En el campo de mijo

La violación de una joven, madre campesina, una tarde de verano...

El parto había sido difícil para un cuerpecillo fino como el suyo. Era de cadera estrecha, pecho plano, la criatura casi murió asfixiada entre aquellos muslos de carne magra. Después le subió la leche y aquellas pequeños pingajos de carne empezaron a abultar bajo la blusa, y ella disfrutaba en secreto el tacto de los labios húmedos del niño contra su piel. Una rara compensación por todo el sufrimiento de aquel parto interminable.

Meter a la criatura en sus entrañas no había sido desagradable, claro, aunque jamás lo habría admitido. Era una muchacha tímida, instruida en esa moral de callarse las cosas del placer carnal, acostumbrada a oír y callar. Se había casado con un joven vecino suyo, labriego como ella, trabajador y bueno. A él le dio su virginidad, en aquella esperada noche de bodas, asalto consentido de camisón arremangado. Entonces se quedó quieta, mirando los desconchones del techo y con los brazos enroscados contra el cuello de él, mientras la embestía entre jadeos triunfales que parecían sonar en toda la casa. Ella se abrió de piernas, aguantó los primeros roces de aquel intruso invisible bajo el calor de la ropa, los empujones contra sus carnes prietas, que se desgarraron en un dolor espantoso, y se dejó hacer. Apenas sintió placer mientras el extraño le horadaba las entrañas aquella primera noche. Se durmió con su nuevo marido encima, el extraño reposando fláccido aún entre sus muslos ensangrentados.

A la mañana siguiente, la sangre se le había pegado entre la tela y la piel, y los sudores de la noche anterior empapaban las sábanas. Despertó con la sensación de que una dureza húmeda y suave la penetraba, e instintivamente abrió las piernas para recibirlo. Esta vez fue diferente. Enseguida aprendió a acompasar las embestidas de él con el movimiento de sus caderas, aquel pene entraba y salía de ella como una llave de una cerradura. Entre el ruido de los muelles, percibía además el gorgoteo de sus propias humedades, aquel hueco de su cerradura parecía interminable, hondo y oscuro, quería que él lo explorara hasta el infinito, que se adentrara en ella y no saliera nunca, tan lúbrico, tan insaciable. Su instinto le dictaba cuándo doblarse y cuando arquear el cuerpo, para que el prepucio erecto de él rozara aquellas estrías de su cerradura o apretara sus carnes contra el clítoris de ella… Entonces notó que sus propios gritos de placer despertaban a la casa entera, y casi sintió vergüenza por haberse convertido en mujer.

Después vino la preñez, el parto, la cuarentena. No cambió nada. Más o menos cada luna llena él venía a buscarla. Se giraba a ella entre los chirridos del colchón y le exploraba las carnes medio a tientas, y ella volvía a aceptarlo. No le guiaba la mano. Separaba las piernas y le dejaba tocar sobre la ropa, aguardando que la penetrara como aquella mañana cálida, y se apretara contra su vientre y aspirara su olor de hembra madura. Notaba cómo se hichaba aquel pingajo invisible y la golpeaba deseando entrar en ella otra vez. Pensaba en eso durante aquel parto sangriento que no acababa nunca. Mientras la criatura le tiraba de los pechos. Mientras miraba no sin curiosidad el diminuto pene de su hijo entre pañal y pañal. Luego lo olvidaba, hasta la siguiente luna llena.

Tras la violación se quedó un tiempo pensando cómo cambiaría todo. Si era bueno o malo, no lo sabía. Simplemente se quedó tal y como aquel desconocido la dejó, desnuda y vestida apenas con la camisa arremangada, los pechos erizados por el frío y las piernas separadas, ofreciendo a los elementos su coñito aún tembloroso por el incierto placer del sexo. El aire aún llevaba trazas de aquel olor y su cuerpo aún recordaba el peso de las embestidas egoístas del hombre.

La arrastró entre los altos tallos de mijo con misma naturalidad con la que le había salido al paso, tan rápido fue que ni tuvo tiempo de protestar. Llevaba al niño contra el pecho y el caldero de ropa recién lavada sobre la cabeza. Al primero lo apretó con instinto protector, lo segundo cayó en la zanja de aquel camino desierto que cruzaba el campo hasta el lavadero en el río.

El caldero rodó hacia alguna parte. Ella se precipitó contra el bosque de mijo, los tallos maduros se troncharon bajo su peso y ella cayó contra ese colchón crujiente, con el niño aún agarrado a su camisa. Se incorporó para encararse con él, y ya la había arrojado de nuevo contra el suelo, boca arriba, para que le mirara a los ojos mientras la sometía por la fuerza. Eso pensaba hacer, en aquella selva de mijo dorado donde no había nada más, sólo ellos y la eternidad de suplicios. Ningún sonido, salvo el llanto entrecortado de la madre y su hijo. Él le arremangó la falda de mala manera y le separó las piernas. Allí rezumaba aquel tesoro, olor a hembra joven, una flor diminuta, reseca de miedo. Sus dedos la palparon sin miramientos, la pellizcaron, la horadó y estiró a capricho. Ella lloró con repugnancia al notar aquella brisa contra la piel de sus piernas, desnuda bajo la mirada del extraño que la examinaba, medio indiferente, medio ferino. No quería mirarle y a duras penas le exploró el rostro, el más horrible del mundo. Tal vez no era feo, ni atractivo. Apenas estuvo segura de que no le había visto jamás.

No, no le conocía de nada y el secreto de aquella tarde no saldría de la prisión de mijo. No iba a pelear. Él la golpearía, y le dejaría huellas. Era mejor no decir nada. Él tampoco diría nada, cuando aquello acabara, no volvería a verlo. Por suerte no era virgen, si cerraba los ojos aguantaría. Qué más daba. Estiró el cuerpo hacia atrás, se entregó en silencio y en silencio aceptó él el trato.

Se encorvó rápidamente sobre ella, su cuerpo enorme contra el talle frágil de su presa. Con una mano la sujetó, sin dejar de mirarla, con la otra se desabrochó los botones y dejó asomar a su animal, oscuro y ávido de carne, hinchado todavía a medias, y hurgó entre los muslos fríos de ella. Con su roce, la flor diminuta se cerró aún más, aterrorizada, repugnada.

Hizo sus esfuerzos, la muchacha, se podía notar. Alzaba el vientre tímidamente contra él y se obligaba a abrir las piernas, a dejarle entrar como fuera, pero el terror de su cuerpo se negaba a complarcerla. La primera embestida la desgarró, y la segunda, y la tercera. El animal horadó aquella cerradura seca sin piedad, y en cada asalto parecía meter un puño de hierro arrugado en sus entrañas. La quemó, la devoró. Y ella, valiente, apretó los ojos y los dientes sin gritar, en vano le tapaba él la boca y la asfixiaba con impaciencia, ella parecía un cadáver, fría, silenciosa. No sentía emoción alguna, nada.

El niño calló al fin, un poco más allá, y ahora sólo el sonido cruel de las cigarras competía con aquellos jadeos entrecortados. Finalmente la soltó, tal vez por piedad, o distraído en el éxtasis, poseerla y cubrirla como una bestia en celo, y ella consiguió respirar. Seguía inmóvil, las piernas exangües una a cada lado, agitadas con inercia por las acometidas de él, que le trabajaba las carnes y le despertaba los jugos viscosos del sexo a marchas forzadas.

Pudo notarlo allí abajo.

Dobló brevemente su cuerpecillo, en un arranque de rebeldía, para comprobarlo por sí misma, y al presionar los músculos del abdomen notó el roce de aquella cosa de él en su interior, asaltándola entre las piernas inmóviles, el intruso que se agitaba palpitante y la marcaba en cada bombeo con el sello oloroso de aquel macho desconocido. Los líquidos de él ya la contagiaban. No, eso ya no lo quería.

Lo pensó entonces, ¿y si la preñaba? Podía ser, era hembra y era fértil, no lo pensó hasta que descubrió con los ojos muy abiertos cómo la montaba, disfrutando cada vez que hundía su cosa dentro de ella y despertaba sus propios apetitos sin querer. Él se rozó aún más. Descubrirla espiando cómo la trabajaba le había excitado al límite, ya no simulaba los jadeos, ahora la bombeaba victorioso, disfrutando los jugos involuntarios de ella como un placer añadido. La flor estaba abierta y él enterraba al animal entre aquellas paredes calientes y dóciles. Su hembra frágil se portaba bien, quieta y mojada, soportaba sumisa la penetración y se deshacía en temblores jugosos ante sus embestidas, y le miraba a los ojos. El cénit de su placer.

Entonces se acordó de sobarle aquellas abultadas tetitas sobre la blusa, un acto reflejo. Las pellizcó, las apretó, y enseguida manó un débil lamparón de leche. Para ella fue el insulto definitivo, pero aún así aguantó y calló. Se dejó, con las piernas rígidas, el vientre aterido de frío. Él lanzó un graznido burlón, y se arqueó sobre ella para levantarle la blusa sin dejar de bombear. Y la pequeña aguantó sin sentir nada, adormecida. Lloriqueó débilmente cuando notó los dientes de aquel hombre maduro contra sus pezones, mamando débilmente la leche de su nño. Mamaba de ella, y la seguía montando.

Ahora fue lento, casi cuidadoso, para poder morderla bien y sorberle las tetas. Encontró que robarle su tesoro de madre ya era la diversión plena, ya no encontraba placer en aquel coñito abultado que se alzaba contra él. Casi de forma involuntaria ya le soltó los últimos coletazos de placer egoísta, se clavó contra ella con furia al final, le soltó los pechos y al jadear goteó aquella leche robada mezclada con saliva sobre la cara de la muchacha, y por debajo soltó sus cosas de hombre dentro de ella.

Notó la cabeza hinchada del pene en algún lugar de su cuerpo. Lo había recibido todo, inmóvil, sin escapatoria, y un débil orgasmo robado al instinto para terminar. Le robó los pechos y le dejó lo que él quería, entremezclado todo en aquella violencia, y sintió un temblor de repugnancia y anhelo al notarle salir y verle guardar el animal en los pantalones arrastrando todavía rastros de aquel semen espeso entre los pliegues de su piel.

Allí se quedó, temblorosa y abandonada en la prisión de mijo maduro, sabiendo que no diría nada jamás, apretando contra sus entrañas la simiente viscosa e incierta de aquel hombre horrible, desganada, cansada. Nadie lo iba a sospechar nunca, ella jamás lo diría. Era de esas muchachas que se callan las cosas que nadie quiere oír. Soportaba y callaba. Viviría una vida larga desde este día, estaba segura.

Se quedó con la repugnante duda y fascinación de hincharse con un hijo nuevo. Otra vez como en aquellas primeras noches, los calores del semen fermentado, la preñez, el parto, la cuarentena.