En coche por la ciudad (2)
Continuación de la historia de Sara y Luis ... Por fin iba a intimar con Sara como yo quería, parecía un sueño ... nuestras manos se acariciaban, inquietas, voluptuosas, curiosas ... Mis manos se sumergieron bajo esa camiseta de punto verde ...
Resumen del primer capítulo: Lo pasamos bien aquel sábado noche saliendo de copas por la gran ciudad... teníamos que subir seis en su auto ... la mujer de mi amigo, la que tanto deseaba, sentada encima de mí en el auto ... Su mano permaneció allí, en contacto pleno e íntimo con la mía ... Sonaba el teléfono, una y otra vez, y yo iba despertando, con algo de resaca, con ese timbre que me sacaba del sueño. Me acordé de pronto de todo. Era domingo, miré el reloj: las diez. La excitación me hizo levantarme de un salto. Tenía que ser ella. ¿Y Gonzalo no jugaba al frontón los domingos? recordé de pronto, el día anterior no recordaba nada. Empecé a ponerme nervioso. Corrí y cogí el teléfono. - "¿Diga?", - "Hola Luis" era ella, su voz inconfundible, con un tono esperable de complicidad, - "Qué tal Sara", - "Impaciente por verte, Gonzalo fua a jugar al frontón, no volverá hasta la tarde, pues come allí en el club. Nos podemos ver en tu casa" le temblaba ligeramente la voz, pero se notaba determinación, yo estaba igual de nervioso, - "Hecho, te espero aquí", - "Estoy ahí en diez minutos", - "Bien". Colgué el auricular, excitado.
Hoy era domingo, un domingo excitante, fuera de la rutina. Por fin iba a intimar con Sara como yo quería, parecía un sueño. Y entonces recordé aquel otro domingo, de hace unos meses.
Aquel domingo, aquel en que Gonzalo Y Sara nos invitaron a cenar al grupo de amigos, lo pasé fatal. En un primer vistazo no me fijé bien en ella, pero luego, me ofrecí para ayudar a Sara en la cocina. Al ir a la cocina, estábamos casualmente solos, nadie más, y al ver a Sara, con su flamante y esbelta figura, arrolladora de belleza, me dio un vuelco al corazón.
Llevaba vaqueros (que por cierto, le sientan como un guante) y deportivas, y una camiseta de punto verde, absolutamente divina, que le da un porte arrebatador. No sé cómo es el efecto de esa camiseta, el color, el punto; el caso es que ensalza el moreno de su tez, da más brillo aún a la suavidad de su piel (infinita, por las pocas veces que la he tocado); tornea la forma enloquecedora de sus senos, entre lo excitante de lo prominente y lo sugerente de lo escondido; le da un contorno de talle y de cintura, perturbadoramente delicioso. En esos momentos no pude evitar, con toda la fuerza de mi voluntad, imaginarme mis manos introduciéndose bajo esa camiseta, y perderse en ese placer. Se me aceleró el corazón, se me cortó la respiración, sufrí un ataque de tensión. Y ella estaba ahí, imperturbable, a lo suyo.
En dos palabras, Sara con esa camiseta estaba absolutamente irresistible. Tuve que esforzarme como un héroe para frenar mis instintos, para no abalanzarme sobre ella, para no abrazarla, para no besarla, para no acariciar su piel enloquecedora. Para no posar mis manos sobre su talle, encima de la camiseta, temblando, y esperar su reacción. Me costó mucho contenerme y no lanzarme a una experiencia arriesgada.
Me ahogué calladamente, pero ese deseo infinito contenido tenía que salir por algun sitio, y salió, tímidamente, en una trémula y nerviosa voz que tenía que decir algo, lo que fuera, pero algo, que expresara mi deseo, mi impotencia. Y dije tímidamente: -"Muy bonita esa camiseta de punto", -"Es muy vieja, la tengo hace muchos años" respondió.
El deseo todavía mantenía su fuerza, y pude decir algo más: -"Pues estás bastante espectacular", -"Gracias". Yo quería seguir hablando, seguir halagándola, tantear hasta dónde podía arriesgarme.
Pero, la timidez pudo demasiado. A pesar de la fuerza inicial de mi deseo, el piropo fue una miserable voz en el desierto. Y ella también tímida, se limitó a dar las gracias, poco más que un silencio. Oh, cómo la deseaba, Sara, con qué fuerza. Estuve a punto de perder el juicio y abalanzarme sobre ella, anhelando el contacto de nuestras pieles, sentir su respiración contra la mía, fundiéndonos desesperados en un doloroso abrazo de pasión incontenible. Pero estaba la duda: ¿y si ella no sentía nada parecido?
Ella continuó la conversación sobre la camiseta: -"Tendría que tirarla, está ya muy vieja..."
Y yo pensaba para mis adentros responder "No, por favor, no la tires, con ella estás absolutamente irresistible, consérvala y póntela para mí, para vernos de vez en cuando y hacer el amor una y otra vez". Pero no, no, no pude decir nada más. Estaba demasiado alterado, como alguna vez ya me había pasado. Me dio rabia, pero no puede decirle nada más.
Luego, en la conversación colectiva, en el salón, mi deseo siguió dando coletazos al contemplar su esbelta figura recostada cómodamente en el sofá. Y cuando me miraba a los ojos, yo mantenía un poco la mirada, y la desviaba para disfrutar con la visión de su espléndida anatomía, para luego volver a encontrarme con sus ojos. Así una y otra vez, no me cansaba de contemplar esa comodidad deliciosa de su cuerpo recostado en el sofá. Me perdía en mis ensoñaciones, imaginando que Sara me decía "Ven aquí" y yo acudía, la abrazaba, la besaba, la acariciaba, y los dos nos revolcábamos en el sofá, en intimidad. Y salía de un sueño y la volvía a mirar, con descaro contenido. Ella cruzaba la pierna, y observaba cómo la miraba yo, impasible.
No sé si le molestaban esas miradas, espero que no. Desde luego, era consciente de ellas, una y otra vez sus ojos encontraban a los míos observando sus piernas, sus posturas, su talle, sus manos. Quizá consideraba esas miradas como un piropo. Yo no sabía qué pasaba por su cabeza. Con su indumentaria y ese sofá, Sara podía seducirme cuando quisiera, por mucho empeño que pusiera en resistirme, y ella lo sabía.
Muchas veces me masturbé soñando con Sara, con esa camiseta de punto verde, con ese talle tan especial, soñando que buceaba bajo esa camiseta, extasiado con cada centímetro de su piel, estimulando esos senos perfectos con pequeños mordisquitos... ¡Ooohhh!
El timbre del portero automático me sacó, de pronto, de mis ensoñaciones, del recuerdo de aquel domingo, del recuerdo de mis sueños solitarios. Volví a la realidad. Hoy era domingo, un domingo excitante, y Sara venía hacia mi casa, para vernos, para conocernos mejor, para seguir lo que habíamos dejado empezado la noche anterior, esas caricias con las manos... Y dijo que tardaba diez minutos en llegar. ¡Diez minutos! Entonces ahora quien llamaba al timbre de abajo era ella, ¡Era Sara, seguro! Corrí a abrir: -"¿Sí?", -"Soy yo", -"Hola", pulsé el botón, nervioso.
En el minuto que tardaría Sara en subir, intenté arreglarme un poco, me cambié de ropa rápidamente, y...
Sonó el timbre de la puerta. Abrí, nervioso, y ahí estaba ella. Con sus vaqueros, sus deportivas, su abrigo de invierno, su pelo negro... Bellísima Sara, ella también parecía nerviosa, parada en el umbral de la puerta, mirándome, sonriente.
Bellísima Sara. Su pelo negro rizado, sus ojos profundos, sus labios carnosos. Sus piernas delgadas y bien torneadas, su culo perfecto, sus caderas anchas, su cintura estrecha. Y sus hombros, oh! Sus hombros esbeltos y anchos, en su postura erguida maravillosa, con sus senos perfectos, prominentes, marcados. Sus brazos estilizados y suaves. Su cuello fino. Y su vientre liso, sugerente, muy bello. Su piel morena. Sus manos, siempre tan expresivas, y tan dulces. Oh, Sara...
Tendí la mano, sin decir palabra, como para que ella cruzara un abismo. Deseaba su contacto, su sonrisa, su complicidad. Tendí la mano, y Sara tendió la suya, también callada, sacando una sonrisa irresistible. El contacto de las yemas, de los dedos, de las manos, las pieles reconociéndose, los dedos ágiles y sensibles. Fue una avalancha de corrientes eléctricas, el deseo incontenible de las pieles que se desean. Una avalancha que no pararía en toda la mañana.
Sara entró, la puerta se cerró, y nos quedamos de pie, separados, sonriendo, mirándonos, mientras nuestras manos se acariciaban, inquietas, voluptuosas, curiosas. Igual que se habían acariciado el día anterior, en el coche, pero ahora abiertamente, sin que nadie nos molestara. Como explorando, sin prisa, las sensaciones mutuas. Y mientras las manos se acariciaban, empezamos una conversación superficial, -"Qué rápido has venido", -"Serán las ganas", -"Me gusta tu abrigo", -"Y a mí tu camisa". Nuestras miradas se sostenían, sonrientes, los ojos embelesados. Estuvimos diez minutos acariciándonos las manos, hablando, no me daba ni cuenta del tiempo que pasaba.
En un momento dado, los brazos fueron tirando de las manos, las manos fueron acercando a los cuerpos, que se fundieron en medio de una corriente eléctrica de deseo incontenible. El abrazo fue magnético, voluptuoso, cariñoso, lleno de deseo, de suspiros, respirábamos con fuerza. Y con el abrazo, poco a poco, empezaron las caricias. En poco tiempo éramos una nube de caricias entre manos, vientres, pechos, besos, hombros, mordiscos, piernas, ropa y deseo voraz desatado. Mi erección no cabía en los pantalones, mi pasión no cabía en mí.
Sin dejar de besarnos y acariciarnos, dábamos pequeños pasos hacia el dormitorio, donde nos esperaba una cama enorme, acogedora, cálida. En el camino, despojé a Sara de su abrigo, y ella se quitó el jersey. ¡Ooohhh! Ya habíamos llegado al dormitorio, y no podía creer lo que palpaban mis manos en ese momento, Sara llevaba puesta su camiseta de punto verde, aquella que tanto me emocionó aquel domingo. Bellísima Sara, y pícara Sara, ella también recordaba el detalle de su camiseta verde de punto, de cómo me había gustado en aquella ocasión. Ella lo recordaba, y me había dado ahora la sorpresa.
Me separé de ella un poco para mirarla bien. Ante tal contemplación, abrí la boca, que se me hacía agua, con un gesto evidente de asombro y apetito. Sara sonrió voluptuosa, y dijo: -"Me acordé de esta camiseta, que tanto te gustó una vez", -"Oh sí, Sara, estás absolutamente irresistible, exuberante, deliciosa...", -"Mmm, qué halagador, sabía que te gustaría". Y me arrodillé posando mis manos en su cintura de avispa. Abracé su cintura con pasión desbocada, hambriento de sus caderas, de su carne, de su piel. Sara puso sus manos sobre mi cabeza, acariciándome el pelo, y subió su barbilla abriendo la boca y suspirando, entregándose al placer.
Mis manos se sumergieron bajo esa camiseta de punto verde, que entre los huecos dejaba asomar la piel de Sara, deliciosa. Pude comprobar que no llevaba sostén, y el corazón me latió con violencia, pensando en abarcar con mis manos esos senos que hasta ahora sólo había imaginado. Sin prisa pero ágiles, las yemas de mis dedos se paseaban en ese frenesí perturbador del talle de Sara, por su vientre, por sus costados, su cintura, su espalda, sus hombros, sus brazos, sus manos, sus pechos, ¡oooooohhhhhh! El pecho de ella subía y bajaba respirando con fuerza, profundamente, con la fuerza del deseo. Sus pezones, maravillosamente erectos, tenían vida propia, y yo me regocijaba pellizcándolos suavemente con los dedos, Sara gemía con cada pellizco.
Era tal el torrente de placer acariciando su piel, que mi miembro, erecto hasta reventar, empezó a segregar líquido preseminal, lo que me excitaba aún más, si eso era posible. Y dejando a mis manos deambular enloquecidas por su cuerpo, yo pegaba mi cabeza a su talle, besando y mordisqueando por encima del punto verde esas prominencias majestuosas que eran sus senos. Sara se retorcía de placer, arañándome y balbuceando, suspirando con una embriagadora y suave voz. Su cuerpo delicioso retorciéndose y sus gemidos incontenibles elevaban mi excitación todavía más.
Desabroché sus vaqueros, que hizo caer poco a poco con ese vaivén de caderas de lado a lado, tan especial de una mujer, tan perturbador. Ella me quitó la camisa, yo le quité los calcetines y me quité los míos, me levanté. Frente a frente, nos quedamos mirándonos, con la respiración entrecortada, y nos besamos con frenesí, las lenguas agitadas, saboreando la saliva con deseo voraz. Sus manos se deslizaron por mi vientre, me desabrochó los pantalones, que cayeron al suelo. La erección no cabía en los calzoncillos, con la pequeña mancha de líquido preseminal. Sara los miró, me miró a los ojos, y deslizó su lengua lentamente por sus labios, relamiéndose mientras sonreía con una lascivia enloquecedora.
Me atrajo fuertemente tirando de mi cuello, y nos abrazamos apretando cintura contra cintura, restregando bien nuestras pelvis, acariciándonos todo el cuerpo, poseídos por el apetito de las pieles. No daba abasto para gozar de los encantos de Sara, cada caricia dada, y cada caricia recibida, eran una explosión de sensaciones eléctricas. Apretaba sus muslos, mis manos gozaban de su carne generosa, prieta, abundante. Acariciando y pellizcando sus senos, se perdían en suavidad y perfección. Agarraba su trasero, lo acariciaba, no podía parar, en esa redondez respingona. Abarcaba su cintura de avispa con mis manos, acariciando su vientre. Besaba su cuello, vibrante, sus hombros. Nuestros labios se encontraban en esa exploración mutua. Sara era irresistible para mí.
Cuando no aguantamos más de pie nos lanzamos a la cama, yo dejé a Sara que se tumbara primero, para disfrutar con la visión de su figura. Vestida solamente con las bragas blancas y la camiseta verde, acomodó su anatomía espectacular en la cama, despacio, atractiva, seductora, arrebatadora. Tumbada boca arriba, ligeramente de medio lado, puso sus brazos detrás de la nuca. Encogió una pierna levantando la rodilla, su postura era erótica, cómoda, tranquila. Todos sus encantos se desplegaban, el instinto me empujaba brutalmente a abalanzarme sobre ella. Con los brazos tras la nuca como estaba, suspiró profundamente, sonrió con lascivia, pasando la lengua por los labios, y con una voz hipnótica, me dijo: -"Ven aquí", -"Voy".