrecencias viscosas. Reprimió el asco y pateó con todas sus fuerzas varias veces hacia la negrura que la cubría.

Consiguió su propósito: la criatura se separó de ella. Las manos de Susie se abalanzaron hacia el borde de la mesa, empuñaron el rifle.

Apuntó hacia el centro del negro absoluto que se cernía entre sus piernas.

Jódete, bicho de mierda.

El fogonazo de protones estalló muy cerca. Consiguió alejarse lo suficiente para no resultar salpicada por el torrente de pedazos que brotaron de la oscuridad.

El impacto lanzó a la criatura contra la pared opuesta. El sonido de las paredes abolladas, desgajadas del metal fundido, siseó por toda la sala.

La criatura exclamó un chillido de dolor agudo. El camuflaje desapareció y el bicho se mostró tal cual era. El ser intentó incorporarse.

Su sentido de la visión de la criatura solo la mostraba un caos de luces indistinguibles. El otro sentido, el de la percepciones eléctricas, no la proporcionaba ninguna lectura.

Susie no dudó. Se levantó, corrió hacia el bicho y apoyó el extremo del rifle sobre las fauces cuajadas de dientes filosos. El sonido de la carga, el olor metálico de los protones condensándose, el zumbido del disparo inminente.

El estallido volatilizó la cabeza de la criatura. Un espasmo estertor en las seis extremidades indicó su muerte indudable.

Susie contempló al bicho con asco desmesurado para luego girarse hacia la puerta de la cámara frigorífica.

¡Teniente Siezes! —chilló— ¡Soldadito cobarde!

Susie abrió la puerta de la cámara.

Tuvo tiempo de apartarse antes de que el cuerpo del teniente cayese al suelo.

Una sonrisa pintaba sus labios. Con una mano aún sostenía la pistola mientra que con la otra empuñaba el falo congelado.

Una capa de hielo cubría el cuerpo entero, como una coraza translúcida. La piel poseía una blancura inmaculada y solo se apreciaba algo de color en el miembro empalmado.

Joder —murmuró Susie al ver el cadáver. La caída había desgajado el pene y el glande aún giraba sobre sí a unos metros.

Pero a la mujer no le preocupó demasiado la muerte de aquel hombre.

Estaba más preocupada por el fluido fosforescente que resbalaba por entre sus piernas.

Fue entonces cuando notó un retortijón de tripas y varias nauseas en su boca.

Gimió al sentir como algo se revolvía en su interior.

Algo vivo.

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---Ginés Linares---

http://gineslinares.blogspot.com.es/