En coche por la ciudad

Lo pasamos bien aquel sábado noche saliendo de copas por la gran ciudad... teníamos que subir seis en su auto ... la mujer de mi amigo, la que tanto deseaba, sentada encima de mí en el auto ... Su mano permaneció allí, en contacto pleno e íntimo con la mía.

Lo pasamos bien aquel sábado noche saliendo de copas por la gran ciudad. Éramos un grupo de amigos normal, muchos ya emparejados, otros no, como era mi caso.

Esa noche de sábado como muchas otras terminaba con un leve toque etílico. Paco y Manoli se retiraban por su cuenta pues vivían cerca. Manoli era una mujer impresionante, pero esa es otra historia. Unos cuantos del grupo nos juntábamos en el coche de Gonzalo, que se ofrecía muchas veces para llevarnos a nuestras casas. La mujer de Gonzalo, Sara, no era una mujer tan impresionante como Manoli, pero era también muy bella. Me gustaba en secreto, y teníamos un cierto feeling que ella también guardaba en secreto. Yo disfrutaba de su compañía, y envidiaba a Gonzalo.

Aquella noche éramos demasiados, y algunos dijimos que tomaríamos el bus, pero Gonzalo insistió e insistió en llevarnos en su auto. Así que al final cedimos, teníamos que subir seis en su auto. Me gustaba la idea de ir con Sara en el mismo coche, mirando el color de la noche.

A la hora de subir al auto, era un problema, éramos demasiados. Gonzalo pilotaba. Yo no era ni el más alto, ni el más grande, así que el más grande se sentó de copiloto. para la parte trasera, pequeña en ese modelo, quedábamos cuatro. Una pareja, y Sara y yo. No podía creerlo, pero estaban pensando en ir las chicas sentadas encima de los chicos. La pareja, claro, ella encima de él, y Sara... encima de mí! Empezó a latir mi corazón con violencia pensando en el viaje, que no era corto, aunque a mí se me iba a hacer corto.

Era crudo invierno, hacía muchísimo frío. Me senté, todo lo cómodo que pude, pensando en dónde poner mis manos, no sabía qué podía pasar. Sara se introdujo en el auto y lentamente, con mucha precaución, fue aposentando sus posaderas en mi regazo. Entre el barullo etílico general, me dijo suavemente mirando hacia atrás sin verme: - "¿Vas cómodo, Luis?", - "Mucho" - dije sonriente.

No me lo podía creer. Sara, la mujer de mi amigo, la que tanto deseaba, sentada encima de mí en el auto. ¡Cuántas veces había admirado su figura! Sara no era explosiva como Manoli, pero a su modo era inmensamente atractiva. Muchas veces me habría gustado decirle que tenía un cuerpo delicioso, exuberante, espectacular. Delgada, de piel morena, caderas torneadas, trasero redondo, pechos firmes, talle erguido. Delicada de formas y trato, sus manos eran muy sensuales. Siempre intentaba imaginar qué caricias brindaba con esas manos a Gonzalo, cómo lo volvía loco entre sus caderas, cómo le hacía perder la razón susurrándole al oído mientras él se corría salvajemente.

Muchas veces, en las salidas nocturnas, se encontraban los ojos de Sara con los míos, y la mirada era larga e intensa. Ella sabía que a menudo yo estaba observando su cuerpo, y no parecía importarle. No sonreía, ni daba especiales muestras de sentirse halagada, ni tampoco enojada. Es en las conversaciones donde salía a relucir nuestra especial conexión, era evidente para ambos el cálido disfrute cuando hablábamos.

Y ahí estaba Sara aquella noche de sábado, sentada en mi regazo, y ahí estaba yo, con un dulce de otro al alcance de mis manos. Hacía mucho frío, y Sara temblaba ligeramente. Hablábamos todos en voz muy alta, y el ligero toque etílico distraía la atención, de modo que nadie podía fijarse en qué postura tenían los demás. Y en esa ocasión, suponía una ventaja.

El culo de Sara reposaba sobre mi regazo, como una dulce golosina. Mantenía su espalda erguida, apoyando las manos sobre el asiento delantero. Como decía, Sara temblaba de frio. Con cada escalofrío, su trasero se removía sobre mí, y este estímulo hizo comenzar mi reacción, que no podía ya esperar mucho. Mi miembro empezó a endurecerse.

Gonzalo conducía tranquilo, pero a pesar de todo, las curvas del trayecto hacían inclinar el coche, y Sara tenía que mantener el equilibrio, sentada como estaba encima de mí. A la primera curva, se le iba el cuerpo, e instintivamente, puso una mano sobre mi pierna, agarrándola con fuerza. La presión de su mano duró toda la curva, y me excitó muchísimo. Pero al terminar la curva retiró su mano y volvió a apoyarse en el asiento delantero. "Por favor, otra curva" pensaba para mis adentros. ¿Qué estaría pensando Sara? Nada, probablemente.

En la siguiente curva, larga y pronunciada, Sara volvió a sujetarse agarrando mi pierna. Disfrutando excitado, quise que esa curva fuera eterna, que no acabara nunca. Y la curva terminó. Pero Sara... ¡No retiró su mano! La mantuvo firmemente apoyada en mi pierna. Oh maravilla, continuaba el trayecto, y ella temblaba de frío, pero no retiraba su mano, seguía allí. Entre el deseo y la excitación yo no sabía si me traicionaba mi imaginación, hubiera jurado que su mano se deslizaba ligeramente, casi como acariciándome. No, no podía ser. Tenía que ser realista.

Entonces hubo una maniobra brusca, Gonzalo frenó de repente. Nos fuimos todos adelante, y luego, de golpe, para detrás. Todo el esbelto talle de Sara se pegó al mío, por mucho más que un momento. Y yo, en una maniobra que tenía más de instintivo que de deliberado, sujeté a Sara para que no se cayera a un lado. Y la sujeté agarrándola, con ambas manos, por esa deliciosa zona intermedia entre las caderas y los muslos. Esa zona en que si agarras a una mujer por detrás, provoca delirantes sensaciones. ¡Oh! Qué espléndida anatomía, qué maravilla, entre esbelta y opulenta. Mi erección no cabía en mis pantalones, perfectamente alineada con la raja entre sus nalgas, desgraciadamente separados por varias capas de pantalones y ropa interior.

En esos pocos segundos, mis pensamientos se debatían, entre atreverme a seguir con sus muslos agarrados y dejar libre mi deseo, o guiarme por el pudor y soltar a la mujer de mi amigo. Y antes de que hiciera nada, levantó su mano, la que apoyaba en mi pierna, y la puso encima de la mía. En la primera décima de segundo me entró el pánico. ¡Se enfadó y me retiraría la mano con tacto silencioso!

¡No! Su mano permaneció allí, en contacto pleno e íntimo con la mía. En un gesto inequívoco no sólo ya de permisividad, sino en un gesto de complicidad, de aceptación. Un gesto que no dejaba ninguna duda sobre la actitud de Sara hacia mí, que revelaba sus deseos en ese momento. No podía creer lo que estaba ocurriendo aquella noche, y necesitaba aprovechar la ocasión. Era posible que no se repitiera otra vez, que no tuviera otra oportunidad para demostrar a Sara mis deseos ocultos y hasta dónde podía llegar.

Así que me decidí. Apreté con lujuria esas deliciosas articulaciones entre las caderas y los muslos, esas carnes prietas, macizas y perturbadoras. Las apreté con presión contenida, despacito, con cariño, con deseo voraz, sostenido. ¡Oh! Y su mano apretó la mía, respondiendo con el mismo deseo, mientras su otra mano se apoyaba en el asiento delantero, mientras todos hablábamos en voz alta, y nadie se daba cuenta de nuestro juego secreto. En los dos había despertado esa excitación nerviosa que hay bajo la clandestinidad.

No podía comenzar un vaivén de caderas, llamaría demasiado la atención. ¡Qué locura! Mi mano derecha, en el lado de la puerta, estaba mucho más oculta que la otra. Así que con ella apretaba una y otra vez, despacito, cadenciosamente, esa opulencia deliciosa del espacio entre las caderas y los muslos de Sara. ¡Ooohhh! Cómo apretaba sus carnes, prietas bajo los vaqueros, esponjosas, cálidas. Y Sara, embelesada, excitada, acariciaba mi mano al compás de los apretones.

Con cada apretón, yo me imaginaba un empuje de caderas, lujurioso, perturbador. Mi miembro estallaba dentro de los pantalones. Yo notaba la respiración de Sara, que se hacía más intensa, más profunda, más agitada. Ella, no pudiendo contenerse, entrelazó mi mano con la suya, deteniendo el masaje, y nuestras manos empezaron a acariciarse con no menos delirio. Los pulgares acariciaban el dorso y la palma, los dedos se retorcían entre el contacto de las pieles. Me enloquecía pensar en las caricias que podía brindarme Sara con esas manos.

"Vamos, Luis, vamos. !Vaya cogorza!". De pronto desperté de la experiencia lujuriosa que estábamos teniendo. Estábamos tan distraídos que no me había dado cuenta de que habíamos llegado a mi portal. Estaba confuso, delirante, desconcertado. ¿Y ahora qué? Necesitaba, como el respirar, abandonarme con Sara en una cama, toda la noche. ¡Pero tenía que bajarme del coche y subir a mi casa, solo! Sara abrió la puerta y se apeó. Reaccioné como pude, me levanté y salí del coche.

Me agaché para despedirme de todos. ¡Hasta otro día, chicos! ¡Gracias Gonzalo, por traerme! Me di la vuelta y ahí estaba el rostro de Sara, bellísimo, insondable, como tantas otras veces. Me agarró de los hombros y me dio dos besos de despedida. En los segundos brevísimos entre beso y beso nuestras miradas se encontraron, embelesadas, y después del segundo beso, Sara me susurró al oído, acariciándome con la voz, "mañana te llamo". Mientras me lo decía, su mano se deslizó entre mi abrigo abierto, y me pellizcó el jersey, por encima del vientre. Un pellizco mínimo, intenso, voluptuoso, definitivo.

Mientras se montaba en el coche y mirando para atrás, me guiñó un ojo, sonriendo con picardía. Yo agitada la mano, atontado. "¡Que la duermas bien!" me gritaban los demás. Subí a casa, estaba atontado con el calentón. No podía masturbarme, no tenía ganas. Necesitaba la piel de Sara, su contacto, su calidez. El morbo de la clandestinidad, la posibilidad, la urgencia, no me dejaban dormir. Al fin, me quedé dormido.

Sonaba el teléfono, una y otra vez, y yo iba despertando, con algo de resaca, con ese timbre que me sacaba del sueño. Me acordé de pronto de todo. Era domingo, miré el reloj: las diez. La excitación me hizo levantarme de un salto. Tenía que ser ella. ¿Y Gonzalo no jugaba al frontón los domingos? recordé de pronto, el día anterior no recordaba nada. Empecé a ponerme nervioso. Corrí y cogí el teléfono. - "¿Diga?", - "Hola Luis" era ella, su voz inconfundible, con un tono esperable de complicidad, - "Qué tal Sara", - "Impaciente por verte, Gonzalo fua a jugar al frontón, no volverá hasta la tarde, pues come allí en el club. Nos podemos ver en tu casa" le temblaba ligeramente la voz, pero se notaba determinación, yo estaba igual de nervioso, - "Hecho, te espero aquí", - "Estoy ahí en diez minutos", - "Bien". Colgué el auricular, excitado.